7

Visitantes inesperados

Hubo una vez un instructor, Garig, que estaba decidido a que el joven escudero Huma fracasara en los preparativos para ingresar en la hermandad de los Caballeros de Solamnia. El llamado Garig era bestial, más semejante a un oso que a un hombre en fisonomía y modales. Algunos no entendían que hubiera sido admitido entre las filas del ejército un ser tan brutal. Sea como fuere, pretendía expulsar al novicio en menos de un mes.

No obstante, el neófito se quedó. Y no sólo eso, aprendió y destacó entre los otros discípulos, pese a lo mucho que lo espantaba Garig. El coronel Oswal, o Guerrero Mayor, lo alentó. Al igual que Rennard, el mandatario adivinaba unas cualidades innatas en el muchacho que estaba dispuesto a cultivar, sin preocuparse por sus inciertos orígenes. Al fin, el escudero se enfrentó al avasallador maestro y lo sometió a una sonada derrota en lo que podría definirse como una simulación de combate. Aquélla fue más una victoria sobre el miedo que sobre el contrincante.

Ahora, al personarse frente al humano que lo había ayudado a sobreponerse a los obstáculos de sus inicios, Huma volvió a sentir miedo.

El Guerrero Mayor estaba despierto y completamente vestido. Al soldado lo maravillaba, como a tantos otros, aquella perenne compostura que sugería la idea de que no descansaba nunca. El adalid de la expedición militar se hallaba sentado en una banqueta cuya simplicidad contrastaba de manera notoria con su elaborado uniforme. Su yelmo yacía en la esquina de una mesa auxiliar, una tabla ocupada en el resto de su superficie por más de una docena de mapas desplegados. El joven tuvo la sensación de que, desde su rincón, también el casco lo inspeccionaba.

Sólo había otros dos caballeros en la estancia. Uno era un hombre bajito y orondo de innoble apariencia, tanto que ésta desmentía la fuerza e inteligencia que anidaban en él. Unos pobres mechones salpicaban su cráneo, y sobre todo su nuca, compensados por una atusada perilla. Arak, Ojo de Halcón, no era un hombre de humor grato, debiéndose su apodo a sus habilidades como arquero. Incluso las tribus nómadas de las regiones meridionales habían oído elogiar sus méritos, sabían que era capaz de alcanzar al más veloz y disparar con mayor precisión. El pintoresco personaje se había fraguado el propósito de enseñar a un grupo de soldados solámnicos a cabalgar y guerrear al estilo de los bárbaros. En su cimera estaba representada la Corona, y en la actual campaña comandaba a los exponentes de esta Orden.

Entre el coronel y Arak se erguía Bennett, hijo del Gran Maestre y sobrino del Guerrero Mayor, como representante de los Caballeros de la Espada. La presencia del joven y el aire desdeñoso, casi hostil, con que lo recibió, excitaron sobremanera a Huma. El comandante era la encarnación del espíritu caballeresco, podía recitar sin equivocarse todas las líneas de cada una de las leyes que redactara Vinas Solamnus siglos atrás. Vivía por y para ellas, lo que paradójicamente había permitido al soldado permanecer en la hermandad hasta entonces. A pesar de su influencia, y de su antipatía personal hacia Huma, se daba la circunstancia de que Bennett no haría nunca nada que contraviniera lo establecido en el Código y la Medida. Cuando los cargos concernientes al linaje del aspirante se revelaron insuficientes y éste fue declarado apto, el comandante no recurrió a los métodos poco ortodoxos que habrían utilizado otros de sus compañeros, una muestra de honestidad que lo hacía acreedor de cierto respeto. Se limitó a tratar al nuevo caballero como a un mal inevitable, al que no desaprovechaba la oportunidad de ignorar. Su postura privilegiada perjudicó al recién incorporado en un solo aspecto: Huma apenas logró trabar amistades sólidas.

Bennett se parecía a su padre y a su tío, aunque lógicamente la semejanza que lo unía al Gran Maestre era más estrecha. Quienes habían conocido al general Trake en su juventud afirmaban que no existían sino nimias diferencias entre el tronco y el vástago. Ambos tenían los rasgos, incluida la mirada, de un ave de presa. La Casa de Baxtrey era depositaria de la más añeja sangre real, y se descubrían asimismo similitudes anatómicas en numerosos nobles del imperio de Ergoth. Al girar el comandante la cabeza, concentrado en el asunto que debía dilucidarse, se cruzaron sus ojos con los de Huma. La mirada fue glacial.

—Puedes retirarte o asistir, Rennard. Haz lo que desees.

