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Huma, Kaz y un Dragón Plateado

Los dos viajeros no pudieron llegar muy lejos sin verse forzados a descansar. Huma todavía tenía molestias por culpa de su accidente, y Kaz no se había recuperado de los efectos de la droga que agregaran los goblins a su comida después de capturarlo.

—Fui un estúpido —se denostó a sí mismo—. Me atraparon cuando dormitaba como un recién nacido y me embroquetaron a la manera de un conejo. Por suerte, no figura entre mis defectos el de tratar de enfrentarme a dos lanzas que me atenazan al suelo. Ni siquiera los goblins habrían fallado a tan corta distancia.

El minotauro se rio de su comentario, pero Huma no lo encontró divertido.

Ambos convinieron en detenerse en una loma que les proporcionaría cierto grado de protección, aunque al caballero lo inquietó la semejanza del lugar elegido con el emplazamiento de la primera patrulla de saqueadores. En cualquier caso, era preferible al campo abierto. El joven no debía preocuparse sino de mantenerse despierto el tiempo suficiente para alertar a su compañero a la hora del cambio de guardia.

Conversaron un rato, acaso porque a ninguno lo seducía la idea de abandonarse al sueño. Huma disertó acerca de su hermandad, las creencias básicas y la organización que la regían. Kaz, su oyente, halló interesantes a los Caballeros de Solamnia. Lo asombraron algunos aspectos de su personalidad, especialmente su hondo respeto por el concepto del honor.

Cuando le tocó el turno, el hombretoro no se extendió en detalles sobre su pueblo. Eran grandes navegantes, tal como se afirmaba, pero en la actualidad los ogros los controlaban y habían influido en sus costumbres. Aún celebraban torneos en los que se ascendía de rango al derrotar al contrincante, si bien los invasores eran poco aficionados a sus fiestas e introducían cambios más acordes con su carácter. Debido a estas y a otras imposiciones, Kaz había concebido un odio sin límites contra sus supuestos superiores antes de ajusticiar al capitán. A su juicio, nada había peor que la servidumbre frente a criaturas de una raza hermana.

La perspectiva de confiar su vida a aquel gigante desazonaba al soldado solámnico. Había comprobado cuan salvaje podía volverse el minotauro. Él nunca habría desnucado a un rival con la eficiencia y el ansia con que lo hizo el entonces cautivo. Sin embargo, estaba seguro de poder dar crédito a la palabra que el otro había empeñado. Su debate, preñado de recelos y reprimendas, se prolongó hasta que el agotamiento hizo presa en él. Se zanjó en tablas, en punto muerto.

Transcurrió la noche sin percances, y tranquilas fueron también las primeras horas de la mañana. Ingirieron para desayunar las exiguas provisiones que le quedaban a Huma, ya que un breve escrutinio a las bolsas de los goblins había borrado de su ánimo todo deseo de aprovechar las raciones que éstos portaban y, por añadidura, los nuevos compañeros ignoraban si habían sido manipuladas.

Hacía un tiempo desapacible. De madrugada se levantó un viento helado, y el caballero se alegró de vestir prendas almohadilladas debajo de la armadura. A Kaz, por su parte, no lo afectaba el frío; pertenecía a una especie de exploradores, marineros y mercenarios, y en su patria reinaban las bajas temperaturas durante los meses invernales. Desnudo el pecho, sin calzar botas, el minotauro avanzaba con absoluta complacencia. De haber estado obligado a caminar descalzo, el humano tendría ahora las plantas sanguinolentas, llenas de arañazos y ampollas. El terreno había sufrido estragos en la guerra, era rugoso y yermo. A mediodía, Huma distinguió unos jinetes en lontananza. No iban en dirección de los dos aventureros, y se difuminaron a los pocos segundos, pero el joven aseveró que se trataba de una avanzadilla de tropas y que cabía en lo probable que se tratara de Caballeros de Solamnia. De ser así, todo indicaba que la columna —o una parte de ella— esperaba en las inmediaciones.

