La ciudadela
El camino trazaba meandros y recodos con asombrosa regularidad. De no ser porque Magius los tranquilizó en más de una ocasión, Huma habría quedado convencido de que erraban en círculos.
No le gustaba la Arboleda, que, incluso durante el día, era umbría y tenebrosa. De no haber contado con la luz del Bastón, se habrían desviado irremediablemente de la senda.
El joven caballero esquivó un emparrado espinoso que cruzaba la trocha; aunque después de recibir la punzada de una de las incontables púas que presentaba la vegetación, se había bajado la visera. No era suficiente: los apéndices afilados arañaban el metal de su armadura de forma tan irritante que el viajero cortaba, uno tras otro, los tallos que encontraba a su paso. Siempre que se volvía, no obstante, comprobaba que sus afanes no dejaban huella en los matorrales.
Delante de él, Kaz emitió una imprecación y descargó su hacha guerrera sobre un matojo también de espino. El herido minotauro trituró la planta hasta reducirla a diminutos fragmentos. Casi de inmediato, topó con una enredadera colgante, y la hoja de su arma hizo trizas los sinuosos tallos.
El abrupto declive que dibujaba el terreno en una de las curvas los pilló a todos desprevenidos. El movimiento del suelo al abrirse camino el Elemental, desorientó a Magius. Tanteó con su Bastón, y el hechicero, que esperaba cierta resistencia al posarlo, trastabilló hacia adelante. El hombretoro, el tercero del cortejo, se precipitó contra la espalda del encantador, y Huma, ladeándose para eludir la pila viviente, perdió pie en un lugar distinto y fue a parar fuera de la senda.
Lo detuvo de manera brusca la corteza del que sin duda había sido un imponente árbol. Se frotó la cabeza, que había absorbido buena parte del impacto, y alzó la vista… hacia la nada.
La senda se había borrado. Sólo los habitantes arbóreos permitían identificar el paraje, rodeados de arbustos que, altos y añejos, crecían en los espacios intermedios. El resto era una sucesión de sombras, de contornos densos y oscuros.
El joven cerró los ojos y los abrió de nuevo, asegurándose esta vez de no dirigir su escrutinio a la penumbra. Un escalofrío lo agitó, y quedó paralizado al vislumbrar… ¿Qué había vislumbrado? Desafiaba cualquier descripción que pudiera expresarse con palabras. Lo único que sabía era que había un ente en las cercanías, al acecho de su más mínima imprudencia. Si se acercaba a aquel ser, no viviría para contarlo.
—¡Magius, Kaz! —bramó, y el eco repitió ambos nombres ribeteados por una risa burlona, callada, procedente al mismo tiempo de los cuatro confines.
—Huma.
El timbre de aquella voz impulsó al caballero a aferrar su espada. Pero, al llevarse la mano a la empuñadura, no tanteó sino aire. Recordó entonces que la portaba desenvainada y registró las inmediaciones en la mortecina luz. No obtuvo mejor resultado.
Una criatura de cierta envergadura y cuerpo deforme se perfiló en las tinieblas y atravesó la zona más próxima al humano. Los nervios de éste se tensaron al percibir de nuevo la risa socarrona y, de un modo instintivo, exhibió la daga que llevaba al cinto con la esperanza de producir algún efecto.
Se nubló su visión al surgir literalmente a la vida un ser de enormes proporciones y plantarse delante de él. El joven hundió el arma en un vientre de barro y suciedad, enterrando sus dedos en la ciénaga y soltando el pequeño acero.
Levantó el atacante unas pupilas desorbitadas, que se cruzaron con los gélidos y cristalinos iris del Elemental. Hubo de reprimir el luchador el apremiante deseo de abrazar al extraño monstruo mientras éste, rasposo su acento como cuando respondía a Magius, le indicaba:
—Sígueme.
Un sencillo vocablo, que a Huma le pareció maravilloso en aquellos momentos. De pronto, por arte de encantamiento, la espada volvía a estar en su palma.
Los dos cristales se zambulleron a toda velocidad en las profundidades del montículo viviente, y la criatura se sumió en una inmovilidad tan perfecta que el caballero tuvo la impresión de que un obstáculo entorpecía su avance. Envainó el arma y se apoyó contra la terrosa espalda, resuelto a ayudarlo a salvar el escollo. Sin embargo, en cuanto sus yemas tocaron el caparazón, comenzó a manar de éste una fuerte oleada de calor que lo obligó a apartarse. Dos refulgentes objetos brotaron del coloso.