—Si el Guerrero Mayor no se opone, prefiero quedarme —dijo Rennard, rígida la espalda.

No había que ser muy avispado para percatarse de que la elección del capitán no agradó a Bennett. El primogénito del sumo mandatario odiaba a aquel individuo tanto como al joven soldado, aunque por motivos distintos. Sólo una persona aparte de Oswal podía imponerse al comandante en los simulacros de lucha, y esa persona era Rennard, que, además, lo hacía holgadamente. Habida cuenta de las ínfulas del noble en lo relativo a la perfección, era intolerable que un inferior lo rebajara. Ambos rivales se examinaron sin fingimiento, el más entrado en años con el mismo aprecio que demostraría por una brizna de hierba.

El coronel se encaró con Huma y acometió los preliminares.

—En principio, debería ser el caballero Arak quien escuchase tu informe, pero ya que debemos hacer frente a situaciones que cambian de un momento a otro, considero más oportuno que nos enteremos todos de inmediato. Mis dos colegas están de acuerdo, así que puedes empezar cuando gustes.

—Enseguida, señor.

El soldado se aclaró la garganta y comprobó que, tras pronunciar las primeras palabras, se disipaba la carraspera de índole nerviosa que lo atenazaba. Refirió su relato del ataque nocturno con frases escuetas y directas, que los tres oyentes siguieron con extremo interés. Ahora no omitió la interferencia de Magius, aunque guardó en secreto la mayor parte de su conversación.

Después de terminar, se mantuvo en su puesto inmóvil, silencioso, extraviadas las pupilas en el infinito y con todas las vísceras alerta. Los caballeros de alto rango se consultaron entre sí y discutieron algunos puntos, si bien se comunicaron mediante susurros para no poner en conocimiento del narrador qué era lo que más había capturado su atención.

Ojo de Halcón se separó de los otros dos, e interrogó a Rennard.

—Capitán, ¿tienes algo que añadir?

—Sólo que he ordenado a mis hombres que rastreen los bosques en busca de huellas enemigas, y que he asignado el mando de la guardia a otro caballero en ausencia de Huma.

Pese a que su impulso de gratitud era arrollador, el adiestramiento del soldado le permitió contenerse. Rennard lo había respaldado.

—Bien, creo que eso es todo —zanjó Oswal el consejo—. Huma, he recomendado al oficial Arak que olvide el incidente. Es obvio que te envolvió una magia de excepcional magnitud, y que tu abandono del campamento sin previo aviso fue consecuencia de este sortilegio.

Bennett lanzó al joven una ojeada iracunda, pero el exculpado estaba demasiado feliz para dejarse afectar.

—Gracias, señor…, señores.

El Guerrero Mayor ondeó la mano para despacharlo, y Ojo de Halcón puntualizó:

—Caballeros Huma y Rennard, estáis relevados de servicio por esta noche. Podéis ir a descansar.

El capitán asintió como para confirmar un desenlace que ya conocía de antemano. Casi no habían salido él y su pupilo cuando los tres dignatarios se enzarzaron en una trifulca, en la que dominaba la enfurecida voz del comandante recalcando que la Medida exigía un castigo ejemplar en un caso tan flagrante de negligencia. De todos modos, los dos caballeros estaban ya lejos antes de que le dieran la réplica.

—No ha podido ir mejor —comentó el oficial con acento desenfadado.

—Te lo agradezco mucho, Rennard.

—¿A qué viene esa tontería? Alguien tiene que salvarte de ti mismo. Además, no proporcionaría a Bennett tamaña satisfacción ni siquiera por el Código y la Medida.

Tales declaraciones dejaron a Huma en suspenso. Al parecer, el capitán se regía por unas normas particulares.

Ninguno despegó los labios durante el resto del trayecto.

~ ~ ~

La silueta de una enorme torre de bronce se perfilaba frente a Huma. Estaba encaramada a un risco que, en la vertiente contraria, se asomaba a una nada denominada Abismo. Aunque de metal, la mole se agrietaba a causa de su antigüedad.

El joven se sentía irremisiblemente atraído hacia la única puerta del edificio. Unas criaturas que deberían estar muertas se ofrecían a mostrarle el camino: leprosos que le sonreían con la boca carcomida, una víctima de la peste, antes mujer, que extendía la mano para tocarlo, y que el viajero identificó como su propia madre. Una convulsión de terror flageló su cuerpo, y la fémina se esfumó.

El portalón, recubierto de moho, descendió hacia él. Desde el interior, unos dedos le hacían señal de acercarse, los de una enhiesta figura que lo esperaba, ataviada de harapos y con una oxidada corona sobre la cabeza. ¿Cabeza? No se insinuaba ningún rostro bajo aquella diadema, sólo un par de órbitas oculares en un rojizo mar de incalculable inmensidad.

