8

Viaje a través de la bruma

El hechizo luminoso de Magius los circundaba como una sólida tienda. Más allá pululaba la opaca negrura y, aunque oían rugir la tempestad, no la sentían; el encantamiento que había protegido al mago escudaba también a Huma y a Kaz. El único fallo era que el aura no los aislaba del suelo, algo que el minotauro no tardó en descubrir. Un traspié dio con sus huesos en el barro y, tras levantarse, ayudado por su amigo, se percató de que la parte inferior de su cuerpo estaba literalmente rebozada en la viscosa sustancia.

Magius se rio sin malicia del espectáculo que ofrecía el hombretoro, lo que no obstó para que éste montara en cólera. No mejoró sus relaciones la denuncia que hizo el mago de la lentitud de sus acompañantes, ni tampoco el hecho de que ni una mota de limo hubiera osado mancillar su magnífica vestimenta. El caballero sabía que se trataba de otro sortilegio, porque Kaz había propinado un puntapié a un terrón grumoso a fin de salpicar a su salvador en la espalda, y los proyectiles se detuvieron a escasos centímetros de la diana, se balancearon en el aire y cayeron de nuevo en su punto de origen.

Ni el grandullón ni el soldado solámnico tenían la más remota idea de dónde los llevaba el hechicero; de lo único que estaban seguros era de que ya no se hallaban expuestos a las violentas fuerzas arcanas liberadas por el servidor de la Reina de los Dragones. Huma se había sumido en una honda depresión al advertir que la supremacía en este campo era, incontestablemente, de los villanos.

Ahora, más que nunca, todo se había perdido.

Magius alzó la mano de forma brusca. El resplandor que emanaba de su persona se extinguió y sólo la luz de su liso Bastón de Mago, que era la primera que habían vislumbrado los combatientes y que luego quedó eclipsada por la otra aureola, continuó despejando las tinieblas en su derredor.

Carecían de un punto de referencia visual, pero el sentido del oído les indicó que la tempestad había cesado. También escucharon algo más: las pisadas amortiguadas de numerosos animales y el aliento de enormes criaturas. Los nudillos del caballero se tornaron blancos a causa de la presión que ejerció sobre la empuñadura de su espada. Los seres ignotos, de hábitos nocturnos a juzgar por la agilidad con que se desplazaban en la penumbra, pasaron de largo. Transcurridos unos minutos sin que nada más ocurriera, el encantador bajó la mano que había extendido y se giró hacia sus seguidores para explicarles:

—Eran merodeadores, engendros adiestrados y maleados por Galán Dracos. No me extraña que algunos lo hayan acusado de ser el consorte mortal de la Reina, su retorcida imaginación es digna de ella.

Huma se preguntó quiénes eran aquellos «algunos» a los que aludía Magius. Ansiaba interrogar a su antiguo amigo acerca de los años más recientes de su existencia. Antes de despedirse de él para enfrentarse a la Prueba, el entonces adolescente era un sarcástico y fatuo embaucador que se divertía a su costa y ridiculizaba a la hermandad de Solamnia por sus estrictas normas. Sólo el aspirante a escudero entendía que sus constantes impertinencias se debían a una exagerada inseguridad —uno de los motivos que lo habían incitado a estudiar magia— y que las provocaciones dirigidas contra él servían a otros propósitos. Los mismos caballeros que despreciaban a Huma eran sus héroes, el honor de las tres Ordenes ocupaba siempre un lugar preponderante.

El Magius actual, aunque todavía propenso a la chanza, había desarrollado una faceta seria y melancólica que a la larga podía adueñarse de su personalidad.

—Huma —susurró el minotauro—, ¿dónde vamos?

Kaz y Huma habían presumido que el hechicero los conduciría al enclave en el que se estaban reagrupando las tropas, si es que, según esperaba el soldado, habían de organizarse para nuevas batallas. Sin embargo, a cada zancada que daban crecía su certidumbre de que viajaban en el sentido opuesto.

—¿Magius?

