Un noble ergothiano
Huma sólo podía hacer conjeturas sobre el tiempo que transcurrió antes de que sintiera dolor. Se había alejado con paso incierto de la dantesca escena, tanto para aliviar su creciente náusea como para escapar de otros hipotéticos perseguidores. Tenía la vaga noción de que los había, porque empleando un eufemismo, Dracos y el Señor de la Guerra poseían una «determinación» rayana en el fanatismo, y el caballero suponía que al menos a Crynus le interesaba su paradero.
Aumentaron las punzadas. Todavía entumecido, el joven revisó las múltiples heridas que le habían infligido sus oponentes. Su armadura estaba abollada y desajustada, la cota que lucía debajo había quedado inservible. Una parte de su mente se preguntaba cuándo le habían causado tales daños, ya que lo único que recordaba de la batalla era que había repartido estocadas a diestro y siniestro contra cualquier criatura que se moviera.
Encontró un arroyo y lavó sus llagas como mejor pudo. El agua fresca no sólo vigorizaba su cuerpo; era también un bálsamo para el espíritu.
Concluidas las abluciones curativas, decidió seguir su camino. La senda se prolongaba más o menos hacia el suroeste, la ruta que le había recomendado Magius. Al pensar en su amigo se perfiló también en su memoria la imagen de Kaz, y se censuró a sí mismo por haber abandonado a tan leal compañero.
¿Estaba a salvo el minotauro, aunque fuera en un lugar remoto?
En las cercanías, una enorme sombra provocó el balanceo de las ramas de los árboles al remover el aire. Instintivamente, Huma se arrimó a un tronco y miró hacia las alturas. Vislumbró un ala ancha y correosa, que desapareció al instante, por lo que ni siquiera pudo saber su color. Cualquiera que fuese su especie, el dragón se volatilizó y no volvió.
Pasó el día sin que se diera cuenta. El hambre reclamó su atención, así que registró la alforja que había recogido de uno de los caballos. Por lo visto, la Guardia Tenebrosa era parca en el transporte de efectos personales, aunque en el fondo de la bolsa halló lo que buscaba: raciones para tres jornadas.
Un momento más tarde, escupía el primer bocado, a pesar de su apetito. Acababa de aprender una nueva lección acerca de sus rivales: que su gusto en materia alimenticia, incluso las insípidas dietas de campaña, era abominable. Huma sabía que en sus presentes condiciones se estragaría el estómago, ya debilitado, si ingería tan repugnantes manjares.
Consiguió paliar el problema procurándose huevos de pájaro y bayas. No lo saciaron, pero mitigaron el retortijón de sus tripas vacías. La búsqueda de comida le brindó también un dato revelador. La mayoría de los arbustos habían sido despojados de sus frutos en fecha reciente, y por la minuciosidad con que se había realizado tal cosecha, no era obra de los animales. Además, no había distinguido en el bosque más seres vivos que las aves. Si permanecía mucho tiempo en la zona, moriría de inanición o acaso de sed, pues el torrente amenazaba con secarse.
Viajó durante tres días por la margen del río. El rostro que se reflejaba en el cristalino cauce cuando se asomaba a él, sobre todo a medida que se alargaba su deambular, le arrancaba sonrisas burlonas. El caballero que lo observaba iba desaseado, tenía los mostachos desperdigados en mil direcciones distintas, y la armadura, mellada, deslustrada y arañada, exhibía profusas manchas de sangre y suciedad. Una vez, y con un gesto mecánico, quiso limpiar una parte de la mugre que cubría el símbolo de la Orden de la Corona. Desapareció entonces su semblante y se perfiló el de Bennett, el hijo de Trake, que, cómo no, ofrecía un aspecto inmaculado e irreprochable. Su pectoral brillaba, el frondoso bigote había sido atusado con esmero y era, de hecho, un ejemplo de gallardía solámnica.
Otro rostro se sumó al del comandante. No pertenecía a un miembro de la hermandad, sino a un individuo armado hasta los dientes y dotado de una larga barba que lo emparentaba con los osos. El extraño sonreía en actitud sarcástica.
* * *
De no haberlo visto con sus propios ojos, el sujeto de velludo aspecto nunca hubiera creído que un hombre pudiera tener tan vivos reflejos. Por algún fenómeno inexplicable, la maltrecha figura que se hallaba volcada sobre el arroyo sacó una espada de la nada, y el recién llegado apenas consiguió eludir su acometida. Si lo logró fue gracias a la postura forzada desde la que atacó el caballero.