Cuando hubo entrado, la puerta se cerró a su espalda.

~ ~ ~

El soldado se despertó cubierto de sudor. El campamento todavía dormía, aunque los caballeros no tardarían en rebullir. Huma se alegró de que así fuera. Después de la pesadilla, no quería sumirse de nuevo en su sopor.

Nunca antes habían infestado su reposo alucinaciones tan agobiantes. Había quien aseguraba que aquellas visiones poseían un significado, aunque era mucho pedir de las dotes psicológicas del joven que intentase desentrañar el suyo. De todas formas, reconoció la torre broncínea y la malignidad que la habitaba. En su día constituyó una página importante de su educación, cuando un clérigo de Paladine lo introdujo en el misterio de los dioses que habían de eclipsar la Luz. El nombre del que se le había aparecido era Morgion, una divinidad menor que medraba a costa de la podredumbre del mundo.

Si uno de los hacedores se benefició de la inacabable guerra que asolaba Krynn, fue indudablemente Morgion. La devastación campeaba en todo el territorio, incluso en las ciudades que no había maltratado el conflicto mismo: allí donde no había detrimento físico, imperaba el declive moral. Un ejemplo de tal estado de cosas era la ciudadela de jade del emperador de Ergoth, un hombre que según se rumoreaba se había desentendido del desastre y, recluido en sus cuatro paredes, vivía ajeno a las desdichas de su pueblo.

En un continente donde reinaba la putrefacción, la enfermedad se había convertido en un factor consustancial a la existencia. Huma se estremeció al venirle a la memoria la efigie de su madre. La muerte de ésta lo había alterado todo; el entonces rapaz había tenido que soportar en soledad que la agonizante invocara a su esposo, al padre que él nunca conoció pero que siempre presidió sus acciones. Se vio de nuevo en el umbral de la mole…

Descartando las últimas imágenes del sueño, se levantó y aseó. Rennard le había prometido que lo propondría ante Ojo de Halcón para un cargo de mayor relevancia. Su negativa a delatar a Magius se había borrado por completo de la mente del oficial, ocupado como estaba en resolver problemas más apremiantes.

Un gemido ahogado incitó al soldado a bajar la vista. Kaz, sacado de su letargo por el ruido, pestañeó y entreabrió las empañadas pupilas. La expresión que adoptó era tan similar a la de un animal soñoliento, que el caballero no pudo reprimir una sonrisa.

El minotauro volvió a acomodarse en su camastro. Todavía no estaba al corriente de los acontecimientos de la víspera, y quería apurar al máximo la gracia que le había concedido el mando al persuadirse de haberle sonsacado toda la información que poseía.

Bostezando, Huma contempló tras el recinto del campamento el despuntar del alba, los primeros resplandores que se abrían paso entre los árboles. Se congeló su plácida observación al topar sus ojos con las órbitas invidentes del que sólo podía ser el monstruo al que Magius aplicó el apelativo de «lobo espectral».

En una época remota quizá fue un ser auténtico, de carne y hueso. Perduraba en las líneas generales la estructura corporal de su especie, pero se diría que un pervertido nigromante lo había resucitado de entre los muertos sin lograrlo más que en parte. Ninguna pelambre embellecía su piel blanca y descarnada, si es que aquella capa era en realidad la epidermis: más bien podía compararse a los despojos animados de una fiera sacrificada y despellejada por un cazador. Aunque lo separaban varios metros del fantasma, el soldado olfateó el hedor que despedía, el mismo que se adhiriera a su nariz la noche anterior. Era la pestilencia de lo putrefacto.

El otro sabía que el humano estaba allí. A pesar de su ceguera, lo presentía, era consciente de su proximidad. Detrás de las pupilas muertas se agazapaba un intelecto frío, poderoso, que se mofaba del caballero. Sin desviar la mirada, Huma se inclinó hacia Kaz.

—Oye.

—¿Sí, Huma? —balbuceó éste en un ronco murmullo.

—Da media vuelta y fíjate en lo que se recorta detrás de mí.

El minotauro obedeció. Abrió los párpados y, embotado todavía por el sueño, no vio nada concreto. Sólo cuando se decidió a exponer los ojos a la luz percibió a la espeluznante criatura, al mismo tiempo que los efluvios de ésta impregnaban su olfato.

—¡Por mis ancestros, un lobo espectral! —exclamó, aunque procurando no gritar.

—Así es —ratificó el soldado.

