6

Nuevas sorpresas

Huma salió por primera vez de la tienda para otear el panorama. Desconocía el emplazamiento exacto del campamento, pero advirtió enseguida que el mando había vuelto a trasladarse, ahora al parecer hacia la frontera. En aquella zona cercana a Ergoth, los árboles salpicaban el paisaje con mayor regularidad, y se trataba además de ejemplares sanos. Obedeciendo a motivaciones indescifrables, los ogros habían puesto especial celo en evitar la destrucción de la naturaleza en las estribaciones de las montañas. No podía atribuirse su afán a que respetasen lo bello, todo el mundo sabía que aquellos monstruos no constituían una raza demasiado sensible a este respecto. En algunos parajes había bosques auténticos, altos y añejos troncos que recordaban tiempos más pacíficos y acaso fueron testigos del asentamiento de los primeros elfos.

Calculó el soldado que eran unos trescientos los hombres allí acampados. A los caballeros en activo, la guardia personal del coronel Oswal y los heridos en diversas fases de recuperación, se sumaban un puñado de guías voluntarios que ayudaban a la milicia con su exhaustivo conocimiento de la comarca, e incluso un número reducido de magos y clérigos. Formaban en su conjunto una extraña mezcolanza, si bien no todos confraternizaban. Los hechiceros se mantenían apartados de las sacerdotisas y sus acólitos, a los que tildaban de fanáticos y supersticiosos, y estos últimos, aunque más tolerantes, desconfiaban de la independencia de las Órdenes arcanas, más empeñadas a su juicio en adquirir poder que en creer en los dioses.

Nadie simpatizaba con los magos. Ni siquiera se les permitía portar armas, un medio para asegurarse su vulnerabilidad.

—¿Cómo te encuentras?

El rostro de Huma se iluminó durante una fracción de segundo, el tiempo que tardó en ocultarse bajo una máscara de grave seriedad. Gwyneth, con un cubo en la mano, se acercaba, y todas sus tentativas no consiguieron reprimir la sonrisa que afloró a los labios del joven.

—Estoy harto de mi confinamiento, y encantado de volver a contemplar el mundo aunque sólo sea este recinto.

Ella exhaló una jovial carcajada, que al poco se trocó en pesadumbre.

—Partirás pronto, ¿no es cierto? —inquirió.

El soldado asintió. Rennard lo había visitado muchas veces, y no ignoraba que el capitán vigilaba sus progresos en nombre de Oswal. Si no quería perder su propia estima delante del Guerrero Mayor, debía reincorporarse sin tardanza.

El viento capturó y zarandeó los tupidos tirabuzones de la muchacha, cubriéndole el rostro. Ella se apresuró a apartarlos e hizo ademán de hablar, pero se interfirió una figura familiar, imponente, que se unió a la pareja escoltada por dos Caballeros de la Espada.

—¡Huma! —saludó.

Era Kaz, quien se detuvo y dispuso a estrechar a su único amigo humano entre sus brazos con tanto entusiasmo que éste podría haber tenido que guardar cama unas semanas más, hasta que se le soldaran las tres o cuatro costillas rotas. En un impulso reflejo, el joven eludió al minotauro y, por ello, no padeció mayores contusiones que un hombro amoratado, fruto de la palmada cariñosa del forzudo. Hacía cinco días que no se veían. A medida que se incrementaba la confianza de los mandatarios en el hombretoro, aumentaba también la importancia del gigantesco individuo como consejero. Los caballeros habían combatido contra los ogros durante años, pero no poseían información fiable sobre ellos, mientras que Kaz, criado bajo el yugo de sus primos, estaba enterado de un sinfín de pormenores de gran interés.

—Gwyneth —invocó Huma para retenerla.

Pero su gesto fue tardío. La aludida se había esfumado.

El minotauro, que era más perspicaz de lo que su brutal apariencia dejaba entrever, se disculpó, compungido.

—Temo que he venido en un momento inoportuno. Perdona mi intromisión.