Huma no identificó enseguida al individuo que había tratado de asaltarlo. Vestía una armadura hecha con dispares retazos, algunos de factura solámnica y otros confeccionados por los ogros. Tras su primera victoria, gustosamente lo habría dejado escapar; pero quería averiguar si se enfrentaba a un bandido o, algo peor, a un saqueador capaz de robar incluso a los muertos.
De repente, su adversario emitió un aullido, dio media vuelta y huyó, a un paso sorprendentemente ligero para su constitución desgarbada. El soldado se lanzó a perseguirlo.
El cansancio le hacía aminorar la marcha, de tal suerte que no logró reducir la ventaja hasta que el otro rodeó una pequeña colina. Se apresuró a doblar el recodo… y hubo de retroceder precipitadamente al distinguir a más de una docena de jinetes e incontables hombres de a pie, que contemplaban asombrados a los dos aparecidos.
Un humano de elevada estatura, con el cabello plateado y una barba negra, pulcra y recortada, vociferó una orden. Huma no oyó las palabras exactas, pero comprendió que le atañían a él.
Su buena estrella se extinguió en aquel instante, porque la espesura comenzó a clarear y, a juzgar por sus acertadas maniobras, los jinetes estaban familiarizados con el terreno. Convencido de que no podría despistarlos, el joven se detuvo y enderezo la espalda. No formaban parte de las fuerzas de la Reina de los Dragones, de eso estaba seguro; pero no acababa de determinar si eran tropas aliadas u hostiles.
Los primeros cabalgaron hacia él. Eran expertos en la monta, lo que no impidió al consumado espadachín mantenerlos a raya. La vanguardia de jinetes comenzaba a hacer más estrecho su círculo cuando se añadió un segundo grupo y, casi sin intervalo, los soldados de a pie apretaron tanto su formación que el solitario caballero quedó acorralado en un cerco que no cesaba de estrecharse. Sin embargo, y pese a su agobiante acoso, ninguno lo agredió. ¿Acaso los atemorizaba la centelleante hoja que blandía?
—¡Bajad las armas!
Llegaron al paraje los jinetes de la retaguardia. El que había proferido aquel mandato urgió a su montura a caminar en dirección del cerco, apartándose los hombres a su paso, y se detuvo delante de Huma para estudiarlo. Era un humano de facciones duras, y arrugaban su frente los signos externos del desgaste que imprime la responsabilidad del liderazgo. Al igual que tantos componentes de las Órdenes solámnicas, presentaba los rasgos de halcón característicos de los oriundos de Ergoth, herederos de un linaje real. Su semblante era, no obstante, menos severo que los del Gran Maestre y Bennett. La leve sonrisa que animaba su rostro habría estado fuera de lugar en cualquiera de los dos oficiales.
—¡Caramba, un Caballero de Solamnia! Te hallas un poco lejos del alcázar de Vingaard, soldado de la Orden de la Corona.
El interpelado se sonrojó al pensar en la opinión que el jefe debía de haberse formado con respecto a él. No era, desde luego, la más perfecta representación de su entidad, pero superó pronto la vergüenza y, asumiendo un aire de cierta dignidad, contestó:
—He viajado solo durante varios días. He luchado contra monstruos y guerreros. Pero ni los combates ni el rumbo que he tomado han sido fruto de mi voluntad.
No se extendió más. No confiaba lo bastante en aquellos hombres como para abordar otros asuntos.
—Entiendo —afirmó el mandatario, y se agitó en su silla—. Soy el conde Guy Avondale de Durendi, destacado demasiado al sur para mi gusto. ¿Quién eres tú, y qué haces en pleno corazón de Ergoth? ¿Por fin han logrado las tropas solámnicas extender sus líneas?
—Me llamo Huma y soy paladín de la Orden de la Corona, como tú mismo has apuntado. He seguido esta dirección forzado por el asedio de la Guardia Tenebrosa, después de que los esbirros de la Reina desmembraran nuestro ejército.
Podía haber mentido, sembrando la esperanza, pero prefirió no hacerlo. El aristócrata palideció, y los soldados que lo escoltaban intercambiaron nerviosos murmullos.
—¿Han sido derrotados los Caballeros de Solamnia? ¿Aplastados definitivamente? —aventuró.
