El «Toro».
Era de noche cuando Huma recobró el conocimiento. Lunitari, en fase menguante, brillaba tenuemente y teñía el aire de tonalidades rojizas. «Como la sangre», pensó el caballero, y se conminó a descartar tan macabras comparaciones. Si Lunitari declinaba, ¿qué otra luna prosperaría? De Solinari no había rastro, y, si la que crecía era Nuitari, el joven nunca lo comprobaría. Nadie atisbaba al satélite de las tinieblas, nadie excepto los Túnicas Negras, una orden de hechiceros que veneraban al siniestro dios de la magia. El astro era invisible para las personas comunes, y también para aquellos que seguían las sendas de la luz dentro del universo arcano.
Al despejarse sus sentidos, Huma tomó mayor conciencia de su entorno. El caballo yacía a su lado, rota la testuz a consecuencia de la caída. La gruesa armadura del humano y la blanda masa del corcel habían impedido que también él muriera.
Se incorporó levemente e intentó levantarse, y a punto estuvo de sufrir un desmayo. Tanto almohadillado no había bastado para evitar la conmoción, de manera que aguardó a que se le centrara la cabeza y estudió, mientras tanto, el panorama.
Quizás el lugar donde se hallaba había sido un río en un tiempo remoto, antes de que cesara de llover. La profundidad del cauce era al menos cuatro veces su estatura, lo suficiente como para causar la muerte de un caballo desbocado, aunque fuera tan robusto como aquel ejemplar guerrero.
La otra margen del lecho fluvial se encontraba a notable distancia. A juzgar por los enclenques matojos, que apenas merecían el apelativo de «plantas», el soldado dedujo que el caudal se había secado muchos años atrás, posiblemente en los comienzos de la contienda, cuando la Reina de los Dragones pretendió obtener una rápida y decisiva victoria sobre los adoradores de Paladine.
Huma volvió a intentar ponerse en pie. Descubrió que el persistente zumbido en la cabeza se mitigaba hasta convertirse en mera molestia si no torcía el cuello de modo abrupto o bajaba la mirada demasiado deprisa. Bien aleccionado por este criterio, fundado en sus propias experiencias, consiguió incorporarse.
—¡Dioses! —se quejó.
Fue un reniego involuntario, fruto de su desazón al percatarse de que estaba solo en territorio hostil. Los otros debían de haberlo dado por perdido o, peor aún, tildaron su carrera de huida cobarde.
Comenzaba a formarse la niebla, una bruma que extendía sus glaciales y etéreos dedos a través del barranco. Se le ofrecían dos posibilidades: pernoctar allí mismo y aguardar hasta el alba para emprender viaje —lo que podía equivaler a toparse con otra banda de goblins— o caminar en la penumbra y confiar en que los habitantes del paraje fueran tan ciegos en la negrura como él. En realidad, ninguna de estas perspectivas le agradaba demasiado, pero no se le ocurría ninguna otra.
Su migraña cedía por momentos, así que se arriesgó a inclinarse para registrar el suelo en busca de su espada. Estaba cerca, incólume. Sus alforjas, en cambio, presentaban un mayor problema, ya que una parte se hallaba sepultada bajo el cuerpo de su cabalgadura y, aunque Huma no carecía de fuerza, la postura del animal hacía virtualmente imposible alzarlo o darle la vuelta. Hubo de conformarse con algunas provisiones, yesca, pedernal y varios artículos personales que guardaba en la mitad intacta de sus bolsas.
Al caballero no lo seducía la idea de deambular en plena noche, pero aún le disgustaba más avanzar bajo la luz del sol, en terreno descubierto y sin compañía. Recogió sus exiguas pertenencias y, espada en mano, acometió la escalada de una de las riberas. La bruma sería menos densa en las alturas, y además los parajes elevados resultaban más aconsejables desde el punto de vista estratégico. Al menos, eso esperaba el joven.
* * *
La niebla no empeoró, aunque tampoco puede decirse que perdiera consistencia. Huma distinguía casi todas las estrellas, pero su radio de visión en tierra no sobrepasaba los cuatro pasos y había de hacer ingentes esfuerzos para distinguir los detalles en los débiles intentos de la luna roja por iluminar la brumosa zona. La espada permanecía presta en su mano izquierda, si bien no portaba escudo, ya que la pieza salió volando en el descomunal salto del equino.