—Soy yo quien te debo excusas —respondió el soldado, con un gesto rotundo por el que rechazaba toda tirantez—. Ya era hora de que charláramos, mi buen amigo.

—No tenía idea de las aficiones detectivescas de tus colegas —se quejó Kaz—. Me asedian con sus interrogatorios; no cesan de indagar hasta sonsacarme los más nimios detalles y, aun cuando me han exprimido el cerebro, continúan insistiendo.

—Están en una encrucijada —justificó Huma a sus superiores—. Deben averiguar todos los movimientos del enemigo para interceptar…

El causante del brusco silencio fue un humano de gran estatura, ataviado con una túnica carmesí y un capuz, que pasó por su lado sin mirarlos siquiera. Su faz era alargada y huesuda, con unos rasgos que trajeron a la memoria del caballero a un despótico instructor que le amargó la existencia durante su formación como escudero.

El minotauro siguió con los ojos a la figura en retirada, y rezongó:

—Los hechiceros están inquietos. Puedo olfatear su miedo, que influye en mí negativamente. Me sacan de quicio.

Huma, mientras su amigo se desahogaba, descargó el peso de su cuerpo de la pierna izquierda. Su restablecimiento no era todavía completo.

—¿Qué los asusta? —inquirió.

—Lo ignoro. Están avezados a medir sus fuerzas con sus hermanos nigromantes, pero se rumorea que Galán Dracos ha lanzado al ataque a los renegados. ¿Pudiste presenciar una parte de la batalla mágica?

—¿Quién no? Ensombreció el cielo con una capa de tinieblas.

—Cuando nosotros intervinimos, luchaban en nuestro frente una docena de poderosos encantadores. Cuatro murieron, y otro quizá no recobre nunca el pleno uso de su capacidad mental y corporal. Y lo peor es que todos estos daños se los infligieron únicamente tres contrincantes.

—¿Tres? —se asombró el caballero, y meneó la cabeza—. Debían de atesorar, en efecto, virtudes portentosas. Pero ¿cómo están tan seguros nuestros magos de que no se trataba de nigromantes integrados en la orden de los Túnicas Negras?

—Dos lo eran —le aclaró Kaz con una sonrisa de inteligencia—, o al menos así se ha dicho. El tercero, el único sobreviviente, escapó, pero se tiene constancia por lo avasallador e imprevisible de sus recursos que no se educó en el arte bajo la tutela de las escuelas establecidas. Era un renegado. No se ha divulgado al respecto ninguna otra noticia.

Huma evocó de manera instintiva a Magius, cuya distinción en el porte y atractivas facciones lo hacían mas adecuado para una corte regia que para encerrarse en las húmedas y aisladas Torres de la Alta Hechicería. Incluso en la época en que había de pasar la Prueba, el compañero de infancia del joven era ya un disidente en potencia, pues poseía tal dominio del ocultismo que había sobrepasado mucho tiempo atrás a sus maestros. Su talante experimentador lo inducía a ensayar nuevos sortilegios aun a riesgo de su vida, y eran múltiples las ocasiones en que había hablado de abandonar los estudios oficiales y practicar como autodidacta.

Un emisario vino de nuevo en busca del minotauro, y éste lanzó un gruñido y se despidió de su amigo. Huma, todavía débil, se refugió en su tienda y dormitó durante casi todo el día. Rennard interrumpió unos instantes su reposo a fin de comunicarle que, sano o no, debía prepararse para montar guardia en veinticuatro horas. El joven podría haber protestado, pero, lejos de hacerlo, se sintió muy afortunado por merecer una segunda oportunidad de demostrar su valía.

También Gwyneth hizo una incursión en su soledad, pero su diálogo fue corto y deshilvanado. Al parecer, la muchacha quería revelarle algo muy confidencial algún secreto que en el último momento no se decidió a compartir y quedó guardado en su interior. Huma no volvió a verla durante su convalecencia.

