5

Gwyneth

Si la devastación parecía pavorosa desde las alturas, un examen más detenido ponía de relieve toda su monstruosidad. Ahora Huma veía con cuánto afán la muerte, minuciosa y cruel, había asolado la comarca. Kyre, en un tiempo frecuentada ciudad fronteriza, ya no existía. Los campos estaban carbonizados, los cadáveres yacían dispersos como juguetes rotos en un cuarto infantil. La mayoría de los edificios, urbanos y campestres, eran carcasas vacías, si podían definirse así. Al rodear la patrulla la muralla oriental del burgo, o lo que de ella permanecía en pie, percibieron el hedor acre de la decadencia. El caballero hubo de rezar para no perder el control, y no le satisfizo en absoluto que algunos de los otros sintieran náuseas. Rennard, en la avanzadilla, cabalgaba indiferente.

Al descender el crepúsculo, los caballos y las armaduras tenían adherida una capa de barro. Comprendiendo que lo separaban varias horas del contingente principal de las tropas, y conociendo los traidores caminos que había de jalonar, el capitán dio orden de detenerse en un paraje seco de los aledaños de Kyre, junto a unos grumos terrosos que en el pasado delimitaron una vereda rural. A su espalda distinguió las volutas de humo que se elevaban entre las ruinas, y recapacitó que los fuegos se habían apagado pero su secuela se resistía a extinguirse, como un recordatorio del fracaso del ejército solámnico.

Transcurrió la noche sin incidentes. Kaz, fiel a su compromiso, se empecinó en montar guardia sin relevos al lado de su salvador, y no depuso su terca actitud hasta que éste y el oficial insistieron en que, exhausto como estaba, les sería más útil si dormía unas horas.

Reanudaron viaje al despuntar el alba, Huma y el minotauro a ambos flancos del oficial. El joven caballero abordó diversos temas de conversación para entretener a Rennard, pero él se mostró tan taciturno como de costumbre. Hablaría cuando fuera imprescindible, ni un minuto antes.

A mediodía se adentraron en la que, tras desplazarse el frente, se había convertido en su franja meridional. La batalla se reducía aquí a una serie inacabable de escaramuzas, ya que cada bando tanteaba las flaquezas del otro. De haber irrumpido en cualquier otro momento, se habrían visto enzarzados en una de estas refriegas.

Algunos caballeros que estaban de servicio en las cercanías prorrumpieron en ovaciones al avistar a los jinetes, tomándolos erróneamente por refuerzos. La moral no podía estar más baja, y cuando los soldados reconocieron a Rennard y a Huma, las expresiones de júbilo murieron en sus labios.

El campamento base de esta zona se levantaba al sureste de la ciudad destruida. Rennard impuso un alto a su montura frente a una ancha tienda rodeada por miembros de la Orden de la Corona. El pálido oficial no desmontó sino que, muy parco en gestos, llamó al capitán de la guardia. Al enterarse de su regreso, el centinela abandonó su puesto y corrió a saludarlo.

—¿Quién está al mando? —preguntó el temible superior, y se dignó mirarlo con sus mortíferos ojos.

—El coronel Killian. Mas no lo encontrarás aquí, ha ido a visitar a los hombres para intentar infundirles ánimo.

A juzgar por el tono de su voz, el custodio no abrigaba muchas esperanzas de que le sonriera el éxito en su empeño.

—Quizá tú mismo puedas ayudarnos —siguió Rennard—. ¿Dónde se ha trasladado el cuartel general del caballero Oswal? Cuando partió mi grupo, estaba instalado en estos parajes.

Incómodo frente a la gélida máscara del oficial, el guardián le comunicó que los altos cargos habían realizado la ruta equivalente a una jornada de marcha en dirección nordeste. El siempre sarcástico Kaz farfulló algo demasiado ininteligible acerca de «morderse la cola», pero un severo codazo de Huma lo acalló. Unos segundos más tarde, la patrulla estaba de nuevo en movimiento.

