El adiós
En un principio, la guerra tenía que ser corta y definitiva. Takhisis, Reina de la Oscuridad y de los Dragones del Mal, había agrupado a sus hijos, esclavos, guerreros, magos y místicos en una gran fuerza colectiva. Su primordial objetivo eran los Caballeros de Solamnia, ya que veía en sus huestes el poder y el peligro que antaño representaran los elfos. Éstos últimos se habían convertido en la actualidad en una sombra de lo que simbolizaron décadas atrás, ya que su voluntario exilio del mundo había mermado su vigor. La soberana les prestaría la debida atención después de desembarazarse de la Orden solámnica.
Los caballeros contaban con sus propios aliados y, lo que era más importante, con la disciplina y la organización de que carecían las hordas leales a la diosa y monarca. Además, estos humanos consagraban sus vidas a Paladine, inveterado enemigo de Takhisis en la órbita celeste.
Se decía que era Paladine en persona quien había creado la hermandad. Verdadero o no este supuesto, lo que sí podía aseverarse era que Vinas Solamnus, el mandatario de Ergoth que se había rebelado contra la tiranía de su emperador, introdujo el Código y la Medida que habían de regir a sus soldados. Según la versión de este personaje, en su peregrinar se adentró en una arboleda de la isla de Sancrist, pasadas las costas occidentales de Ansalon, donde la divinidad lo aguardaba. En compañía de sus hijos gemelos, Kiri-Jolith y Habbakuk, Paladine inspiró al citado dignatario la formación de una poderosa tropa que ejerciera siempre el bien.
De Habbakuk nació la Orden de la Corona, emblemática de la lealtad. Todos los novicios ingresaban en esta sección para aprender mejor a actuar de manera concertada, ayudar a los compañeros y acatar fielmente el Código y la Medida.
De Kiri-Jolith, dios de la justa batalla, se derivó la Orden de la Espada. Quienes la escogían podían engrosar sus filas después de haber demostrado sus méritos como defensores de la Corona. El honor constituía el credo fundamental de un Caballero de la Espada. Nunca había de alzar su mano en un arrebato infundado de ira, nunca para satisfacer sus celos o sentimientos particulares.
Y, por último, Paladine dio origen a la Orden de la Rosa. Sus integrantes eran la élite, los humanos que tanto habían llegado a apreciar la obra del dios supremo, a comulgar con sus designios, que nada podía importarles más. La sabiduría y la ecuanimidad gobernaban sus existencias; entre sus componentes era casi siempre elegido el Gran Maestre, la figura que comandaba a todos en su globalidad.
Aunque no era así en tiempos de Vinas Solamnus, la Orden de la Rosa acabó transformándose en la de la realeza. Para ser ungido caballero, era imperativo aportar evidencias de una estirpe noble, y en la mencionada facción únicamente se admitía a los de más «pura» sangre. Nadie revocó nunca esta regla, pese a que atentaba contra todas las enseñanzas de Paladine.
El conflicto que asolaba Krynn se había estancado en un terrible punto muerto. Hombres, dragones, ogros, goblins: las bajas crecían, los carroñeros se alimentaban y las plagas encontraban el terreno abonado.
* * *
—Nunca habría creído que se pudiera caer en estos extremos.
Las lamentaciones del Dragón Plateado hicieron que Huma se percatase de la rapidez con que la destrucción iba a ensañarse en otra comarca hasta ahora indemne. Los heraldos, espeluznantemente reales, se materializaban por debajo del trío.
Sobrevolaban los límites de una región en la que los árboles añejos, orgullosos, habían sido arrancados tanto por dragones como por hechiceros de los bosques donde antes se arracimaran. Los campos no eran ya más que montículos de tierra removida y profusamente hollada, atestada de huellas de pisadas. Los muertos reposaban en cantidades incalculables, y, aunque se mezclaban ogros y caballeros, el jinete creyó discernir más contrincantes que allegados. Claro que quizá sus estimaciones eran fruto de una ciega esperanza.