El día en que Huma debía entrar de servicio, concluido el paréntesis de invalidez que sucedió a su accidente, reinó en el campamento una frenética actividad. Las columnas de caballeros desfilaron sobre briosos corceles ante el puesto de mando, una espaciosa tienda coronada por un estandarte con el símbolo del martín pescador y confiada a los cuidados perennes de un contingente de representantes de la Rosa. Era allí donde el coronel Oswal y sus oficiales planeaban la estrategia.

El soldado especuló sobre los motivos de tan desusada agitación. Abundaban los cuchicheos acerca de que la montañosa frontera oriental había caído en manos de los ogros, y que estas criaturas se encaminaban al alcázar de Vingaard. Otro rumor avisaba de que la peste había hecho estragos en una de las ciudades que el ejército solámnico utilizaba como puesto de refuerzo. Aunque Huma consideraba tales habladurías un mero producto del miedo de sus allegados, ambos sucesos cabían en lo verosímil.

Cuando Rennard se acercó a él, el joven ayudaba a las sacerdotisas acarreando jofainas de agua fría y caliente, vituallas y otros enseres. Ésta labor contribuía a aliviar la carga de las sanadoras, además de evitar que la mente del soldado divagase por otros derroteros más ingratos.

El soldado se cuadró al aparecer su capitán. Ésta acción casi bañó de un líquido recién hervido a Rennard, consecuencia del balanceo de los cubos donde su subordinado lo transportaba. Los inescrutables rasgos se retorcieron, pero la emoción que delataban se desvaneció de inmediato y no alcanzó al entendimiento de Huma.

—Veo que estás en forma para reanudar tus deberes de caballero —apuntó el oficial con aire grave.

La dura tarea arrancaba de los poros del joven un profuso sudor, hasta tal punto que una pátina brillante le cubría la frente. Tenía el rostro algo demacrado, y la ropa llena de suciedad. Sabedor de que no estaba demasiado presentable, e incapaz de componer una frase satisfactoria, optó por enmudecer y asentir.

—Ésta noche cumplirás el cometido de capitán de la guardia —le anunció Rennard, cruzando los brazos sobre el pecho—. Oswal opina que estás maduro para la responsabilidad que entraña el cargo.

El cadavérico personaje miró entonces a Huma de arriba abajo sin mudar la expresión. El crepúsculo no tardaría en caer, así que el soldado tragó saliva y suplicó:

—¿Se me autoriza a lavarme y asearme?

—Naturalmente. Yo mismo he designado a los centinelas; recomponte y preséntate a mí cuanto antes.

Sin gestos protocolarios ni marciales, que siempre había desdeñado, Rennard dio media vuelta y se alejó. Era una suerte que no le interesasen los saludos, ya que con un rebosante recipiente en cada mano, Huma no habría sabido cómo arreglárselas.

* * *

Huma abrigaba el temor de que algunos caballeros se resintieran de su nombramiento como capitán de la guardia, pero no fue tal el caso. Constituían el cuerpo de vigilancia soldados que o bien no estaban familiarizados con sus superiores —y no sentían un apego especial hacia ninguno— o bien eran demasiado novatos como para haber sufrido la influencia de Bennett y su cuadrilla. Ello no significaba que carecieran de adiestramiento; no había un solo escudero que no se hubiera sometido a una completa instrucción antes de ser admitido en las tropas.

Para mayor seguridad, había algunos veteranos mezclados con los neófitos, pero eran todos leales a Oswal y juzgaban a sus congéneres por sus méritos, no por su cuna.

Uno de estos veteranos se puso firme al pasar Huma, quien se sintió incómodo por el mando sobre unos individuos que lo doblaban en edad y cuadruplicaban en experiencia. Sabía que todos los caballeros, salvo los oficiales de alto rango, tenían que hacer guardia de vez en cuando, razón por la que al que ahora se cuadraba no debía de resultarle vejatorio; sin embargo, permaneció en tensión mientras el viejo centinela le informaba de su ronda y sólo respiró desahogado al encaminarse hacia el siguiente. Pero como también en este segundo caso se le agarrotaran los músculos, hubo de confesarse que era el mando y no la mayor o menor pericia de sus subordinados lo que lo espantaba. Si algo iba mal, él sería el único responsable.