Una vez reajustados los prismas de sus ojos, el Elemental repitió su mensaje anterior:
—Sígueme.
Huma dio un salto atrás al echar a andar, ahora hacia él, la montaña animada. Más que girar sobre sus talones como haría un hombre, aquella mole desplazaba su rostro en la dirección que le interesaba. Resultaba desconcertante, por no decir aterrador, y el caballero quedó tan petrificado que al principio ignoró la orden del guarda. El servidor de Magius no insistió, se limitó a encaramarse a una cuesta y desvanecerse al otro lado de la cima.
La primera reacción del joven fue esgrimir la espada. Así pertrechado, rechinándole los dientes, dio cuatro zancadas y casi chocó contra un enloquecido minotauro y un ansioso mago.
—¡Huma! —lo saludó Kaz, y a punto estuvo de estrujarlo en un abrazo contundente como el de un oso o, más propio, de un toro bravo.
Magius, por su parte, sonrió, aliviado.
—Cuando te alejaste del camino, tu bovino compañero concibió la idea peregrina de correr tras de ti, así que hube de explicarle que nada ganaríamos si os extraviabais ambos.
El aludido dejó a Huma y se encaró con el hechicero.
—Tú no te ofreciste para buscarlo, y alguien tenía que hacerlo.
—Alguien lo hizo —replicó el mago, echando hacia atrás sus aristocráticos bucles—. Aunque la Arboleda no abriga secretos para mí, prefiero enviar al Elemental, que nada ha de temer, antes que arriesgarme tan sólo por cubrir las apariencias.
—¡Eres un cobarde!
—Te equivocas, soy un hombre práctico. —El hechicero miró a su viejo amigo y añadió—: Si mi criado no hubiera estado aquí o hubiera fracasado en su empeño, yo mismo habría ido a rescatarte. Te lo juro.
La aceptación del caballero de aquella frase justificativa provocó un desdeñoso resoplido en Kaz. Magius hizo caso omiso y, después de golpear la espalda del montículo con su vara, encabezó la comitiva y se puso en marcha.
Pese a que no hubieron de sortear más desniveles ni peligros, el joven humano mantuvo la vista fija en la trocha. Al fin salieron a la luz, a una brillante luminosidad. Era como si el eterno manto de nubes hubiera cedido al influjo de los dorados rayos del sol, e incluso el hosco hombretoro manifestó una genuina alegría. Cuando el arcano guía se volvió hacia ellos para hablarles, también sus labios se habían ensanchado de oreja a oreja. Alzó el Bastón en el aire, y proclamó:
—Bienvenidos a mi casa.
Se habían asomado a un campo de tonalidades áureas, lleno de vida. No les habría extrañado comprobar que en su extensión un grupo de elfos danzaba y retozaba, en medio del revoloteo de las mariposas y los pájaros que desplegaban sus alas sobre el trigo maduro, esplendoroso, mecido por la brisa. Unas criaturas pequeñas, de tupida pelambre, saltaban entre los espaciados árboles que punteaban el perímetro del bosque. Si existía un paraíso en Krynn, era éste.
En el centro de tan prodigioso panorama, se erguía la ciudadela de Magius, una torre que, al igual que el cereal, se asemejaba a una espiga de oro. Una puerta de grandes dimensiones constituía su acceso principal, varias ventanas jalonaban la mitad superior del edificio y en su cúspide se adivinaba una amplia azotea, coronada por una aguja que confería al castillo el aspecto de una lanza minuciosamente trabajada. Los flancos despedían fulgores metálicos, y lo único que ensombreció la admiración de Huma fue su singular similitud con otra torre, con aquella masa de bronce que se sostenía en difícil equilibrio sobre el borde del infernal Abismo.
Magius hizo una inclinación de cabeza y les rogó que caminaran delante de él. El Elemental se había esfumado, acaso para reemprender su patrulla en los límites exteriores de la Arboleda.
—Aquí estaréis a salvo, amigos míos, más que en cualquier ciudad de Ansalon.
Caballero y minotauro se adentraron en el trigal como dos niños. Se había difuminado toda inquietud relativa a la guerra, habían olvidado el odio y el miedo. Sólo eran conscientes de la inefable belleza, de la libertad inherente al campo abierto.
El mago los contempló mientras se internaban, helándose por un instante la sonrisa que iluminaba su rostro.