No dejó de sorprenderle que Kaz estuviera familiarizado con aquellos seres de leyenda.

¿Qué hacía allí el lupino? Se había formado un rompecabezas en la mente del caballero, una especie de acertijo lleno de incongruencias. Magius le había asegurado en su corta entrevista que los lobos se irían en cuanto descubrieran su partida. ¿Por qué estaba entonces en el campamento aquel ejemplar funesto, arriesgándose además a merodear después del amanecer? ¿Cómo había burlado a los centinelas?

El espectro viviente se demoró delante de Huma, pertinaz, en actitud retadora. Era él su objetivo, resultaba innegable, y se trataba de un mensajero al servicio de un ente superior, también eso se le antojó obvio al humano.

—Tengo que acercarme.

El hombretoro se puso raudo en pie, con el hacha en la mano, pero el esbirro fantasmal no se inmutó frente al insólito compañero del soldado. En cambio, sí dio muestras de agitarse al avanzar el caballero hacia él.

—¡No lo hagas, Huma!

Ésta llamada a la prudencia brotó de la garganta del minotauro sin freno, sin la precaución de antes. Al no acudir ningún guardián para averiguar la causa del alboroto, Huma se inquietó. ¿Tan vasto era el poder del amo de la bestia que podía hipnotizar y dormir a toda una tropa?

Se deshizo de la mano con que intentaba sujetarlo su amigo y se aproximó más todavía a su abominable oponente. Éste meció la cola perezosamente de un lado a otro, abrió las mandíbulas y mostró a la concurrencia sus colmillos amarillos y purulentos, pero aún lo bastante afilados para desgarrar la carne de un rival. Se lamió acto seguido los bezos, y se paralizó el movimiento de sus fauces en lo que el soldado se describió a sí mismo como una mueca de inteligencia.

Al plantarse el caballero a unos tres metros del lobo, volvieron a separarse las mandíbulas de este último, para dejar escapar unos sonidos tan estremecedores que el valiente humano a punto estuvo de echar a correr.

—Huuuummaaa.

Tras el interpelado, Kaz profirió un reniego. El joven se reafirmó en su postura y desenvainó la espada, aunque ponía en tela de juicio la eficacia del acero contra alguien que ya había traspasado la frontera de la muerte.

—Huma —repitió el lobo, con una inflexión ahora diáfana y acompañada por una insidiosa risotada.

—¿Quién eres?, ¿qué deseas de mí?

La aberración provocó una pausa expectante antes de explicarse. Se diría que escrutaba al adversario aun a través de sus cuencas vidriosas, opacas.

—Nos obsequiaste con una divertida escaramuza, Caballero de Solamnia, que le costó la vida a uno de nuestros más valiosos siervos. Tu figura es en estos momentos tan temible como la de Magius, tu desleal compinche.

«Magius». El soldado fingió impasibilidad, pero nació en su alma el resquemor de que hubieran capturado al mago.

—Sabemos dónde está —prosiguió el otro—. No tardará en aprender cuál es el precio de traicionar a Galán Dracos.

«Galán Dracos». De nuevo pronunciaba un nombre que preocupaba a Huma. Éste personaje era el adalid de los renegados, adorador de la Reina de la Oscuridad. Tenía noticia de él, de su malevolencia.

En un gesto desdeñoso, el animal se sentó sobre sus cuartos traseros. Recapacitó el caballero unos segundos que quizá carecía de raciocinio hasta en tan insignificantes detalles, que era un mero títere manipulado por una fuerza sobrenatural.

—Crynus quedó muy resentido contigo después de vuestro enfrentamiento. Y, para colmo de males, cuando estaba en un tris de atrapar a tu amigo, irrumpiste tú en escena. No se extrañó en absoluto al comprobar quién eras. Tu estupendo amigo Magius te ha utilizado como señuelo, joven humano. ¿Se te ha ocurrido pensarlo?

Unas contundentes zancadas a su lado indicaron a Huma que el minotauro cerraba filas. El espectro giró sus vacuas órbitas hacia él antes de, ignorándolo, reanudar su parlamento.

—El Señor de la Guerra había proyectado secuestrarte en el campamento y trasladarte a su ciudadela, a fin de entablar una batalla conforme a sus términos.

—Fui afortunado —musitó el soldado con la garganta reseca.

—La fortuna es un arte, no una casualidad. Si vives aún algunos años, te cerciorarás de que no existe axioma más auténtico.

Creció la tensión del minotauro y el caballero, ambos en guardia contra la nutrida manada de fantasmas lupinos que, en el instante más imprevisto, podía emerger de las profundidades del bosque. No se materializó, sin embargo, ninguna criatura, y la que allí estaba volvió a esbozar una sonrisa burlona, casi humana.