El soldado palideció. Miró los cadáveres que yacían diseminados, y hubo de cerrar los ojos para recobrar la compostura.
—Ha sido una lucha superflua la que aquí se ha librado —le gritó Kaz en el lóbulo de la oreja. El minotauro había perdido el miedo gracias al gran interés que despertaba en él la contienda—. Crynus engulle pequeñas porciones del pastel, y los oficiales solámnicos le devuelven el favor con fútiles dentelladas. Nadie saldrá beneficiado en el reparto.
Éstas alegóricas declaraciones irritaron a Huma, si bien Kaz no podía evitar ser como era. Una confrontación significaba para él la oportunidad de estudiar la destreza y posiciones de los beligerantes; aunque estuviera involucrado de manera directa, ponderaría la estrategia, la táctica, y además lo haría en el mismo momento en que su hacha silbara en el aire. El dantesco espectáculo de la muerte en nada lo afectaba.
La hembra reptiliana se volvió hacia ellos para informarles:
—No podemos aterrizar aquí. Kyre no ha sido reclamado, al parecer, por ninguno de los bandos, y estos trigales no proporcionarán alimento a más familias.
—Acaso ese detalle —respondió el caballero con un pestañeo— nos dé una buena expectativa. Las líneas de abastecimiento de los ogros deben de sufrir grave detrimento, mientras que las nuestras se mantienen.
—Sí, pero el adversario posee una fuerza más considerable —se interpuso el minotauro.
Tan enfrascados estaban en la desolación y sus cambios de impresiones, que ninguno de los tres reparó en las sombrías formas que cabalgaban hacia ellos. Fue Kaz quien las distinguió primero. Zarandeó con energía el hombro del compañero, y éste giró la cabeza a fin de examinar el punto que le indicaba.
—¡Dragones! —previno el argénteo leviatán que los sostenía—. Por lo menos seis.
A medida que se aproximaban, se delimitaron con mayor nitidez líneas y colores. Era una escuadra de Rojos conducida, lo que no dejaba de ser sorprendente, por uno Negro. Incrédulo, Huma forzó el escrutinio y descubrió que no se había confundido: encabezaba la comitiva un animal de escamas azabache, a cuya grupa cabalgaba un jinete. Y también los otros reptiles transportaban cargas de análoga naturaleza.
—No puedo batirme contra todos —dijo el Dragón Plateado—. Saltad cuando planee bajo; luego trataré de despistarlos.
La hembra describió un vuelo rasante sobre las copas de los árboles, en una intentona de localizar un paraje adecuado donde desprenderse de sus protegidos antes de que sus letales congéneres los alcanzaran.
—Debéis lanzaros al vacío en el instante en el que yo os lo mande —impartió instrucciones—. ¿Estáis preparados?
—Me exaspera tener que rehuir una pugna, aunque ésta se desarrolle entre las nubes. ¿No podemos hacer nada, Huma?
El caballero apartó el rostro del hombretoro, que era quien había expresado sus resquemores, y dictaminó:
—No conviene inmiscuirse; actuaremos según nos ordenan.
—Como desees.
Pasaron por encima de lo que semanas atrás era una granja y ahora se reducía a un tosco rectángulo de ladrillos resquebrajados, a punto de desmoronarse. Más adelante se iniciaba el campo abierto.
—Voy a aminorar la marcha —rugió la voz del Dragón—. Tenedlo todo dispuesto.
Compuso una perfecta horizontal, y dio la señal.
Kaz tomó la iniciativa, soltándose como si una flecha se hubiera incrustado en su pecho. Las zarpas del reptil casi tocaron la tierra al ejecutar una sinuosa maniobra, un pequeño giro antes de dar la alternativa al caballero. Éste último se ladeó para el lanzamiento, y vaciló.
—¿A qué esperas? —increpó al joven su montura, nerviosa frente a la proximidad de los ominosos adversarios.
—¡No puedo dejarte sola!
—¡No cometas una locura!
—Es ya demasiado tarde —concluyó el humano.