El territorio se presentaba mucho más halagüeño. Los primeros árboles vivientes se recortaron en el paisaje muy poco después de que abandonaran el asentamiento, y a medida que avanzaban era mayor el número de copas vegetales que se divisaban. Casi todas las especies pertenecían al género achaparrado, de secano, pero eran arbóreas. El talante de la tropa sufrió una metamorfosis prometedora.

Ni en un solo tramo de la excursión dejaron de ver a grupúsculos de los dos vastos ejércitos, que maniobraban para conseguir buenas posiciones en colinas y bosques. Al norte se perfilaban las cadenas montañosas que trazaban la frontera entre Solamnia y el antiguo reino de Ergoth. En estas cordilleras sobresalían unos picos similares a agujas, como si pretendieran agrietar la bóveda celeste, hitos de una demarcación habitada por una nutrida colonia de temibles ogros. Quienes osaban viajar a través de sus dominios arriesgaban su existencia y, debido a lo abrupto de los riscos, también se exponían a alguna que otra dislocación, aunque no los atacaran los salvajes.

La mente de Huma erró de un pensamiento a otro a lo largo de la penosa cabalgada. ¿Qué diría Oswal cuando le narrase su aventura? Existía una perenne animadversión entre el Guerrero Mayor y el Gran Maestre, y el general Trake no había ocultado a su pariente que su feudo particular se agravaría si éste resolvía favorecer al entonces aspirante a caballero. El coronel defendió a ultranza al joven, pese a las advertencias, y se colocó en una situación delicada que podía resultar desastrosa para su futuro. Dado su rango, perdería mucha influencia y poder en el caso de que Huma le fallase. La hermandad, aparte de su alardeado altruismo, era una entidad política. Al ahora soldado no le importaba que así fuera, mas lo inquietaba el devenir del ejército bajo el mando de alguien menos templado que Oswal. Era, sin duda, el más brillante oficial de las tres Órdenes.

Rennard lo sacó de su ensimismamiento al llamarlo y señalar hacia el oeste. Todas las miradas confluyeron en el punto que indicaba: el ya encapotado cielo, que se ennegrecía por momentos. Los itinerantes hombres contemplaron cómo la oscuridad se difundía a la velocidad de una plaga de langostas en los campos de cereal, y supieron interpretar las fuentes del misterio. A nadie se le escapó que se hallaban ante una demostración de nigromancia de la más vil naturaleza, que los esbirros de la Reina trabajaban con ahínco para desarticular las líneas rivales.

El capitán aminoró el paso y observó a sus subordinados desde detrás de la visera, sobre todo a Huma y a Kaz.

—¿Combatirá el minotauro en nuestras filas si tú se lo pides, Huma? —le preguntó al caballero.

—¿Por qué no me lo preguntas sin intermediarios, espectro?

El lívido oficial ignoró el atinado agravio como habría ignorado la caricia de la brisa en sus pómulos.

—¿Lucharás a nuestro lado? —rectificó.

El soldado humano sintió en su carne las abrasadoras chispas que despedían los ojos de su oficial, pero no se alteró.

—Decide tú, Kaz —cedió a su amigo la alternativa.

El semblante bovino estalló en una brutal carcajada.

—Sí, pelearé. Y me alegraré de hacerlo, necesito desentumecer los músculos. Además, soy un prófugo para mi raza desde el instante en que descalabré al ogro y deserté de la tropa. Me ajusticiarían si me capturasen, mientras que con vosotros aún me resta una oportunidad de probar mi sentido del honor.

—Sumemos pues nuestras fuerzas a las de nuestros compañeros.

Tras apremiar así a los suyos, Rennard espoleó a su corcel. Alguien emitió un grito de guerra, y todos se abalanzaron. A Huma le castañeteaban los dientes, aunque esperaba que interpretasen su mueca como un arranque de furia y no un esfuerzo sobrehumano para reprimir los sentimientos que desgarraban su alma.

Las ominosas tinieblas continuaron extendiéndose hasta cubrirlos.