El rodeo por el perímetro del campamento lo llevó al linde del bosque, y examinó esta zona con el corazón en un puño. Cualquier ente podía agazaparse en la espesura, y no era difícil imaginar ojos malévolos o figuras volátiles, tenebrosas, en todos los rincones en los que se fijaban sus pupilas.

Fue después de medianoche cuando reparó en la posición vacante. El terreno inclinado impedía distinguirla, y debido a este obstáculo no se dio cuenta de la anomalía hasta hallarse casi encima. Se paralizó entonces unos instantes, anonadado frente a tal descubrimiento. Podría haber asignado a otro la tarea de pasar revista a los custodios, pero siendo su bautismo en un puesto delicado, quiso encargarse personalmente. Ahora debía pedir socorro o regresar sin demora para prevenir al coronel y a los otros, si bien ambas opciones entrañaban tiempo y el peligro de alertar a cualquiera que allí se escondiese.

Enarbolando la espada, Huma se adentró en el sombrío bosque. Era consciente de que su acción podía acarrearle serios problemas, pero una fascinadora presencia entre los árboles lo atraía sin remisión. No la veía, le bastaba con notar las dimanaciones de su poder. Indefenso, se zambulló en el mar de verdor en una suerte de apremio que escapaba a su control, olvidados los motivos que lo indujeron a entrar en primera instancia. Lo único que lo movía era la imperiosa necesidad de localizar a aquel ser que lo había cautivado.

Unas pisadas amortiguadas avanzaban a su ritmo, varios pares de ojos colorados e invidentes lo escrutaban. De un flanco surgió un contorno difuso, al acecho del caballero, aunque éste no vislumbró el ajetreo ni tampoco lo habría hecho de conservar intactas sus facultades. Se precisaba una voluntad férrea para detectar a los animales nocturnos en su hábitat.

Un oscilante entramado de luces inició su danza frente al embrujado joven. La mayoría de los destellos se apagaron al acercarse, quedando al fin tan sólo dos ascuas radiantes, imperturbables y dañinas en su manera de enfocarlo. Huma se abalanzó sobre ellas, ajeno a la inerte forma que, ataviada con una armadura, yacía en la vereda y estuvo a punto de pisar. Las fulgurantes órbitas lo invocaban, lo absorbían, hasta que un perfil oscuro se materializó en su vecindad.

Por vez primera, una voz rompió el silencio. Era poco más que un siseo, pero reclamaba toda la atención del soldado.

—Aguerrido caballero, ¡cuan seguro estás con tus juguetes infantiles!

La aparición se desplazó hacia un lado, y el capturado joven lo siguió obediente con los ojos. La figura examinó detenidamente a su presa y dijo:

—Intuyo que eres tú al que esperaba.

Una mano correosa se extendió con objeto de aferrar el mentón de Huma. Volvió la cabeza de derecha a izquierda, aunque las pupilas del joven no se desviaron ni por un momento de las de su aprehensor.

—Sí —continuó éste—, dracos estará complacido y el Señor de la Guerra también. No puede ser una mera coincidencia; él se ha metido en el asunto para salvar su cuello. —Los dedos trazaron en el aire un camino descendente hacia el acero en reposo del soldado—. Ya no habrás de utilizar tu arma.

Un centelleo detrás del fantasma, a considerable distancia, tuvo la virtud de deshacer el encantamiento. Huma se centró en él, mientras que la criatura, caída en su propia trampa, ni siquiera se percató de que se había interferido un nuevo personaje. Otros, no obstante, sí lo vieron. Se sucedieron una retahíla de gruñidos guturales, y se propagó por el paraje el hedor de la muerte.

El espectro estudió más a fondo a su cautivo, y al cruzarse sus miradas tomó por fin conciencia de que Huma se había liberado.

