Morgion, dios de la podredumbre
Unas voces siseaban frases ininteligibles, en una especie de debate. El embotado caballero tardó varios segundos en comprender que hablaban en su lengua y que él era el objeto de la discusión. Deseó que se desentelaran sus ojos para ver quién se interesaba tanto por su estado.
Con un acento que a Huma le pareció vagamente familiar, alguien bramó:
—¿Por qué os demoráis?
—Está marcado.
—¿Qué importa eso, Skularis?
El llamado Skularis replicó en un tono sibilino, ofendido por la pregunta:
—Algo no encaja cuando un Caballero de Solamnia presenta semejante estigma.
Un tercer personaje, éste dotado de un timbre que más se asemejaba al croar de una rana, intervino:
—No lo entiende, Amo de la Noche. El individuo del suelo es más afín a nosotros que él.
El de la voz siseante, que era también el que ostentaba tan curioso título, ofreció una explicación al que lo había imprecado.
—Tenemos agentes entre ellos, algunos muy poderosos.
El «batracio» asintió, en el mismo momento en que Huma rebullía. Por lo visto, habían descubierto en su cuerpo una señal de gran trascendencia, pero él sólo era sensible al fuego que sentía en las sienes.
—Soy consciente de lo que significa esa marca —rezongó el primero, a quien el soldado conocía sin acabar de identificarlo—, y también de que no va a morir como creí en un principio. Excelente. Es portador de valiosa información y me conviene que viva.
—¿Qué quieres que hagamos? No podemos lastimarlo. Uno de los nuestros lo protege.
La criatura que, a juzgar por su actitud díscola, no pertenecía al grupo, volvió a gruñir, con un sonido gutural que avivó los recuerdos del caballero. Sólo los lobos espectrales producían aquel ruido inconfundible.
Alguien había advertido el movimiento del joven, ya que una mano enguantada aprisionó su mentón y lo zarandeó. El guante estaba podrido. Despedía un olor tan fétido que Huma lo evitó mecánicamente. El Amo de la Noche, que era quien lo sujetaba, esbozó una mueca obscena.
—No forma parte de nuestras huestes, pero alguien lo ampara. Éste asunto me intriga más a cada instante.
—¿Qué hacemos? —croó el más sumiso.
—¡Escondedlo, cadáveres miserables! —los insultó a ambos el sujeto agresivo—. Tenedlo a buen recaudo hasta que mis servidores se pongan en contacto con vosotros. ¿Acaso la peste ha devastado vuestras mentes además de vuestros cuerpos?
Los párpados del soldado se separaron un poco por su propia iniciativa, abriendo una rendija. El yaciente divisó a dos seres vestidos con harapos enmohecidos, malolientes, que conversaban con un lobo espectral. No había nadie más. El caballero hubo de hacer un gran esfuerzo para despejar la espesa niebla que le embotaba el cerebro y hacerse cargo de lo que ocurría: Galán Dracos, desde su ilocalizable ciudadela, utilizaba a aquel esbirro lupino como sus ojos, sus oídos y su voz en Ergoth.
Supuso, aunque sin poder cerciorarse, que estaban en algún lugar de las ruinas. Lo poco que se exponía a su escrutinio confirmaba esta suposición, pues la sala estaba atestada de cascotes y faltaba una parte del techo. No tenía la menor idea de cuánto tiempo llevaba inconsciente, ni de si lo habían transportado un largo trecho.
El más amenazador de los dos raídos asaltantes levantó un brazo, exponiendo a la escasa luz una mano huesuda, llena de cicatrices, y un índice no menos descarnado con el que señalaba al emisario del renegado.
—Ándate con cuidado, hechicero. Por ahora tienes su bendición, pero no es una Reina benévola para quienes le fallan. Te aconsejo que te conduzcas más cortésmente frente a aliados de nuestra categoría.
La pálida forma del lobo tembló en una furia mal contenida al permitir Galán Dracos que su criado transmitiera sus emociones. La menos corpulenta de las figuras encapuchadas retrocedió, al mismo tiempo que se escudaba tras unas palmas estragadas. El otro individuo, el Amo de la Noche, debió de sonreír, pues habló en un tono irónico.
—Tus virtudes atemorizan a los pusilánimes, no a aquellos que gozamos del favor de Morgion.
¡Morgion! Huma apenas logró disimular el espasmo que agitó su tensa persona. Estaba prisionero de los adoradores del dios de la enfermedad, de la podredumbre.