* * *

A los combatientes les asaltó la sensación de estar batallando en una noche sin luna. Se sucedían los gemidos lastimeros de los heridos y moribundos, coreados por los feroces rugidos de los guerreros de los dos frentes. Los lóbregos, imprecisos contornos de monumentales criaturas cruzaban la atmósfera y, de manera esporádica, agredían a los hombres en tierra, aunque nunca con toda la energía que atesoraban. El miedo a los dragones aún no se había desatado, pues el caos era excesivo y los reptiles no se atrevían a desencadenar oleadas susceptibles de consumir a sus propios aliados.

Algunos destellos de poder en estado puro revelaban las más sórdidas facetas de la carnicería que tenía lugar en el campo. Los magos de Túnica Blanca y Roja competían contra los Negros. A los bondadosos les impedía vencer su celo en no rebasar los límites; a los nigromantes los perjudicaba su total despreocupación a este respecto. Sin embargo, algún efecto producía el empeño de los hechiceros del Bien: la insondable negrura que con tanta prontitud se había enseñoreado del lugar había frenado su progreso, e incluso retrocedido. Los exponentes de la perversidad no podían perpetuar sus ataques a los colegas de oficio y a la vez conservar intacta la nube más que durante un breve lapso.

De repente el cielo se atestó de Dragones del Mal, más de los que ninguna persona habría sido capaz de concebir. Despacio, en silencio, se habían reagrupado para este momento y, mientras se replegaba la oscuridad, surgieron en un hervidero del manto nocturno. Superaban con creces a los que servían la causa de los caballeros, y en escasos segundos el firmamento se pobló de los colores de la muerte: el Rojo, el Negro, el Verde y el Azul.

Aunque en inferioridad de condiciones, los paladines de la Luz se alzaron en rebeldía. No eran suficientes, y los hijos de la Reina comenzaron a penetrar las filas del ejército solámnico en busca de su último objetivo, que estaba más allá. Los abrumadores animales se proponían inundar con sus huestes las regiones montañosas, protegiendo a los ogros y otras cuadrillas de su bando ligadas a la tierra que, en una acción conjunta, salían también en apretados y abundantísimos tropeles de sus guaridas en las escarpadas cumbres. Acosados, sitiados casi por esta afluencia masiva de enemigos, los caballeros vieron en la recién llegada patrulla un alivio a su desesperado apuro.

Enarboladas las espadas, en ristre las lanzas, los subordinados de Rennard se organizaron en formación de carga. Los Dragones que planeaban sobre ellos no los molestaban, la línea aguantaría.

Aunque no pertenecía a la sección de lanceros y por lo tanto no portaba esta arma, Huma sabía que su acero no tardaría en hallar un oponente. En su ansia de romper el punto muerto que igualaba a los dos lados, los ogros forzaron su embestida. La primera marea se había derramado cuando el soldado y sus compañeros se aproximaban, antes de que hicieran su incursión, mas la marcha solámnica se retardó debido a que los caballos resbalaban en el irregular terreno. El joven advirtió cómo un hombre caía al perder pie su montura y otros tropezaban con él, lo que no obstó para que unos minutos más tarde se enfrentaran a la avanzadilla de los aborrecibles asaltantes.

El metal centelleaba alrededor del joven, y quienes lo circundaban parecían chillar con toda la potencia de sus gargantas. El caballero eludió tan impetuoso como siempre los pertrechos que le arrojaban, e hizo morder el polvo a múltiples ogros sin apenas darse cuenta. Un rostro repugnante, hirsuto y provisto de ristras de colmillos semejantes a las del minotauro, cobró nitidez a unos centímetros de él. Además de su salvajismo, de tener anchos y aplastados pómulos, y de que unos cercos rojizos le rodeaban los ojos, despedía un aliento fétido. Huma se desembarazó de aquel monstruo de un empellón.

Una estruendosa risa, extrañamente apropiada por su ferocidad, vibró en los tímpanos del luchador. Entre los otros litigantes, balanceándose su hacha en un inclemente vaivén, Kaz se erigía en vengador de la confusión y la muerte. Su tamaño elefantino arredraba, su hoja pendulante no erró ni una sola vez. En las pupilas del gigante brillaba la sed de sangre, pero el caballero no tuvo oportunidad de aquilatarla porque otros ogros atentaron contra su vida.