—¿Sí? —masculló el otro, abstraído, sin volverse.

—¿Nos adentramos en Solamnia? —indagó el caballero con un leve titubeo.

—No.

—¿Cuál es entonces nuestro destino?

—Mi ciudadela, mis dominios —especificó el mago.

Pese a su aparente despreocupación, el tono de su voz estaba preñado de inquietud e incluso de temor.

—¿En Ergoth? —persistió Huma en sus pesquisas, manifestando así su verdadero recelo.

—Sí.

El hechicero, que había aminorado un poco el ritmo de la marcha, le imprimió renovado vigor, pero los otros dos hicieron un alto. ¡Claro que había amainado el aguacero tan abruptamente, estaban cruzando las líneas enemigas!

—¡Nos ha traicionado! —se indignó Kaz, al mismo tiempo que estiraba sus toscas manos.

El cuello de Magius sería una frágil bagatela en las imponentes garras del minotauro.

—¡No!

Tras exhalar este grito, el caballero forcejeó contra el hombretoro para contenerlo. Fue inútil, el colosal bovino estaba persuadido de que iba a ser entregado a sus implacables congéneres, torturado y ejecutado. Las macizas pezuñas formaron un círculo alrededor de la víctima… y no llegaron a tocarla. El encantamiento que salvaguardaba al mago del fango también lo inmunizaba frente a los daños que pretendieran infligirle por métodos físicos. En principio, la primera ventaja no era sino una afortunada consecuencia de la otra, mucho más significativa, aunque la vanidad de Magius dejaba al respecto un razonable margen de duda.

El atacado dio media vuelta, todavía cercado por Kaz. Sin previo aviso, el minotauro se abalanzó con el puño cerrado sobre el personaje arcano, apuntando a su cráneo.

Si había creído que vencería gracias a la fuerza bruta, el grandullón pronto salió de su engaño. No sólo quedó indemne el otro, sino que la pezuña del agresor fue despachada de un misterioso empujón.

El practicante del ocultismo exhibió la irritante sonrisa que su antiguo colega le vio cultivar a través de los años. De repente, a pesar de las avasalladoras sombras, Huma revivió el pasado.

—Yo no os he traicionado —declaró el hechicero—. Es verdad que nos internamos en Ergoth, pero una amplia franja de ese país no ha sido nunca invadida por los ogros ni por su vil Señora. De hecho, estamos más seguros aquí que si hubiéramos tomado la misma ruta que tu impetuoso y abnegado ejército en desbandada.

El soldado esbozó una mueca ante tan despectiva descripción e incluso se sintió turbado, pese a estar convencido de que las tropas habían hecho todo cuanto habían podido. Magius no añadió a sus viperinas palabras que también los representantes de las dos Túnicas se habían dado a la fuga.

El minotauro, sin embargo, se negó a aceptar los argumentos de su guía.

—Por Sargas y mis ancestros de veinte generaciones atrás…

—¡Si hay alguien aquí que puede atraer miradas indeseables sobre nosotros eres tú, mestizo! —se enfureció Magius, y elevó el Bastón embrujado con tal firmeza que el gigantesco individuo reculó, temiendo que fuera a someterlo a un sortilegio—. Invoca a tus empolvados parientes si no eres capaz de reprimirte, pero no pronuncies el nombre de ese tenebroso dios a menos que quieras obtener su atención indivisa.

«Sargas». El hombretoro solía incluirlo en sus exclamaciones, si bien hasta ahora a Huma no se le había ocurrido identificarlo. Sargas era una abreviatura de Sargonnas, esposo abismal de Takhisis. Encerraba un gran poderío, y era venerado por la raza de Kaz. Si este último se había referido a él era de forma instintiva, mas tal reflejo podía acarrearle un sinfín de desdichas en una época en la que las divinidades vigilaban y escuchaban con vivo interés.