—No temas nada de mí, Caballero de la Corona. Si alguien tiene que inducirte al miedo eres tú mismo —profetizó—. Eres tu peor enemigo.

Con otra carcajada, la bestia se incorporó. Kaz se abalanzó contra ella, pero nada consiguió. El lobo espectral giró sobre sus talones y, de un salto, se desvaneció en la espesura. Sabedores de que era en vano seguirlo, los dos compañeros permanecieron inmóviles.

—No he entendido una palabra de todo este galimatías —protestó el minotauro.

—Ni yo tampoco —admitió Huma—. La única conclusión que saco es que ha venido a mofarse de mí. Un mandatario de la talla de Crynus, aunque me guarde rencor, no se rebajaría a tomarme en consideración —argumentó, y embutió la espada en su vaina.

—A lo mejor quien le interesa es ese conocido tuyo, y como no lo tiene tan en sus manos como alardea, cree que tú podrías conducirlo hasta él. Podría tratarse de una trampa diabólica. Por cierto, háblame de Magius.

Huma resumió al hombretoro los eventos de la noche anterior, y el rostro del oyente se ensombreció, debido a la rabia que le producía no haber participado. Antes de que el caballero terminase, se advirtieron los primeros signos de actividad a su alrededor.

—¿Qué debo hacer? —consultó el joven a su interlocutor.

—Yo sé cómo obraría de estar en tu lugar —repuso el minotauro—, pero los métodos de mi raza son muy distintos de los de los Caballeros de Solamnia. Te sugiero que recurras al cadáver andante, es tu mejor aliado en el ejército.

Huma halló atinado el consejo. Quizá Rennard le aclararía el mensaje de Galán Dracos.

De repente se levantó un viento huracanado, y unos contornos de grandes dimensiones poblaron el cielo. Las tropas abandonaron sus tiendas y otearon las alturas con júbilo y admiración. Unas criaturas aladas, egregias, cercaron el recinto en un vuelo que engalanó la bóveda de Oro, Plata y Bronce. Eran los dragones benignos, esplendorosos en su gloria y flanqueados también por algunos ejemplares de escamas de Cobre, aunque éstos escaseaban pues preferían el calor de los desiertos.

Huma contó entre treinta y cuarenta reptiles, un contingente de notoria fuerza si estaba organizado. Era ésta una de las ventajas que tenían sobre sus infernales primos: los partidarios de Takhisis eran muy aficionados a luchar entre ellos, incluso en medio de las acciones bélicas, y los hijos de la Luz solían sacar partido de tales flaquezas.

Con la llegada de los dragones, Huma olvidó momentáneamente sus aprensiones. La presencia de estos animales siempre suscitaba en él una alegría casi infantil, de modo que se encaminó presuroso hacia el paraje donde estaban aterrizando los visitantes sin hacer caso de los bramidos de Kaz, reacio a un segundo encuentro después de la experiencia sufrida pocos días antes.

No era el soldado el único que corría. Incluso los veteranos iban a toda prisa hacia la explanada donde los reptiles tomaban tierra, pues la llegada de aquellos colosos era un síntoma de que algo de extrema importancia había ocurrido.

Ya en las inmediaciones, el joven observó que los tres cabecillas de las tropas estaban enfrascados en una conversación con un gigantesco Dragón Dorado. El recién llegado se expresaba en tonos quedos, rítmicos, que contradecían su enormidad corporal. La nueva que traía debía de ser perturbadora, ya que el coronel Oswal lo escuchaba atribulado.

Huma distinguió a Rennard. El capitán estaba más pálido de lo habitual, y sus rasgos reflejaron perplejidad al abordarlo su subordinado.

—¿Qué pasa?

—Los ejércitos del este se retiran.

La falta de énfasis en la voz del capitán hizo que Huma desestimara la magnitud de la información. Cuando al fin analizó su significado, el joven quedó boquiabierto, incapaz de articular una palabra. Tardó unos segundos en recobrar el resuello suficiente para repetir lo que había oído, menear la cabeza y rebelarse.

—¡No puede ser! La hermandad jamás ha sido sometida a semejante derrota.

—Siempre hay una primera vez —fue la cáustica contestación.

Hubieron de aguardar mientras departían los adalides y el animal. Kaz se situó junto a Huma, con una sombría expresión que denotaba su conocimiento de la noticia. El caballero se preguntó cómo se sentía el minotauro, oriundo de la zona oriental, aunque no podía unirse de nuevo al enemigo después de matar a uno de sus oficiales.