Cada uno de los imponentes reptiles transportaba a una figura alta y siniestra, ataviada con una armadura negra, como de ébano, desprovista de adornos. Ocultaban sus semblantes tras las viseras de los yelmos. Huma no conseguía evaluar si se enfrentaba a hombres, ogros u otras criaturas.
El jinete del tremendo Dragón Negro, un ser de enormes proporciones que hacía que el caballero se sintiera como un enano, hizo un gesto a sus secuaces. Los Rojos se detuvieron, a la expectativa, mientras el Negro exhalaba un ensordecedor grito guerrero al ser azuzado en los flanchos por su Señor.
El encontronazo fue violento y tumultuoso. Los dos animales, profiriendo bramidos, entrechocaron sus garras hasta que una se hundió en el antebrazo del Plateado. Éste, a su vez, desgarró los pectorales del enemigo, abriendo en su carne tajos sanguinolentos.
El individuo de la negra armadura blandió su hacha de doble filo. Huma esquivó el ataque de modo mecánico. Enzarzados como estaban ambos animales, el humano pudo situarse en un ángulo que le permitía devolver la arremetida.
Los otros miembros de la escuadra permanecían en una agitada retaguardia, apenas capaces de refrenar el ansia de sus reptiles por irrumpir en la trifulca.
De pronto, el Dragón Plateado atrapó a su oponente en un ala, y el agredido, al notar el contacto de sus afiladas uñas, emitió un alarido de dolor. Se bamboleó hacia un lado el jinete del herido, descuidando la guardia y quedando expuesto a la estocada del caballero. En un arranque instintivo, éste apuntó bajo el hombro del contrincante y su filo cortó sin dificultad la fina malla, propulsado, además, por la furia del atacante. Gruñó el enigmático luchador de la armadura, y se derrumbó hacia atrás.
Un coro de voces, más o menos articuladas pero todas frenéticas, alertaron al Negro del accidente sufrido por su dueño. En un atolondrado forcejeo, el animal se desembarazó del argénteo.
Huma se recompuso a fin de recibir la embestida en masa que en buena lógica había de sobrevenir; pero, inexplicablemente, la escuadra no aprovechó su ventaja numérica. Los Dragones formaron un círculo alrededor del adalid y su maltrecho Señor, y, en silencio, se retiraron en la misma dirección de donde procedían. Bajo la estupefacta mirada del humano y la hermosa hembra, el enemigo huyó.
El caballero volvió a respirar tranquilo mientras el Dragón, por su parte, se estabilizaba. Sangraban todavía sus múltiples heridas, y Huma se preguntó si eran graves.
Como si quisiera responder a su interés, el majestuoso ejemplar se volvió hacia él y lo notó preocupado.
—¿Estás bien?
—Desde luego. Y tú, ¿necesitas auxilio? Ignoro si sabré aliviarte, pero puedo intentarlo.
En efecto, el soldado desconocía el tipo de tratamiento que requerían las llagas de un reptil. Éste, sin embargo, le evitó el compromiso al asegurarle:
—Me curaré a mí misma, eso no es problema. Lo único que preciso es descanso. De todas maneras, lo que me trastorna no son las cuestiones prácticas, sino las singulares circunstanciaste esta batalla. No nos hemos tropezado con una simple patrulla. No acierto a desentrañar el enigma, pero creo que se trata de una señal.
Huma asintió.
—Debemos recoger a Kaz —determinó— y presentarnos ante el coronel Oswal. Es urgente informarle de lo acaecido.
El reptil de escamas de plata ojeó el panorama terrestre, y atisbo algo que le arrancó una cínica sonrisa.
—Al parecer, tenemos más visitantes —comentó—, unos que no aceptarán de buena gana a un minotauro en sus filas.
También el jinete los vio. Eran Caballeros de Solamnia, aproximadamente una veintena de hombres de su misma Orden. El Dragón estaba en lo cierto, sus hermanos eliminarían a Kaz aun a costa de las tres o cuatro vidas que, sin duda, habrían de sacrificar en el conflicto.