—Estamos perdiendo un tiempo precioso —farfulló al fin el lobo.
—Cierto, mago. Mis hermanos lo entregarán a tus lacayos, pero sólo porque satisface a mi Señor supremo que así se haga. Quiero dejar bien patente que no me amedrentan tus poderes.
—Por supuesto.
—¿Y el estigma? —insistió el de la voz de sapo.
—Hay ocasiones, amado colega, en las que debemos hacer sacrificios para la mayor gloria de Morgion.
—Y de la Reina —apostilló Dracos con deliberación.
—Y de la Reina. Es una lástima, todavía siento curiosidad respecto a la marca.
Skularis posó una mano en la frente del caballero. Éste se convulsionó como si el sectario pretendiera adueñarse de su alma, pero no tenía espacio para maniobrar y eludir la garra.
De repente, Huma abandonó las ruinas, inmerso en un caleidoscopio de colores y perfiles. No se asustó. Una parte de él le avisaba de qué tal estado era únicamente mental, aunque no podía explicarse cómo había de calmarlo este conocimiento. Le pareció oír el estampido de cascos en plena batalla, el estrépito de armaduras, las contraseñas del combate, el clamor de los aceros al entrechocar. Tuvo una alucinación en la que se materializaban tres caballeros. Cada uno con uno de los símbolos de la hermandad: la Corona, la Espada y la Rosa. Todos lucían viseras, pero el soldado adquirió la singular certeza de que los dos que permanecían en segundo plano sólo podían ser los dioses gemelos Habbakuk y Kiri-Jolith. Ambos integraban el Triunvirato solámnico, lo que lo llevó a la conclusión de que el que se erguía delante de ellos era…
Con una brusquedad desgarradora, el joven luchador fue arrancado de su visión y devuelto al mundo real. Si no se hubiera atragantado, habría exhalado un alarido, porque la mano nudosa y enferma lo soltó de modo abrupto y, al hacerlo, lo laceró como si arrastrase jirones de su carne. A través de unas pupilas enturbiadas, el caballero comprobó que los dos individuos harapientos, apenas inclinados sobre él, lo contemplaban.
—No he conseguido penetrar su espíritu. Es fascinante, se agazapa tras el parapeto de su fuerza de voluntad.
—¿Y el estigma? —insistió, una vez más, la rana.
—Se ha desvanecido. Era demasiado tenue. Éste hombre constituye uno de esos patéticos exponentes de la prolongación del sufrimiento que ellos llaman «vida». No participa de nuestras esencias, ni lo hará nunca.
Detrás de la ominosa pareja, la voz de Dracos surgió una vez más valiéndose de las mandíbulas del lobo espectral.
—No caben más vacilaciones.
—No las hay, será tuyo en cuanto vengan tus sirvientes.
El clérigo satánico chasqueó los dedos, y los ojos de Huma eligieron ese momento para disolver la película que emborronaba su visión. Más seres embozados emergieron de las tinieblas, engendros arrasados por la peste, que guardaban una ominosa semejanza con los muertos vivientes que vagan en las noches de luna.
—Encerradlo en las catacumbas y atadlo al altar.
—¡Nada de inmolaciones!
—No practicaremos ningún rito con él, tranquilízate —garantizó el adorador de Morgion al lobo, retorciendo el labio en una mueca que ni siquiera el caballero dejó de observar—. Estoy impaciente por comprobar si tienes más suerte que yo.
Dracos prefirió no contestar, o al menos su títere no repitió ningún mensaje. El soldado solámnico forcejeó, pero las ligaduras eran consistentes. Cuatro de aquellas almas en pena lo asieron sin la menor delicadeza y lo elevaron del suelo, desprendiendo sus cuerpos un hedor insoportable.
El preso abrigaba la esperanza de determinar con cierta precisión dónde estaban y en qué sentido se desplazaban, pero obstruyó su radio de visión la carcomida manga de uno de sus portadores. Sospechaba que no se hallaban a mucha distancia del edificio donde había caído víctima de la astucia de los sectarios. Algo sabía de los seguidores del dios de la podredumbre, como por ejemplo que eran expertos en mantener absoluta discreción sobre sus maquinaciones y la identidad de sus miembros. El hecho de que se dirigieran a las catacumbas indicaba que vivían debajo de Caergoth, un descubrimiento espeluznante. Tal era el motivo de que no se encontraran indicios del foco de la epidemia: no procedía del interior ni de los aledaños de la ciudad, sino de sus subterráneos.