El caballero reaccionó guiado por el instinto, manipulando su arma con una fuerza nacida del sobresalto y el pánico. El caparazón físico del enigmático ente ofreció escasa resistencia; no obstante, Huma sintió que unas garras arañaban salvajemente su piel. Indiferente al dolor, el humano se esmeró en buscar una brecha para insertar el filo; pero, cuando logró su propósito, el enemigo no se derrumbó. Desconcertado, aguardó unos segundos y comprobó, algo más sereno, que las zarpas habían cesado de acosarlo. Su adversario sufrió un par de estremecimientos y casi instantáneamente se inmovilizó.

El joven hincó la rodilla, agotado por el esfuerzo. Los hijos de la negrura dieron una zancada hacia él y titubearon, como si sintieran la influencia de alguien inesperado y de gran poderío. Huma levantó la cabeza y atisbo una carne lívida, de textura similar a la de un lobo. Fue una visión fugaz que se diluyó de inmediato.

El caballero nunca tendría la más remota idea de cuánto rato estuvo en aquella postura. Lo único que recordaría sería que, de modo gradual, se hicieron patentes los ecos de unas pisadas que avanzaban en su dirección. Procedían del extremo equivocado, de las entrañas de la espesura, y esta circunstancia hizo que el soldado se incorporase pese a estar aún algo mareado. No se había recuperado ni de su herida ni del encuentro.

—Deja que te ayude.

El tono era contundente; las manos que sostenían al luchador, recias. Mientras el convaleciente tomaba aliento, el recién llegado dio una ojeada a los despojos del atacante, emitió una risa socarrona y comentó:

—Bien hecho. Lo has clavado en el tronco. Ha sido un alarde de energía impresionante, y merecido, en lo que a la víctima concierne.

—¿Quién…?

—Reserva el resuello para la caminata. Te has internado más de lo que supones.

Durante la posterior andadura, Huma osó observar de reojo a su salvador. Pensó que aquel desconocido era muy alto, y que vestía una ropa extravagante aunque de primorosa hechura. Sus elegantes rizos dorados le otorgaban la prestancia de un regio león, y el observador sacó la impresión, al observar sus mal iluminadas facciones, de que se enfrentaba a un rostro de una belleza refinada, de aquellos que se pasean con soltura por la corte y agasajan a las doncellas de alcurnia. Había en el conjunto del individuo algo que le resultaba familiar, como si fuera un amigo al que no había visto durante varios años.

—¡Magius! —vociferó su nombre, y casi se atragantó.

Ambos se detuvieron. El hechicero soltó al soldado y, al encontrarse sus ojos, Huma advirtió que una llama prendía en el interior de su viejo colega.

—Me alegro de verte, incluso en una situación tan difícil —afirmó Magius—. Si me perdonas la expresión, empezaba a preguntarme hasta cuándo podría tenerte «a oscuras».

—¡Estás vivo! —La exclamación de Huma, exuberante de dicha, era consecuencia de su incertidumbre respecto al destino que la Prueba en la Torre había deparado a Magius—. ¡Estás vivo! —repitió, emocionado.

—Sí, y bien que lo lamento —replicó el otro, retorciendo la boca en una mueca de dolor.

La sonrisa de Huma, por simpatía, se hizo añicos.

—¿Por qué te entristece vivir? —inquirió—. ¿Qué clase de insensatez es ésta?

—¿Crees que estaba en el lugar de la reyerta por pura casualidad? No, querido compañero, yo soy el causante del atentado que has sufrido.

—No lo comprendo.

El recuerdo del peligro al que se había visto expuesto impulsó al caballero a tantear su espada. Al no tocar sino aire, ya que se había desprendido del arma al traspasar con ella a su oponente, bramó:

—¿Dónde está mi espada? Debo…

—No —lo atajó el otro con un acento autoritario y seco—. No estaremos aquí ni un segundo más de lo imprescindible. Vuelve cuando te respalde una patrulla, después de que los lobos espectrales hayan dejado de rondarnos. Han huido, pero no es la primera vez que fingen la retirada y luego te acometen a traición. Los dioses son testigos de que se valen de esta vil táctica.

Fue así como Magius urgió a su amigo a regresar al campamento, y éste lo escuchó dada la prudencia de sus consejos. Sin embargo, estaba resuelto a sonsacarle algunas respuestas.

