10

Resoluciones importantes

—¿Tanto te perturba, Huma? Yo era entonces un joven alocado. Probablemente habría desertado por otros motivos, quizá por la repugnancia que me inspiraba la Prueba. Todavía hoy la defino como «un método bárbaro para arrancar las hojas muertas».

Huma retrocedió hasta el lecho y se desmoronó sobre él. Para alguien educado en las ancestrales creencias de la hermandad solámnica, ningún mago era digno de confianza. Un renegado era tenido por una criatura más maléfica que los Túnicas Negras, ya que se atrevía a realizar conjuros que incluso éstos descartaban debido a sus perniciosas consecuencias.

Magius interpretó su sombría expresión y se sonrió.

—Un renegado no es sino lo que él mismo elige, Huma. Existen muy pocos, pues resulta difícil escapar a la detección del Cónclave, pero algunos de ellos son personas excelentes. En ocasiones les falta el poder necesario para distinguirse, siendo ése el motivo que los forzó a desistir del examen: de afrontarlo, habrían perecido. Mientras viven ayudan cuanto pueden a sus semejantes. No voy a ocultarte, sin embargo, que la moneda tiene su reverso.

—Galán Dracos.

—Sí —corroboró el encantador, lívida su tez—. Hasta los clérigos oscuros de la Reina le temen, pero ella precisa de sus servicios.

—Sabes mucho acerca de ese personaje —aventuró el caballero, y se puso rígido.

—Oí hablar de él en mi huida. Creí que a lo mejor me ayudaría, me brindaría su protección, puesto que no abriga el menor miedo frente a las tres Ordenes.

Se oyeron indicios de movimiento en la estancia contigua, y Magius se refugió en las sombras.

—Por el momento debemos interrumpir esta discusión, más tarde tendremos oportunidad de continuarla. Intenta comprender que fueron razones de peso las que me impulsaron a actuar como lo hice.

Sin más preámbulos, se fundió con la penumbra. El joven se levantó de un salto y palpó el oscuro rincón, no descubriendo sino la confluencia de dos paredes desnudas. Si su antiguo amigo había abierto un portal, al partir lo había sellado.

Con un rugido, Kaz irrumpió en la alcoba.

—¡He escuchado su voz! ¿Dónde se ha metido?

Sobresaltado por la ferocidad del minotauro, Huma reculó.

—¿Qué te ocurre?

—Como sospechaba, me ha tendido una trampa. ¡Mi hacha ha desaparecido, y mis dagas también!

—¿De qué hablas? —lo reprendió el humano y estiró la mano hacia su espada, suspendida del cabezal.

La vaina permanecía en su lugar, pero vacía. El caballero se precipitó sobre sus pertenencias y rebuscó, comprobando que, al igual que su acompañante, había sido despojado de todas sus armas. Éstas últimas se habían volatilizado mientras departía con el mago.

Se llevó la mano a la cabeza, presa de un agobiante calor. Se sintió congestionado, como si la habitación se hubiera caldeado de manera repentina, y Kaz hubo de correr a su lado para sostenerlo.

—¿Qué te ha hecho esa criatura? ¿Estás enfermo?

—Nada de eso, me encuentro bien —masculló el soldado solámnico, y con un gesto le indicó al solícito hombre-toro que se alejase.

Había sido un necio al creer que el pasado contaba. Era ostensible que el hechicero le había mentido: las incongruencias, las extensas explicaciones, suscitaban nuevas preguntas en vez de ofrecer respuestas.

Asió una pieza de su armadura, y declaró:

—Nos vamos, ya hallaremos el medio de salir.

El minotauro lo ayudó a vestirse, y se asomaron al pasillo. Aunque en apariencia estaba desierto, Huma quedó convencido de que guardianes invisibles los espiaban. Ignoraba hasta dónde los dejaría llegar el mago.

—No me gusta esto —le susurró Kaz, quien desconfiaba todavía más que el humano de las maquinaciones de un practicante de las artes ocultas.

Alcanzaron sin incidentes la larga escalera de caracol, lo que no hizo sino incitarlos a la prudencia. El caballero tocó la baranda con un dedo y, al no notar nada especial, se atrevió a aferrarla y dar un paso adelante, seguido por otro y otro más. Kaz bajó pegado a sus talones, tan cerca como se lo permitía su corpulencia. De forma inconsciente, aceleraron la marcha.