A medida que andaban, se hizo patente un fenómeno peculiar: la ciudadela crecía. A cada paso que daban parecía más alta y, una vez alcanzado su portalón, los viajeros se vieron forzados a estirar el cuello como si pretendieran otear el mismísimo techo del cielo.
—¿Cómo es posible que una edificación a tan enorme escala pase inadvertida para los dragones? —indagó Kaz, más perplejo que receloso.
—Sucede lo mismo que con este campo —contestó el hechicero, el cual apenas se había rezagado—: Las cosas no son siempre lo que aparentan, ni tal como las asimilan nuestros sentidos. Alguien creó este enclave mucho antes de que el hombre pisara Krynn. He empleado muchos años en tratar de despejar las incógnitas de la ciudadela, pero sus secciones muestran los vestigios de una mampostería propia de ogros y no puedo creer que esos seres fueran capaces de forjar tal hermosura. Quizá fue una morada para los dioses, circundada por un jardín análogo al edén. Sería más adecuado imaginarlo así.
Huma eligió este momento para romper con sus toses la idílica serenidad de la escena. El encantador hizo una mueca y se disculpó.
—Perdonad mis divagaciones. Debéis de estar cansados y sedientos. Entremos para que podáis refrescaros. Cuando os hayáis repuesto, charlaremos.
De nuevo izó su cayado, y musitó una retahíla de versículos sin sentido para los profanos. El objeto mágico, cuyos destellos se habían amortiguado, resplandeció con renovado brillo. Tanto el caballero como Kaz hubieron de proteger sus deslumbrados ojos.
Se abrió el acceso, movido quizá por una mano invisible y descomunal. Magius no cesaba de asombrar al joven luchador, por mucho que el castillo y sus portentos fueran fruto de una antigua y divina invención.
Traspasaron el umbral para desembocar en un vestíbulo que, aunque más reducido que los de otras haciendas nobiliarias, los superaba a todos merced a su infinita extravagancia. Se alineaban frente a las paredes esculturas de elfos, animales, humanos de tamaño natural y lo que no podían ser sino semblanzas de los dioses. Como una serpiente monumental, una sinuosa escalera facilitaba el ascenso a las plantas de arriba. Un tapiz de colores amarillos y encarnados representando las constelaciones vestía uno de los muros laterales, mientras que en el opuesto se apreciaba otro en el que una montaña se imponía majestuosa a un paisaje llano. Éste último era tan real, que atrajo la atención de Huma. Pululaba en los recovecos de su memoria la sensación de conocer el paraje, si bien nunca había visto aquella escarpadura. Continuó examinándola hasta que Magius rompió el hechizo.
—No todo es original, pero uno no puede aspirar a poseer cuanto desea. ¡Cuidado!
Ésta advertencia iba destinada al minotauro, muy atareado en inspeccionar una figura de imposible filiación que reproducía la imagen de un curioso dragón. Tenía el cuerpo alargado y flaco, casi como un ofidio con patas y alas. Lo poco que quedaba del esmalte coloreado delataba que en un tiempo fue verde y azul, una mixtura de matices que no correspondía a ninguna de las especies de reptiles que habitaban el mundo.
—Ésta talla fue realizada por alguien de mi pueblo.
—No, es de factura elfa. Fíjate bien.
—¿Piensas que no tenemos artesanos? —se enfureció Kaz—. Reconozco los reveladores diseños de la arcilla, aunque tu «versado» cerebro no acierte a desentrañar su significado.
—¿Por qué moldearían un dragón como éste? Nunca me he tropezado con un ejemplar de semejantes características. ¿Existió tal animal? —inquirió Huma, vuelta la faz hacia el mago.
—No he hallado vestigios de criaturas tan estilizadas —repuso el interpelado—. Estoy persuadido de que se trata de una deformación puramente estética, del producto de una fantasía exacerbada. Otra razón para que no pueda ser su artífice un minotauro, por no mencionar su evidente antigüedad.
—Nosotros fuimos la primera raza civilizada de Krynn.
—¿Civilizada o domesticada?
El ofendido actuó con prontitud, pero la estatuilla quedó suspendida en el aire antes de estrellarse contra la nariz del hechicero. La expresión despreciativa que adoptó el agredido sólo podía encontrar réplica en la del agresor, ésta reflejo del más intenso desencanto.
—Procura atinar en tu próximo lanzamiento, porque será el último. Y escoge algo menos valioso.
Ondeando la mano, Magius restituyó la talla a su peana. El minotauro exhalaba amenazadores bufidos. Tenía las córneas bañadas en sangre; así que el valiente humano se interpuso entre los rivales con la espada en alto.