Una inesperada brisa descongestionó su olfato de la pestilencia, y el caballero presumió que habían salido de la ruinosa casa a la calle abierta. Intentó a la desesperada forjar un plan de fuga, temiendo que fuera del todo imposible hacerlo en los pasadizos del subsuelo, pero ni las cuerdas ni la mordaza habían de ceder. Su desvalimiento era absoluto.
Habían recorrido unas decenas de metros cuando Huma oyó una perfecta imitación del ulular de un ave nocturna. Los despojos andantes hicieron un alto, al tomar conciencia de lo que el caballero había captado todavía con mayor prontitud.
Un objeto silbó en el aire, y uno de los guardianes del soldado se desmoronó con una flecha en el pecho. El atenazado humano apenas tuvo tiempo de prepararse para el batacazo antes de que los otros lo soltasen y se estrellara de espaldas.
Estalló un tumulto desenfrenado al brillar una luz cegadora, que dejó a los encapuchados sin un escondrijo. Dos atinadas saetas derribaron a otros tantos sectarios sin darles opción a estudiar el panorama, mientras Skularis pasaba delante del postrado Huma a toda carrera. Era ostensible que renunciaba a los honores del mando a favor de la supervivencia. Poco duró su huida, sin embargo, ya que fueron no una sino tres las flechas que hicieron blanco en su espalda. El Amo de la Noche se balanceó como un espantapájaros en una ventolera, y se desplomó.
Varios contornos de figuras armadas cobraron nitidez, brotando de las sombras antes de que la luminosidad se extinguiera. De los villanos que habían apresado al caballero —este último contó, perplejo, más de una docena— sólo cuatro aguantaban en pie. Carecían de armas contundentes, y sus adversarios, soldados bien equipados, cometieron el error de creerse a salvo. En efecto, cuando uno de los clérigos perversos sacó una bolsa de su cinto y la arrojó contra el enemigo más próximo, el agredido comenzó a gritar y gemir, a la vez que algunos de sus compañeros coreaban sus lamentaciones. El letal flagelo de la peste los fulminó en cuestión de segundos.
Un personaje de porte familiar se volcó sobre Huma e inspeccionó sus ataduras.
—¡Cuan estúpido he sido! Debería haberlo imaginado.
Pasada la sorpresa inicial, los arqueros reforzaron sus posiciones y se impusieron a los hijos de Morgion. La última de aquellas pútridas amenazas yacía exánime en el momento en el que el conde Avondale terminaba de libertar al caballero.
—¿Y el lobo espectral? —inquirió éste—. ¿Lo habéis atrapado?
—Yo no he visto a ninguno —repuso el conde, examinando la zona adyacente.
—¡Mi espada!
El arma del soldado solámnico estaba medio sepultada debajo de uno de los sectarios. Tiró de ella en un arranque irreflexivo, obsesionado por la idea de que alguien debía detener a aquella aberración de cuatro patas. Con una habilidad insólita, el monstruo había evitado el combate y desaparecido de la escena. Huma no sentía el menor deseo de que continuara rastreándolo y comunicando a su amo todo lo concerniente a sus idas y venidas, a sus actividades.
Oyó que el adalid ergothiano lo llamaba, pero lo ignoró. Destruiría al lobo a cualquier precio.
Lo puso alerta el crujir de cascotes bajo unas pezuñas que corrían veloces. El humano siguió los sonoros ecos a un ritmo que tampoco era nada desdeñable, aunque, en su frenesí, apenas esquivó los innumerables agujeros y montículos, que podían haberle causado más de una fractura si hubiera dado un traspié. No pensó en el peligro.
Saltó una agrietada tapia de piedra. No era la enfermedad en sí la que había producido todos los desperfectos. También contribuyeron las turbas desenfrenadas y los fuegos con que habían socarrado los hogares apestados.
Aterrizó en un montón de escombros. De súbito resbaló y cayó hacia atrás. Tuvo que hacer un considerable esfuerzo para no soltar la espada. Sufrió una torcedura en el pie, y apretó los dientes para reprimir un aullido de dolor.
Yacía en tan incómoda postura, todavía aturdido, cuando se recortó el horrendo rostro a unos centímetros del suyo. Dos ristras de dientes amarillentos y ahusados acechaban su garganta, la sanguinolenta lengua se proyectaba entre las macizas quijadas y los ojos invidentes no reflejaban sino muerte. Las zarpas del lobo espectral aferraron el pecho de su burlado cazador y éste, al notar su contacto, reaccionó.