En el sexto escalón, el cabecilla parpadeó. Ya no estaba en un peldaño, sino de nuevo en la cúspide. El hombretoro, ahora en la delantera, giraba la cabeza en todos los sentidos sin dar crédito a la imprevista desaparición del soldado. Antes de que éste pudiera advertirle, el monumental habitante de las regiones orientales posó el pie en la sexta grada. Huma sólo tuvo tiempo de columbrarlo en el instante en que se disolvía en la nada para, de inmediato, materializarse junto a él.

—Más trucos —gruñó el minotauro.

Hicieron un segundo ensayo, con el mismo resultado. Lo curioso era que al pisar el escalón embrujado no percibían cambio ninguno. Era evidente que se enfrentaban a un hechizo sutil y complejo.

Estaban atrapados en un círculo vicioso, y el caballero resolvió desistir de su empeño a la vista de su impotencia. Kaz persistió un rato más, con la vana esperanza de que la tenacidad obraría el milagro, pero al fin se detuvo en la plataforma al lado del humano.

—¿Qué hacemos ahora?

—Nada, resignarnos —contestó Huma, y desabrochó la hebilla de su vaina vacía—. No podemos desplazarnos.

—¡No pienso quedarme aquí! —se encolerizó el gigante, incendiados sus ojos.

—¿Se te ocurre alguna idea? No hay ventanas y las paredes son sólidas, al menos para nosotros.

—Podríamos deslizamos por la barandilla.

Deseoso de hacer una prueba, el soldado recogió la funda de su espada y, situándose frente a la balaustrada, la colocó sobre ella y la soltó. El objeto se desvaneció y, mientras Kaz miraba hacia adelante, el caballero se giró y señaló el suelo. La vaina yacía en la retaguardia, a pocos centímetros de los dos amigos.

—Aguardaremos; no tenemos otra posibilidad.

El hombretoro hundió los hombros en señal de derrota.

* * *

Hubo un momento en que el sueño los envolvió en su manto, pese a sus esfuerzos por mantenerse alerta. Fue así como Huma voló a un plano donde topó con Gwyneth y una montaña, donde los nigromantes invocaban pérfidos sortilegios y los dioses batallaban. Unos y otros se entremezclaban de manera tan aleatoria que nunca supo de qué trataban sus visiones ni cómo se iniciaron.

De lo que sí tenía la total certeza era de que se terminaron abruptamente, cuando una voz se interfirió en sus divagaciones.

—Despieeeerta.

Tardó unos segundos en percatarse de que el sinuoso siseo no formaba parte del sueño, sino que lo emitía un etéreo sirviente.

—Aaaaamo quiere haaaaaablar.

El joven se enderezó y Kaz, que también había oído al Elemental, lo imitó.

—Sóoooooolo a Huuuumaaaa.

—Lo acompañaré, por mucho que le desagrade a tu señor. Y, ahora, guíanos. O te inhalaré antes de que te des cuenta.

Sin demostrar si había entendido o no la amenaza, el criado se dirigió hacia la escalera. Huma lo siguió y Kaz fue tras él. Ya en el descansillo el aéreo cicerone emprendió el descenso, ajeno a los crecientes titubeos del caballero a medida que se aproximaban al nivel que antes los había repelido. Lo acometió con toda la soltura de que fue capaz, y grande fue su sorpresa al observar que nada impedía su progreso. La nube parlante fluctuaba encima de él, impacientándose por sus vacilaciones, y Huma reanudó el viaje. Al principio, avanzaba despacio, pero aligeró la marcha al cerciorarse de que Magius no había de oponerle nuevas trampas.

Un grito iracundo lo obligó a volverse hacia el sexto peldaño. Kaz, obstinado en escoltar a su amigo, no había traspasado el escollo y era catapultado hacia las alturas cada vez que lo intentaba. Capturado en el encantamiento, el minotauro se entregó a la cólera.

Sin decir una palabra, el soldado se volvió y partió en pos del Elemental. Encabezó éste una larga excursión por escaleras tortuosas y pasillos que la víspera habían escapado al escrutinio del joven. Tales vericuetos se asemejaban a la Arboleda, eran más lóbregos de lo imaginable en algunos puntos y, aquí y allí, de sus vapores surgían formas que pululaban en la oscilante luz de las escasas antorchas. Sólo al pasar junto a las llamas podía el caballero verificar que no había perdido al servidor.

—Aaaamooo.

Huma quedó perplejo ante esta llamada, pues la sala en que había entrado estaba tan en tinieblas como los corredores y no parecía habitada. Al cabo de unos instantes, sin embargo, percibió un síntoma de actividad.