La proyectada víctima, bien escondida en el ruinoso carromato de un granjero y ajena al peligro que la amenazaba por la espalda, se incorporó para avisar de su paradero a Huma y al animal. Aunque el minotauro hubiera pasado inadvertido al grupo solámnico, el aterrizaje del Dragón no dejaría de llamar su atención. Pero no hubo que aguardar tanto. Un miembro de la patrulla distinguió la cabeza bovina y dio la alarma a sus colegas, que emprendieron la carga de inmediato. El mestizo se volvió al oír el griterío y, tras unos segundos de indecisión, esgrimió en franco desafío el hacha que todavía conservaba. Se desenvainaron las espadas, se equilibraron las lanzas. El combate era inminente.
A Huma sólo se le ocurrió un plan viable, que se apresuró a confiar a su acompañante. La hembra reptiliana se avino: exhaló un clamor, y los guerreros levantaron perplejos las miradas, de tal suerte que sus ordenadas formaciones se sumieron en un caos, olvidada toda actividad para admirar al magnífico habitante de las alturas. Sacando partido del desconcierto, el animal bajó en picado por detrás de Kaz y atenazó sus hombros. El hombretoro, mudo de terror, soltó su pertrecho al ejercer presión las zarpas e izarlo del suelo. Los caballeros tiraron de las riendas de sus equinos encabritados, satisfechos ante lo que ellos interpretaron como la muerte de un abyecto salteador.
El minotauro, superado el pasmo inicial, se entregó a una retahíla de maldiciones que habrían hecho palidecer a una cuadrilla de los peores bandoleros. Pero estaba impotente en las garras del reptil, así que tuvo que conformarse con su destino. Una vez que hubo interpuesto una distancia prudencial, la fingida aprehensora depositó a su presa suavemente y tomó tierra en las cercanías.
Huma descendió del lomo del Dragón y corrió junto al rescatado. De no haberle jurado fidelidad, el humano estaba convencido de que Kaz lo habría matado allí mismo. Un fuego intenso ardía en sus cuencas oculares, y sus repetidos resoplidos denotaban una cólera ilimitada.
—Nada de luchas —exigió el caballero.
—¡Me aniquilarán! —se rebeló el otro—. Permite al menos que me defienda antes de morir, no me pidas que los afronte con los brazos caídos como uno de esos inútiles enanos gully.
Muy sereno, con un aplomo que ni él mismo imaginaba poseer, el soldado reiteró su tajante prohibición.
—He dicho que nada de luchas.
El minotauro suspiró y, aunque remiso, se sometió a la voluntad de su oponente.
—Volcaré mi fe en ti, ya que me has salvado la vida en dos ocasiones.
¡Otra vez aquella odiosa manifestación de gratitud! El caballero refunfuñó, indignado y, dando media vuelta, observó cómo la reorganizada patrulla avanzaba con recelo hacia el trío. El cabecilla, el único al que parecía dejar impertérrito la vecindad del apabullante Dragón, hizo un alto y se inclinó hacia adelante para estudiar al joven.
—Después de todo, veo que Bennett no se ha deshecho de ti —declaró.
El tono de aquella voz, sus mismas palabras, identificaban al personaje sin margen de error.
—¡Rennard! —lo reconoció Huma, un poco tardíamente.
El capitán alzó la visera, y se propagó entre sus seguidores un murmullo que delataba malestar. El rostro del superior estaba lívido, y cuando hablaba apenas se grababan en sus facciones las muecas propias de cualquier criatura viva. Quizá fue un hombre atractivo en el pasado, pero su apostura había sido borrada en plena juventud por el azote de la peste. Su tez era macilenta, el óvalo de su semblante, anguloso, y algunos de sus detractores afirmaban en una chanza malintencionada que Rennard había muerto a consecuencia de la plaga y no se había dado cuenta. Tan punzantes bromas, naturalmente, se intercambiaban en privado. Nadie habría osado hacerlas en su presencia.