—¡Basta! —exigió.
Su estallido fue tan salvaje que el mago y el hombretoro lo miraron con el estupor de quien se enfrenta a un demente. Huma, por su parte, los miró de hito en hito en una actitud de exagerada ferocidad.
—El continente de Ansalon, nuestro universo, se debate contra la Reina de los Dragones, y vosotros reñís como dos colegiales.
Kaz fue el único que se avergonzó. El hechicero se tomó la reprimenda con su habitual desenfado: se encogió de hombros y fingió no haber protagonizado ningún incidente desagradable, como si nada hubiera ocurrido.
—Hay mucho más que deseo enseñaros, pero creo que lo más aconsejable es que reposéis —propuso—. ¿Estáis de acuerdo?
—Al menos en esta cuestión sí, estoy de acuerdo —rezongó el minotauro.
—Y después —porfió Huma, que había envainado el arma pero tenía aún el ánimo encendido—, ¿qué harás? ¿Te pondrás en contacto con tu Orden? No podemos alojarnos aquí eternamente. Fuiste en nuestra busca, ¿tienes algún plan?
—Por supuesto.
La respuesta fue pronunciada sin titubeos, pero el caballero captó una sombra que desmentía tal rotundidad en las pupilas de su oponente. Una vez más estaba en presencia de un Magius desconocido, un Magius que ocultaba sus secretos ante la persona en quien más podía confiar. ¡Cuánto había cambiado!
«¿O soy yo el que está sufriendo una transformación?», se preguntó el soldado en su fuero interno. En los buenos tiempos nunca habría cuestionado a su colega, no habría puesto sus comentarios en tela de juicio. Lo cierto era que su ingreso en la hermandad solámnica le había abierto los ojos respecto a las veladas mentiras, las verdades a medias, que tan importante papel desempeñaban en las vidas de un gran número de criaturas.
Con aire deliberado, declaró:
—Me gustaría escuchar tus proyectos.
—Te los expondré en el momento oportuno. Ahora mismo hay determinados asuntos que debo atender sin dilación, así que os recomiendo que mientras me ocupo de ellos os relajéis y disfrutéis de un ágape reparador.
Magius tamborileó en el suelo con el extremo de su Bastón. Un estremecimiento convulsionó al joven luchador, motivado por la neblina arcana.
En efecto, una bruma enigmática se arremolinó en torno al hechicero como un pájaro que describiera imprecisos círculos alrededor de su amo. No soplaba ninguna brisa, no se adivinaba el origen de la nube que, en su ir y venir, parecía dotada de vida propia.
—Invitados. Guíalos.
Magius transmitió tan escuetas instrucciones no a los dos seres racionales, si no al grisáceo cúmulo, y éste repitió:
—Invitaaaados. Guíiiiialos.
Su voz sonaba como el vapor al escapar de una fogata que extingue la lluvia.
—Aposentos donde pasar la noche.
—Aposssssentoos.
—Los Elementales aéreos son terriblemente lentos —se lamentó el mago, dándole a entender a la neblina mediante un gesto que ya podía partir. Luego, dirigiéndose a Huma, le dijo:
»Después de alimentarte y dormir, lo verás todo más claro.
Kaz lanzó un hondo gruñido, que el encantador optó por ignorar. El ente etéreo, dispuesto a cumplir con su deber, fluctuó hacia los huéspedes y los cercó en su halo.
—Seeeguidme habitaciones, iiinvitados.
El anfitrión los observó mientras se alejaban escalera arriba en pos de su nebuloso criado. Al sentirse fuera del radio sensorial del hechicero, el minotauro se inclinó hacia su acompañante, que subía delante de él, y le susurró:
—¿Consideras a ese individuo amigo tuyo?
—Sí —le aseguró Huma, aunque le costó bastante esfuerzo emitir una afirmación convincente.
—Espero que él te profese todavía tan nobles sentimientos. Presumo que la torre y sus misterios podrían constituir una inexpugnable prisión.
No discutió el caballero este aserto, dado que ya había ponderado tal posibilidad.
* * *
Si se trataba realmente de un calabozo, era de los que más de un villano solicitaría ocupar con carácter permanente. Tras acostumbrarse, dentro de lo razonable, a los servidores aéreos, Kaz y Huma no hallaron dificultad en degustar las viandas y las frutas, por no aludir a los vinos que, deliciosos, habrían regado a plena satisfacción el banquete de una corte principesca.