Kaz no estaba tan convencido respecto a la identidad de los jinetes. Dado que se hallaban a pocos kilómetros del frente, podía ser cualquiera de los grupos en litigio.

—Cierto —admitió—, sus perfiles parecían de hombres o elfos, pero podrían ser miembros de los ejércitos de Takhisis. Nunca has visto a la Guardia Tenebrosa, la élite de las huestes del Señor de la Guerra, ni tampoco a los renegados. Su constitución no difiere de la tuya aunque estén a las órdenes del Mal.

—¿Quiénes son los renegados? —inquirió Huma, desconcertado frente a esta palabra que el otro ya había mencionado en una ocasión.

—Hechiceros que no han pasado por la escuela, magos locos. Todos ellos, de una manera u otra, han eludido integrarse en las órdenes arcanas, si bien debo puntualizar que algunos no son perversos. Se rumorea que uno, poseedor de gran poder, ha sellado un pacto con la Reina de la Oscuridad, y que la soberana, en su desesperada sed de triunfo, ha despachado en su favor a los Túnicas Negras.

Magia: el soldado conocía mejor sus entresijos que cualquiera de sus compañeros. Se había criado en su presencia, su amigo más íntimo había abrazado esta vocación. Desde el principio, Magius le había anunciado que algún día sería un hechicero de grandes facultades, mientras que él mismo se había inclinado hacia la dignidad caballeresca que según su madre le correspondía por herencia.

Pensar en Magius indujo al joven a recordar sus años de adolescente, años que, aunque entrañables en ciertos aspectos, habían dejado en su talante una nota de amargura e inseguridad. Hacía lustros que no se tropezaba con su viejo amigo, desde el día en que éste completara sus estudios de autodidacto y entrase en la Torre para someterse a una especie de prueba que decidiría su futuro. En aquellas mismas fechas, Huma tomó su propia resolución, partiendo en busca de los Caballeros de Solamnia para solicitar una plaza en sus filas.

Desechó raudo tales recuerdos, y prosiguieron su marcha. Kaz escrutaba continuamente el horizonte, pese a que el paisaje no le resultaba familiar. En un punto, dio media vuelta e indagó:

—¿Son así todas las tierras donde residen los humanos?

—¿Nunca habías contemplado nuestros dominios?

—Sólo las regiones más desérticas. ¿Dónde iban a confinarnos los ogros sino en las peores posiciones? —se lamentó el minotauro—. Ten presente que ellos prefieren prescindir de nosotros antes que de los goblins. No confían ni en unos ni en otros, pero saben que a estos inútiles pueden manejarlos.

Huma manifestó su comprensión asintiendo, y explicó:

—Todavía quedan lugares que no han sido deteriorados por la guerra, aunque van menguando a medida que el conflicto se recrudece. Allí donde se erigía mi hogar es ahora un paraje devastado como el que recorremos.

Tales descripciones invocaron una oleada de recuerdos, así que el caballero se conminó a concentrarse en la senda y dejar atrás el doloroso pasado.

—Tenemos compañía —le advirtió Kaz, y apuntó con el mentón hacia adelante.

Huma entrecerró los ojos para forzar la vista y vislumbró a más de tres docenas de figuras, todas humanas, que iban hacia ellos. Sobrevivientes, adivinó, habitantes perdidos de algún pueblo que huían con dos desvencijados carromatos tirados por animales medio muertos, bajo el gobierno de hombres que no se hallaban en mejores condiciones. También había mujeres en el deprimente cortejo, e incluso un par de niños. Al aproximarse, el caballero se percató de que los desconocidos lanzaban al bovino miradas de mal augurio.

—Debemos ser cautos, Kaz.

—¿Frente a estos campesinos patéticos? —se burló el aludido—. No te preocupes, yo me encargaré de ellos.