Al meditar sobre la desenfrenada conducta del animal, el caballero no pudo por menos que evocar el demoníaco semblante que había contemplado. Si aquel ente andaba suelto… En un gesto instintivo, aferró la empuñadura de su arma.
Hacía una hora que caminaba, cuando oyó unas voces ásperas y socarronas. ¡Eran de goblins! Se ocultó raudo detrás de un tronco en putrefacción, dado que no lo separaban de aquellos individuos más de una decena de metros. Sólo la niebla lo había salvado del encontronazo.
Al menos eran tres o cuatro los que se habían reunido y al parecer bromeaban acerca del destino de alguien. ¿Tal vez un prisionero? Aunque una parte de su ser lo urgía a escabullirse hacia la seguridad, la otra, la más noble, le exigía brindar ayuda al cautivo. Con sigilo, se acercó y aguzó el oído.
Un timbre bronco, desabrido, alimentó su dolor de cabeza y frenó su retroceso.
—Creo —dijo el dueño de aquel vozarrón— que el Señor de la Guerra nos dará por él una sabrosa recompensa.
—Quizá nos entregue al toro —apoyó al primer sonido otro más cavernoso—. Me encantaría desollarlo y hacerme una alfombra con su piel; fue él quien mató a Guiver.
—¡Pero si Guiver nunca te fue simpático!
—Me debía dinero, y ahora nunca lo cobraré.
—¿Cómo suponéis que lo eliminarán los ogros? —intervino un tercer desconocido.
Huma, que había seguido con suma atención el coloquio, percibió el sonido de un cuchillo al ser afilado en la roca.
—Despacio —contestó uno de los contertulios—. Emplean toda su viperina inteligencia con prisioneros como éste.
Rechinaron unas cadenas, y el caballero intentó localizar el origen del sonido. Tras una corta reflexión, situó el movimiento a la derecha.
—Está despierto —verificó uno de los aprehensores.
—¿Por qué no nos divertimos a su costa? —propuso otro.
Las cadenas volvieron a matraquear y una voz, resonante hasta vibrar en rincones remotos, reclamó:
—Dadme un arma y dejadme luchar.
—¡Ja! —se mofaron los goblins—. Eso es lo que te gustaría, ¿verdad, cara de vaca? No somos tan necios como crees.
—Me liberaré antes de que vengan vuestros secuaces —amenazó la voz del preso, degenerando en un gruñido fruto de un colosal esfuerzo.
Los gritos de los repugnantes individuos. —Huma pudo discernir hasta cuatro tonos distintos— se apagaron, y sólo recobraron ímpetu cuando los bramidos se redujeron a entrecortadas inhalaciones sin aliento.
—Por un momento creí que lo conseguiría —comentó uno, entre el estrépito metálico de las ataduras de la víctima.
—Os apuesto dos monedas de cobre a que es capaz.
—¡Eres un estúpido! ¿Arriesgarías tu dinero en algo tan nimio?
—Guiver lo habría hecho.
Concentrado en la discusión de los goblins, Huma apenas oyó unos amortiguados ruidos de pasos a su espalda. En el instante en que lo hizo quedó persuadido de que lo habían descubierto, si bien el recién llegado continuó impertérrito su camino, y el caballero advirtió que la criatura, un centinela de la misma raza que aquellos a los que espiaba, no veía más allá de la vereda en la densa bruma. De todas maneras, unos metros más lo acercarían a su escondrijo lo bastante como para que ni siquiera esta circunstancia evitara su detección.
Haciendo acopio de valor, el joven trazó un sigiloso rodeo por detrás del guardián. Le acechó una pisada tras otra, pero su zancada doblaba la del enemigo y no tardó en situarse a su lado. Un poco más y podría asaltarlo.
Un rugido de furia atronó el campamento. Caballero y goblin se giraron de forma mecánica, y se atisbaron y otearon mutuamente a fin de aquilatar las posibles consecuencias de un combate. Huma fue el primero en actuar, saltando sobre su rival en un desesperado afán de silenciarlo. Espada y cuerpo derribaron juntos al menos ágil monstruo, aunque este último tuvo tiempo de exhalar un grito capaz de alertar a sus compinches.