No manifestó estas disquisiciones, pero su amigo debía de poseer la facultad de leer el pensamiento porque, cabizbajo, dijo:

—No me arrepiento de lo que hice, Huma. Eliminé al ogro porque lo merecía, y volvería a matarlo si retrocediera en el tiempo. Además, mi hogar ya no está entre mi pueblo. Ellos me tildarían de cobarde y sentimental por haberme apiadado de los desamparados.

La mayoría de los dragones se habían posado en las cercanías. El soldado reparó en uno argénteo con la vaga sensación de haberlo visto antes y, en efecto, se disponía a descartar tan ridícula idea cuando el reptil ladeó la testuz y lo saludó en silencio. Era la criatura que lo había transportado a la seguridad de sus líneas, aquel que había herido al gigante azabache sobre cuya grupa cabalgaba Crynus.

Sonó un clarín en el frente, una solitaria y luctuosa nota que se apagó en una muerte lenta, como si su intérprete hubiera perdido el entusiasmo. Y así debía de ser.

La negrura se extendió, como hiciera en anteriores ocasiones, por el firmamento. En escasos minutos oscurecería la avanzadilla del ejército solámnico, y sólo los dioses sabían qué sucedería bajo su manto.

Bennett y Arak vociferaron inflamadas maldiciones, mientras que el coronel Oswal envejeció al menos diez años tanto en el semblante como en los hombros, que hundió en la actitud del vencido. Inclinó la cabeza para ocultar sus emociones al leviatán, quien también se mostró cariacontecido.

—¡Señor! —rugió Bennett.

Una nueva ráfaga ventosa, ésta de índole menos halagüeña que la que anunciara la visita de los Dragones del Bien, flageló a los presentes. Algunos de los reptiles batieron sus alas, presintiendo acaso los ominosos sortilegios que habían concurrido en la invocación de la amenaza.

Oswal revivió al asaltar sus tímpanos el desabrido grito de su sobrino. Sin desperdiciar un solo instante, mandó a los hombres que se preparasen para el combate y se parapetaran en la oquedad más próxima. El campamento quedaría a merced del huracán. Había que renunciar al orden en favor de la propia vida.

Tras bajar la visera de su yelmo, Rennard apuntó:

—Nuestra victoria sobre las otras tinieblas no fue sino un pasatiempo. Apuesto mi soldada a que los magos se tropezarán con dificultades mucho mayores al acometer éstas que se avecinan, y mi pronóstico es que fracasarán.

Con la molesta impresión de que la ventolera empujaba de vuelta a sus pulmones el aire que exhalaba, Huma tomó ejemplo de su superior y se protegió el rostro. Kaz, a escasos centímetros, había de aguantar la intemperie y todo cuanto sobreviniera. Era cierto que los minotauros navegaban por los mares más embravecidos sin sucumbir, pero los fenómenos naturales eran menos dañinos que los que ahora los castigaban. El hombretoro tenía las manos sobre los ojos y se había arrodillado.

Arreció el tempestuoso tornado, arrastrando los objetos que no estaban atados. Los caballos piafaron, asustados, al desprenderse una tienda de sus mástiles y salir despedida contra ellos, aunque por suerte el joven soldado emprendió carrera y liberó a los animales de la lona. Incapaz de agarrar esta última, el caballero se conformó con observarla mientras desaparecía entre los bosques en salvajes remolinos.

El paraje entero se transformó en una trampa de cien formas diversas, todas ellas mortíferas. Las ascuas de las fogatas, por ejemplo, fueron transportadas en alas del viento y originaron múltiples incendios.

Kaz hacía denodados esfuerzos por escudar sus pupilas de la cegadora polvareda que se alzaba desde la tierra.

—¡Sargas, perdona mis faltas! —rezó—. Es el rey de los tifones, y su cólera rebasa todos los límites.

Realmente, el aserto del grandullón no podía ser más oportuno. Ninguna de las tempestades o conflagraciones de los elementos que Huma había presenciado albergaba tanta energía destructiva. Los árboles se doblaban hasta tocar el suelo; una ligera presión y serían catapultados al espacio con raíces incluidas. La feroz oscuridad no cedía. Era cuestión de horas, quizá de minutos, que arrasara los contornos.

El caballero se debatía para sostenerse, no sin cavilar cuánto más terrible sería la desolación en el frente. Sólo el débil clarín los había prevenido. Crynus había fraguado un plan intachable; Galán Dracos también.

De manera súbita, reinó la calma. El ventarrón se redujo a una brisa y millares de fragmentos llovieron sobre el terreno. Kaz pudo erguirse y el soldado izó la visera para otear el panorama.