Un hacha le abrió un tajo en una pierna. Lo único que lo salvó de perderla fue que él se había anticipado en una rotunda acometida, y la descarga del adversario no constituyó sino un postrer reflejo antes de morir. De todos modos, el impacto hizo que el soldado se desestabilizara y soltara la empuñadura de la espada, de tal suerte que, de no ser por Rennard, habría perecido a manos de otro contrincante. El alto oficial se deshacía de los obstáculos vivientes a un ritmo metódico, como una máquina de matar. Los ogros huían despavoridos al divisarlo, pero él les daba caza. Observándolo, Huma se dijo que existía poca diferencia entre su capitán y el minotauro.

A pesar de la pasión que ponían las tropas solámnicas, la derrota se anunciaba inevitable. No obstante, cuando Huma empezaba a desesperar, unas formas de mayúsculas dimensiones se agregaron al altercado, ahora de parte de los humanos. Habían arribado los refuerzos. El éxtasis del joven fue breve, otro ogro saltó sobre él antes de que emitiera una exclamación de alegría.

De manera tan abrupta como se había creado, la infernal penumbra dio muestras de disolverse. La resistencia de los magos de la soberana se debilitó, y los caballeros arremetieron con renovada fe. Huma asistió a una erupción en una zona lindante, equiparable a las de los volcanes, y no pudo dejar de estremecerse interiormente al saltar por los aires una cantidad incalculable de guerreros rivales que, tras un corto vuelo, se incrustaron en la tierra.

—¡Huma!

Era la voz de Rennard, y por el tono dedujo que trataba de avisarle de un peligro. Dio media vuelta hacía su superior, en el instante en el que una sombra procedente de la misma dirección se le venía encima. Alguien forcejeó con él, y el soldado logró maniobrar a tiempo para separar su arma del muy cercano cuerpo y traspasar el cuello del aparecido.

En medio de la neblina, en retroceso pero aún intensa, Huma se encaminó a tientas hacia sus compañeros. Ésta niebla fue su perdición, pues le impidió esquivar un objeto que rasgó las tinieblas y lo golpeó en la parte posterior del yelmo. Lanzado hacia adelante, cayó de bruces.

* * *

Huma ignoraba que la muerte fuera tan hermosa y amable. La dama que la personificaba se encorvó sobre él y le enjugó la frente, antes de sostenerle la cabeza para que pudiera beber unos sorbos de agua.

El líquido le despejó ligeramente la cabeza, lo bastante como para comprender que no estaba en el universo de ultratumba. La faz que lo escudriñaba no era de la Parca, sino de una bella mujer de blanca… no, de plateada melena. El cabello lo fascinó tanto que quiso estirar la mano para tocarlo. Grande fue su sorpresa al comprobar que un gesto tan simple era una agonía, aunque no pudo calibrar la magnitud del dolor porque se sumió de nuevo en un torbellino previo al desmayo.

* * *

—¿Acaso no entra en tus planes despertar nunca?

Aquél timbre reprobatorio, aunque afectado, se abrió paso entre las brumas de la mente de Huma. Abrió los párpados, pero un torrente de luz hizo que volviera a cerrarlos.

—Un poco de claridad no segará tu vida, menos aún teniendo presente que ni ogros ni dragones consiguieron arrebatártela.

El caballero se arriesgó a probar otra vez, ahora con mayor lentitud. Un delgado haz luminoso se introdujo por sus pestañas y, cuando la retina se hubo habituado, se aventuró a ampliar la rendija. Varios perfiles empezaron a moldearse en su entorno, entre los que adquirió especial realce el semblante feo y bestial de un minotauro.

—Kaz, ¿eres tú?

Lo asustó su propia voz; aquello era graznar más que hablar.

—Bravo, lo has adivinado —bromeó el gigantesco individuo.

