Una ninfa, un caballero… y una cacería
Buoron clavó los ojos en la ninfa. Era un hombre de rasgos pronunciados, ni guapo ni feo, curtido por la intemperie. Su mirada destilaba una honda tristeza y, curiosamente, no lucía el impresionante mostacho del que tanto se enorgullecían la mayor parte de los caballeros. En su lugar, llevaba una barba, recortada al estilo de la del conde Avondale. Huma se preguntó cuánto tiempo haría que vivía en la región.
—Déjanos solos —ordenó a la mujer el soldado recién aparecido.
—¿No vais a pelear?
—Éste hombre es uno de mis colegas; no puedo enfrentarme a él —desencantó el caballero a su dama, al parecer molesto por semejante solicitud.
—¿Por qué no retas al mago? —insistió ella.
—¿Un mago? —repitió Buoron y, despejando de su frente el errabundo mechón de cabello que entorpecía su vista, reparó en el cuerpo en reposo—. Debe de estar agotado para dormir mientras conversamos.
—La ninfa lo ha sumido en un encantamiento —le explicó Huma.
El otro suspiró como si le hubieran confirmado un presentimiento.
—¿Por qué?
—Porque me desagrada —refunfuñó la fémina—. Es uno de los soñadores que te mostré.
—¿De veras? —El bronceado guerrero envaró la espalda, despierto ya su interés—. ¿Cuál de ellos?
—El que siempre se está muriendo.
Huma entrecerró los ojos. En un momento dado, durante sus viajes, Magius le había confesado que el episodio de su fallecimiento se repetía incesantemente en sus pesadillas. La ninfa no podía saberlo. ¿O quizá sí? Tal vez visualizaba, como había afirmado, lo que ocurría en el subconsciente de los demás.
—Libéralo —ordenó el jinete.
—¿No quieres sentarte a mi lado? —se insinuó la mujer, con un suave y delicioso contoneo.
—No —fue la concisa respuesta del caballero, aunque no pudo evitar sonrojarse—. Retírate; es importante que me entreviste en privado con este soldado.
La criatura acuática apoyó sus delicadas manos en las caderas y, dolida por el desprecio del que era objeto, protestó:
—Has dejado de gustarme; no vuelvas a visitarme nunca más.
Corrió hacia el agua y, cuando ésta la cubría hasta la cintura, se sumergió. Nada había en ella que indicase su pertenencia a otra raza que no fuera la humana, salvo el matiz verdoso de su tez y, quizá, la asombrosa agilidad de sus movimientos. A Huma le intrigaba cómo se las arreglaba para respirar.
—No hay que tomarse en serio sus amenazas —musitó Buoron—. Se ha enfadado conmigo en una docena de ocasiones, y nunca le ha durado el enojo más de lo que se tarda en estornudar. Creo que sus caprichos obedecen a una tendencia propia de su especie, aunque no he tenido oportunidad de conocer a otras.
Huma miró al aún durmiente Magius.
—¿Se acordará de deshacer el sortilegio?
—Concédele sólo unos segundos. No puede prolongar la influencia que ejerce sobre sus víctimas durante mucho rato. Ya has sido informado de mi nombre, hermano de Orden. ¿Podrías decirme cómo te llamas tú?
—Huma, Caballero de la Corona y procedente del alcázar de Vingaard —se presentó, orgulloso, el joven.
—¡Vingaard! —vociferó el otro, y su grito fue tan vehemente como una invocación a Paladine—. ¿Habéis roto las líneas enemigas? ¿Se avecina el fin de la guerra?
El viajero meneó la cabeza antes de narrarle, cabizbajo, lo acaecido. Las noticias no complacieron a su interlocutor.
—Uno de sus entretenimientos preferidos —contó a su vez al compañero, estirando el índice hacia el agua— consiste en colocarse frente al Espejo de los Sueños, un antiguo artefacto, agitarlo y capturar imágenes oníricas ajenas. Los anhelos ocultos de los servidores de la Reina de los Dragones —añadió, y sufrió un escalofrío— son más macabros de lo que nunca concebirías.
—¿Ha habitado siempre este paraje?
El barbudo se encogió de hombros. Lo incomodaba hablar de la ninfa, probablemente porque su relación, fuera o no íntima, no habría sido aprobada por la severa hermandad.