—¿Qué es exactamente lo que ha ocurrido? ¿Qué significan tus palabras de antes?

Una parte de la magnificencia que aureolaba al hechicero se evaporó. De pronto, parecía más viejo que el soldado, pese a llevarse sólo unos meses.

—Será mejor —masculló— que hagas tus pesquisas con uno de los Túnicas Rojas que os acompañan. Él te dará la versión oficial.

—¿Estás en un lío? ¿En un apuro?

—En efecto, y de tal naturaleza que preferiría que te quedaras al margen. Fui un estúpido al considerar siquiera la posibilidad de acudir a ti.

El cerco de luz de las fogatas fue la primera señal de que el campamento se hallaba ya próximo. Huma oyó el trasiego de hombres en acción, preparándose para rastrear la zona. No podía ser de otro modo después de que se diera la alarma sobre la ausencia de dos caballeros, uno de ellos nada menos que el capitán de la guardia.

También llegó el ajetreo a oídos del mago. Hizo bruscamente alto, y agarrando a su colega por los hombros, declaró:

—Sea lo que fuere lo que te digan, estimado Huma, no he cambiado. ¡Confía en mí! Si la Prueba sirvió para algo, fue para fortalecerme.

El halo que pomposamente había festoneado su figura se desvaneció, pero no antes de que el soldado leyera en su faz la emoción del miedo. Y no sólo por él mismo, era innegable que todavía lo preocupaba más el caballero.

—Atiende —murmuró Magius, y al cubrir las sombras su semblante éste adquirió un aspecto sobrenatural—. Los lobos no volverán a asediarte, después de todo es a mí a quien persiguen sus amos. Les ordenaron mi caza y captura en cuanto se enteraron de mi fuga.

—¿De tu fuga? Los esbirros de Takhisis se despliegan contra ti —corroboró, Huma, casi sin preguntarlo.

Una bota partió, al pisotearla, una rama seca. Ambos hombres se quedaron muy quietos, y el soldado espió el bosque sin discernir nada. Magius inclinó entonces la cabeza para cuchichear a su acompañante:

—Tengo que irme. Me conoces bien, Huma, sabes de qué soy capaz. Es en eso en lo que debes creer. Si los acontecimientos dan un giro, tanto para bien como para mal, me pondré en contacto contigo.

Unas sombras de negros ribetes ganaron definición entre los árboles. El hechicero les dedicó una mirada furibunda y se alejó a toda prisa, tanto que Huma estuvo tentado de gritar para retenerlo. No lo hizo, habría sido una torpeza peligrosa. ¿Había acertado Magius al dejar su espada incrustada en el árbol, afianzando sobre su corteza al abominable contrincante? No le quedaba sino rezar e, inerme como estaba, reanudar el retorno.

Hizo acopio de valor y echó a andar hacia el campamento, ansiando que lo primero que encontrase fuera otro caballero y no un monstruo salido de las pesadillas de un mago.

* * *

Tal como se desarrollaron los hechos, Huma se topó con la partida de buscadores en las cercanías del enclave donde había desaparecido el centinela. Se sintió culpable por haber descuidado al informe cadáver, perteneciente a un custodio aún menos experimentado que él. De todas maneras, tampoco podría haber hecho nada para arrancarlo de las garras de la muerte, y además formaba parte de su misión investigar el origen de cualquier anormalidad en los aledaños del asentamiento, impedir que el enemigo se infiltrase entre sus líneas. Eran muchas las incógnitas que convenía despejar; quizás había alguien oculto en la maleza a la espera de una ocasión.