Huma inspeccionó el lugar. Lo identificó como una de las tiendas que empleaba el ejército para cobijar a sus heridos. En su mayoría los camastros estaban vacíos, pero los pocos que había ocupados contenían figuras entregadas a un profundo sueño. Su extrema inmovilidad hizo pensar al joven, con un escalofrío, que quizá dormían eternamente. Tales lucubraciones recrudecieron los espasmos que lo sacudían.

—¿Qué me ha ocurrido?

El rostro del hombretoro se ensanchó en una sonrisa que ponía de manifiesto la faceta humana de su naturaleza.

—Pregunta mejor qué no te ha ocurrido —corrigió al yaciente—. Primero casi te ensartaste en la hoja de un hacha que, por fortuna, sólo te rozó el cráneo. Luego te caíste de tu caballo y poco faltó para que cien pares de cascos te pisotearan hasta la muerte. Una rica experiencia, aunque permaneciste inconsciente y no pudiste saborearla —siguió chanceándose—. Es un milagro que no te hayas fracturado el esqueleto entero, amigo mío. Claro que no escasean en tu carne las magulladuras y los moretones.

—Me duele todo.

—No me extraña. Hay algo que me intriga: ¿Siempre eres tan atolondrado?

Ahora fue Huma quien rio, pero el ademán se congeló en una mueca grotesca. Como todo cuanto ensayaba, su intento de jovialidad le produjo una horrible punzada.

—¿Ha vuelto en sí?

El soldado ladeó la cabeza hacia la melodiosa voz que acababa de oírse, y vio encarnada junto al lecho a la visión de sus delirios. Las hebras de plata de su cabello se mecían en la brisa que llegaba del exterior, al igual que su vaporoso vestido. Iba ataviada al estilo de las sacerdotisas de Mishakal, salvo que ningún medallón adornaba el cuello esbelto, de color marfil. El vestido, aunque holgado, no desvirtuaba sus atributos femeninos, y el turbado humano hubo de apartar los ojos antes de estropearlo todo.

—Está consciente, vivo y menos magullado de lo que cabría esperar —enumeró Kaz—. Te dejo al cuidado de esta curandera, Huma —anunció a su compañero—. Mientras tú reposabas, me han encomendado la tarea de reconstruir los planes guerreros de mi antiguo superior.

—¿Te permiten deambular a tu antojo por el campamento? —inquirió el soldado.

Si era así, tan inusitada resolución debería inscribirse en los anales de la hermandad.

—Únicamente con una escolta de dos hombres armados —contestó el minotauro en una especie de resoplido desdeñoso—. Pero no me puedo quejar; se han dignado concederme el privilegio de visitarte en privado.

—No nos haces justicia, Kaz.

—Ésa acusación es cierta en tu caso y el de una minoría —admitió el coloso meneando su tremenda cabeza—, mas no si se aplica a los caballeros como entidad.

Salió de la tienda sin pronunciar otra palabra, y Huma lo observó mientras lo hacía. El desdeñoso comentario del grandullón hizo mella en su oyente, sembró la incertidumbre en sus entrañas. ¿Merecían las regias Órdenes de Solamnia tanto desprecio? No, concluyó. Kaz estaba equivocado.

—Tienes unos compañeros muy interesantes.

El soldado giró la mirada hacia la mujer, y ésta sonrió. Sus facciones no encerraban sino perfección, comenzando por los carnosos y rosados labios y prolongándose sobre ellos, en la grácil nariz y los almendrados ojos. Eran las pupilas cual soles en su esplendor, lo que creaba un curioso contraste con las tonalidades argénteas de su cabellera. Lo más enigmático, no obstante, era la aureola que la arropaba y diferenciaba de cualquier muchacha humana. Huma sospechó que había heredado su embrujo de algún ancestro elfo.

—¿Has terminado de observarme? —le interpeló la curandera, al parecer divertida.

Se percató entonces el joven de que había quedado como hipnotizado ante los atractivos de su interlocutora. Su primera reacción fue alzar la vista hacia el techo, con un molesto rubor en los pómulos.