—Ya estaba aquí cuando fui asignado a la plaza. Sus tesoros se remontan a centurias. Si los vieras, te quedarías boquiabierto. Tropecé con ella por casualidad —se decidió a sincerarse—. Mis colegas nunca se aventuran tan lejos. Estábamos cazando ciervos, avisté un bello ejemplar y lo seguí hasta este rincón porque me resistía a dejarlo escapar, ya que el rancho no suele incluir tan exquisitas viandas. Sea como fuere, la pieza se internó en los matorrales adyacentes. Mi corcel me derribó al detenerse de forma abrupta, perdí el conocimiento, desperté completamente embotado y, en cuanto se despejó mi cabeza, fueron sus ojos lo primero que contemplé.
—No temas nada de mí —lo tranquilizó Huma, advirtiendo que el rostro de Buoron se contraía en una angustiada mueca—. No te delataré, ni siquiera pienso mencionar la existencia de este lago.
—Algunos ya han adivinado mis amoríos. No he guardado en secreto mis idas y venidas, pese a que lo único que he hecho con ella es practicar juegos inocentes. Una ninfa no es un ser real, y yo necesito algo más sólido. —En aquel instante Magius comenzó a dar señales de vida, y el joven de piel curtida lo señaló—. Tu amigo, el hechicero, vuelve en sí. Estoy persuadido de que montará en cólera al averiguar que ha permanecido todo este tiempo prisionero de las artes de una fémina antojadiza.
Huma ladeó la cabeza hacia el mago. Todavía no se había reincorporado del todo al mundo de la vigilia, pero cualquier resolución que tomase el soldado debía ser inmediata.
—No es imprescindible que se entere.
El caballero de la barba ergothiana no despegó los labios, aunque se reflejó en el brillo de sus ojos un vivo sentimiento de gratitud. Era ostensible que se había encariñado con la dama acuática más de lo que pretendía demostrar.
Magius se levantó de un brinco al anunciarle un sexto sentido que Huma y él no estaban solos. Vio al desconocido humano, y lo examinó atentamente.
—Buenos días, Túnica Roja.
El saludo de Buoron fue preciso y correcto; el mago no recibió de su parte más respeto que el que le debía a alguien que viajaba con un compañero.
El encantador terminó de recobrarse e, inclinándose de un modo que le era característico, respondió con perfecta cortesía:
—Buenos días también a ti, Caballero de Solamnia. No tenía la menor idea de que hubieran destacado tan hacia el sur a otros miembros de la hermandad.
Huma no mudó su expresión, pero en su fuero interno se indignó frente a aquel nuevo embuste de su amigo. Mientras huían de las ruinas, el hechicero le había comunicado su deseo de trazar un rodeo para eludir la plaza fuerte.
—Estamos en una fortificación próxima a este lugar —lo puso en antecedentes el otro soldado solámnico, ignorante de las patrañas del mago—. La guarnición es escasa y el edificio demasiado pequeño; supongo que lo abandonaremos antes de que pase un año.
—Sí —farfulló lacónicamente Magius, a quien nada interesaban las cuestiones militares. En vez de atender, el encantador estudiaba con detenimiento el lago y el lugar donde había pasado su siesta—. Perdóname si he dormido más de lo debido. Es impropio de mí. No he pretendido faltar a la corrección.
Buoron se puso rígido. Su caballo, un brioso alazán, comenzó a piafar como si se compenetrase con el amo.
—No tiene nada de singular —balbuceó el joven, tratando de calmar al animal—. Es algo que sucede con frecuencia: yo he caído en el mismo tipo de amodorramiento.
—Aun así, no tengo excusa.
—¿A qué distancia está la plaza? —intervino Huma, atrayendo sobre sí una mirada furibunda de Magius.
—A una hora a caballo. Debéis acompañarme hasta allí. Todos apreciarán tu presencia aunque seas portador de tan terribles noticias.
El mago rio entre dientes, de forma enigmática. El caballero destinado a aquellas latitudes sintió crecer su visceral antipatía por él, pero prescindió de su velado sarcasmo para hacer una observación sobre las monturas de los viajeros.
—Ésos cuadrúpedos deben de haber galopado casi toda la noche; precisan cuidados si habéis planeado cabalgar más tiempo sobre sus grupas.
Procuró no indagar sobre el propósito de su viaje, asumiendo que Huma le informaría cuando le pareciese oportuno.
—De acuerdo —cedió el hechicero—. Haremos una parada entre los tuyos; aunque tendrá que ser corta, pues todavía hemos de recorrer un considerable trayecto.