Sargas no aplaudiría la conducta de un minotauro que se había refugiado tras los uniformes de los guardianes mortales de Paladine, siendo como era el Señor de la venganza y de las maquinaciones más corruptas. Así pues, el corpulento bovino no tuvo más remedio que serenarse e inclinarse ante el sentido común de los humanos, al menos en esta ocasión.

—Y ahora —dijo Magius, a la vez que se alisaba los pliegues de la capa—, deberíamos reanudar nuestra andadura. Antes o después me cansaré, y cuando eso pase prefiero no encontrarme en el radio de acción de los centinelas de la Reina.

Durante lo que se les antojaron siglos, los dos compañeros siguieron al cabecilla, prácticamente a ciegas en aquella abyecta oscuridad. El caballero empezaba a pensar que todo Ergoth estaba circundado por la negra bruma, y que quizás ésta se había propagado asimismo en la región de Solamnia. Tuvo una punzada de culpabilidad por no asistir a la concentración general de los suyos, pero lo consoló la idea de que podía hacer algo de provecho en un lugar donde Crynus no sospechaba de su presencia.

Al rato, una eternidad, se abrió una brecha en la negrura, como si hubieran arribado a su frontera.

—La magnitud de la energía derrochada para crear y mantener activa esta monstruosidad debe de ser impresionante —caviló Magius en voz alta—. Los renegados de Galán Dracos poseen notable talento, pero hasta ellos se tropiezan con el obstáculo de sus propias limitaciones. No obstante, su ardid ha cumplido el propósito de romper el punto muerto entre ambos bandos.

Unos contornos lóbregos, espectrales, se perfilaron en su entorno y se encorvaron hacia ellos. Eran figuras demoníacas, que se solidificaron en altísimos árboles y frondosos arbustos.

—Magius, ¿qué sucedió en el éste?

El encantador, aunque con la mirada fija en la senda, hizo ademán de detenerse.

—¿En el éste? —preguntó a su vez.

—Vinieron los dragones y nos informaron de que en esa zona había habido una hecatombe.

Al evocar a los reptiles se intensificaron los resquemores de Huma. ¿Qué había sido de ellos? ¿Perecieron todos, incluido el ejemplar de plata al que comenzaba a profesar un peculiar afecto? No pudo dar curso a sus aprensiones, sin embargo, porque el hechicero había girado sobre sus talones y, examinándolo detenidamente, con una expresión meditabunda, le interpelaba:

—¿Es eso posible?

—Sabes mucho más de lo que nos has revelado, mago —increpó Kaz al ladino humano, cruzados sobre el pecho sus robustos brazos.

—De acuerdo, os contaré cuanto pueda después de habernos instalado en mi morada —prometió éste, y apareció en sus labios una nueva sonrisa cargada de cinismo.

—¿Cuándo será eso? Juraría que hemos caminado durante semanas.

La resplandeciente figura agitó sus dorados cabellos y los conminó a la calma.

—Paciencia, acabamos de coronar el tramo más peligroso.

—¡Malditos enigmas! —protestó el minotauro mientras el mago volvía a encabezar la comitiva.

En el sombrío bosque fue clareando a medida que despuntaba el alba, un proceso al principio suave que luego se precipitó. La lúgubre media luz se transformó casi sin transición en día, encapotado, tal como parecía haberse aposentado a perpetuidad en Ansalon, pero día al fin. El trío hizo una pausa para deleitarse en él. Hasta Magius estaba complacido.

—Deberíamos hallarnos a salvo —comentó—. He elegido el itinerario más corto y despejado en las presentes circunstancias, pero todavía nos falta una jornada entera. No he de consentir que Dracos o los Túnicas Negras descubran el paradero de mi Arboleda.

Kaz meneó la cabeza y miró al soldado, quien no hizo sino imitar su gesto. También él estaba en la más perfecta ignorancia acerca de la Arboleda del mago.

Surgió, de forma inesperada, un inconveniente.

—Me muero de hambre —gruñó el hombre-toro.

Antes de que concluyera, Huma sufrió un retortijón en el estómago provocado por idéntico motivo.