Estiró el brazo para agarrar el hacha atada a su espalda, pero el joven lo retuvo.

—¡No! —lo censuró—. Eso sería un asesinato.

El habitualmente rápido guerrero titubeó. La mente de un minotauro funcionaba de manera muy distinta de la de un humano. Kaz detectaba una amenaza, había enemigos más que suficientes para abatirlo si no reaccionaba, y en su mundo no se aceptaba el compromiso: o se vencía o se moría. Huma permaneció inmóvil, pues no deseaba luchar contra Kaz, pero tampoco podía consentir que su acompañante embistiera a aquellos pobres refugiados.

Aunque el gigante bajó la mano, el daño ya estaba hecho. Los desheredados sólo vieron el desafío de un monstruo, y ya habían sido testigos de la destrucción de sus hogares y la matanza de amigos y familiares. Su sentimiento de impotencia había ido en aumento, sin paliativos, y ahora un minotauro solitario, que representaba todo cuanto de maléfico hay en el universo y en el que se condensaba su sufrimiento, les obstruía el paso.

Varios hombres y mujeres echaron a andar, convertidos en una plebe harapienta y fantasmal. Estaban pálidos y asustados. Su gesto era un suicidio, alimentado por el anhelo de atacar antes de perecer.

A Huma lo trastornó el espectáculo de aquellos muertos vivientes. Aperos de labranza, cuchillos, cuerdas y artículos domésticos se recortaban como armas, mientras Kaz se afianzaba en su puesto.

—Si adelantan un poco más, atacaré, sin importarme lo que tú opines. No moriré en sus manos porque les tengas lástima —declaró el coloso.

Las pupilas de este último brillaban, enteladas bajo una película sanguinolenta que revelaba su predisposición a actuar. El caballero se interpuso y, enarbolada la espada frente al cortejo, bramó:

—¡Deteneos! Nadie pretende lastimaros.

Fue un intento fruto de la angustia, un arrebato de resultado previsible. La hostil turba hizo un alto, mas únicamente para deliberar sobre lo que debían hacer con el joven caballero que interfería en sus designios.

—Apártate —ordenó uno, un anciano de cabello cano que marchaba al frente de la columna de refugiados. Un parche le cubría un ojo, y la mancha rojiza que lo empañaba delataba una herida reciente. Su piel estaba cuarteada y los mechones de pelo, escasos y apelmazados, se le adherían al cuero cabelludo—. Es a él a quien queremos, no a ti. ¡Ha de pagar por lo que ha hecho!

—No será a vosotros —se obstinó Huma—. No os ha puesto las manos encima.

Una mujer algo mayor que el soldado, ajada pero con los vestigios de una marchita belleza en su rostro, escupió sobre él.

—¡Es uno de ellos! —le opuso—. ¿Qué más da que eliminara a mis vástagos o a los de otro? Las iniquidades que no haya hecho aquí las habrá cometido en lugares semejantes.

Era prolijo todo este razonamiento. No escucharían a Huma y, aunque accedieran a dejarlo hablar, el joven no mitigaría los horrores que habían experimentado. Kaz era el único que apagaría su rencor.

Agobiado, el caballero blandió su acero. Se levantaron murmullos y los menos osados recularon, pero la supuesta traición de un soldado solámnico a su propia raza era más de lo que una minoría podía tolerar. Encabezado por ésta, el gentío volvió a avanzar no sólo hacia el minotauro, sino también hacia el hombre.

Detrás del segundo amenazado, su macizo compañero desligó las trabas del hacha.

—Nada has de temer, Huma —lo alentó—. Los aplastaremos.

Había euforia en estas frases, más de la que el joven apercibiera en sus anteriores intercambios.

Ni siquiera la portentosa imagen de un enfurecido minotauro aferrando un arma de tal calibre desanimó a los campesinos. Se irguieron diversos pares de brazos flacos, descarnados, de los que colgaban jirones de tela. Algunos estaban inermes, pero todos acometerían con la fuerza de su ira incontenible.