—Ejem.
Éste carraspeo fue lo único que repuso Buoron, quien espió a ambos hombres con curiosidad mientras desataban los caballos y se encaramaban en las sillas. Una vez que estuvieron listos, señaló hacia el oeste e impartió instrucciones.
—Partid hacia poniente; yo os alcanzaré dentro de unos minutos.
Los dos viejos amigos espolearon a sus corceles a través de los matojos, sorteando los árboles. El soldado volvió la vista atrás y comprobó, según había intuido, que su hermano de Orden se demoraba junto al lago. El desprevenido caballero desmontó, extrajo una talla de madera de una de sus alforjas y fue hasta la orilla, donde un burbujeo precedió a la aparición de la cabeza de la ninfa. Varios troncos se interfirieron en el radio de visión de Huma, en el instante mismo en que Magius se volvía hacia él. Frente a tanto impedimento, actuó como si estuviera pendiente del camino.
Tal como había prometido, Buoron se reunió con ellos de inmediato. Hizo al otro soldado solámnico un guiño de complicidad y se situó delante.
Huma aprovechó el paseo para investigar sobre la fortificación.
—¿Hay muchos destacamentos similares en la zona?
—Tan sólo dos. El otro se yergue en la parte occidental de esta cadena montañosa —dijo el informador, apuntando con un dedo hacia una cordillera de elevados picos que había surgido tras la loma por la que ahora trepaba el trío—. Teóricamente, nosotros supervisamos la mitad oriental y ellos la contraria. En la practica, no obstante, la Reina de los Dragones se abstiene de ordenar incursiones en nuestros dominios. La región carece de puntos estratégicos, así que nos limitamos a perseguir malhechores cuando deberíamos desarticular las líneas de los repulsivos ogros.
—¿Cuántos sois? Ignoraba que la hermandad tuviera jurisdicción en estos confines.
—Tampoco yo lo supe hasta que me enviaron, hace ahora unos cinco años —musitó Buoron, y lanzó una risotada preñada de amargura—. Formamos un ejército de ochenta hombres, encargados de vigilar un territorio que rivaliza en extensión con Solamnia. En otro tiempo, el panorama era más halagüeño.
No hacía falta que entrara en elaboradas descripciones. Huma se representó sin esfuerzo el estado de las cosas. Con la balanza de la guerra inclinada en su contra, los moradores del puesto estaban aislados de todo el mundo salvo de sus compañeros de la ladera occidental. No podían abandonar sus posiciones para encaminarse al norte e integrarse en la trifulca. Les habían mandado proteger la plaza y eso era lo que harían a menos que se recibiese una contraorden. El sentido del deber era un principio de honda raigambre en todo soldado solámnico. Rennard había insistido hasta la saciedad en los valores eternos de la obediencia y la disciplina.
—¿Has explorado alguna vez esas escarpaduras? —inquirió Magius, una pregunta al parecer fuera de contexto.
—No.
El monosílabo del interrogado fue cortante, un síntoma innegable de su reticencia a conversar con el hechicero.
—¿Lo ha hecho alguien?
—Sólo las cumbres más próximas. Nadie se ha aventurado en el interior del macizo.
—¿Por qué?
—Los caminos son peligrosos.
Huma miró a su amigo y descubrió las arrugas de la decepción en su antes animado semblante. El mago sondeaba al soldado para esclarecer misterios, pero éste le replicaba con lugares comunes.
Allí, en el corazón de Ergoth del Sur, resultaba difícil creer que una guerra devastaba el país. El cielo no estaba menos encapotado que en la franja septentrional, pero reinaba una acogedora paz en bosques y campos. Sin embargo, el joven caballero era consciente de la falacia de semejante quietud, porque sería destruida tan pronto como las hordas abismales se apoderasen de Solamnia. En cuanto aquel reducto fuese neutralizado, la Reina de la Oscuridad desplegaría su manto sobre el resto de Ansalon en menos de un año.
—Casi hemos llegado.
Huma dio una primera ojeada a la fortificación de su hermandad. No era un edificio recio, imponente, como el alcázar de Vingaard, sino una estructura de madera diseñada de tal forma que si se declaraba un incendio, no se convirtiese en una trampa mortal. La altitud de los muros que rodeaban el complejo cuadruplicaba su estatura, y el piso superior había sido surcado de hileras regulares de ventanillas para uso de los arqueros.