—¿Cazaporcinos?
Huma maldijo su suerte y se apartó del cadáver. Mientras, los goblins habían desistido de atormentar a su presa —que era la causa de sus alaridos— y echado a andar en la dirección de donde procedía la llamada de su amigo.
—¡Cazaporcinos!
—Seguramente ha vuelto a tropezar con una roca.
—Aunque así sea, ¿por qué calla ahora? ¿Acaso se ha abierto el cráneo? —apuntó otro más avispado—. ¡Cazaporcinos!
—La prudencia me manda quedarme donde estábamos reunidos —sugirió el cobarde de rigor—. Como medida preventiva.
—Ya hemos dejado a Snee. O vienes con nosotros o probarás una ración de lo que pronto darán al toro.
—De acuerdo, no hace falta que te enfurezcas —se rindió el huidizo.
Armaban entre todos tanto revuelo que ellos mismos cubrían a Huma. No podían oírlo en medio de su alboroto y, pese a que contra su natural imprevisión uno se había armado con una antorcha, la bruma escudaba al caballero. Sea como fuere, al cabo de unos segundos hallarían los despojos de su compinche y este hecho privaría al joven de su pasajera ventaja.
Sus escurridizas maniobras llevaron al soldado hasta el perímetro del campamento. Vislumbró una abultada figura en el suelo, doblada sobre sí misma y quizá con un casco coronado por un par de cuernos, pero el nebuloso ambiente le prestaba una configuración que rompía las proporciones inherentes a un humano, un elfo o un miembro de las tribus enaniles. Una fogata ardía débilmente, y a su luz otro ente sombrío, rechoncho, se aproximó a la primera figura. Debía tratarse de Snee, el goblin que permanecía al cuidado del prisionero.
Pese a que las llamas proyectaban una luz difusa sobre el claro, Huma pudo calibrar sin falsos optimismos el riesgo al que se exponía si atacaba al enemigo antes de que éste lo viera. El terreno no brindaba ningún cobijo, y el agitado personaje iba de un lado a otro en un estado de manifiesta excitación. En sus garras sostenía lo que al observador se le antojó una temible hacha, de las que solían utilizarse a dos manos.
El acuclillado caballero tocó de modo casual unos guijarros, y unos inconexos fragmentos de plan comenzaron a perfilarse en el naufragio que era todavía su cabeza. Asió un puñado de aquellas piedras, se apalancó en las rodillas y, después de elevar una plegaria a Paladine, arrojó los improvisados proyectiles hacia un extremo del paraje, lejos del cautivo.
El centinela reaccionó como cabía esperar, con gran alivio por parte de Huma. Mientras se dedicaba a investigar, el joven hizo una segunda provisión de guijarros y, poniéndose de pie, se encaminó cauteloso al lugar donde estaba el irreconocible ser de las cadenas. Ya detrás de su espalda, realizó un nuevo lanzamiento de guijarros, intentando que esta vez cayeran en un punto aún más apartado. Hecho un manojo de nervios, recorrió el último tramo hasta su objetivo.
Ignoraba la identidad de aquel infortunado, pero era patente su gigantesco tamaño y también, ahora que estaba en su proximidad, el fuerte olor que despedía. El yelmo más parecía un tocado, si bien no era ésta ocasión propicia para fijarse en detalles.
—Procura mantenerte quieto —susurró el soldado.
Notó que el monumental cuerpo se ponía rígido, pero no hubo respuesta articulada. Desde su ángulo de mira, el caballero reparó en que, a diferencia de los encadenados brazos, las piernas estaban ligadas mediante tosca cuerda. Se tanteó el cinto y extrajo una daga, coincidiendo este acto con un aullido colectivo de los otros goblins. Habían encontrado a su amigo muerto.
—Corta los nudos y echa a correr. Yo haré cuanto pueda para entretenerlos.
No había acabado de transmitir su conciso mensaje cuando lo asaltó la idea de que, más que un valiente, era un insensato. En cualquier caso, no le correspondía juzgarse a sí mismo sino, como buen caballero, dar la vida por su prójimo. Tal era su deber, y debía cumplirlo.