—No, conde Avondale. Sufrimos un serio revés, pero nos disponíamos a reagruparnos. Yo, por desgracia, tuve que huir en sentido contrario. El alcázar de Vingaard continúa en pie, como siempre ha estado, y nada ni nadie será capaz de derribarlo.
Su interlocutor adoptó una mueca irónica y comentó:
—Nosotros, los habitantes de Ergoth, hemos tenido triste evidencia de la fuerza de tu hermandad, aunque al parecer de poco le está sirviendo. Sea como fuere, me tranquiliza la noticia de que no hemos sido vencidos.
Uno de los subordinados del noble se aproximó a Huma, quien se volvió en postura desafiante y con la espada presta, invitándolo casi a acometerlo. Avondale alzó la mano para apaciguarlos.
—Deseo hacerte un sinfín de preguntas, pero es obvio que ahora estás extenuado. Tú —ordenó al jinete que había provocado a Huma, incitándolo al combate—, cédele tu caballo.
—Sí, mi señor.
El joven luchador miró de hito en hito al caballo y al conde, y este último frunció el entrecejo al detectar sus resquemores.
—No te tendemos ninguna trampa, Huma —dijo—. Profesamos a las huestes de la Reina Oscura tanta enemistad como vosotros. Dejemos las discrepancias entre nosotros donde deben estar: muertas y enterradas.
—Una sabia sugerencia —se avino el caballero, y montó sin más dilación a la grupa del corcel.
—Me satisface tu reacción. Cuando volvamos al campamento me ocuparé de que te alimentes, y más tarde podrás dormir o entrevistarte conmigo.
—Conde Avondale —invocó Huma a su anfitrión, inspirado por una súbita idea—, ¿no ha habido rumores de la presencia de un minotauro errante por estos contornos?
—¿Un minotauro? —repitió el conde, y consultó con los ojos a sus segundos. Al hacer éstos un ademán negativo, agregó—: Ya ves que no. Pero si se atreve a merodear por aquí le daremos su merecido, no temas.
—¡Es eso lo que quiero evitar! —se rebeló Huma—. Aunque me hago cargo de lo difícil que os resultará aceptarlo, el hombre-toro es un aliado y no debe castigársele. Su nombre es Kaz.
—Tienes razón, estoy atónito —admitió Avondale y de nuevo escudriñó a su interlocutor, esta vez durante un lapso más prolongado—. Nunca me habían hecho semejante demanda, y lo último que podía concebir era escucharla de labios de un Caballero de Solamnia. Sin embargo, será atendida. ¿Basta con mi promesa?
—Por supuesto, señor.
—Espléndido. —Se giró entonces el conde hacia el oficial de mayor rango, y le indicó—: Reorganiza la columna y que se ponga otra vez en orden, y en cuanto regresemos encierra a este individuo a buen recaudo. —Se refería al hombre al que Huma había dado caza, y que los soldados apresaron en la confusión inicial—. Era un desertor —explicó el caballero, con quien se cruzó su mirada—. Te debo gratitud por haber facilitado su captura. Aguardaré ansioso el momento de nuestra charla.
Se alinearon las tropas, tanto los jinetes como la infantería, y emprendieron la marcha hacia el sur en cuanto el conde hubo dado la señal. Aunque habría preferido ir al suroeste, Huma no quiso alterar los planes del aristócrata.
De pronto, una oleada de náuseas abrumó al soldado solámnico. Tan fuerte fue que casi se cayó de la silla.
—¡Por los dioses! —se horrorizó Avondale, que, pese al patente movimiento de sus mandíbulas, no atinaba a articular instrucciones. Al fin, repuesto del primer susto, ordenó—: Derek, ayúdalo a mantenerse sentado. Sería lamentable que lo pisotearan los cascos de su caballo. ¡Dioses! —repitió, ojeando de cerca al enfermo—. Su cuerpo está plagado de heridas.
* * *
No había en aquel ejército sanadoras de Mishakal. La peste había azotado la región de Caergoth con renovada virulencia y las sacerdotisas habían sido sus primeras víctimas. Avondale afirmó que la epidemia era muy peculiar, ya que a menudo se propagaba allí donde más estragos había de causar. Caergoth, por ejemplo, no fue devastada hasta que, dada su inmunidad, fue elegida como principal fuente de abastecimiento de sus tropas.
Huma durmió un día entero, lo que no dejó de preocupar al noble, porque la fatiga era uno de los primeros síntomas del mal. El conde se relajó sólo cuando el postrado se despertó, lleno de energía y agradecido. Tras aguardar un tiempo prudencial para que el caballero pudiera restablecerse por completo, Avondale lo convocó a una conferencia privada.