Sólo una construcción sobrepasaba la tapia: una torre de vigía donde incluso ahora había apostado un centinela que, ojo avizor, observaba el avance del trío. El guardián dio una voz y se cuadró de frente. Buoron, en lugar de devolver el saludo marcial, se contentó con levantar una mano sin excesivo entusiasmo.
Huma consultó a Magius con la mirada, pero éste, en actitud melancólica, se empeñaba en escrutar las lejanas montañas.
El centinela repitió su grito al reconocer a uno de los dos extraños como un colega. Las puertas se abrieron de par en par, y todos los habitantes del puesto se dieron cita en el patio para dispensar una cálida bienvenida a los recién llegados.
—¡Buoron, qué pronto has regresado! ¿A quién nos traes de tu ronda?
El que así se expresaba era un hombre alto y enjuto, tan viejo que probablemente ya había sido nombrado caballero cuando nació el coronel Oswal. Tenía la piel ajada, cuarteada, y escapaba un leve temblor de sus cuerdas vocales, pero conservaba cierta gracia en sus gesticulaciones y Huma caviló que todavía debía de ser diestro en el manejo de la espada. A diferencia de la inmensa mayoría de sus vecinos, que había adoptado la barba ergothiana, el anciano lucía el mostacho tradicional, aunque salpicado de plata. Era un exponente de la Orden de la Rosa, el único que atisbo el joven soldado en una primera inspección.
—Saludos, comandante Taggin. Me he permitido invitar a estos dos hombres, uno de ellos hermano de filas, para que puedan reposar. El caballero que aquí ves ha de transmitirte nuevas de la mayor relevancia.
—Y, si no me equivoco, también deprimentes —apuntó con gran tino el llamado Taggin. Tras unos segundos de silencio, el veterano ordenó a los soldados congregados—: ¡Vosotros, ocupaos de vuestros quehaceres! Recordad que sois Caballeros de Solamnia, no una bandada de gansos hambrientos.
Cundió el desencanto entre la expectante asamblea, cuyos miembros, en su mayor parte, llevaban casi diez años recluidos en la plaza. El comandante doblaba ese período. A decir verdad, había regido en solitario los destinos de sus congéneres durante varias décadas.
Cuando Buoron le cuchicheó tales pormenores, Huma se sonrió. Tenía la sensación de encontrarse entre caballeros de otra casta que la que se educaba y entrenaba en Vingaard. Éstos eran menos estrictos con las reglas, más proclives a adaptarse a cada circunstancia.
Contra lo que parecía desde fuera, la fortificación albergaba tres edificios. Uno era la mencionada atalaya, que también hacía las funciones de armería y cuadra; el segundo era un pabellón alargado que, Huma lo reconoció enseguida, contenía los dormitorios de la tropa, y el tercero y, paradójicamente, el más insignificante, constituía el centro de mando y cuartel general de Taggin. Al igual que las restantes dependencias del recinto, los tres eran de madera. El joven visitante, que se crio en un pueblo, lo asoció más con un hogar que la soberbia mole del alcázar.
Los artífices de la plaza fuerte habían trabajado a conciencia a la hora de escoger el enclave. Estaba lo bastante cerca de la espesura como para dar fácil acceso a la caza y la recolección de leña, y al mismo tiempo lo bastante adentrado en la planicie como para que cualquier tentativa de asalto obligase al enemigo a cruzar largos trechos de campo abierto. Suministraban el agua un arroyo y un pozo. Más tarde, el soldado forastero admiraría los cultivos de cereal que realizaban los propios hombres en una extensión, asimismo fortificada, sita en la parte trasera del conjunto. ¡Cuánto diferían, reflexionaría Huma de nuevo, aquellos hermanos de los que residían en Solamnia!
Taggin encargó a Buoron que condujese a los dos amigos a su presencia en cuanto se hubieran aseado y alimentado. Magius, hosco y drástico, se negó a hablar con nadie hasta haber dormido. El comandante frunció el entrecejo frente a la arrogancia del hechicero, pero admitió que su demanda era justa.
* * *
Despertó a Huma el ajetreo de unos hombres que se preparaban para cabalgar. Dirigió los ojos hacia Magius, quien dio un violento respingo y se asomó a la ventana más próxima. El sol declinaba, perfilando los picos del fondo y alumbrando apenas a un puñado de caballeros que traspasaban las puertas, más de uno armado con pesadas redes como complemento de los pertrechos habituales. Si era una patrulla, la integraba un número exagerado de jinetes.