Se enderezó a la vez que Snee retrocedía para averiguar el motivo del griterío. Al principio el goblin lo tomó por uno de los suyos, pero el equívoco se deshizo de inmediato y el deforme guardián balanceó su hacha antes de descargarla con gran energía sobre el joven intruso. No obstante, la pericia de éste le permitió esquivar el golpe e incluso rozar el brazo del adversario. En un alarde de sentido común, el burlado atacante pidió socorro.
No había maestría en las arremetidas del goblin, tan sólo fuerza bruta. Huma eludió fácilmente los mandobles, aunque a costa de una demora que podía costarle muy cara si llegaban los otros en auxilio del centinela antes de que zanjaran sus diferencias. Los estampidos de sus presurosas pisadas vibraban ya en el aire.
De repente, se dibujó la forma del cabecilla del grupo, quien, con una voz que denotaba asombro y susto, vocifera:
—¡El toro se ha soltado!
En efecto, el enigmático cautivo estaba libre. El caballero se preguntó a quién exactamente había ayudado, al pasar por su lado, con un bramido primitivo y más veloz que un tornado, una sombra de vigor espeluznante. El sobresaltado goblin al que el joven se enfrentaba dejó caer su arma y se desmoronó, inconsciente, en el suelo.
Desarmado como estaba, y atenazadas las manos por grilletes, el extraño coloso no tenía probabilidades de sobrevivir en un combate contra tres oponentes. Así lo dictaminó Huma, pero, al volverse para intervenir en su favor, lo primero que se impresionó en su retina fue la imagen de una torre andante que abrumaba a los supuestos vencedores como si de niños indefensos se tratase. Uno se había puesto a su alcance y ahora giraba en enloquecidas vueltas en torno de su testa, los otros reculaban espantados, y el caballero hizo una pausa, indeciso acerca de la conveniencia de tomar parte en la lucha.
El gigante lanzó al goblin que hacía piruetas en su garra sobre el más cercano de sus compañeros, quien, tras evitar el fardo viviente, gimió y se dio a la fuga, con tan mala fortuna que se estrelló contra el tercer individuo. Se oyó un ominoso crujir de huesos, y ambos se desplomaron.
El cuarto, el que se desmayara delante de Huma y que había despertado durante la reyerta, no tuvo ocasión de defenderse. La imponente, musculosa figura extendió los brazos hacia él y le rodeó la nuca con las cadenas. Sin más preámbulos, de un tirón que reflejaba la fuerza de aquellas macizas extremidades, los eslabones se incrustaron en la carne y descoyuntaron al agredido. La carcasa sin vida del goblin se vino abajo como un saco.
Huma se había detenido a varios metros del cautivo al que restituyera la libertad, lo que no fue óbice para comprobar que lo sobrepasaba al menos dos palmos en estatura —pese a que él era más bien corpulento— y lo doblaba en cuanto a circunferencia del torso. Sus brazos eran tan gruesos como las piernas del joven y, en lo relativo a los cuartos inferiores, su aspecto indicaba que podían soportar una carrera de treinta kilómetros sin flaquear, ni siquiera cansarse.
Satisfecho de su venganza, el grandullón alzó la mirada y escrutó al humano. Con voz sonora y profunda, declaró:
—Tienes mi imperecedera gratitud, Caballero de Solamnia. Nunca podré pagar la deuda que he contraído contigo, pero haré cuanto esté en mi mano para compensarte, aunque esa tarea me ocupe el resto de mis días.
Huma conservó su postura expectante, si bien se desvaneció la desazón que antes lo acuciaba.
—No me hables de deudas —reprochó al otro—. Cualquiera habría hecho lo mismo.
—¿De verdad piensas eso? —le increpó el enorme individuo, con un siniestro chasquido.
Se encaró entonces con el caballero e, incluso en la exigua claridad, éste tuvo plena constancia de que no había rescatado a un hombre ni a un elfo. Los cuernos eran parte integrante de la criatura, tanto como el pelaje oscuro y rico que le cubría el lomo. Los toscos goblins, al aplicarle el apelativo de «toro», habían dado en el clavo: no cabía mejor descripción que la de tal animal, salvo en que poseía el cuerpo de un humano.