Huma se alegró de haber coincidido con el capitán. Éste último lo había puesto bajo su custodia desde el día en que llegó a Vingaard para hacer su solicitud de ingreso en la hermandad. Lo había apoyado cuando los otros aconsejaron rechazarlo, basándose en la incierta cuna de aquel muchacho que reclamaba su derecho a suceder a su progenitor sin que ni siquiera su madre pudiera demostrar que había sido caballero.
Los componentes de la patrulla ya se habían liberado del abrumador influjo del Dragón, y escrutaban a Kaz con patente sospecha. Circularon entre ellos todo tipo de especulaciones, ya que no comprendían qué podía hacer en estos confines un ente tan raro como un minotauro. Rennard hizo que se destacara uno de los jinetes, y le ordenó:
—Atad al hombre-toro. El coronel Oswal lo acogerá con sumo interés y se ocupará de averiguar por qué está tan lejos de la acción.
Kaz reculó unos pasos con los puños cerrados.
—¡No os atreváis a ponerme las manos encima! Aquél que lo haga no tendrá una segunda oportunidad.
Uno de los que había designado el capitán, desenvainó la espada y, desencajado por la rabia, lo insultó:
—¡Bestia insolente! No vivirás lo bastante para lastimar a nadie.
—¡No! —se interpuso al fin Huma, colocándose delante de Rennard—. No es nuestro enemigo. Escapó de los ogros, y cuando topé con él era prisionero de una banda de goblins. ¡Mató a uno de esos monstruos para salvar vidas humanas!
Algunos de los soldados criticaron la candidez de su colega, que achacaron a su juventud, y éste sintió cómo sus pómulos se teñían de rojo.
Kaz lanzó uno de sus significativos soplidos. Cualquier insinuación sobre la incapacidad del caballero era un agravio también para él, puesto que le debía nada menos que su propia existencia.
—¿Éste es el famoso concepto del honor de las tropas solámnicas? ¿Así tratan a uno de los suyos? Temo que me he equivocado al asumir que erais tan justos como los de mi raza.
El hombre que había enarbolado su acero empezó a espolear a su corcel.
—¡Haré rodar tu cabeza, minotauro!
—¡Ni lo sueñes! Cálmate, Conrad.
El soliviantado caballero quiso dominar a Rennard con las llamas de sus pupilas, pero, como ocurriera ya antes en un centenar de enfrentamientos, fue el oficial quien venció. Nadie podía resistir el examen de aquellos glaciales ojos azules.
—Nada existe que podáis argüir contra la ecuanimidad de Huma —aleccionó a la patrulla—, y me disgusta tener que recordároslo. Comportaos como lo que sois, en lugar de hacerlo a la manera de los mezquinos moradores de Ergoth o los presuntuosos elfos.
Los oyentes callaron, aunque no les complacía precisamente que los regañaran como a niños. Al capitán poco le importaba: la única persona susceptible de avivar la fibra sensible de Rennard era Rennard.
—El minotauro queda bajo tu entera responsabilidad, Huma —anunció a su pupilo—. Estoy más familiarizado con los de su raza que este hatajo de ignorantes, así que si promete acompañarnos en paz no exigiré otra garantía.
El joven consultó a Kaz y, sin que mediara diálogo entre ambos, éste pasó revista a la tropa en su conjunto y al ajado oficial en particular. Tras considerar el generoso ofrecimiento, el hombretoro accedió.
—Os seguiré sin armar revuelo y acataré los criterios de Huma en todo asunto. Empeño en ello mi palabra.
Había en la formulación de esta frase una velada censura a los caballeros por no confiar en su probo hermano. Reinaba en el grupo un obvio azoramiento, debido tanto a la vergüenza como al desasosiego que les producía el hecho de que un cautivo de tamaña fuerza viajara a su lado. El Dragón Plateado los espiaba a todos con una beatitud rayana en la burla. El rostro de Rennard era una máscara impávida, aunque Huma adivinó que en el fondo le divertía que un minotauro hiciera sonrojar a sus hombres.
El jefe de la patrulla señaló hacia atrás con el pulgar.