—No tengo más remedio que privar al mago de su juguete.
Arremetió entonces con su acero. Lo hizo desde un ángulo forzado, por lo que el castigo infligido fue superficial; pero le bastó para desembarazarse de las afiladas garras.
El lobo rodó por el aire con una torpe voltereta, y cayó en cuatro patas. Sus ojos refulgían como ascuas incandescentes, sus bezos se estiraron en un rictus de odio y Huma enarboló la espada a fin de asestarle el golpe definitivo:
De repente, el cuerpo del animal se consumió en una llamarada. Un momento antes estaba frente a su rival, dispuesto a despedazarlo, y en menos de un segundo se transformó en una bola ígnea. El caballero lo miró atónito, paralizado, hasta que atrajo su atención una nueva sombra, la de alguien que asomaba tras los restos de la que en otra época fuera una concurrida posada.
—¡Magius!
El hechicero se puso un dedo sobre los labios para imponerle silencio. Estaba más delgado y la vanidad de la que solía aureolarse se había difuminado. El destellante tono dorado de su cabello se había oscurecido hasta tornarse pardo, opaco, y también se había cortado la melena. ¿O quizá se la quemó? Su indumentaria era asimismo distinta de la que exhibiera en su último encuentro, ya que se componía de una prenda que Huma no le había visto ponerse desde los días de su aprendizaje arcano: una túnica carmesí.
—He sumido en un encantamiento de desorientación a Avondale y sus hombres, pero no tardarán en averiguar tu verdadera trayectoria. Ven conmigo.
Aunque la sensatez desaconsejaba obedecer semejante orden, el caballero estaba unido a su amigo por unos fuertes vínculos que no había debilitado el transcurrir de los años. Sin embargo, titubeó.
—Vamos, acompáñame —repitió el mago, apremiante.
Huma lo siguió sin rebelarse. Cruzaron la destartalada localidad con asombrosa rapidez hasta arribar al extremo sur, donde los aguardaban sendos caballos. Magius susurró al soldado que el más robusto era para él. Sólo accedió a dialogar más extensamente cuando se hubieron alejado de la urbe.
—Debemos cabalgar sin descanso durante largo rato. Hay que dejar atrás la plaza fortificada de los caballeros.
—¿Una plaza nuestra?
Desconocedor de las regiones situadas en la frontera meridional de Solamnia, Huma quedó estupefacto al oír la noticia. ¡Un destacamento de su hermandad en Ergoth!
—¿Fuiste tú quien desató la oleada de luz?
—Sí —fue la escueta respuesta—. Te lo contaré todo por la mañana, cuando hayamos burlado a la patrulla que el ergothiano debe de estar organizando. No dudes que nos buscarán a fondo.
—¿Por qué hemos de escapar de Avondale?
—¿Estás ciego? —lo reprendió el mago—. ¿De verdad crees que ese hombre te ayudaba guiado por sentimientos altruistas?
El soldado hubo de contenerse para no responderle que sí, que él tenía plena confianza en el conde. ¿Por ventura era un crimen?
—Le comentaste que algo se ocultaba en las montañas, ¿no es así? Le hablaste del camino.
—Desvarías, Magius. ¿A qué camino te refieres?
El hechicero contrajo los labios en una mueca, y el joven comprendió que había tenido un desliz. No obstante, el encantador se recuperó enseguida de su turbación.
—Le informaste de que hay algo en las escarpaduras del suroeste que puede otorgarnos la victoria sobre Takhisis. Avondale es ante todo un noble, Huma, un aristócrata nacido en Ergoth, y, como los otros miembros de su casta, se caracteriza por su predisposición a hacer cuanto sea preciso a fin de incrementar su prestigio e influencia. Analiza lo que has puesto en sus manos, amigo mío, el alcance del trofeo que podría ofrecer al emperador. Le has abierto las puertas de la notoriedad, ya que aquél no dejará de recompensar generosamente a quien realice la hazaña de implantar de nuevo la paz en el continente de Ansalon. Cualquiera de su estirpe sería capaz de matar a cambio de la gloria.
Aquéllas palabras, o quizás era el tono, parecían poseer una virtud hipnótica. El caballero se repetía en su fuero interno que el conde no era la criatura ambiciosa que el otro describía, aunque era obvio que antes debía lealtad a su emperador que a un soldado raso como él. Y aunque era cierto que le había concedido paso franco, había sido a condición de que viajase junto a sus tropas.