El joven soldado, desde la puerta de la habitación, divisó a Buoron cuando éste pasaba por delante de la estancia y le hizo una señal. El caballero percibió su saludo, correspondió y, girando sobre sus talones, entró.
—¿Estás mejor? —preguntó a su colega, en voz baja porque el hechicero había vuelto a acostarse.
—¡Ya lo creo! Hacía semanas que no gozaba de un descanso tan completo y reparador.
Cesó el diálogo hasta que Huma se hubo vestido. Ya a punto, indicó a su hermano de Orden que podían irse y abandonaron la alcoba. A estas alturas, habían partido los últimos caballeros y estaban atrancados los accesos.
—¿A qué viene organizar un pelotón tan compacto? ¿Acaso hay indicios de actividad por parte de los ogros? —investigó el intrigado viajero.
—Empiezo a dudar de que los haya nunca. No, el problema es más local —le confió el otro—. Efectuamos cierto comercio con los elfos Qualinesti, aunque, como casi todos los de su raza, tienden a aislarse de los demás y a encerrarse en sí mismos.
»Uno de los pocos que aceptan los trueques nos contó que un animal salvaje merodeaba por los alrededores. Nuestro impulso fue indagar qué hacía él tan lejos de su patria, pero de haberlo hecho se habría quebrado el frágil hilo de nuestras relaciones. Así pues, le dimos las gracias y emprendimos las pesquisas pertinentes.
—¿Habéis dado con esa criatura?
—Hemos seguido su rastro, e incluso la hemos avistado, pero es muy escurridiza. La denominamos la Bestia, y dado su ingenio hemos llegado a creer que se trata de un ogro explorador. Los hombres están convencidos de poder cazarlo en su guarida esta misma noche; con suerte, vivo.
—¿Qué importa eso?
—Si es, como algunos insinúan, un espía, es posible que atesore información. En el caso de que nos enfrentemos a un animal, Taggin quiere estudiarlo. A los Qualinesti les preocupa sobremanera la existencia de ese ser, y el comandante quiere averiguar por qué.
El dignatario estaba terminando su labor rutinaria cuando Buoron se personó ante él acompañado de Huma. El veterano dio la bienvenida al forastero con unas palabras cordiales —el protocolo era superfluo en aquel rincón perdido—, pero rezumaba desasosiego.
—¿Tienes idea de cuál es la situación actual? —interrogó al soldado, tras escuchar su historia.
—No. Antes de separarme del grueso del ejército su única esperanza estribaba en reagruparse. ¡Ojalá lo hayan conseguido!
Taggin clavó en el narrador una penetrante mirada, que no dejó de incomodar a éste. Luego, transcurridos unos momentos, exteriorizó su pesimismo.
—No hay nada que podamos hacer. Sería conveniente, Buoron, que alguien pusiera al corriente a la tropa mañana mismo.
Buoron, que había asistido en absoluto mutismo a la plática, no vaciló en ofrecerse.
—Yo lo haré, comandante.
—Te lo agradezco. Ahora, muchacho, tienes mi permiso para retirarte.
Mientras el oficial recogía las herramientas de trabajo que yacían esparcidas sobre la mesa, los dos subordinados se encaminaron a la puerta del humilde despacho. Sin embargo, Huma fue retenido por el anciano antes de atravesar el umbral.
—Tú no te vayas, mi joven invitado. Hay todavía algunas cosas que debes aclararme. Siéntate, te lo ruego.
El soldado obedeció. Nada dijeron hasta que Buoron hubo desaparecido, lo que no hizo sino acrecentar la turbación del caballero respecto a Taggin, pese a que, gracias a su duro adiestramiento, no la demostró. El mandatario tamborileó con las yemas de los dedos sobre el escritorio y, después de ordenar sus pensamientos, reanudó las averiguaciones.
—¿Cuál es la finalidad de vuestro viaje?
—¿Cómo dices, señor?
El nerviosismo del comandante se había disipado. Tanto su voz como sus pupilas delataban ahora una inquebrantable firmeza.
—No emplees conmigo tácticas evasivas, Huma; esto no es Vingaard. Además, no tergiversaré en tu contra nada de lo que me reveles. Quedará entre tú y yo. Me tengo por un buen juez de los caracteres ajenos, y confío en ti a pesar de las dudosas compañías que eliges.
—Gracias, venerado señor.
Taggin sonrió alicaído al oír el formulismo.