Huma retrocedió unas zancadas, inmerso en sus cavilaciones. ¿De verdad mataría a aquellos infelices para proteger a alguien que había sido un adversario dos días atrás? Ningún caballero incurriría en tan absurdo proceder, no le cabía ninguna duda al respecto, y sin embargo no podía abandonar a Kaz a su suerte.

—¡Escapa! —le pidió al minotauro.

—Demasiado tarde —replicó éste—. Te despedazarían por haberme ayudado. Juntos resistiremos, no hay más remedio que combatir.

Era lo último que el joven deseaba, pero no existía otra posibilidad. O se hacía a un lado y entregaba al hombretoro, una cobardía indigna de sus principios, o aguantaba y se enfrentaba a quienes había jurado defender, otra ignominia pero menos grave en las presentes circunstancias.

Un viento surgido de la nada azotó los contornos a su espalda. La turba se paralizó, y, al observar que todas las miradas confluían en las alturas, Kaz alzó también la suya.

—¡Un Dragón! —proclamó, con evidente disgusto.

En el momento en que Huma se volvía, una nube de polvo enturbió su visión. Invadieron sus tímpanos los aleteos sucesivos de unas tremendas alas, signo inequívoco de que el reptil se preparaba para aterrizar. Se dibujó en su mente la efigie de un mortífero Dragón Negro o quizás un inefable ejemplar Rojo, resuelto a aniquilarlos a todos. Su espada resultaría menos que inútil.

Antes de que se asentara la polvareda, Kaz cargó. El hecho de que el animal fuera adepto a la Luz o a las Tinieblas le tenía por completo sin cuidado, su final estaba sentenciado en ambos casos, así que tan sólo lo movía la esperanza de infligirle un pequeño castigo previo a su propia destrucción. Exhaló un grito de guerra en su carrera, y el hacha giró enloquecida alrededor de su cabeza. Huma consiguió vislumbrar al leviatán en el instante en el que el hombretoro se abalanzaba.

—¡No! —vociferó, al mismo tiempo que izaba la mano para reforzar su quizá tardía advertencia.

La energía vital de un minotauro era impresionante. Incluso se decía que un acero accionado por sus garras podía dividir, de un certero tajo, los peñascos en dos mitades. De haber atacado, Kaz podría haber hecho honda mella en el adversario. El desenlace fue otro: el gigantesco luchador interrumpió su hachazo en el aire y debido al impulso, desmedido como todo en él, cayó de bruces al suelo, bajo la no menos avasalladora mandíbula del Dragón.

El reptil examinó fugazmente al tendido agresor y posó los ojos, con mayor detenimiento, en el humano. Huma le devolvió el escrutinio. En su calidad de caballero, estaba acostumbrado a las idas y venidas de los Dragones de la Luz, que ejercían las funciones de guardianes y emisarios, pero nunca había tenido a uno a tan escasa distancia.

Era alto y de elegante apariencia. Revestían la totalidad de su cuerpo superposiciones de escamas plateadas, y sus pupilas resplandecían en destellos casi tan cegadores como el sol. Supo de manera instintiva que era una hembra, pese a que habría encontrado serias dificultades para argumentar en qué se basaba. Las quijadas del animal sobrepasaban la longitud de su brazo, y poseía unos dientes tan afilados que podría haberle arrancado la cabeza de una dentellada. El fino hocico terminaba en una ahusada punta.

La voz del animal, en disonancia con el tamaño, destilaba sonidos melodiosos, casi suaves.

—Un Caballero de Solamnia —observó—. ¿Qué haces aquí, tan lejos de tus colegas? ¿Te has destacado para rastrear a ese ser inmundo? Puedes estar tranquilo, el minotauro no irá a ninguna parte mientras lo sujete el poder de mi voluntad.