—Discúlpame, señora, no era mi intención importunarte —dijo, y su sonrojo fue en aumento al notar que tartamudeaba.

Una nueva sonrisa, o quizá la misma de antes, iluminó todavía más el rostro de la dama, que alcanzó una belleza rayana en lo irreal.

—Te aseguro que no me has ofendido —tranquilizó al herido, y asió un paño húmedo de una jofaina para humedecerle la frente—. Te ruego que no me llames «señora», sino Gwyneth. Resulta más cordial y, después de todo, es mi nombre.

—Yo soy Huma —se presentó él con un tímido balbuceo.

—Lo sé —asintió la mujer—. Tanto el caballero como el minotauro que te trajeron usaron tu apelativo al referirse a ti. Por cierto, nunca antes me había topado con un hombre-toro.

—Kaz es un buen amigo —se limitó a explicar el soldado, pues carecía de energía para extenderse más—. Has mencionado a un caballero. ¿Podrías describirlo?

—Sí, su apariencia no es de las que se olvidan —declaró la curandera, y un temblor recorrió su espina dorsal—. Su tez blanquecina y la calidad ronca de su voz lo asemejaban a un fantasma, a un espíritu. También he reparado en que toda su persona irradiaba tristeza.

Huma nunca había oído una descripción tan escueta y a la vez atinada de las características de Rennard. Sea como fuere, era obvio que el pálido capitán lo había arrancado de las garras de la muerte.

—¿Te encuentras mejor? —se interesó Gwyneth.

—Sí, el dolor se ha mitigado. ¿Es a ti a quien debo agradecer el milagro?

—No, yo soy una simple ayudante de las sacerdotisas —musitó ella, y ahora fueron sus pómulos los que se tiñeron de rojo.

El postrado joven intentó levantarse, pero comprobó que estaba todavía demasiado débil para tal hazaña. Tuvo una convulsión a consecuencia del esfuerzo, y la muchacha lo reprendió como si fuera un niño travieso.

—No vuelvas a hacerlo.

—Descuida, yo mismo he comprobado que seria inútil. ¿No me sanó ninguna de las servidoras de Mishakal?

—Tan sólo hay un grupo reducido en el campamento; deberás contentarte con el exiguo socorro que te han prestado. Incluso ellas tienen sus limitaciones.

Aunque no perdió su afabilidad, el tono de Gwyneth demostraba su disgusto por lo mucho que se exigía de sus superioras.

—¿Dónde estamos?

—En los bosques más occidentales de Solamnia. Tu vahído te dejó en coma durante toda una jornada; a esa distancia se halla el frente.

—¿Triunfamos?

Huma no podía creer que las líneas se hubieran mantenido firmes.

—No, pero tampoco el enemigo. El desenlace fue como de costumbre. De no ser por la intervención de tu patrulla, los ogros habrían desarticulado las defensas de los caballeros. Fue una suerte que los hicierais fracasar. —La mujer enmudeció, absorta en sus cavilaciones, y cuando retomó la palabra cambió el tema—. No te conviene toda esta cháchara sobre la guerra. ¿Te apetece comer algo? No has probado bocado en los dos últimos días.

El soldado accedió a ingerir alimento. Sin embargo, se llevó un gran desencanto al ver que Gwyneth removía en un infiernillo un puré blanco y grumoso. Ella percibió su expresión y sonrió con aquella tibieza tan suya, antes de sacar la cuchara de la marmita y ofrecer su contenido al convaleciente.

—Su sabor no es malo —lo regañó de nuevo—. Vamos, ingiere un poco antes de negarte.

Sintiéndose avergonzado por estas reconvenciones, Huma abrió la boca para recibir la consistente sustancia. La muchacha tenía razón, el gusto de la pasta era mejor de lo que había previsto. Aunque estaba desganado, tomó unas cucharadas, más por no contrariar a su enfermera que porque su organismo necesitara nutrirse. Grande fue su satisfacción cuando se hubo agotado el fondo del pocillo.

También la doncella parecía complacida al posar el cuenco vacío.