—Soy plenamente consciente de mi rango superior y de mi edad. Te lo suplico, llámame por mi nombre. Y, ahora, explícame qué os ha traído hasta aquí. Se me ocurren cien rutas distintas que podrías haber tomado para regresar al alcázar. ¿Por qué vais al sur? ¿Quizá se debe a una iniciativa del mago? O mucho me engaño en mis deducciones, o existe entre vosotros un grado de intimidad que ni siquiera su díscola conducta es capaz de socavar.
—Crecimos juntos.
El soldado era reacio a extenderse sobre su amistad con Magius más de lo estrictamente indispensable.
—¿De verdad? No deja de ser una combinación inusitada. De todas formas, un hombre es algo más que lo que simboliza su túnica, sea ésta Blanca, Roja o Negra.
—No es un hechicero malvado, sen… Taggin.
—Ni yo le he atribuido tal calificativo —se defendió el mandatario, con una sonrisa en la que brillaba la chispa de la inteligencia.
—Teme por su vida —puntualizó Huma, cuya coraza empezaba a agrietarse frente a un oponente de tan ostensible introspección—, pero también se ha trazado el propósito de poner fin a la guerra.
—¿En qué orden de prioridad?
—V..verás —balbuceó el joven, desarmado—; por lo que he podido colegir, es su existencia lo que más lo inquieta.
—Muy comprensible. Siempre, claro está, que no la salvaguarde en detrimento del mundo.
El soldado no halló contestación adecuada, y prefirió callar. El comandante prosiguió su interrogatorio, ahora dando vueltas por la habitación.
—¿Por qué determinaste secundarlo en esta «misión»…?, y utilizo el término a falta de otro mejor. ¿Fue simplemente una muestra de compañerismo?
—Sí y no. Ambas cosas a la vez.
—¿Qué cosas?
El veterano caballero enarcó una ceja en señal de perplejidad.
Para que entendiera tan ambigua réplica, Huma hubo de referirle a Taggin cómo había afectado a Magius la Prueba en la Torre de la Alta Hechicería. El exponente de la Orden de la Rosa escuchó sin impacientarse el relato de la premonición que tuvo Magius de su propia muerte. La expresión del anciano apenas se alteró durante la parrafada.
—Has sido honesto conmigo —felicitó al soldado cuando éste hubo terminado—. Debo digerir tu historia; mañana mandaré en tu busca para continuar esta instructiva charla.
—Sea como tú deseas, señor —se regocijó el otro, que sudaba por todos los poros a causa de la tensión acumulada.
—Mi vida ha sido larga, Huma, más plena de experiencias de lo que imaginas —dijo el mandatario, y se sentó de nuevo tras el escritorio—. Reflexiona esta noche sobre lo que hemos hablado. Eso es todo; puedes irte.
El joven caballero estiró el cuerpo en actitud marcial, se despidió y dejó el despacho. Una vez en el exterior, exhaló un suspiro de alivio y fue a reunirse con Buoron, que lo aguardaba.
—Hace muchas horas que no pruebas bocado. ¿Te apetece que vayamos a cenar? —le propuso el barbudo personaje.
—No me vendría mal reponer fuerzas. Quizá Magius tenga también apetito.
—Puede abastecerse a sí mismo; posee dotes mágicas.
El joven caballero no insistió. Tan tajante réplica dejaba poco espacio para ruegos o argumentaciones. Lanzó una mirada al pabellón y, sumiso, comentó:
—Lo más probable es que todavía duerma. El aguijón del hambre lo despertará en su momento.
—Sabias palabras.
Buoron lo guió hacia el comedor, y el soldado forastero lo siguió sin resistirse.
* * *
La noche maduró, envejeció y al fin murió. Magius permaneció todo el tiempo entregado a sus sueños y Huma presumió que lo hacía ex profeso para restaurar sus energías. A juzgar por su apariencia, la palidez cadavérica de su rostro y la rigidez de sus miembros, bien podría haber perecido. El caballero incluso le tomó el pulso; pero se tranquilizó al notar su ritmo acompasado.
Poco después del amanecer, el centinela anunció a grandes voces que la patrulla había vuelto de su expedición. Unos hombres corrieron a abrir las puertas, mientras circulaban toda suerte de especulaciones sobre el resultado de la cacería nocturna. El joven visitante fue al encuentro de Buoron, mezclándose ambos con la tropa en el patio bajo el escrutinio de Taggin, que salió de su aposento y se limitó a observar desde un segundo plano.