Huma depuso su arma. La turba se había retirado a un segundo plano, aunque ninguno de ellos corría peligro.

—¿Te ocurre algo? —preguntó el Dragón, con una incertidumbre muy legítima, a la vista de la actitud pesarosa de su interlocutor. Era ostensible que la plateada criatura se interesaba por el joven.

—Por favor —suplicó éste—, no le hagas daño. No es el vil enemigo que supones.

Los centelleantes globos oculares de la hembra traspasaron al caballero, acaso en busca de una respuesta a su curiosidad.

—¿Por qué quieres que respete la existencia de este engendro? —insistió en demostarlo—. ¿Tiene información que debes sonsacarle? Yo puedo obligarlo a confesar sin apenas esfuerzo.

Aguardó el Dragón con la paciencia de quien mide el tiempo por centurias, no por minutos.

—Es mi compañero —se sinceró al fin Huma—. Ha desdeñado el Mal que envuelve a los adoradores de la Reina Oscura.

Si alguien le hubiera dicho al soldado que la faz de un Dragón era capaz de rebosar emociones humanas, como por ejemplo la sorpresa, se habría mofado. No obstante, tal era el caso. Permaneció callado mientras el leviatán digería tan insólito comunicado.

—El minotauro estaba presto a arremeter contra mí; no creo llamarme a engaño si afirmo que su propósito era menoscabar mi integridad física. ¿Cómo se justifican, pues, tus ruegos de clemencia?

—Debes tener fe en mi palabra, carezco de pruebas —repuso Huma.

El animal sonrió; pero, en los de su especie, incluso la jovialidad era temible. El coronel Oswal comparó en una ocasión la mueca de un dragón a la del zorro un segundo antes de saltar sobre la gallina.

—Disculpa mi reticencia, Caballero de Solamnia —musitó al rato—, pero no todos los días topa una con un minotauro que lucha junto a alguien de tu estirpe.

—No me has ofendido.

—¿Qué hago con ellos?

La hembra reptiliana se refería a los campesinos.

Huma no se giró. Todavía recordaba su indecisión y las secuelas que de ella podrían haberse derivado.

—Su ira y su miedo son naturales. Han padecido mucho, nada tengo en su contra —dictaminó el noble joven.

El monumental Dragón mostró su aquiescencia torciendo el sinuoso, interminable cuello. Acto seguido, impartió instrucciones al grupo.

—Habéis equivocado la ruta. Desviaos hacia el suroeste; en esa dirección, hallaréis sacerdotisas de Mishakal que curarán a los heridos y os darán abastos. Transmitídselo así a quienquiera que os crucéis en el camino.

No hubo discrepancias, algo que el caballero agradeció en el fondo de su corazón. Una vez que los refugiados se hubieron alejado por la senda correcta, la hembra reptiliana estudió a Kaz con un desprecio que no se molestó en soslayar.

—Si devuelvo la libertad al toro, tú serás responsable de su bienestar —avisó a Huma—. Aborrezco a los de su especie tanto como esos infortunados.

—No puedo garantizarte que no monte en cólera cuanto lo sueltes —vaciló el caballero—. Se deja arrastrar por sus pasiones.

—Uno de los rasgos más característicos del temperamento de su raza —corroboró el reptil—. Si no se desahogaran matándose unos a otros en sus torneos de fuerza y rango, haría ya décadas que habrían arrasado Ansalon. —Suspiró, una acción que obligó a Huma a cerrar los ojos frente a su vaharada de aire caliente, y accedió—: De acuerdo.

Pronunciado su discurso, hizo que el minotauro volviera a la normalidad. No reemprendió el mestizo la embestida, aunque se apostó con el hacha equilibrada a cierta distancia del Dragón y el caballero. Oteó remiso a aquél, quien, a la recíproca, lo inspeccionó en postura altiva.

—Lo has oído todo.