Era un minotauro.
El recién identificado personaje dio hacia Huma unos pasos lentos, pausados, como para demostrarle que no iba a lastimarlo. Aunque el aprendizaje formal del soldado le advertía que se hallaba ante un adversario de los más feroces, su innata curiosidad había provocado en su ánimo una especie de fascinación. Pocos eran los habitantes de la zona que habían visto un minotauro, ya que la patria de aquella raza estaba en un distante confín de la costa oriental de Ansalon. Sin embargo, los sentimientos que le inspiraba su contertulio no impidieron que blandiera la espada en una posición más defensiva.
La cabeza del hombretoro era exageradamente grande aun para su desmesurado cuerpo. Una pelambre recia y negruzca protegía el cráneo y la testuz, a la que se sumaba en el resto de su anatomía una fina pelusa. Sus ojos no diferían de los de un auténtico animal de su especie, excepto en el atisbo de inteligencia que brillaba en las órbitas. El hocico, corto y achatado, revelaba una dentadura más adaptada a desgarrar carne que a arrancar hierba. Recordó Huma algunas de las leyendas que sobre tales seres se contaban y, sin proponérselo, dio un paso atrás.
El minotauro estiró sus largas manos a fin de exhibir las cadenas que entorpecían sus acciones. Los dedos eran más rudimentarios que los de un humano y terminaban en puntiagudas uñas o, mejor dicho, pezuñas. En comparación, los del caballero resultaban tan tiernos como los de un niño de un año.
—A diferencia de los goblins, que siempre dejan que se acumule a su alrededor un nutrido número de contrincantes antes de plantearse siquiera un ataque, intuyo que tú eres rápido. Sabes, además, cómo utilizar tu bonita arma.
—En efecto —corroboró el desconcertado joven—. ¿Qué haces aquí, por qué te apresaron esos goblins? Es del dominio público que tu pueblo ha hecho un pacto de alianza con los ogros y sus secuaces.
Los fulgores encarnados de la luna dieron a los ojos del cautivo una inquietante expresión mientras explicaba:
—Te equivocas al elegir los términos, Caballero de Solamnia. No somos sino esclavos de nuestros primos, quienes se han apoderado de nuestro territorio y retienen a nuestras familias en calidad de rehenes. Por supuesto, la palabra que emplean es «protección». Hoy nos gobiernan a su antojo, algún día los minotauros los someteremos a nuestro yugo. Esperamos con ansiedad que llegue ese día.
—Lo que no arroja ninguna luz sobre tu condición de prisionero.
Al interpelar así al coloso, Huma se mostró tan confiado como pudo, a pesar de sus resquemores. No habría de costarle mucho a aquella criatura partirle el cuello, unos minutos antes había tenido fehaciente testimonio de su brutalidad.
El bestial personaje relajó sus músculos y confesó su crimen.
—Maté a mi capitán ogro, humano. Lo derroté con las manos desnudas. Fue un golpe seco, preciso, que le machacó los sesos en un santiamén.
La idea de rebelarse contra un superior, más que la de eliminarlo, escandalizó al disciplinado caballero. Levantó su visera y reunió valor para acercarse al minotauro.
—¿Lo asesinaste?
—No me agradan los ogros más que a ti —fue la rotunda sentencia del otro—. Al fin y al cabo, gracias a mí, nadie sucumbirá ya al filo de su hacha y, debo concedérselo, era un experto en el manejo de esa arma. Fueron muchos los que perecieron bajo su acero, incluidos los débiles y desamparados. Lo sorprendí a horcajadas sobre los cadáveres de un hombre anciano y dos rapaces, quizá sus nietos, e hice lo que creí justo. No otorga honores aniquilar a los viejos, los adolescentes y los que no pueden defenderse, al menos no entre mis congéneres. No es que toleremos la traición, pero en ciertos casos, justificamos el proceder de los nuestros si sus objetivos son honestos. Imaginaba que estos códigos existían también en tu hermandad, aunque tu actitud denota que no he acertado a interpretaros. —Hizo un alto, en el que volvió a mostrar a Huma sus muñecas encadenadas—. Acaba conmigo o abre mis grilletes —le exhortó—. No discutiré, no me quedan energías para entrar en debate. Los goblins drogaron el escaso alimento que me daban, y el último esfuerzo me ha dejado exhausto.