El dignatario era un hombre honesto y respetable, contradiciendo las críticas que los oficiales solámnicos de alto grado solían derramar sobre Ergoth y sus moradores. Era asimismo un brillante estratega, habilidad que habría empleado más gustoso en beneficio de su hacienda y las tierras que gobernaba. El emperador de Ergoth, una figura sin rostro conocida como Bestel III, había decretado que el aristócrata comandara las tropas en su lugar. Pese a ser un súbdito fiel, Avondale opinaba que el soberano debería haber prescindido de su adiestrada y experimentada guardia real para reemplazar a las ya mermadas huestes. Expuso tal petición, pero Bestel III, digno sucesor de los anteriores monarcas, sólo favorecía su propio bienestar. Siempre había un motivo que le impedía enviar a sus guardianes más allá de las puertas de la capital.
La noticia del desastre de los Caballeros de Solamnia no hizo sino sumarse a la interminable lista de pesares que torturaban al conde.
—Me cuesta digerirlo, Huma, aunque sé que me estás diciendo la verdad. De momento no podré hacer que te reúnas con tus compañeros. Cabalgamos hacia Daltigoth por orden del emperador, y luego lo más probable es que nos encaminemos al norte. Me siento como un títere, ligado a hilos invisibles, que mi dueño manipula a su capricho.
Huma estaba en la tienda del conde, siendo ésta la primera salida que le permitían hacer desde que llegó al campamento. Le habían proporcionado una sólida armadura ergothiana que, según le confesó Avondale, había estado destinada al hijo de éste antes de que pereciera en la batalla. La malla interior se acoplaba bien a las piezas que se habían conservado de la coraza de Huma, quien, después de todo, había podido reparar el yelmo y el pectoral. Éste hecho lo había colmado de júbilo pues, aunque admiraba la artesanía de sus gentiles anfitriones, sus diseños habrían sido en exceso ostentosos incluso para los guerreros más presumidos y refinados de su Orden. El mismo conde le había contado en secreto que sólo se ponía la armadura de gala cuando debía acudir a presencia del emperador. Sus inferiores habían de conformarse con el uniforme de combate, por mucho que se hiriera así su sensibilidad.
Huma se lo había relatado todo, excepto la malhadada misión que le encomendara Magius.
—¿Puedes extenderme algún tipo de salvoconducto para desplazarme libremente por tus dominios?
—Estamos en plena guerra, mi querido amigo. ¿Cómo voy a dejar que deambules a tu albedrío?
Él joven caballero bebió un sorbo del vino que Avondale le había ofrecido. En el fondo le divertía que un noble tratara con tanta deferencia a un soldado raso como él, si bien no se engañaba sobre la causa: el ergothiano no era ningún necio, sin duda había cavilado que pocos hombres habrían salido airosos de la experiencia que Huma había vivido. Le mostraba, por lo tanto, un respeto en consonancia con su valor.
—Voy a hacerte una insinuación cándida —reveló Huma.
El bravío luchador miró de soslayo a los centinelas que guardaban la entrada, exhaló un suspiro y prosiguió:
—Corre la voz de que en algún lugar del suroeste se halla la clave de nuestra victoria, algo que pondrá fin a este eterno conflicto. Ése algo está en una cordillera.
—Hay una cadena montañosa en la región a la que aludes —le confirmó el conde—. Pocos se internan en ella. El vulgo dice que son cubiles de los Dragones del Mal y de otras criaturas monstruosas. Quizás en esa vecindad anide algo importante.
—¿Podrías acompañarme? —concretó el caballero su proposición, con ánimo exaltado.
—Presiento que el emperador me cortaría la cabeza si me dejara tentar —lo desilusionó el conde—. Además, es un terreno inadecuado para las caballerías. Son numerosas las patrullas que han visitado esas escarpaduras y desaparecido como por arte de encantamiento. Los magos rehúsan ir, los clérigos advierten a todos los peregrinos que den un rodeo. ¿Eres ahora consciente de lo que pides?
—Sí, señor —se resignó Huma, hundiendo los hombros y llevándose la mano a las sienes. De súbito parecía haberse caldeado el ambiente.
—¿Te encuentras bien?
—Sí; concédeme sólo unos segundos.
El joven se enjugó el sudor de la frente, y se mitigó el acceso de fiebre.