También los aposentos eran espléndidos, aunque demasiado espaciosos para un humano de talla normal como el luchador. El hombretoro, por su parte, encontró los muebles ajustados a su volumen, y reforzó mediante tal argumento su previa conjetura sobre la intervención de su raza en el diseño del edificio. Huma recapacitó que nadie había informado de la visita de minotauros a esta zona tan occidental hasta el inicio de las guerras, pero se abstuvo de exteriorizar sus dudas.
Les asignaron dormitorios separados, lo que suscitó las protestas de Kaz, ya que, en su opinión, la finalidad de tal maniobra era «aislar para conquistar», según reza el proverbio.
—De haberlo deseado, Magius podría habernos destruido a ambos en un centenar de ocasiones —se disgustó el caballero—. En el vestíbulo, por ejemplo, te ha manejado a su albedrío.
—Ha sido un golpe de suerte. Deja que lo rete en un combate cuerpo a cuerpo.
—No quedarían de ti más que las cenizas. La magia es tan innata en él como respirar en nosotros.
El guerrero mestizo descargó un puñetazo contra el muro, comprobando orgulloso que éste se bamboleaba.
—En mi patria… —rugió envalentonado, antes de que su acompañante lo interrumpiera.
—Estamos en Ergoth, en el territorio que pueblan y gobiernan los humanos. Debes respetar sus hábitos.
—Yo no sería tan taxativo. En la última batalla tus congéneres hubieron de retroceder; quizás a estas alturas ya han renunciado a sus posesiones.
—No voy a negarte esa posibilidad —admitió el otro, compungido—. Pero, en el caso del hechicero, lo conozco mejor que tú y te suplico que te pongas en mis manos.
—Lo haré —accedió Kaz, más sereno—, aunque no abrigo la total certeza de que no te hayas equivocado al depositar tanta fe en tu viejo colega. Por el bien de ambos, ojalá tengas razón.
* * *
Apoyado en el cabezal del lecho, Huma cavilaba sobre las palabras del minotauro. Pese a la merma de energía que había supuesto su excursión por la Arboleda, no conseguía conciliar el sueño. Kaz, al contrario, no daba más señales de vida que unos poderosos ronquidos, capaces de derribar puertas menos sólidas que la que comunicaba ambas estancias.
Las velas, encendidas antes de que el caballero entrase en la alcoba, se habían derretido hasta su base y amenazaban con apagarse. Sus postreras oscilaciones proyectaban lúgubres sombras, y el desvelado humano notó sin poder evitarlo que sus pupilas se desviaban sin tregua hacia una particularmente alta e insondable que se perfilaba en un rincón. Tan oscura era que de pronto lo asaltó la sospecha de poder internarse en sus profundidades, si así se lo proponía, para atravesar la pared.
—Huma.
Una palma abierta surgió del núcleo de negrura, sucedida por otra. El soldado solámnico se deslizó hacia el lado de la cama de donde colgaba su espada.
—Huma, es imperativo que hablemos.
—¿Magius?
—¿Quién si no? —Las manos se prolongaron en unos brazos, y el resto del mago se personificó en toda su integridad—. Perdóname por una aparición tan teatral —siseó—, pero no quiero conferenciar con el minotauro porque le desagradaría mucho lo que tengo que revelar.
—¿Y a mí no? —se exasperó el caballero, que ya no era un adolescente y empezaba a hastiarse de las triquiñuelas del encantador.
Se cruzaron sus miradas, y fue el hechicero quien hubo de apartar el rostro.
—Quizá sí, pero tú al menos intentarás comprender. Un simple desliz en el empleo de mis facultades bastaría para que ese toro con dos patas se arrojara sobre mí.
—No puedo censurarle esa postura hostil, Magius.
—Lo sé. —El mago enterró el rostro bajo sus dedos—. No imaginas hasta qué punto.
El joven se levantó, fue hacia su compañero de infancia y posó una mano conciliadora en su hombro.
—Cuéntame lo que sea; prometo escucharte con amplitud de miras.
Magius alzó la vista y por unos segundos los dos regresaron a sus días felices, a aquella época en la que lo único que les importaba era divertirse. La complicidad en la inocencia, sin embargo, duró poco, se deshizo antes casi de esbozarse. El elegante encantador extendió el índice y se materializó su Bastón, alerta a sus órdenes.
—Tienes ante ti a un practicante de las artes arcanas de méritos probados y un potencial aún mayor. No es mía la frase sino del orondo y alegre Belgardin, mi mecenas.