Alguien pronunció un corto vocablo e iluminó los contornos el Bastón del hechicero, aquel cayado que encerraba una poderosa magia. La agitación que el soldado había atisbado la provocó Magius al levantarse de una butaca. Al encararse con él el hechicero, a Huma se le desencajaron las pupilas debido a la sorpresa. Su colega de la infancia había envejecido veinte años en unas horas, o así se le antojó al recién llegado. Nadie que no los conociera les habría atribuido la misma edad.

—Hola.

Fue un breve saludo, pero por su tono suplicaba amistad. Toda la rabia que el soldado había alimentado se disolvió al contemplar aquella patética privación de energía.

—Magius, ¿qué…?

—Sé que estás disgustado —lo atajó el otro— porque cada vez que nos entrevistamos hago que aumenten tus recelos y tu inquietud. No puedo alterar esa situación tan embarazosa, pero trataré de despejar algunos enigmas. En primer lugar, hay algo que deseo mostrarte.

El mago lo invitó a penetrar en una sala vecina, donde se erguía el Elemental de tierra que los había orientado en la espesura. Había algo a los pies del montículo viviente, un ser que a Huma le resultaba familiar y que excitó su nerviosismo.

—Un lobo espectral —indicó, reconociéndolo.

El animal estaba tumbado en un ángulo imposible, y el joven reparó en que se había fracturado una pata y, más extraño aún, que su cuerpo se había convertido en piedra. Lo tanteó y, en efecto, era como una escultura desfigurada.

Los ojos invidentes del lupino parecían estudiarlo. Turbado, el caballero clavó en Magius una mirada inquisitiva.

—Había tres más —le contó éste—, pero perecieron en la Arboleda. De algún modo, aunque malherido, el que aquí ves se abrió camino hasta el trigal, donde mi leal guarda lo eliminó. El daño está hecho. Galán Dracos ha averiguado mi paradero y lo más probable es que le hayan informado también de tu presencia. No tengo elección.

Huma escuchaba, pero no acababa de discernir a qué se refería el encantador.

—Ven conmigo —ordenó Magius.

Regresaron a la estancia de antes, y el hechicero se encaminó hacia una pared de la que pendía un espejo con marco dorado. Su perímetro era ovalado, y la decoración, un elaborado anillo de volutas. El mago tamborileó en el suelo con su vara, al mismo tiempo que decía:

—Enséñame tus imágenes.

Una elevada montaña se dibujó en el fondo del cristal, la misma que dominaba la escena en el tapiz del vestíbulo y que tanto había intrigado al soldado.

—Fíjate en el pico del centro —instó Magius, innecesariamente, a su interlocutor—. Cuando me sometí a la Prueba en la Torre, visualicé esta escarpadura. La recuerdo bien porque era el último enclave que conjuraron antes de mi huida. No descubrí que era un lugar auténtico hasta que hallé esta mansión y los tapices de la entrada, y entonces comprendí que los paisajes de mi examen eran más reales de lo que se figuraban incluso mis instructores. La montaña en cuestión está relacionada con la guerra. Cobija algo en su seno, un misterio insondable que no he logrado dilucidar. Ni siquiera he podido establecer su emplazamiento, aunque ha de erguirse al oeste o, afinando un poco más, al suroeste.

Se volvió hacia el caballero y le tendió sus armas, pese a que sus manos estaban vacías un momento antes.

—Al minotauro también le han sido restituidas sus posesiones. El Elemental os llevará a los pasadizos subterráneos y a los caballos que conservo para un caso de apuro.

De pronto, el castillo tembló sobre sus cimientos. El mago centró toda su atención en el espejo y repitió:

—Enséñame tus imágenes.

Se desdibujó el panorama montañoso, siendo sustituido por un símil de la ciudadela. Volaba sobre ella un inmenso Dragón Negro con su jinete, y en su derredor trazaban círculos otros reptiles Rojos.

—¡Por las lunas de Krynn! —exclamó el hechicero, si bien una irónica sonrisa se esbozó en sus labios—. ¿Merezco la visita personal de Crynus?

—¡Crynus! —vociferó Huma.

Magius examinó al soldado, y los surcos de su mueca se acentuaron.

—Olvidaba que ya habéis sido «presentados». Si dispusiera de tiempo te revelaría asuntos de la mayor importancia relativos a él y la Guardia Tenebrosa, pero dadas las circunstancias…

No concluyó la frase, ya que el edificio se tambaleó de nuevo y empezaron a desprenderse fragmentos del techo.