Era ésta una afirmación que no encerraba ningún interrogante, y Huma leyó en las pupilas del voluminoso guerrero que, en efecto, estaba al corriente de cuanto se había parlamentado. De todos modos, el minotauro seguía sin conceder crédito al recién llegado.

—Me he enterado —ratificó—, pero no sé qué creer.

—Podría haberte despellejado a mi albedrío, insolente —se disgustó el reptil y, a guisa de demostración, alzó en el aire una de sus sólidas garras.

De haber aplicado simplemente su peso, pocos pedazos del hombretoro habrían quedado enteros para poder al menos sepultarlos.

Kaz centró su atención en Huma, y reconoció:

—Salvaste una vez mi vida, caballero. Parece ser que has vuelto a hacerlo, sólo que esta vez a través del diálogo —dijo, y meneó la cabeza—. Nunca podré retribuírtelo.

—¡Detesto que me hables de deudas! —se soliviantó el humano, fruncido el entrecejo—. Lo único que ansío es que no perturbes la paz. ¿Vas a guardar el hacha?

El minotauro enderezó la espalda, examinó de nuevo a la abultada figura plantada ante él y, a regañadientes, restituyó el arma a su arnés.

—Como he comentado, no me resta sino obedecer. ¿Qué pensáis hacer conmigo?

El Dragón emitió un resoplido, del que surgieron pequeñas volutas de humo.

—No es asunto mío —se desentendió—, estás en manos de Huma. A él compete determinar tu destino.

—¿A mí?

—Hasta ahora has obrado con excelente criterio —lo alabó el animal—. Ojalá todas las razas terrestres poseyeran tu sentido común.

No había en su tono un ápice de jocosidad, de burla, y al joven soldado le satisfizo sobremanera semejante cumplido en boca de alguien tan regio como un Dragón Plateado. Meditó unos momentos, dilucidando dilemas que lo habían asaltado de forma fugaz durante las últimas horas, y anunció al minotauro:

—Debemos reunirnos con la columna. Si de verdad es tu intención ganarte el respeto de los míos, les revelarás todo cuanto sabes acerca de los movimientos de los ogros. Conoces pormenores que pueden ser de una gran trascendencia para mis tropas, ¿no es así?

—Han llegado a mis oídos más datos de los que ellos sospechan —gruñó Kaz después de una breve recapitulación—. Si logras que tus amigos renuncien a eliminarme en un primer arranque, haré lo que sugieres. Quizá la ayuda que os preste redunde en la temprana liberación de mi propio pueblo.

—Tendrás que darme el hacha.

—¡No puedo irrumpir inerme en sus filas! —bramó el gigante con una rabia incontenible—. Sería una humillación; si entrara así en mi patria, me granjearía el menosprecio general.

—Ahora no estás entre tu gente —lo amonestó el caballero, más templado pero igualmente enérgico—, sino en mi campo de acción. Si portas esa destartalada arma, no habría esperanza de pacto. En el mejor de los casos, te harían prisionero; en el peor, morirías.

El Dragón, que se había mantenido al margen, optó por intervenir. Sus ojos destellantes se posaron en los del hombretoro, y le aconsejó:

—La situación que tu terquedad provocaría sería la que este prudente soldado acaba de exponerte. Escucha sus sabias recomendaciones.

Kaz refunfuñó, rugió y evocó los nombres de seis o siete de sus más prominentes ancestros; pero, aplacado el impulso inicial, prometió rendir su arma a Huma cuando fuera necesario.

El reptil plateado desplegó sus alas. Era una hembra magnífica, ejemplificaba el poder y la belleza fundidos en un solo cuerpo. El caballero había visto en el alcázar de Vingaard tapices, tallas de madera y esculturas que trataban de capturar la esencia de los dragones. Todos ellos eran pálidos espectros al equipararlos al ser real.