—Lamento tener que dejarte, pero otros quehaceres me reclaman. Vendré a darte una ojeada siempre que pueda.

—Gracias otra vez —susurró él, y le tendió la mano.

Gwyneth vaciló, y Huma retiró la palma con la clara impresión de haber generado una situación embarazosa. Los salvó a ambos de mayores trastornos la presencia de Rennard, que acababa de asomar la cabeza por la cortinilla de la tienda. La curandera recogió su instrumental y salió a toda prisa. El caballero la contempló mientras partía, y luego se concentró en las palabras del capitán.

—El minotauro me ha informado de que estabas despierto y en plena recuperación. Me alegro de veras.

La monotonía que imprimió a su acento hizo que sus congratulaciones sonaran como si estuviera leyendo una lista de abastos, pero Huma supo valorar la franqueza. Al igual que Gwyneth, había captado sentimientos detrás de la perpetua indiferencia del oficial.

Rennard tenía la visera izada, y el soldado tuvo ocasión entonces de contemplar aquel rostro que otros detestaban.

Pero la visita de su superior era más importante que su físico; muchos de los que tanto lo criticaban habían sido incapaces de acudir a la cabecera de Huma o al menos interesarse por él.

—No bajes la guardia en ninguna circunstancia, Huma —le aconsejó el capitán, al mismo tiempo que se arrodillaba junto al camastro—. Ésos amagos de negligencia son uno de tus puntos flacos.

—Y también dejar que me aplasten el cráneo —apostilló el yaciente.

—Sí, ése es otro de los defectos que deberías corregir. —Distendió las comisuras de la boca en un símil de sonrisa—. Podría redundar en tu detrimento.

De no estar familiarizado con el humor extravagante de su superior, Huma se habría tomado en serio la advertencia.

—¿Por qué no me pones al corriente de las últimas noticias? —solicitó—. Gwyneth…

—¿La muchacha que te atiende?

—Sí —ratificó el soldado, con un delator balbuceo—. Ésa joven me ha contado que seguimos en tablas.

Rennard suspiró y se desprendió del yelmo. Reveló su acto una maraña de mechones color de escarcha apelmazados sobre su cuero cabelludo, ya que era uno de los pocos de la Orden que llevaba el pelo corto y sin trenzar en complicados peinados. Era asimismo una excepción en lo referente al mostacho, que en lugar de atusar y mimar se rasuraba todos los días. Nadie cuestionaba sus resoluciones, no dejaban de ser una proyección de su personalidad.

—De momento, no se vislumbran cambios trascendentes —contestó a lo que había apuntado su protegido—. Bennett afirma que la momentánea calma es una prueba fehaciente de nuestra próxima victoria, que las provocaciones han cesado porque las tácticas de Crynus de ataque a gran escala se han desbaratado. Nadie ha visto al Señor de la Guerra desde vuestra escaramuza, y el comandante incluso te ha dedicado algunas alabanzas. No te hagas ilusiones, lo ha hecho a su manera.

—¿Qué dijo?

—Te citaré textualmente su loa: «Gracias en parte a la asombrosa buena estrella de ese novicio, Crynus está malherido, incapacitado o quizá muerto».

Huma hubo de reconocer, en su fuero interno, que Bennett estaba en lo cierto. Había sido muy afortunado, y para colmo de males, no había sacado partido de su ventaja. Cualquier caballero auténtico habría aprovechado una oportunidad tan espléndida para destruir al enemigo.

—Intuyo lo que estás pensando —interrumpió Rennard el hilo de sus meditaciones—, y te ordeno que descartes tales despropósitos. Tu conducta es tan honorable, tan digna de un miembro de la hermandad, como la de ese engreído y sus compinches. Más aún, puesto que no has perdido de vista el mundo real.

El oficial se sumió en un tenso silencio, y el joven se giró hacia él para preguntarle:

—¿Cuántos días habré de guardar cama?

—Hasta que te hayas repuesto del todo. No te precipites, tus obligaciones pueden esperar. Prometo reservarte algún adversario.