—¡Arion!

Obediente a la urgente invocación de su señor, el criado nebuloso se materializó ante los dos hombres.

—Guía a los huéspedes hasta las cuadras. ¡Rápido!

—Aaamooo.

—Magius, deja que te ayude.

—¿Ayudarme? —se burló el hechicero—. En una época fui la mano derecha de Galán Dracos, sólo él me superaba en el grupo de élite que formábamos. Se precisa algo más que un puñado de dragones para abatirme.

Una ráfaga huracanada arrastró a Huma al exterior de la alcoba mientras meditaba en qué medida era sincero su viejo colega en lo concerniente no sólo a sus habilidades sino a los motivos que había expuesto. ¿Conseguiría algún día sonsacarle la verdad?

—¡Huma!

—¡Kaz!

El minotauro se aproximaba a toda carrera por el oscuro pasillo, impasible a los fantasmas que lo cruzaban. El encantador, fiel a su promesa, le había devuelto las armas, incluida el hacha guerrera.

Las primeras indagaciones del macizo personaje eran del todo previsibles.

—¿En qué aberración nos ha involucrado ese monstruo?

—En una en la que participan el Señor de la Guerra, media docena de dragones y sólo Paladine sabe quién más.

Cayó a poca distancia otra andanada de cascotes. Esgrimiendo el hacha sobre la testa, el fornido hombretoro bramó:

—¡Por mis ancestros de veinte generaciones, no consentiré que me sepulte hasta la muerte un pedazo de roca!

—¡Idiooootas! ¡Seguiiiidme!

—Ésa cosa…

—Es nuestra única escapatoria —interrumpió el soldado a su amigo—. No parloteemos más y vayamos tras él.

Recorrieron el pasadizo detrás del Elemental, que parecía provisto de alas a juzgar por su velocidad. Además su contorno despedía unos fulgores plateados, así que era imposible perderlo de vista en el lóbrego ambiente.

Las cuadras resultaron ser una cueva con ventilación. Había en ella seis corceles de distintos tamaños, pero todos musculosos y plenos de brío. Los dos fugados eligieron sus monturas, y el aéreo criado se esfumó.

—¿Dónde estamos? —preguntó Kaz.

Huma se encaramó a su equino, una yegua de pelaje gris, y oteó la entrada de la gruta.

—Si mis cálculos son correctos, al oeste de la Arboleda. La mansión se prolonga en un túnel debajo del bosque.

—Estupendo, así sortearemos la dificultad primordial.

El hombretoro se acomodó en su cuadrúpedo, que era tan alto como él. Al estremecerse la caverna en otra sacudida, el caballero liberó a los otros animales para impedir que sucumbieran si aquélla se derrumbaba. Espolearon acto seguido a sus cabalgaduras, y durante diez minutos galoparon sin volver la vista atrás.

Mientras se daban a la fuga, oyeron a su espalda los rugidos de los dragones que, feroces, desarticulaban las defensas de la ciudadela a fin de dejar desvalido a su amo… ¿De qué servía librar una batalla que no podía vencerse?, reflexionó el soldado. No obstante, en su fuero interno estaba convencido de que antes o después también él habría de combatir a «fondo perdido».

Salieron a un claro, y se arriesgó a espiar la retaguardia.

—¡Jinetes!

Eran por lo menos ocho, un batallón de guerreros con armaduras negras como el ébano y corceles de idéntico color que parecían surgidos del Abismo. La Guardia Tenebrosa. Huma estiró el brazo hacia su espada para asegurarse de que estaba donde debía.

Alguien más se había unido a los perseguidores: unas figuras caninas, cadavéricas, que exhibían unos ojos enrojecidos y ciegos. Eran lobos espectrales, una manada de seis o a lo sumo siete ejemplares.

De repente estalló la tierra, con inusitada violencia, delante de los negros jinetes. Uno mantuvo el equilibrio y otros dos eludieron la explosión, pero los restantes se disiparon momentáneamente detrás de una colina andante, que el soldado solámnico identificó como el Elemental de tierra. «Un punto a favor de Magius», pensó. El hechicero había enviado a uno de sus servidores de más confianza en auxilio de su viejo amigo.

Los lupinos se encontraban lo bastante rezagados como para esquivar la confusión, si bien uno cayó víctima de un caballo que había perdido pie. Los otros, sin detenerse, continuaron acechando a los prófugos.