Magius suspiró. Tamborileó en el suelo con su Bastón y se materializó una bolsa de cuero sin repujar, casi tan grande como la alforja del caballero.

—No contiene muchos víveres, pero habremos de conformarnos.

Los «no muchos» abastos anunciados por el hechicero fueron más que suficientes para saciar tres apetitos sanos, uno de ellos tan desmedido como el del minotauro. Huma espió el saquillo mientras su colega de la infancia extraía fruta, pan y una redoma de vino, manjares que doblaban la capacidad del recipiente y que no agotaron sus posibilidades, pues aún había más en el fondo. ¿Qué otros encantamientos podía formular aquel individuo, que creaba vituallas con la misma naturalidad con que haría un juego de prestidigitación? ¿Cuál era el alcance de sus dotes?, ¿a quién las consagraba?

Mordiendo una manzana, el joven pasó revista al rico atuendo del que fuera su amigo. Por derechos adquiridos, el mago debería haberse investido de la Túnica Blanca del Bien o, más adecuada a su talante, la Roja de la Neutralidad. No obstante, lucía unos ropajes en azul y dorado que más habrían encajado en un cortesano de Ergoth. El soldado dedujo que el oro era auténtico, hecho hebras y bordado sobre el paño. La capa era blanca, tan sedosa y finamente tejida que o bien era obra de brujería o bien la había confeccionado un maravilloso artesano. El hechicero calzaba botas de factura también sofisticada, de una piel bruñida que nada tenía de corriente. El observador no conseguía definirla, mas había visto algo similar en los pies del mismísimo Gran Maestre.

Habló Kaz, y su voz ronca interrumpió abruptamente el hilo de sus lucubraciones.

—¡Dios de los mares! Jamás había saboreado un vino tan exquisito.

—Te felicito por tu buen paladar —contestó Magius, a quien parecía divertir la cándida admiración del coloso—. Éste elixir es un obsequio muy exclusivo que me hacen los elfos Qualinesti, y que se ha convertido en mi mosto predilecto.

—¿Tratas con los Qualinesti? —se asombró el caballero.

Había oído innumerables historias acerca de estas criaturas y de sus primos, los Silvanesti, pero no se había cruzado más que con semielfos, mestizos de rasgos semejantes a los de Gwyneth.

La invocada imagen de la curandera hizo afluir recuerdos y sueños en los que no era aconsejable entretenerse. Voluntarioso, el joven los confinó en un apartado recoveco de su mente.

—Los he visitado —repuso el hechicero a su pregunta— para sondearlos. Son tan tercos como los restantes miembros de su raza, creen que salvarán al mundo con las manos vacías. Su orgullo perjudica a la humanidad.

Los ánimos decayeron tras este discurso. Huma miró hacia el lugar del que venían, y comprobó que no había ni rastro de la opresiva oscuridad.

Anduvieron sin tregua ni incidentes penosos hasta que, al anochecer, Magius sugirió que acampasen. El soldado propuso que establecieran turnos de guardia, mas el personaje arcano se carcajeó y garantizó a sus dos compañeros que sus poderes se encargarían de custodiarlos. Tanto uno como otro se mostraron inflexibles en la réplica y el mago, en minoría, hubo de dar su brazo a torcer, aunque reclamó para él la última vigilancia.

* * *

Los caballeros que tienen el sueño profundo no gozan de larga vida. Éste axioma era uno de los más básicos que aprendían los escuderos. Eran incontables los enemigos que acechaban en silencio, y había que adiestrar a los futuros guerreros para que se desarrollara en ellos un sexto sentido capaz de avisarles de la proximidad de extraños.

Fue así como Huma advirtió aquella presencia.

Magius estaba de centinela, tal como solicitara, después de que hicieran su ronda los otros dos. El caballero, tendido de costado, despegó los párpados con precaución. A través de la angosta rendija avistó los pies del minotauro y el cuerpo del mago, quieto, sumido en un relajante sueño.