—¿Qué opina el coronel Oswal?

Un espasmo de pánico azotó al soldado al evocar al vetusto caballero, que era para él el padre que nunca tuvo. Rennard, mientras, se incorporó y se ajustó el casco.

—Lo único que desea el Guerrero Mayor —declaró— es que tu restablecimiento sea rápido y sin trabas. Me ha pedido que te transmita su honda fe en tus facultades.

Era éste el método por el que el mandatario expresaba cuan orgulloso se sentía de Huma, un incentivo nada despreciable para el inseguro soldado.

—Descansa, amigo. Volveré en algún rato de asueto —se despidió el capitán.

Se fue, dejando al herido con la única compañía de sus cabalas. Había ocasiones en que el joven se convencía a sí mismo de que nunca llegaría a ser un caballero tan encomiable como Oswal, Rennard o incluso el infatuado Bennett. Recordó entonces la figura de Crynus, y dudó de que el sombrío personaje se molestara en fraguar su venganza contra un personaje que a sus ojos, y en verdad, era insignificante.

Unas pisadas amortiguadas muy cerca de la tienda absorbieron la atención del joven. A juzgar por lo ligero del sonido, se trataba de un animal, más probablemente un perro que un caballo. Una leve pestilencia se adhirió a sus ventanas nasales y oyó unos arañazos en la pared de lona, como si el intruso aquilatase su resistencia. La luz grisácea del exterior apenas concretó un vago contorno.

Un clérigo de Mishakal, uno de los poquísimos varones que habían abrazado este credo, entró en el habitáculo para inspeccionar las heridas y renovar los vendajes. La forma del otro lado de la lona se escabulló rauda, sigilosa, pese a lo imprevisto y precipitado de su huida. El hedor se disipó al punto.

—¿Sacerdote? —lo llamó Huma.

La mera vecindad del venerable sanador alivió al joven. Era bajito y rechoncho, con una solitaria greña que no congregaba más de una docena de cabellos en toda su cabeza.

—Mi nombre es Broderin —se identificó—. ¿Puedo ayudarte en algo?

—¿Merodean manadas de lobos por el campamento? —se aventuró a indagar el soldado, midiendo bien cada sílaba—. ¿Quizá perros de gran tamaño?

El llamado Broderin envaró la espalda como si hubiera de abalanzarse sobre él una fiera agazapada entre los pliegues de recia tela. Unos segundos más tarde, no obstante, reasumió su plácida postura y repitió:

—¿Lobos, perros? Hay algunos de estos últimos, pero no en las inmediaciones. En cuanto a los otros, esos salvajes animales nocturnos, mucho me sorprendería que se adrentaran entre las filas de los Caballeros de Paladine. —Chasqueó, nervioso, los dedos, y añadió—: No hay más lobos que los del flanco opuesto del campo aunque, desgraciadamente, en su mayoría pertenecen a la raza más inteligente. ¿A qué viene este interrogatorio? —frivolizó.

—Creo que he atisbado uno.

Ésta confesión desencadenó en el anciano un acceso de ansiedad. Pese a que su voz no sufrió exagerados quiebros, sus ojos se desorbitaron y empezaron a escrutar el entorno al estilo de los que detectan animales feroces por todas partes.

—Debes de haberte confundido, hijo mío —dijo—, o quizás el malestar te produce alucinaciones. Sí, ésa es la causa.

—No pretendo discutir, pero a mí me ha parecido de carne y hueso —discrepó Huma.

—Haré que alguien explore la zona. Cabe en lo posible que un mastín escapara de su jaula y se haya sentido atraído por el olor a comida.

El clérigo se volvió hacia otro yaciente, dando a entender al soldado que la conversación había terminado.

El convaleciente lo observó unos instantes y entornó los párpados. Su sueño fue placentero y reparador, excepto por una pesadilla en la que una cadavérica criatura lo perseguía a través del bosque. El cazador iba pegado a sus talones, mas nunca se dejaba ver.

Como ocurre con casi todos los episodios oníricos, al despertar lo había olvidado.