—Dejemos la conversación para mañana —sugirió Avondale, visiblemente inquieto.
—Te quedaría muy reconocido, mi señor.
—Ven conmigo a Caergoth —concluyó Avondale, a la vez que se acariciaba el mentón—, y me encargaré de que alcances esos picos si te obstinas en tu empeño.
—¿Caergoth?
El calor había nublado la visión del soldado, que no lograba enfocar al conde.
—Sí. Los sacerdotes nos mantendrán apartados de las zonas apestadas. ¿Qué respondes?
—Será un placer.
El caballero se levantó con brusquedad, pero le sobrevino un mareo tan acuciante que sólo sintió deseos de acostarse. No había recuperado aún todo su vigor.
—¿Me disculpas?
—Naturalmente.
Guy Avondale observó al luchador solámnico mientras éste se alejaba a toda prisa. Con un rictus atribulado, ingirió un trago de vino y posó una ausente mirada en la copa.
* * *
Antes de ser instados a alistarse al servicio de su emperador, la mayoría de los soldados del conde Avondale fueron granjeros y comerciantes. Por tal motivo, conocían a los Caballeros de Solamnia poco más que como personajes de leyenda. Ahora tenían a una de estas figuras de ficción entre sus filas, y los relatos de sus aventuras, reales o imaginarias, iban de boca en boca por todo el campamento. Huma compartía el estupor de los ergothianos, aunque desde su propia perspectiva, ya que no se consideraba el protagonista de ninguna fábula y lo perturbaban los abiertos escrutinios a los que estaba sujeto a cualquier hora del día.
Las historias giraban, en interpretaciones más que libres, en torno a la persecución y su posterior y feroz altercado contra los siniestros servidores del Señor de la Guerra. Había matado, aseguraban algunos, a una legión entera de aquellas criaturas de ébano, incluida una nutrida manada de demoníacos lobos espectrales, fieras a las que temían, porque sabían que sus familias quedaban desprotegidas mientras ellos batallaban en el frente. Al joven le extrañaba que los habitantes de Ergoth, tierra en la que se había generado su hermandad en actitud de franca rebeldía, viesen en él a un héroe.
A Avondale parecía divertirle. Cuando Huma se quejó del cariz delirante que habían adquirido las últimas versiones de su huida, se limitó a sonreír y contestar que tal era el inconveniente de ser una leyenda: tener que vivir a la altura de su reputación.
—Necesitan forjar mitos, ya que sólo de ese modo pueden conservar la esperanza de derrotar a las tinieblas que encarna Takhisis y regresar junto a sus seres queridos.
Ocasionalmente acudían dragones a informarles de la evolución del conflicto. Ergoth del Norte e Hylo habían sido invadidos, y el soldado solámnico sufría por la suerte de Kaz. Ignoraba si su amigo viajaba en esa dirección o había retrocedido en su busca, pero en cualquier caso un minotauro no sería bien acogido en ninguna ciudad de la comarca. Y no era sólo Kaz quien corría peligro. Un gigante como él, curtido en mil torneos, no sucumbiría sin arrastrar al mayor número posible de enemigos.
Huma inquirió acerca de Solamnia, pero los reptiles que actuaban como emisarios no estaban al corriente de lo que allí ocurría. Se rumoreaba que los caballeros habían tenido que retroceder hasta las cercanías del alcázar de Vingaard y, en cuanto al éste, no había datos fidedignos.
Los expedicionarios acamparon cerca de las ruinas de una localidad que en su día fue próspera, a dos jornadas de viaje de Caergoth. Los moradores de aquel burgo habían sido exterminados por la peste en los inicios de la guerra, y se creía que la oleada más reciente de la epidemia se había originado entre sus muros. Avondale sostenía una hipótesis muy diferente.
—Recordarás —le dijo a Huma aquella misma tarde— que te mencioné cuan peculiar encontraba esta plaga.
—Sí, algo insinuaste.
—Pues bien, seré más explícito —agregó, tamborileando con los dedos sobre la mesa de la tienda—: Estoy persuadido de que su singularidad radica en que son agentes humanos quienes la extienden… ex profeso, desde luego.
El soldado no quería prestarle oídos. Le horrorizaba que alguien pudiera propagar la enfermedad deliberadamente. No obstante, conocía la existencia del culto a Morgion. Sus acólitos se habían infiltrado en todas las sociedades, organizaciones y países, atentos a la orden de distribuir las mortíferas dádivas de su dios.