Fuera quien fuese el desconocido, tenía que erguirse detrás de él. Despacio y cauteloso se movió, fingiéndose dormido, hasta colocarse boca arriba. Serpenteó su mano hacia la empuñadura de su espada, ya que albergaba la suficiente confianza en sus habilidades como para no dejarse atrapar sin ensayar una defensa.

Abrió más los ojos, y la claridad diurna bañó su retina. Le resultó muy difícil no gritar. Llevado por un impulso instintivo, rodó sobre sí mismo y se acuclilló con la rodilla hincada y el acero desenvainado. Detrás de él, Kaz se levantó, presto a la batalla.

«Aquello» era más alto que el gigantesco hombretoro. Se trataba de un montículo de roca y profusa vegetación que, de haber estado allí la víspera, no habría sorprendido al joven como algo inusitado. Lo más probable era que en la negrura le hubieran pasado inadvertidos los pétreos apéndices que podían recibir el genérico apelativo de brazos, o el aspecto cambiante de su capa de suciedad y envolventes matojos. Hasta habrían escapado a su escrutinio los dos cristales de un gris azulado que lo enfocaban desde lo que sólo podía ser un rostro deforme.

Asimiló tales características en un soplo. El peñasco viviente avanzó unos centímetros, arrastrando tierra, insectos y vegetales. Se diría que no poseía un cuerpo propio, sino que tomaba prestados los accidentes del paraje donde se hallaba. Huma se preparó, Kaz esgrimió la rotunda hacha… y unas sonoras risotadas atronaron la espesura. Las emitía Magius.

—Deponed las armas, bravíos luchadores. El Elemental no tiene la menor intención de batirse. Me pertenece; es una especie de guarda de mis posesiones.

El minotauro se encaró con el hechicero, y su pertrecho se clavó en el tronco arbóreo donde éste se apoyaba. La hoja abrió un hondo tajo en la corteza, muy cerca del cráneo de la víctima. La tez del mago se tornó tan pálida como la de Rennard, y la jocosidad se heló en su garganta.

El enfurecido grandullón no pudo paladear su venganza, pues comenzó a tambalearse, pese a tener los pies bien afirmados. Un selectivo temblor de tierra azotaba su desvalida persona. El caballero tanteó el suelo, deseoso de afirmarse, pero no era necesario: el temblor sólo afectaba a Kaz. Con un rugido, el hombretoro perdió pie y cayó hacia atrás.

Mientras, Magius se había recuperado del tremendo susto. De todas maneras, cuidó de adoptar un aire cordial, menos socarrón y ofensivo. Al ver que el postrado se esforzaba en incorporarse sin éxito, le reconvino:

—Tienes la sangre demasiado caliente, amigo mío. No podrás sostenerte sobre tus dos piernas a menos que yo lo ordene, y no haré tal si antes no te comprometes a desistir de tus atentados.

En inferioridad de condiciones como estaba, rebotando sus posaderas sobre el duro terreno, el minotauro hubo de transigir. Dio su conformidad rezongando, y al instante el mago fijó sus pupilas en el Elemental. Huma creyó percibir que los globos de cristal le devolvían la mirada, aunque era consciente de que podía ser una ilusión óptica. Sin más preámbulos, la terrosa superficie donde se revolcaba Kaz reasumió su consistencia normal. El coloso titubeó, a la espera de otra triquiñuela.

—¡Vamos, enderézate! —lo apremió el encantador—. Ya ha pasado todo.

El caballero respiró algo más aliviado, aunque no restituyó la espada a su vaina. La criatura de roca lo trastornaba.

Magius se colocó entonces entre el soldado y el monstruo y, como quien domestica a un animal, levantó una mano imperativa y le ordenó:

—Ponme al corriente.

La voz del interpelado era cavernosa, una suerte de retumbo, aunque también se asemejaba al matraqueo de un cúmulo de guijarros al mecerse violentamente en un cubo. Sus primeras frases fueron ininteligibles, y hubo de repetirlas.

—Todo en orden. Nadie ha entrado en la Arboleda. Los habitantes de la mansión dan la bienvenida al mago.