—¡Los hechiceros han detenido la nube! —se regocijó.

Estaban lejos, en el flanco izquierdo. Había doce en total, seis Túnicas Rojas y otros tantos portadores de la Blanca. A pesar de la distancia que mediaba entre ellos, a Huma no le pasó inadvertido su agotamiento. Ésta no había sido la tormenta de unas jornadas atrás. La primera fue únicamente una fútil ilusión, acaso una prueba o una estratagema para que adquirieran confianza. Hoy los magos habían de rechazar un poderío muchísimo más intenso que el que habían anticipado.

Uno de los representantes de los Túnicas Rojas se desplomó, desvanecido a causa de la tensión.

Un jinete se interpuso en el radio visual del caballero. Alzó éste la mirada y atisbo a Bennett, enhiesto en su montura y con pleno control de sí mismo y de los hombres asignados a su cargo. En medio de la confusión, sus regias facciones y el intrincado diseño que adornaba su armadura le prestaban la dignidad de los privilegiados que cabalgaron junto a Vinas Solamnus.

El comandante inspeccionó la zona, y centró su escrutinio en el joven.

—Ve a soltar los caballos —le ordenó, cuando se hubo acercado—. Si no lo hacemos y la negrura se cierne sobre ellos, perecerán en la refriega.

Otro mago, defensor de los mismos colores que el que antes se desmoronara, vaciló, dio un traspié y cayó de bruces. El vendaval, terminada la tregua, volvió a enseñorearse de la explanada.

—¡Estamos reculando! —chilló Bennett, forzando la voz para hacerse oír por encima del creciente ulular del aire—. No debemos retirarnos; si lo hacemos, nada impedirá a los chacales de la Reina asediar el alcázar de Vingaard.

Los diez magos sobrevivientes no podían ya aunar sus recursos en un ataque concertado. Algunos se vinieron abajo, y los pocos que resistieron eran insuficientes para una empresa de tanta envergadura. ¿Qué clase de poder trataban de frenar?

La brusca arremetida del huracán a punto estuvo de derribar a Huma y a Kaz, mientras que Bennett apenas podía gobernar a su encabritado caballo. El corcel guerrero estaba acostumbrado a la sangre y a las espadas, pero no a una galerna que si no le arrebató a su amo fue porque éste se asió al pomo de la silla. Los instintos del animal lo incitaban a huir en busca de cobijo.

Emitió el comandante un alarido incoherente, y se alejó al galope. El soldado, recordando las instrucciones iniciales, culebreó hacia el cercado donde los caballos relinchaban sus enloquecidas quejas. Kaz lo acompañó sin agacharse, pues había recuperado el equilibrio y ahora, debido a su superior corpulencia, se movía con más facilidad que su amigo.

Libertar a los caballos fue una ardua tarea. Su desquiciamiento era tal, que cualquier objeto o persona que entrase en su campo de acción era juzgado y sentenciado. Así, cuando Huma se puso a su alcance, uno de ellos le propinó una coz, secundado por otros que quisieron morderle el brazo. El peligro era inequívoco, pero el humano debía cumplir su cometido e infiltrarse entre aquellas aterrorizadas criaturas.

Al internarse a través de la valla, unos cascos de hierro descargaron su peso sobre él, siendo el empellón que le dio el minotauro lo que le permitió esquivar unas holladas que lo habrían dejado tundido. Una de las armadas pezuñas le golpeó el brazo derecho, y aunque el contacto fue indirecto bastó para entumecérselo.

Perseverante, Huma se incorporó y deshizo los nudos de las riendas. Al principio, había concebido la esperanza de calmar a algunos de los animales y montar sobre el lomo del más sereno a fin de guiarlos hasta un lugar seguro, pero estaban todos demasiado frenéticos para semejante operación. Un ejemplar lo vapuleó y tiró de él unos metros antes de que, aconsejado por su sentido común, el caballero lo abandonase a su suerte.

«¡Kaz!». El joven no veía al minotauro, y se angustió al reflexionar sobre las circunstancias en las que este último había bloqueado la agresión del demente caballo. Regresó al enclave del asalto y, al divisar su inmóvil y postrada figura, se confirmaron sus sospechas de que el grandullón había repelido el cocear del équido con su propio cuerpo. Se acordó entonces del juramento del minotauro, y farfulló un reniego muy poco característico en él. La muerte de su amigo sería una lacra que gravaría para siempre su conciencia.

—Kaz, ¿estás vivo?