«Belgardin». Huma recordaba a aquel anciano mago, la primera persona que columbró un atisbo de poder, entonces en embrión, en las entrañas de su pupilo. Eran unas virtudes que nunca antes había detectado. Belgardin era un adepto incondicional a los Túnicas Rojas, lo que le permitía evaluar la ayuda que necesitaba el estudiante sin desestimar por ello el prestigio que había de aureolar al maestro de un futuro jerarca de la Orden… cualquiera de las tres.
—Dio en la diana. Un breve adiestramiento demostró que yo podía destacar en todo cuanto emprendiera. Fui el cándidato más hábil e inteligente con el que jamás toparon; dominaba encantamientos que algunos de los hechiceros establecidos no osaban invocar. Novicios y veteranos me consideraban un prodigio.
La nota de engreimiento que destilaban las declaraciones de Magius estaba justificada; lo que decía era verdad hasta en los más nimios pormenores. Pero de repente su semblante se ensombreció, y agregó:
—El vulgo suele difundir rumores acerca de la Prueba, de los horrores que configuran sus distintas fases. Tales relatos palidecen al equipararse con la realidad.
La Prueba a la que se refería era el examen definitivo en el que se ponía de relieve la capacidad de un aprendiz para ostentar los atributos de mago. La Túnica que aspiraba a vestir era intrascendente, todos debían someterse a sus rigores.
Depositó el hechicero el canto romo de su cayado en el suelo, y se recostó sobre el pomo.
—No podría describir lo que han soportado otros, pero sí afirmar que algunos de ellos no lo superaron. Acometí mi Prueba con todos los escenarios concebibles prefijados en mi mente. Me preparé para luchar contra elfos espectrales, para matar sin piedad a un viejo o a un enfermo, y también para plantarme en el borde del Abismo y enfrentarme a la Reina. Era consciente de que serían ilusiones, pero con una verosimilitud capaz de aniquilarme.
El oyente asintió con la cabeza, sobraban los discursos. Era obvio que los chismes que circulaban no eran tan sólo producto de fantasías desbordadas.
Los cincelados rasgos del narrador se quebraron en una sonrisa, una mueca que denotaba locura en aquellas circunstancias. Incluso se carcajeó, sin que Huma lograse deducir qué encontraba de jocoso.
—Me engañaron por completo, o quizás es que ni siquiera ellos están al corriente del auténtico desarrollo del examen. Presiento que, en ocasiones, interviene a sus espaldas la esencia misma del poderío. Sea como fuere, me plantearon la única situación que no tenía fuerzas para aceptar: mi muerte en el futuro.
No había nada que Huma pudiera argüir. Sería inútil tratar de negar tal suceso, convencer a Magius de que era una falacia, cuando él mismo intuía que la representación había sido verídica.
—De alguna manera, sobreviví. Creo que era la demencia lo que me esperaba si hubiera fracasado, pero los burlé al caer en otro tipo de enajenación, una pérdida de la cordura generada por la anticipación de lo que iba a pasar y que me indujo a abandonar la Torre. Dejé la Prueba, firmemente determinado a alterar los acontecimientos.
»Pero no tardé en descubrir que no podría hacerlo, al menos basándome en las estrictas leyes de las Órdenes. A pesar de su pregonada libertad frente a las restricciones, ni los Túnicas Rojas ni los Túnicas Negras me ofrecieron auxilio. Estaban todavía demasiado limitados y, como te sugerirá la experiencia de nuestros años mozos, mis inclinaciones no me llevaban a vestirme de Blanco.
Hizo un chasquido al formular este último comentario, y suspiró. Los pabilos de las velas en los candelabros se habían apagado.
—Asfixiado por el confinamiento al que me condenaban las tres facciones arcanas, resolví traspasar las fronteras que me habían impuesto para, y disculpa la forma de expresión, cambiar ese futuro que me atormentaba.
En un ademán involuntario, el caballero dio un paso atrás. Se había desvanecido la venda que le impedía analizar la extravagancia de los ropajes de su amigo, de sus sortilegios, la ausencia de aquella austeridad con que se recubrían los exponentes de las Ordenes convencionales. Meneó la cabeza, rechazando aún la evidencia.
—En medio de mi suplicio —dijo Magius, y al hacerlo eliminó cualquier asomo de duda que pudiera quedar en el ánimo del joven—, me rebelé contra la formación codificada y opresiva del Cónclave y me convertí en un renegado.