Una rama baja golpeó a Huma en el codo; otra, proyectada, casi lo arrancó del equino. La evadió justo a tiempo y de manera instintiva miró a Kaz, que cabalgaba a unos metros y, a consecuencia de su tamaño, se enfrentaba a mayores problemas. Sus cuernos arañaban miembros arbóreos con preocupante regularidad, aunque el tenaz minotauro conservaba el gobierno de las bridas.

El joven luchador daba una ojeada hacia atrás siempre que el terreno lo permitía, y la escena que contemplaba no sufría ninguna alteración. Los lobos avanzaban a un ritmo constante, sin que el cansancio hiciera mella en ellos. De los colosos de ébano, por su parte, media docena se habían reagrupado y no se alejaban un ápice de los perseguidos.

—No podemos… —Una rama fustigó el rostro de Kaz cuando trataba de manifestarse—. No podemos seguir así; los animales morirán.

Huma estaba de acuerdo, la tremenda presión que ejercían sobre los equinos era más de lo que podían resistir. Hubo de recurrir, pues, a una estratagema.

—Dividámonos. Tú ve hacia el norte.

Señaló la dirección con el dedo para subrayar sus casi inaudibles palabras, y el hombretoro, aunque reticente, acató su voluntad. El soldado le indicó por similares signos que él viajaría hacia el sur. A falta de un plan mejor, pusieron en práctica esta solución provisional.

Atento a un gesto inequívoco del caballero, Kaz desvió su corcel hacia la derecha y, a causa de la brusquedad de su movimiento, estuvo a punto de cercenarse un brazo al pasar rozando un árbol. El soldado lo observó hasta que se perdió de vista, y tiró con análoga fuerza de las riendas de su montura.

El animal estaba al borde del colapso. Huma aminoró la marcha lo mejor que pudo, tropezando varias veces contra los matorrales, si bien no aguardó hasta que se detuviera para saltar de la silla. Cayó de pie y buscó cobijo en la espesura.

Los lobos se aproximaban en una carrera endiablada, y el humano apenas tuvo oportunidad de prepararse. Entre los artículos de las cuadras subterráneas había seleccionado un pequeño escudo de madera, que afianzó a su brazo. Desenvainó su espada con sigilo, rezando para que los sanguinarios lupinos no abandonaran el rastro del caballo. Era su única posibilidad.

Había determinado entretenerlos el rato suficiente para cubrir la huida de Kaz. Aunque era consciente de que tal acción podía costarle la vida, sólo si uno quedaba atrás tendría el otro esperanzas de salvarse. Ni siquiera al minotauro podía exigirle semejante sacrificio.

El cabecilla de las criaturas espectrales pasó por su lado. Obsesionado con su objetivo, el infame agresor corría en pos del solitario caballo, el cual, tras percatarse del inminente peligro, había reanudado la galopada. No llegaría muy lejos, y el soldado lamentó el triste destino de tan hermoso espécimen.

Otros dos lobos pasaron rozando casi su escondrijo, y luego tres o cuatro más. Rígido e inmóvil, el caballero se exhortó a la paciencia.

Todavía apareció otro en su radio visual, cerrando quizá la jauría. Tras un corto lapso de inactividad, el joven se aventuró a asomarse por detrás del tronco en el que se había parapetado. Fue un error, ya que los primeros jinetes habían alcanzado las inmediaciones y, al exponerse Huma, lo detectaron de inmediato.

El valiente luchador había escogido aquel árbol concreto porque su robusto sistema de raíces se extendía parcialmente sobre la superficie. Fue la suya una elección afortunada, pues el guerrero que lo había atisbado, en su ansia de cazar la presa y llevarse los honores, se internó demasiado cerca. El casco delantero de su negro equino se enmarañó en una protuberancia nudosa. Con un relincho de dolor, el animal se desplomó hacia adelante y el soldado salió despedido, estrellándose como un fardo informe. Después de verificar que su atacante había muerto, el caballero se dispuso a recibir a los otros.

Los demás componentes de la patrulla se personaron en grupo. Tan estrechos eran los espacios entre los altos vegetales que hubieron de frenar su impulso y navegar en el ondulante bosque en fila de a uno, rompiendo su formación. Huma exhaló un grito retador y atacó.

Sorprendió al más adelantado cuando se esforzaba en recuperar un hacha que él mismo, al blandirla sobre su cabeza, había enredado entre unas ramas. No erró el caballero su golpe, derribando al oponente de su silla.