El primer voluntario que había acudido al acceso se asomó por una mirilla y, tremendamente excitado, exclamó:
—¡Han capturado algo!
En ese instante, el comandante echó a andar hacia la concurrida plaza.
—¡Todo el que esté de servicio debe reincorporarse a su puesto en menos de diez segundos! ¡Por el Triunvirato, esto es una guarnición militar y no un circo! Pronto veréis a la Bestia, si es cierto que la han atrapado.
Se franqueó al fin la entrada al grupo de caballeros, que cruzaron el umbral cansados pero triunfantes. Aunque algunos habían sufrido heridas, Buoron afirmó que no había bajas.
De la criatura apodada la Bestia poco se atisbaba, enmarañada como estaba en el tupido entramado de las redes. Se evidenciaba su pelambre pardusca en algunos huecos; pero la habían forzado a doblarse en una bola y su auténtica naturaleza era aún un misterio. Atenazado, el supuesto animal resoplaba y gruñía.
Taggin hizo que arrastraran al cautivo hasta una jaula, construida unos días atrás para esta eventualidad. Algunos caballeros, entre los que no pudo contarse Huma, agarraron por distintos flancos la enredada masa y la introdujeron en el provisional calabozo. Ya dentro, el monstruo, que no había cesado de debatirse, deshizo una parte de sus ataduras. Sus aprehensores huyeron a la carrera mientras otros activaban la trampilla y se aseguraban así de que no escaparía.
El oficial de la patrulla presentó su escueto informe verbal a Taggin en cuanto hubieron concluido estas operaciones.
—Lo sorprendimos en la cañada. Había matado un ciervo y lo estaba devorando. Nos percibió, mas para entonces ya lo habíamos rodeado. La avanzadilla arrojó la red y tiró de ella con tanta fuerza que los hombres también cayeron. Hirió a otros varios mientras rescataban a los compañeros. Hubo un momento en el que creí que tendríamos que sacrificarlo. Afortunadamente, pudimos evitarlo. Se enredó en la red y, por fin, pudimos inmovilizarla
El veterano asintió.
—Paladine veló por vosotros. Me alegro de que nadie recibiera más que leves contusiones; oremos a nuestro dios para que la jaula aguante.
—«Jaula» no es el vocablo que yo usaría, señor. Opino que «prisión» se ajusta mucho más a la realidad.
—¿Cómo? —se asombró Taggin, al mismo tiempo que Buoron y Huma, a ambos lados, abrían los ojos como platos—. ¿Qué tenemos aquí?
La Bestia era todavía irreconocible, pues había conseguido desembarazar sus extremidades pero no rasgar toda la envoltura. No obstante, quedaba patente que lo que tomaron por gruñidos eran frases ahogadas.
—¡Se trata de un espía de la Reina de los Dragones! —se ufanó, desbordante de satisfacción, el individuo que había dado el parte—. Uno de sus grotescos hijos del norte. ¡Al fin participamos en la guerra!
Había un fulgor en las pupilas del caballero que Huma no supo interpretar, aunque lo halló, cuando menos, enojoso.
El comandante se acercó al calabozo. A estas alturas, el prisionero había hecho jirones las ligaduras que lo cubrían y comenzaba a perfilarse en toda su corpulencia.
—¡En nombre de Sargas, malditos seáis! ¡Os despedazaré a todos!
Al soldado viajero, mero espectador hasta entonces, se le heló la sangre en las venas. Buoron lo examinó, extrañado, posiblemente preguntándose por qué lo horrorizaba tanto la visión de la Bestia. Dado que procedía del norte, lo lógico era que estuviese familiarizado con tales criaturas.
El prisionero arrancó la última red de su testuz, coronada por sendas astas y emitió un amenazador bufido en dirección a quienes lo habían reducido. Con una fiereza escalofriante, zarandeó los barrotes e insultó a los presentes:
—¡Idiotas! ¡Cobardes! ¡Dejadme combatir contra uno de vosotros, dadme una oportunidad! ¿Dónde está vuestro alardeado honor?
Desde el ángulo en el que se erguía, el enfurecido coloso no distinguía a Huma. Éste último, en cambio, gozaba de una perfecta perspectiva que le permitía analizar todos sus rasgos. El caballero contempló abrumado a la presa, a Kaz, mientras trataba de concebir un plan para salvarlo de la ejecución.