—¿No podrías estar equivocado? —interpeló al conde, ansioso de que así fuera.
—Quizá.
El joven ya no estaba confinado en el recinto del campamento. Avondale había aplicado esta restricción durante la primera jornada, pero la anuló tras percatarse de que su invitado no cometería la insensatez de emprender largas cabalgadas sin compañía. Por consiguiente, el caballero solámnico deambulaba a su antojo en un radio prudente, y aquella noche, casi sin darse cuenta, orientó su paseo hacia las ruinas. El paraje le causaba cierto desasosiego, como todo lo relacionado con la peste, si bien era una sinrazón suponer que después de tanto tiempo hubiera riesgo de contagio.
No tenía intención de adentrarse en los restos de la derruida ciudad, y no lo habría hecho de no vislumbrar la sombra de un animal que, sigiloso, se escabullía en un laberinto de ruinas. Tal vez se trataba de un lobo o un perro común.
Desenvainando su espada, el humano siguió a la silenciosa criatura. No reparó en lo mucho que se había internado hasta que lo impulsó a detenerse el ruido de unas pisadas entre las desoladas casas. No era el sonido que habría producido un ser de cuatro patas. Su adiestramiento y su experiencia le revelaban que el nuevo intruso caminaba sobre dos piernas.
Intentó discernir contornos en la penumbra. Al detectar el tenue fulgor de unos ojos colorados antes de que su dueño se escabullera detrás de una pared, dio un paso hacia aquel lugar.
Alguien se deslizó por las tiniebas de la construcción de la izquierda. El caballero se volvió sin perder un segundo, pero sólo atisbo negrura.
Una masa grande, amorfa, tropezó con él cuando se escurría por detrás de su espalda. Volvió a girarse, y recompensó su ágil reflejo un aullido de dolor del fantasma antes de que se diluyera literalmente en la noche. Enarbolando el acero, decidió darle caza.
La figura tenía que haber cruzado el marco de la puerta que se abría frente al caballero. Resquebrajó éste de un puntapié el fragmento de hoja que todavía colgaba de un gozne, y entró en la estancia.
Se hallaba vacía, al igual que las otras habitaciones de la antigua vivienda, excepción hecha, como Huma comprobó al inspeccionarlas, de los inevitables insectos. Su presa se había esfumado. Avanzó, disgustado, unas zancadas hacia el patio trasero, levantando nubes de polvo. Ya en su objetivo, no vio sino escombros. A menos que el huidizo individuo se hubiera tendido en el suelo debajo de las amontonadas vigas, se había volatilizado sin dejar rastro. No había allí dónde esconderse.
La polvareda le provocó tos. De pronto, se sintió débil y mareado, con una náusea en la boca del estómago que casi le impedía andar o sujetar la espada. Irritado, lanzó el arma al suelo, y lo envolvió una nueva nube de polvo que agravó la situación. Su armadura estaba rebozada, mas no le importaba. Se tambaleaba, y notaba obstruidas las vías olfativas, los oídos, los lagrimales y la garganta. Retrocedió hacia la puerta y al final, suspirando, salió a la solitaria calle y se sentó en un escalón, totalmente derrotado. Incluso aquella postura resultaba agotadora, de manera que optó por dormir un rato. Cerró los ojos y, al cabo de unos minutos, emitía sonoros ronquidos.
Unos entes oscuros, cubiertos por holgadas capas provistas de capuchas, formaron un cerco a su alrededor. Era imposible distinguir sus rostros, cubiertos por los embozos, y sólo uno de ellos exhibía las manos. Ése mismo individuo extrajo un pequeño frasco de su bolsillo, lo destapó y, cuidadoso, vertió su contenido en la tierra. El contenido era un polvo rojizo que provocó una reacción inmediata en las que Huma habría definido como cenizas seculares. Ambos elementos bulleron, despidieron blancos vapores y se neutralizaron uno a otro hasta que no quedó sino el estrato natural acumulado a través de los años. El enigmático encapuchado selló de nuevo el frasquito y se volvió hacia el inerte soldado. Dio entonces unas palmadas, una señal a la que cuatro de sus compañeros respondieron atenazando al durmiente.
Un minuto más tarde, la calle estaba desierta. De haberse asomado alguien, no habría adivinado que poco antes estaba ocupada, ni habría observado vestigios del caballero ni de sus sombríos aprehensores.
Un aullido rasgó el aire en la urbe encantada.