Era evidente que el «toro» flaqueaba en sus pesados bamboleos. Frente a tal declaración de principios, también la voluntad de Huma se resquebrajó: tomó una resolución, cambió de parecer, se desvió hacia una tercera decisión y se ratificó de nuevo en la inicial. Ni siquiera entonces actuó, pues se le hacía difícil admitir y rechazar al mismo tiempo la veracidad del relato de aquella extraña figura. Los minotauros eran una raza honorable, pero también servían a los dioses del Mal, o así se lo enseñaron a él desde la infancia.
El brazo de la espada empezó a temblar, a causa tanto de sus dilemas mentales como de la incómoda posición en que lo había mantenido todo aquel rato. El gigante aguardaba paciente, dispuesto a morir o saborear una vez más el placer del libre albedrío. La calma y la fe con que ojeaba al humano que lo había rescatado inclinaron, al fin, la balanza en su favor. Despacio, reposado, Huma envainó su acero.
—¿Quién de ellos era el encargado de las llaves?
El minotauro hincó la rodilla. Su respiración salía en estentóreas bocanadas, como las del toro que se apresta a embestir.
—El que descargué sobre los otros dos. Si alguien las conserva, tiene que ser él, aunque yo nunca vi tales instrumentos. Después de todo, no había motivo para portarlas. ¿Quién iba a querer libertarme?
Mientras el agotado individuo descansaba, el soldado solámnico se volcó sobre el goblin que aquél le había indicado y registró las innumerables bolsas que se alineaban en su cinto. Cada una de ellas contenía variopintas colecciones de objetos, en su mayoría trofeos de guerra —conociendo a los de su calaña, probablemente fruto del pillaje de los muertos— y algunos rarísimos. En uno de los saquillos palpó la buscada llave.
El minotauro tenía los ojos cerrados, y a Huma le preocupó la posibilidad de que alguno de sus rivales le hubiera infligido una herida letal. No obstante, al oír el tintineo metálico a pocos centímetros de su rostro, el musculoso yaciente alzó los párpados.
—Te estoy muy agradecido —dijo después de que el caballero deshiciese sus ataduras—. Juro por mis ancestros de veinte generaciones que no cejaré hasta que haya saldado mi deuda.
—No será necesario, tan sólo he cumplido con mi deber —insistió el humano.
De algún modo, el bovino logró asumir una mueca de escepticismo que nada tenía que envidiar a las que adoptan los hombres.
—A pesar de tus protestas, he empeñado mi palabra y no he de defraudarme a mí mismo. Hallaré una ocasión apropiada de corresponderte. Nadie podrá acusar a Kaz de ser menos noble que sus antepasados.
—¿Te sientes capaz de caminar? —se limitó a inquirir Huma, incorporándose.
—Dame antes un respiro —solicitó el otro, y examinó los contornos—. Además, no abrigo el menor deseo de merodear por el campo en plena noche. Prefiero cobijarme en algún sitio.
—¿De quién te escondes? —le interrogó el perspicaz caballero, a quien no se le ocurría qué perseguidor podía inspirar miedo a tan macizo luchador salvo un dragón u otra criatura de análogas proporciones.
—El capitán —le esclareció Kaz— era uno de los oficiales predilectos del Señor de la Guerra. Estoy persuadido de que éste ha enviado en mi busca a algunos de los «animales de compañía» del renegado.
—No te entiendo.
De forma súbita, el minotauro centró todo su interés en la adquisición de un arma decente. Atraído por el hacha que soltara el primer oponente de Huma, la recogió y evaluó.
—Estupenda, debe de ser de factura enanil… —masculló, y acto seguido agregó—: Espero, de todos modos, no precisar sus servicios. Dadas las circunstancias, ninguno de nosotros sobreviviría de producirse la confrontación.