En un súbito arranque de inspiración, el soldado solámnico se izó sobre la silla que había dejado vacante. El caballo se encabritó, con tan buena fortuna para su nuevo jinete que propinó una portentosa coz a otro de los adversarios antes de ser sometido. Poniendo a raya a un tercer enemigo, Huma urgió al animal a la retirada y partió presto hacia el sur. Como había supuesto, los sobrevivientes de la Guardia Tenebrosa no dudaron en lanzarse tras sus pasos.

Alguien se arrojó contra él, tan veloz que sólo vio una borrosa mancha blanca. Quiso la suerte que ensartara al agresor en el filo de su espada, aunque el lobo espectral, ya que tal era el proyectil viviente, hizo jirones la cota de malla de su pernera. Con el trofeo aún retorciéndose en su acero, el caballero perseveró en su empeño, a pesar de que el peso de la víctima lo obligaba virtualmente a arrastrarla para no desprenderse de la espada. Sentía el brazo como si los huesos fueran a desencajarse.

Las horrendas fauces amenazaban con morderlo, las invidentes pupilas giraban fuera de órbita hasta que, de un tirón, se desembarazó del cuerpo. El lupino dio una voltereta y se derrumbó entre los matorrales. Huma volvió la vista atrás y percibió espantado cómo la criatura, al parecer ilesa, se levantaba. El animal escrutó el entorno justo a tiempo para presenciar su propia destrucción: en efecto, las patas delanteras de un enloquecido caballo hollaron su cráneo en vez del camino. Al pillarlo desprevenido, el monstruo no pudo recobrarse.

Tanto el caballo del fugado como los de los pertinaces perseguidores estaban en el límite de su resistencia. Todos espumaban abundantemente, y el caballero era consciente de que a su cabalgadura se le doblaban las patas. De repente oyó una conmoción tras su espalda, y se volvió para averiguar qué la motivaba. Uno de los otros cuadrúpedos se había desmoronado, arrastrando al que tenía más próximo.

Detuvo al corcel y se colocó de frente a los dos guerreros que todavía aguantaban montados. Los contrincantes cargaron por ambos flancos, combinando la embestida. El de la derecha ensayó una estocada, y una fracción de segundo más tarde el otro hacía lo mismo desde el lado opuesto, pero Huma calculó las trayectorias sin margen de error. Bloqueó al primero con el escudo, y rechazó al segundo de un modo tan perfecto que incluso se franqueó una brecha. Aprovechándola, introdujo su espada entre el pectoral y el yelmo. El herido cayó hacia atrás y fue rematado por su équido, en frenética desbandada.

El jinete que había fracasado en su ataque, temeroso de luchar cuerpo a cuerpo, buscó el refuerzo de sus dos compañeros, ocupados en deshacerse de sus ya inservibles cabalgaduras. El soldado solámnico se abalanzó a la desesperada y falló un golpe que habría sido mortal, si bien el guardián abismal perdió el agarradero y fue a parar al suelo, donde no volvió a incorporarse.

Mientras, los lobos espectrales habían regresado al escenario de la contienda. El caballo de Huma se bamboleó y el caballero saltó de la silla, lo más lejos que pudo para no quedar atrapado cuando se viniera abajo. Se irguió enseguida, armado con escudo y espada, y desafió a los cinco lupinos y a los dos guerreros. La evidencia de que iba a morir nubló su pensamiento, y al lanzarse sobre su garganta el primer animal, se defendió salvajemente, como el condenado cuyo único propósito es llevarse a la tumba el mayor número posible de enemigos. Su acero trazó sesgos, cortó, trituró y hendió en una total ceguera. Hasta el escudo hizo funciones de arma ofensiva, al incrustarse en un cráneo recubierto de pelambre blanca y partirlo en canal.

Unos colmillos amarillentos, supurantes, destellaron ante su rostro. También las hojas metálicas de los adversarios humanos rondaban su cuello, dispuestas a clavarse, pero Huma contraatacaba sin languidecer.

Lo asaltó al fin la sospecha de que no arremetía sino contra el aire, y se animó a la cordura. Parpadeó para eliminar la película que entelaba sus ojos, deseoso de otear el panorama.

Los dos últimos miembros de la Guardia Tenebrosa habían sucumbido, y sus armas estaban esparcidas por el paraje. El terreno rezumaba sangre, la de los guerreros, así como la de los cinco lobos espectrales que, exánimes, yacían despedazados en la zona adyacente.

El agotamiento se apoderó del caballero. Hincó ambas rodillas y, durante largo tiempo, contempló embotado los despojos.