—Yo viajaba hacia Ergoth del Norte, donde están congregados mis hermanos, cuando os atisbé —explicó el egregio animal—. La situación era inusitada, de modo que aterricé para averiguar qué sucedía. No puedo entretenerme, pero no me demorará mucho hacer un corto rodeo en mi trayectoria y transportaros a ambos hasta vuestro destino.

La idea de surcar el cielo sobre la grupa de un legendario Dragón abrumaba a Huma. Algunos de sus congéneres participaban en los combates montados en estas inmensas criaturas e incluso conversaban con ellas, mas él jamás había gozado de tal privilegio.

—¿Cómo nos asiremos? —atinó a inquirir.

—Si vuelo despacio, no ha de costaros afianzar brazos y piernas. Son numerosos los humanos que te han precedido en esta experiencia, aunque no a lomos míos. Os ahorraré tiempo y penalidades.

Mientras hablaba, la soberbia hembra bajó la cabeza para posarla al nivel del caballero. Éste no cabía en sí de júbilo; siempre fue amante de la aventura y más aún desde que Magius le asegurara que uno de los alicientes de hacerse mago consistía en flotar entre las nubes.

Se encaramó sin tardanza a la larga y nervuda testuz y, al llegar a los hombros, dedicó una sonrisa al animal, que había contemplado todo el proceso. Nació entre ellos una complicidad, quedaba patente que el ente reptiliano comprendía sus emociones a la perfección. El soldado no pudo por menos que sonrojarse, lo que no le impidió estirar la mano a fin de auxiliar a Kaz. El minotauro observó el agarradero que le tendían y la espalda que debía escalar.

—Nosotros estamos apegados a la tierra —se resistió con cierta vehemencia—, y también formamos grupos de hábiles navegantes. No somos pájaros.

—No es momento para cabezonerías —le imprecó el Dragón—. Hasta un niño subiría sin el más mínimo temor.

—Los niños son unos insensatos que no tienen noción del peligro —se empecinó el hombre-toro.

—No te ofusques, no corres ningún riesgo —intervino Huma.

Sus palabras produjeron el efecto deseado por el mero hecho de proferirlas él. Si un humano aceptaba el reto, un minotauro no había de ser menos. Resoplando furioso, Kaz aferró la mano que le ofrecía el caballero, se dio impulso y se sentó detrás del otro jinete sin despegar los labios, pese a que tensó todos los músculos.

—¿Estáis preparados? —les consultó el argénteo reptil.

—Mejor no podemos acomodarnos —contestó el soldado, una vez que hubo comprobado que el hombre-toro estaba ya acomodado sobre el Dragón, con el pánico aún a flor de piel. Él mismo notaba su palpitación acelerada; se asemejaba más a un adolescente que a un adulto Caballero de Solamnia—. ¿Cuál será la altitud de crucero?

—No tanta como te gustaría —dijo el Dragón entre risas, entre auténticas y resonantes carcajadas—, aunque no he de decepcionarte.

Lanzó al minotauro una última y divertida ojeada, y empezó a batir las alas. Huma vio fascinado cómo el suelo se zambullía bajo sus pies, y, en pocos segundos, su cabalgadura trazaba una espiral hacia las alturas. Se cubrió entonces el rostro con la visera y, ya al amparo del viento, se volvió en dirección a Kaz. Él guerrero ponía en sujetarse el empeño de quien se juega la vida, y no cambió de método ni de actitud cuando el leviatán dejó de ascender para establecer un vuelo lento y regular.

—¡Esto es… fantástico! —tartamudeó el humano, aproximándose cuanto pudo a la cabeza del ejemplar reptiliano.

—¡Quizá deberías haber sido un Dragón como yo! —vociferó la plateada hembra—. ¡Si nuestras perspectivas coincidieran…!

No terminó su exclamación, y Huma se abstuvo de solicitar explicaciones. Durante un corto lapso, la guerra, su hermandad y todos los problemas que lo acuciaban se disiparon en la nada. El caballero se aposentó y absorbió el esplendor de los paisajes aéreos.