Rennard acogió su informe con frialdad, sin que lo sorprendiera que fuese Huma el que se había visto involucrado en el conflicto. La vaga descripción que hizo éste de su agresor, sin duda un mago, lo perturbó, aunque no se reflejó en su ademán. Un grupo, que capitaneaban el oficial y el protagonista de la historia, fue a reconocer el paraje. El cuerpo sin vida del guardián no exhibía huellas de violencia, como si el desdichado hubiera caído fulminado. Rennard escupió y, en una manifestación de sensibilidad sin precedente en toda su existencia, maldijo a los hechiceros en general. Su protegido dio un respingo. No había aludido a Magius, lo que constituía una abierta transgresión del Código y la Medida. ¿Podía presumir de honorabilidad un caballero que mentía, o que omitía determinados detalles?

Por otra parte, Magius era su amigo.

Visto con mayor claridad, el siniestro atacante resultó ser de carne y hueso. Rennard tiró de la espada y la carcasa se desplomó a sus pies, momento en el que Huma, perplejo por su propio ímpetu, se agachó y retiró la capucha que le cubría el rostro. Era repulsivo. Sólo el capitán no se conmovió frente a la perversidad que había estampada en aquellos rasgos.

Aunque humano, el encantador guardaba cierta similitud con los reptiles. Tenía la piel dura, escamosa, reluciente al reverberar en ella la luz de las antorchas. Sus ojos eran estrechas rendijas, la nariz no era digna de tal nombre a causa de su diminuto tamaño y, en lo relativo a la dentadura, dejaba en ridículo al mismísimo minotauro. Más de uno de los soldados invocaron a Paladine.

La exánime aberración estaba embutida en una áspera y gruesa túnica de paño marrón. Rennard la palpó, antes de apartar los dedos como si fuera una víbora lo que sujetaba.

—No porta el hábito negro emblemático de la Reina de los Dragones —dijo y, señalando a dos hombres con el dedo, les indicó:

»Transportad ese engendro al campamento, quiero que lo examinen nuestros magos. El resto puede dispersarse excepto Huma, con quien he de conferenciar en privado.

Contemplaron a la patrulla mientras partía y, ya solos, el oficial taladró a su subordinado con tales chispas de ira en sus pupilas que éste reculó atemorizado. No era frecuente una vivacidad de aquella magnitud en los inexpresivos rasgos de Rennard.

—¿Quién era el otro? —lo interrogó.

—No hubo ningún otro.

—No pretendas engañarme. Tu obstinación en callar me revela la identidad de ese tercero, ya que tú no disfrazarías la intervención de otro practicante de la magia, a menos…

Se produjo un breve lapso, en el que sus ojos penetraron la mente de su seguidor. Huma presentó batalla a aquel escrutinio y, contra todo pronóstico, venció. Fue el capitán quien bajó los párpados.

—Es obvio —agregó, y quedó demostrado que el triunfo del soldado había sido sólo parcial— que profesas un gran afecto a Magius. ¿Qué hacía él por estos contornos?

Petrificado como estaba, al joven no se le ocurrió nada que alegar. Se le antojaba inaudito que el oficial estuviera enterado de la amistad que lo unía al hechicero, y que se remontaba a más de una década.

—Eres un botarate, Huma —prosiguió Rennard—. Un caballero arrojado y competente, pero con una dosis de humanidad y fe en los demás que labrarán tu perdición. ¿Cómo se te ocurre dar crédito a uno de esos brujos? Siempre acaban aprovechándose de los cándidos, son ladinos, embusteros y ruines.

Pese al respeto que le tenía a su superior, el soldado no toleró semejante insulto.

—Magius no es ninguna de esas cosas. Crecimos juntos, y estoy convencido de que no actuará en contradicción con sus propios principios.

—No aprenderás hasta que sea demasiado tarde —vaticinó el capitán, apesadumbrado, y, como si se le hubieran agotado los argumentos, cambió de tema—. Regresemos al campamento; el coronel Oswal debe ser puesto en antecedentes de lo acaecido.

El lívido guerrero restituyó la espada a Huma y, sin más preámbulos, inició la marcha. El joven corrió tras él, meditando sobre lo que comunicaría el oficial al alto mando y, peor aún, lo que explicaría él mismo a sabiendas de que uno de sus oyentes estaba al corriente de sus patrañas.

¿En qué afrenta iba a incurrir al despreciar el Código y la Medida?