Abrumado por semejante galimatías, Huma perdió la capacidad de distinguir el bien del mal y se extravió en un remolino de incertidumbre. De lo único de lo que estaba seguro era de que tenía que dar con la dichosa montaña y, puesto que tal era la ruta que había emprendido, sería absurdo retroceder.
Abstraído en sus lucubraciones, el joven no advirtió la amarga sonrisa que desfiguró las ya ajadas facciones del encantador, cuando, concluida la plática, se colocó en cabeza y reanudó la marcha.
Los dos viejos amigos enfilaron una senda tortuosa que surcaba los llanos y bosques al suroeste de Caergoth. Al fin hicieron una pausa, poco antes del alba, en las orillas de un lago apartado y semioculto. Ataron los caballos donde había buen pasto y el hechicero se entregó al sueño sin arrojar luz sobre los múltiples enigmas que confundían al soldado. Huma, abandonado a sus reflexiones, se acomodó al lado de un árbol y contempló la remansada superficie del agua. Todas sus meditaciones confluían en el renegado que ahora buscaba con el mismo ahínco tanto a él como a Magius: Dracos.
El lobo espectral se había reducido a cenizas, dejando a Galán Dracos sin espía y ciego a las actividades de los dos compañeros, al menos de momento. Debido a lo mucho que la guerra absorbía de sus dotes personales, el todopoderoso mago dependía de sus chacales más de lo deseable. El caballero sospechaba que aquel temible individuo estaba enterado en mayor medida que él de los objetivos de Magius. En algún lugar, cuando menos lo esperasen, surgirían nuevos esbirros, y al joven no le cabía la menor duda de que más tarde o más temprano el adalid de las artes infernales descuidaría temporalmente sus otras obligaciones para dedicar sus esfuerzos a entorpecer los proyectos de sus dos enemigos, a obstaculizar su misión.
Recogió un guijarro y, distraído, lo lanzó al centro del lago… descubriendo con gran pasmo que el objeto volaba de nuevo a su mano. Trató de enderezarse, pero se le doblaron las rodillas. ¿En qué atolladero se había metido esta vez?, se preguntó, irritado.
De súbito, una cabeza femenina salió de las profundidades. Aunque verduscas, sus facciones eran seductoras. Tenía los ojos entrecerrados en estrechas rendijas, como si acabara de despertar, una nariz fina y respingona y los labios carnosos, bien delimitados. Después de que se izara a tierra firme, Huma pudo apreciar su esbelto talle y sus largas piernas, pese a que no sobrepasaba la altura de su hombro. La única prenda de su atavío, un etéreo vestido, estaba empapado y se adhería a las insinuantes curvas de su cuerpo. Era, en definitiva, una ninfa. El caballero había oído cientos de relatos acerca de estas criaturas. Se rumoreaba que databan de la Era de los Sueños, una época en la que la historia no se registraba, si bien su filiación a una raza establecida siempre fue tema de debate. Eran difíciles de ver, porque se trataba de seres rodeados de una aureola sobrenatural.
—Hola, mi querido humano.
Su voz era melodiosa como el trino de un pájaro silvestre. Le sonrió al soldado. Éste se ruborizó, no tanto por recato como porque, aunque era innegable su atractivo, la figura de otra fémina, de Gwyneth, se abrió paso en su memoria y desbancó a aquélla. Huma se puso en pie y respondió al saludo.
—Hola.
Necesitó unos segundos para templar sus nervios, pues la ninfa le desazonaba tanto como le gustaba. Según la leyenda, tales bellezas eran no sólo lúdicas, sino letales. Si eran verídicas las narraciones que se transmitían de padres a hijos, más de un hombre había sido embaucado hasta su perdición. La mano de Huma acarició la empuñadura de la espada. Aquélla dama estaba vinculada a la magia y, a pesar de su amistad con Magius, el joven compartía la desconfianza de su hermandad respecto a la brujería.
Por una inevitable asociación de ideas, miró de reojo al hechicero. Se sorprendió al verlo dormido. Intuyó que su sopor no era natural y se estremeció.
—Te he tomado por otra persona —dijo de pronto la acuática mujer, con una risotada—. No importa, también tú me agradas.
—¿Qué te hizo creer que yo era otro? —indagó Huma, asumiendo un aire casual para disimular la aceleración de su pulso y el rápido fluir de su mente.
Si alguien más frecuentaba aquel paraje, el caballero no quería demorarse en las cercanías. Podía ser un personaje afín a la ninfa, y él se hallaría en desventaja si se suscitaba algún conflicto. En un reflejo involuntario, al ponderar su inferioridad, el soldado solámnico aferró su espada.