Se arrodilló al lado de su salvador y lo volteó boca arriba. Afortunadamente, el yaciente abrió los ojos.

—¿Estás malherido? —inquirió la criatura de cabeza bovina.

—¡Soy yo quien debería preguntarte eso! —le recriminó el humano, aunque lo hizo entre risas. Si Kaz conservaba la vitalidad suficiente para preocuparse por él, también la utilizaría en su propio beneficio—. ¿Puedes correr? —indagó, a la vez que lo ayudaba a ponerse en pie.

—Concédeme unos momentos —suplicó el gigante—, ese estúpido animal ha vaciado mis pulmones.

Mientras se restablecía de su conmoción, Huma examinó las inmediaciones. El campamento estaba casi desierto. Un puñado de caballeros recogían en el lado sur las piezas del equipo que no quedaron inservibles, y creyó discernir las sombras de unos jinetes por levante. La tienda donde las sacerdotisas de Mishakal trataban a los heridos no se alzaba en su emplazamiento. No había tampoco cadáveres ni agonizantes; la acción conjunta de los magos había cubierto al menos la fuga de los inocentes. Confiaba en que Gwyneth se hallara a salvo.

Y, entretanto, ¿dónde se habían metido los dragones?

Los reptiles, en lo que al soldado solámnico concernía, se habían difuminado desde la erupción de la ventisca. El tupido muro de negrura había progresado y envolvía casi la explanada, menguando la visibilidad hasta hacerla equiparable a la de una noche sin luna. Huma prefería no averiguar quiénes anidaban en las tinieblas, pero su sentido del deber lo incitó a escrutarlas. Levantó las pupilas, y discernió al fin a los dragones aliados. Estaban organizados en la que Huma reconoció como una de sus formaciones de combate, una especie de «W».

Contra las furias desatadas que los acechaban, aquellos colosos parecían hormigas desvalidas.

Reforzaba ahora el ciclón una lluvia torrencial. Kaz emitió un resoplido malhumorado y criticó el olor de los humanos cuando se mojaban. Había mejorado un poco y podía caminar, a ritmo lento pero sin vacilaciones. El barrizal no invitaba a heroicidades, pero valía la pena vigilar la resbaladiza superficie a cada paso antes que correr el riesgo de tropezar, arrastrando además al compañero.

Aquélla penumbra era sobrecogedora, la ficticia capa nocturna había borrado todo rastro del sol. Delante de ellos, el joven soldado columbraba formas imprecisas que, dada la evolución de la bruma, no tardarían en disolverse como el astro diurno. La Reina de los Dragones había resuelto devorar la Luz.

«Devorar la Luz», recitó el caballero varias veces, en una letanía cargada de malos presagios. ¿Habían sido arrollados los suyos definitivamente? La perspectiva de vivir en un mundo en perpetua oscuridad, gobernado por Takhisis, era desesperante, enajenadora.

La única luminosidad que ahora se apreciaba era la de los relámpagos, o bolas de fuego, en su trayectoria celeste. Eran como estallidos de estrellas, y el joven no los asoció con la turbonada, sino que, al estudiarlos, los atribuyó a los dragones. ¿Se habían enzarzado ya en un altercado contra el adversario? Deseó —un anhelo impetuoso y fútil— poder ofrecerles su respaldo.

—¡Huma!

Fue éste un siseo apremiante, que sobresaltó al caballero antes de comprobar que provenía de Kaz. Éste tenía la voz ronca y, aunque animoso, su amigo intuyó que la caída lo había debilitado más de lo que aparentaba.

—¡Fíjate, Huma! —insistió—. Una luz en lontananza.

Era verdad. Sólo brillaba un resplandor mortecino, como los de los insectos nocturnos, pero no dejaba de destellar. Habían echado a andar hacia él, cuando Huma evocó el episodio del hechicero que logró seducirlo con malas artes. Sin embargo, estos fulgores no reclamaban su obediencia igual que en la otra ocasión. Más bien se diría que querían proporcionar un auxilio imprescindible. Para que no lo pillaran desprevenido, el soldado esgrimió la espada.

A trompicones en el fango, deslizándose y volviendo a erguirse, los dos personajes se encaminaron hacia el foco luminoso. Durante un rato, tuvieron la sensación de no acercarse, si bien la distancia empezó a reducirse de manera gradual y Huma comprendió que el halo de claridad también avanzaba en su dirección. Apretó su garra en torno a la empuñadura, y los músculos del minotauro se agarrotaron.

—Os estaba buscando.

Ante ellos, arropado en una aureola que se alimentaba de sus propias esencias e intocado por los desencadenados elementos, estaba Magius en persona.