El hechicero asintió, satisfecho, e informó a los otros:

—Detrás de esta densa espesura, a tres o cuatro horas de viaje, está nuestro destino.

Kaz apretó los puños, pero había sido testigo de las artes del imponente servidor y reconsideró su postura.

—¿Por qué hemos dormido aquí si estábamos tan cerca? —se limitó a inquirir.

—Supongo que habéis oído la alusión del Elemental a la Arboleda, ¿no es así?

—En efecto. ¿Y qué?

—Sólo yo puedo aventurarme en ella durante la noche, simplemente porque he invertido tiempo en doblegarla a mi voluntad. Conduciros a través de sus vericuetos habría entrañado vuestra muerte.

Huma miró en la dirección que señalara su amigo.

—¿Qué peligros encierra? ¿Acaso no pueden eliminarlos un hacha y un acero bien templados?

—Existen amenazas mucho más letales que las físicas —aleccionó Magius al soldado—. Digamos que se requiere un cerebro superdotado para salir de ese lugar en una pieza. Superdotado o vacío, ambos extremos valen.

«Más enigmas, protestará el minotauro», caviló el joven. Recelaba de los desafíos que no podían acometerse cara a cara; en otro aspecto, era éste un nuevo síntoma de la metamorfosis que se había operado en el hechicero desde su última conversación previa a la Prueba.

—El Elemental nos marcará el trayecto y nos protegerá si alguno de nosotros se aparta de la senda, aunque he de preveniros que en tal caso poco podrá hacer. Los dioses se apiaden de aquel que se extravíe; la Arboleda se ensañará sin clemencia.

Hechas tales recomendaciones, el mago los invitó a partir. No tardaron más de media hora en llegar al linde de la dichosa espesura, una masa de follaje como el caballero jamás habría soñado. Arboles, hierba, matorrales y hasta emparrados se entrelazaban en aquella jungla, configurando un muro auténticamente infranqueable alrededor de los dominios de Magius. Por más empeño que puso, Huma no acertó a calcular su extensión.

Unos senderos salpicaban la Arboleda en distintos puntos, hendiéndola como heridas abiertas, pero a poco de penetrarla dibujaban tortuosos meandros que imposibilitaban la elección de uno u otro. El rocoso Elemental atravesó algunos, incluidos un par que parecían mucho más acogedores que el que al fin seleccionó. Kaz estudió con ojo crítico su entorno y agitó una de sus manazas.

—Fijaos en eso —recalcó, alargando su garra hacia la enredadera de espino que jalonaba el acceso—. El camino que la criatura acaba de desdeñar era liso y desbrozado; opino que se equivoca en su decisión.

Magius le sermoneó, sin molestarse en ocultar su desprecio.

—Amigo mío, el señuelo más atractivo es el que atrapa más moscas; pero eres libre de tomar la otra senda. Aquí nos exponemos a recibir alguno que otro arañazo; lo que allí se agazape quizá sea más emocionante y también más mortífero. No te prives del placer de experimentar, adelante.

Kaz contempló de hito en hito una y otra senda hasta que, incierto, consultó a Huma en busca de respaldo.

El caballero, a su vez, miró al mago, quien rechazó cualquier tipo de colaboración.

—Yo tengo fe en él, Kaz —se pronunció el soldado.

—Y yo iré donde tú vayas.

—Me alegro mucho de que se haya resuelto el problema —intervino el hechicero.

Agitó la cabeza, perplejo ante aquella muestra de lealtad, e izó el Bastón de Mago para dar unos ligeros golpecitos en la espalda —si así podía denominarse— del Elemental. La montaña errante inició la excursión, acumulando tierra e incorporándola a su perímetro a medida que se adentraba en la fantasmal selva. Magius lo siguió sin vacilar, y el minotauro, tras ojear de soslayo a su amigo, se situó en tercera posición.

Solo por unos instantes, Huma inhaló aire. Pausado, con la espada enarbolada sin saber contra qué, cerró el cortejo.