En manos del goblin el pertrecho parecía enorme. Kaz, en cambio, lo esgrimía con la soltura de quien se ha valido de otros aún mayores. Estaba diseñado el astil para manipularlo con las dos extremidades, y al hombretoro le bastaba una de sus pezuñas.
—¿En qué dirección viajas?
—Hacia el norte.
—¿A Kyre?
Huma titubeó. Era consciente de que casi ningún caballero, ni siquiera Bennett, habría ayudado a semejante criatura. Al contrario, lo habrían azuzado a marchar a punta de espada por aquel terreno devastado y jamás le habrían comunicado su destino. Si el supuesto prisionero era en realidad un espía, un simple desliz podría tener fatales secuelas para el conjunto de la Orden, no únicamente para su persona. No obstante, Kaz rebosaba honradez y dignidad. El soldado se contuvo un momento más, y cedió.
—Sí, a Kyre. He de reincorporarme a filas.
El minotauro balanceó el hacha sobre su hombro, antes de ajustaría a lo que, según comprobó su acompañante, constituía un arnés concebido para este propósito. Se trataba de una de las dos únicas piezas que formaban el vestuario del hombretoro, siendo la otra una especie de taparrabo de cuero.
—Opino que esa ciudad no es una elección aconsejable, pero no seré yo quien te haga desistir —apuntó discretamente a su salvador.
—¿A qué te refieres?
Kaz esbozó un remedo de sonrisa humana, en la que se leía una mezcla de pesar y deleite anticipado.
—Kyre es ahora el frente. Mis primos, los ogros, están sin duda allí mientras tú y yo charlamos. —Hizo chasquear la lengua y concluyó—: Será una lucha gloriosa; me encantaría intervenir.
Huma torció la boca en franca desaprobación frente al entusiasmo que la idea de matar suscitaba en su nuevo compañero. Era obvio que algunos de los relatos que circulaban sobre el extraño comportamiento de los minotauros eran del todo verdaderos.
Endurecido el semblante, el soldado limpió la sangre reseca de su arma y miró de reojo al otro personaje, a quien no le pasó inadvertida su revulsión.
—Puedes venir conmigo o ir a tu antojo, Kaz —invitó el joven al mestizo—. Respetaré tu deseo. Quizá los caballeros te reciban con suspicacia al enterarse de que eres un desertor.
—De ahí que tu proyecto no me pareciera aconsejable —repitió el aludido—. Sé lo que sientes, soldado solámnico —continuó, firme y seguro—, no se me escapa el abismo que separa a nuestras razas. Pero, por encima de todo, te he prometido lealtad y, si he de serte sincero, antes prefiero enfrentarme a tus colegas que entregarme a mis huestes y someterme a la tortura y la ejecución. Me horrorizan los «cariñosos» métodos de los ogros.
Un aullido surcó la noche. Huma dedujo que se trataba de un lobo, que no era un mamífero vulgar. Su manifestación era demasiado gélida, demasiado perversa.
—Será mejor partir —apremió Kaz—. No es éste un lugar adecuado donde pernoctar; los efluvios de muerte congregarán a visitantes a los que no me apetece saludar.
Huma tenía los ojos clavados en el punto de donde procedía el tenebroso grito. Asintió sin pensar, de pronto complacido con la compañía de aquella torre ambulante.
—De acuerdo —musitó, y le tendió la mano—. Me llamo Huma.
—Un nombre sonoro, de guerrero audaz —lo felicitó el minotauro, y apretujó su palma con una presión que no le quebró los huesos de milagro.
El humano dio media vuelta y se aplicó a recuperar sus enseres. ¡Cómo se había equivocado aquel grandullón! Si era un guerrero hasta en su apelativo, ¿por qué tiritaba en todas las vísceras de su ser? Intentó representarse a Bennett en su misma situación, resolviendo el problema a la manera de un luchador nacido para el mando. Tales cavilaciones no hicieron sino deprimirlo más todavía, ya que además estaba persuadido de que el comandante nunca se habría dejado arrastrar hasta extremos tan absurdos.
Abandonaron el campamento con su inmundicia, con las ascuas esparcidas, y emprendieron la ruta que designó Huma. Ninguno de los dos despegó los labios, por varios motivos. A su espalda, afortunadamente a una distancia considerable, renacieron los aullidos.