—Nos sobran algunos caballos, que requisamos a un par de kilómetros de aquí y pensábamos utilizar de refresco. Uno es lo bastante corpulento como para soportar al minotauro, o al menos así lo espero. Cuando hayáis seleccionado los que más os convengan, venid los dos a primera línea. Tenemos mucho que discutir, caballero Huma, no me cabe la menor duda de que has de comunicarme nuevas trascendentes.
Los otros soldados abrieron un hueco y les flanquearon el paso. Había cinco equinos de refuerzo, cuatro de guerra y uno de tiro, al que, a juzgar por su magra apariencia, debió de abandonar su amo. Tanto éste como un par de los otros resultaban inadecuados para la monta. Si los habían recogido, era porque su carne todavía era comestible. El más alto y robusto, el único acoplable al peso del macizo minotauro, piafaba sin cesar, mas su carácter díscolo no arredró a Kaz. Huma eligió un ejemplar de pelambre gris y enseguida se encariño con él. Después de montar, se unieron a Rennard.
El joven caballero inspeccionó la desolación circundante e inquirió:
—¿Qué ha pasado aquí?
La ausencia de emoción en la respuesta del capitán, la frialdad, que ribeteaba el timbre de su voz, prestaron a su discurso un cariz fantasmal.
—¿Qué es lo que suele pasar, Huma? Los magos libran sus propias luchas y desgajan la tierra, no dejando sino rocas y cráteres a quienes viven vinculados a ella. Los dragones queman, congelan o agostan las últimas regiones fértiles y verdes que se han salvaguardado, de tal modo que, al entrechocar sus aceros las tropas rivales, poco hay que valga la pena custodiar.
El tema de los hechiceros era traumático para el oficial, sin que nadie hubiera averiguado la razón. Huma nunca lo mencionó a su amigo Magius, por no enajenarlo y distanciarse así de uno de sus escasos héroes.
—¿Hemos perdido? —preguntó.
—Digamos que quedamos en tablas. La conflagración se ha trasladado al norte, aunque hemos sido enviados en esa dirección para asegurarnos de que la retirada del enemigo no es fingida. Nos disponíamos a regresar cuando os vimos.
La hembra plateada, que se había mantenido todo el tiempo en un discreto segundo plano, intervino en ese momento.
—¿No habéis visto a dragones con jinetes en vuestra exploración?
—¿Dragones con jinetes? —repitió el capitán, como si necesitara cerciorarse de haber oído bien.
Los caballeros que lo escoltaban, por su parte, adoptaron rígidas posturas.
—Media docena. Los hombres iban vestidos de negro y gobernaban reptiles Rojos excepto el cabecilla, que cabalgaba a lomos de una inmensa criatura de escamas azabache. Parecían realizar un vuelo de reconocimiento hasta que nos avistaron. Traté de distraerlos, pero tu valiente congénere se obstinó en participar en el combate.
Parapetados como estaban casi todos los semblantes detrás de las viseras, Huma no logró discernir las reacciones de sus hermanos. Algunos asintieron levemente en señal de aprobación, otros lo calificaron, entre cuchicheos, de temerario. Rennard, ajeno a sus seguidores, se sumió en ceñudas meditaciones.
—Un colosal Dragón Negro, ¿no es así? —recapituló.
—En efecto —ratificó la hembra—, y de aspecto joven. El Señor que lo conducía optó por la liza singular; aceptamos sus condiciones y, de repente, sucedió algo extraño. Huma le infligió una grave herida y el contrario hubo de renunciar; pero, en lugar de vengarse, los otros cercaron a la enlutada figura como si la protegieran. De acometernos todos a una, nos habrían despedazado. No entiendo su conducta.
Como era típico en él, el capitán continuó inmutable. Era imposible calibrar hasta qué extremo lo perturbaba esta historia. Cuando despegó de nuevo los labios, se diría que se había borrado de su memoria el relato del espléndido animal.
—No puedo por menos que agradecerte el servicio que has hecho a uno de mis hombres. ¿Piensas integrarte en mi grupo? —invitó al Dragón—. No soy una autoridad en materia de heridas reptilianas, pero si pueden contribuir a tu mejoría las sacerdotisas de Mishakal, rogaré que te examine alguna de las que viajan junto al grueso del ejército.