—¡La semejanza, claro está! —le espetó la dama—. Te pareces a Buoron, porque ambos os cubrís con esa ridícula coraza de metal. Me visita a menudo. ¿Te apetece que te enseñe mi hogar?
El viajero dio un receloso paso atrás. Si no lo engañaba la lógica, el «hogar» al que aludía su interlocutora se encontraba en el fondo del lago. Si la seguía y ella lo hechizaba…
—No, gracias —se apresuró a declinar la invitación—. No deseo importunarte.
—Hasta en tu forma de expresarte me recuerdas a Buoron.
—¿Acaso lo esperabas?
El caballero hizo una fugaz inspección de la orilla, convencido de que en cualquier instante un individuo armado hasta los dientes, de feroz talante, avanzaría hacia él aplastando arbustos y quebrando ramas.
La fémina, hasta ahora quieta, caminó unos centímetros hacia Huma. Éste le echó una mirada a Magius, pero el encantador continuaba sumido en su letargo.
—No despertará hasta que yo así lo decida. No me cae bien.
—¿También lo conoces? —inquirió el joven, arrugando el entrecejo.
—A él no, a su subconsciente —replicó la ninfa, e hizo un ademán con la mano en dirección del durmiente como si fuera una insignificancia.
—No te entiendo.
El soldado solámnico no sabía a qué atenerse con aquella hermosa aparecida que, a pesar de su aspecto frágil, encerraba la suficiente energía como para embrujar a alguien como Magius en un pestañeo. Tal vez habría fracasado de no estar el mago tan extenuado, pero el hecho de que ni siquiera hubiese levantado su suspicacia denotaba una peculiar habilidad.
—Lo visualizo en mi espejo —declaró la dama en relación con su aserto de antes—. Por su cristal desfilan los sueños de todos los seres, los signos que los identifican. Así me entretengo; de lo contrario, vivir aquí resultaría de lo más aburrido. Añoro a los constructores de cuevas.
—¿Los constructores de cuevas?
—Sí, bobalicón, los que excavan la roca. Seguro que los has visto. Son unos hombrecillos achaparrados y muy graciosos.
Los enanos, sin duda. Era una tarea enajenante descifrar algunos de los enrevesados comentarios de la ninfa.
Se había situado junto al caballero, inclinándose hacia él en actitud entre pícara y candorosa. Ignorando su patente turbación, le ofreció de nuevo:
—¿De verdad no vas a dejar que te muestre mi casa? No te ahogarás mientras no te pongas impertinente.
Acababa de desvelar su secreto, la gran trampa. ¿Cuántos hombres habrían sucumbido a sus encantos y se habrían zambullido tras ella, quedando luego atrapados en una gruta acuática? Guiado por un instinto defensivo, Huma elevó una plegaria a su dios.
—¡Te ruego que no hagas eso! —exclamó la mujer, al mismo tiempo que se apartaba del soldado.
Aunque no era realmente perversa, tampoco se contaba entre las hijas de Paladine, ni siquiera de Gilean. Por consiguiente, una oración consagrada a cualquiera de los dos dioses podía no sólo desasosegarla, sino incluso ahuyentarla.
El caballero se disponía a disculparse cuando oyó, entre los matojos de las inmediaciones, el sonoro hollar de unos cascos. En un ademán mecánico, asió de nuevo la empuñadura de su acero.
—Ahí viene Buoron —anunció la ninfa—. Confío en que os batiréis en duelo. Hace siglos que no presencio una buena lucha.
Caballo y jinete atravesaron el follaje e irrumpieron en la franja llana que jalonaba el lago. El individuo en cuestión se envolvía en una capa, pero Huma divisó debajo del paño los destellos de una armadura. Al principio, el recién llegado no reparó en la presencia de Huma. Pero cuando se percató de que la dama estaba acompañada, quedó tan perplejo que, incapaz de sobreponerse, soltó el embozo y se paralizó. El soldado pudo evaluar entonces su pectoral. No menos estupefacto que el otro, miró de hito en hito las facciones y la indumentaria. Evocó la información que le había proporcionado Magius sobre la presencia en Ergoth del Sur de una plaza fuerte, una fortificación solámnica.
La ninfa sonrió dulcemente y le susurró:
—¿Comprendes ahora por qué te confundí con Buoron? Hasta lleváis la misma armadura.
Era cierto. El llamado Buoron era un Caballero de la Corona.