El Dragón flexionó las alas —lo que suscitó cierta zozobra en caballeros y caballos—, y rehusó con gran cortesía.
—Mi talento innato bastará, eso y un poco de reposo. Y, ahora, debo partir al encuentro de mis parientes. Es más que probable que vuelvan a cruzarse nuestros destinos —se despidió, dedicando este augurio más a Huma que al oficial—. Ha sido fascinante trabar relación contigo incluso en tan corto período —agregó, dirigiéndose inequívocamente al soldado—. Que la suerte, y la sabiduría de Paladine, guíen tus pasos.
Sin otros preliminares, el argénteo ejemplar se elevó en el aire. Los presentes hubieron de entornar los párpados a causa de la polvareda y, una vez que se hubo asentado ésta, no columbraron sino una pequeña mancha que se difuminó entre las nubes ante su todavía aturdido escrutinio. Rennard sujetó entonces las riendas de su corcel, contó a los hombres que estaban bajo su mando personal —entre los que se hallaban Huma y Kaz— y emprendió la marcha. No impartió órdenes, ni tampoco las esperaban sus subordinados. Todos se limitaron a imitarlo, los dos recién llegados tras los talones del capitán de la patrulla.
Habían recorrido ya un trayecto considerable, cuando el oficial conminó a sus dos nuevos esbirros a situarse en sus flancos. Éstos obedecieron raudos.
—¿Habías tenido noticia de esos jinetes a los que se ha referido el Dragón antes de la pelea, Huma? —indagó, fija la mirada en el camino.
—¿Debería ser así?
—Quizás. ¿Y tú, minotauro…?
—Mi nombre es Kaz —le interrumpió éste, hastiado de que lo tratasen como a un ser anónimo.
—Sea, Kaz. ¿Conoces a esos individuos?
—Pertenecen a la Guardia Tenebrosa —informó el hombre-toro—, y sirven al mago renegado Galán Dracos y a Crynus, Señor de la Guerra.
—¿Podrías hacerme un retrato verbal del llamado Crynus?
—No muy exacto —se disculpó el interrogado—. Tiene una prodigiosa estatura, aunque son muy escasos los que gozan del privilegio de su proximidad y no he conseguido determinar si es ogro, humano u otra cosa. Posee unas dotes únicas para la estrategia, y su maestría le permite, además, exponerse a riesgos insospechados. Su cabalgadura favorita es…
Kaz abrió desmesuradamente los ojos, y enmudeció.
Los rasgos de Rennard se ensancharon en una sonrisa turbia, maliciosa, que constituía un espantoso espectáculo enmarcada en su faz cadavérica. El oficial se encaró con Huma y le reveló:
—Aunque tu amigo no ha concluido, iba a agregar que el animal predilecto de Crynus es un descomunal Dragón Negro llamado Charr. Ambos están muy compenetrados, compartiendo la obsesiva manía de atraer el peligro. Así pues, el combate cuerpo a cuerpo es una actividad de la que disfrutan a pleno pulmón siempre que pueden practicarla.
—Y yo me he batido con ellos —gimió el caballero, atónito por haber sobrevivido a una lid contra el mismísimo Señor de la Guerra.
También su adversario vivía, caviló de pronto, pese a que la estocada que le clavara había dado en el blanco. Era inevitable que, tras aquella humillante derrota, el mandatario lo persiguiera. Tenía que reivindicar su bravura, su honor, y saldar cuentas con el que él debía de juzgar un mequetrefe.
No se conformaría con equilibrar la balanza. Lo mataría.
—Según ciertos rumores, Crynus se toma las trifulcas a título personal —apuntó Rennard con aire desenfadado.
Urgió a su caballo a ponerse al trote y los otros también se apresuraron, temerosos de quedar rezagados. Ni siquiera cuando avanzaron al galope iban lo bastante deprisa para Huma, que no cesaba de mirar de soslayo al cielo.