Una ruta accidentada
En su ruta hacia Kyre el ejército atravesó un pueblo situado al noroeste. Éste pueblo, llamado Seridan, había sido presa de la peste, el hambre y la locura, con tanto ensañamiento como si los tres azotes se hubieran repartido por turnos rigurosos el exterminio de sus habitantes. En un pasado remoto la población fue próspera; ahora, en cambio, se erguían chozas y refugios de tosca construcción donde los edificios de adobe habían caído bajo las emboscadas de goblins y dragones perversos. Sin embargo, el poblado nunca fue destruido del todo. Su ruina era progresiva, al igual que la de quienes pretendían sobrevivir en él.
La aparición de una columna de Caballeros de Solamnia no contribuyó a levantar el ánimo de los lugareños. De hecho, éstos se mostraron resentidos mientras los soldados de caballería e infantería desfilaban sobre el barrizal que, en épocas mejores, recibió el nombre de calzada. Causaba gran hostilidad la idea que los desahuciados residentes se habían formado de la vida que llevaban los caballeros, y que imaginaban muy por encima de sus penurias cotidianas.
El coronel Oswal de Baxtrey, con su resplandeciente cota de malla y sus piezas de armadura, cabalgaba encabezando la columna. El intrincado diseño de rosas que exhibía en el pectoral lo delataba como miembro de la Orden solámnica que simbolizaba esta flor. La capa de color púrpura que revoloteaba a su espalda se abrochaba en el cuello mediante un alamar, donde figuraban la semblanza de un martín pescador con las alas medio extendidas y una corona. Debajo del ave, bien aferradas entre sus garras, se dibujaban una espada y otra rosa.
La mayoría de los caballeros iban ataviados como Oswal de Baxtrey, aunque sus armaduras estaban más abolladas que las del coronel y en sus capas no se observaban tantos adornos. El motivo era que esta prenda resultaba emblemática del rango: el coronel ostentaba el título de Guerrero Mayor, mandatario de la Orden de la Rosa y únicamente inferior al Gran Maestre, general y dirigente indiscutido de toda la hermandad.
Mientras avanzaba, el Guerrero Mayor miró de soslayo al jinete que montaba a su flanco. Parecía que ambos habían salido del mismo molde, con sus facciones de halcón y los largos y sueltos mostachos tan populares entre sus filas. No obstante, los rasgos de Oswal se habían suavizado con la edad y la comprensión del mundo en el que vivía, mientras que el otro, veinte años más joven, tenía todavía la firme creencia de que sería su mano la que cambiaría el mundo, y así se reflejaba en su fisonomía. Eran parientes próximos. El comandante Bennett era sobrino del coronel e hijo de Trake, el mismísimo Gran Maestre. La arrogancia que se adivinaba en el semblante del aún inexperto oficial demostraba que ya se consideraba sucesor de su padre, pese a no corresponderle por graduación.
Oswal confiaba en que, cuando llegara el día de su nombramiento, habría adquirido templanza. Por ejemplo, el joven caballero estaba persuadido de que la Orden solámnica cumplía la voluntad de Paladine y, por consiguiente, ya que su causa era justa, triunfaría. El coronel sabía muy bien que no siempre era así.
Los rostros de los miembros novicios de la columna eran máscaras altivas, vacías de emoción, que no tardarían en familiarizarse con la crueldad del porvenir y asumir el rictus del desengaño. El mandatario era consciente de que algunos de estos no iniciados, y también muchos veteranos, se tenían a sí mismos por héroes… héroes de un universo perdido.
«Uno en particular», pensó Oswal, y vociferó:
—¡Rennard, adelántate hasta aquí!
Huma contempló al alto y pálido capitán cuando éste se destacó de su fila para acudir a la llamada. Si el cabecilla deseaba hablar en privado con Rennard, significaba que algo tramaba, algo que quizá le incumbía a él, puesto que el macilento personaje le profesaba un singular afecto, ajeno, eso sí, a toda posible consanguinidad. Al reflexionar sobre las cuestiones de su casta, Huma se dijo que, al igual que él mismo, su inmediato superior tal vez opinaba que un determinado integrante de su Orden nunca debería haber sido admitido.
El caballero Huma dio un respingo al tropezar su cabalgadura en el fango. La visera del yelmo se desplomó delante de su faz, sobresaltándolo, y se apresuró a levantarla para permitir que el viento acariciara sus pómulos, tersos y al mismo tiempo curtidos por la intemperie. Aunque los bigotes del atractivo soldado no eran tan imponentes como los de Bennett o del Guerrero Mayor, una innegable divinidad revestía las precoces pinceladas grises que blanqueaban el bigote y el cabello. La asombrosa tersura de su epidermis suscitaba entre los compañeros comentarios sobre su corta edad, si bien se abstenían de hacerlos en su presencia.
Huma no pudo sustraerse a ojear los raídos harapos de las mujeres y los niños de Seridan. Hasta su armadura, maltratada por la guerra y mucho menos decorada que la del coronel Oswal, parecía de oro puro al compararla con sus ropajes. Unos jirones de burda tela colgaban en desorden alrededor de sus cuerpos, y el ocasional observador se preguntó con qué frecuencia comían y qué tenían para llevarse a la boca. La facción rebelde de su personalidad lo impulsaba a arrancar la bolsa de provisiones de la silla y dársela a los campesinos. «Debería distribuir entre ellos las raciones que guardo; sin duda sería el mejor ágape que hubieran probado en semanas».
—¡No te apartes de la fila! —lo regañó el soldado que cabalgaba tras él, y el joven caballero volvió a la realidad.
Se percató entonces de lo cerca que había estado de desprenderse de su alimento; pero aunque conocía las leyes de la Orden y lo mucho que se censuraban tales alardes, no conseguía mitigar el deseo de transgredirlas. Se hallaba frente a otra muestra de sus deficiencias, recapacitó con un suspiro, y una vez más se sorprendió de que hubieran aceptado su solicitud de ingreso en la hermandad.
Rennard interrumpió sus cavilaciones. Al igual que Huma, el más maduro superior portaba un escudo cuyos símbolos proclamaban su pertenencia a la Orden de la Corona, si bien sus numerosos años de práctica le habían valido el distintivo del grado. La visera del capitán dejaba que se insinuase el óvalo de su faz y apenas disimulaba la penetrante mirada de sus ojos, azules y gélidos. Contaba aquel hombre con pocos amigos, incluso entre sus compañeros más directos.
El oficial clavó en Huma un fugaz pero intenso escrutinio, que luego paseó por el conjunto de sus tropas.
—Gaynor, Huma, Trilane —enumeró, y así hasta pronunciar ocho nombres—. Apartaos de la columna para organizar una patrulla.
Sus palabras no traducían sentimiento ninguno. Rennard era metódico, un gran estratega que resultaba el adalid idóneo en los combates, aunque, en la mayoría de las ocasiones, su proximidad helaba la sangre en las venas.
—El coronel Oswal quiere que se realice una batida en los bosques del sur —anunció el capitán—. Es posible que aniden en esos parajes goblins y ogros, así que aguzad la vista y partamos cuanto antes. Hemos de regresar junto al grueso del ejército a la hora del crepúsculo. —En este momento hizo un alto y oteó el eternamente encapotado cielo. Siempre parecía que iba a llover, pero el aguacero no caía—. No conviene que la noche nos pille en plena espesura, menos aún tan cerca de la frontera occidental. ¿Entendido?
Cuando los caballeros asintieron, Rennard tiró de las riendas de su caballo, tan alto y enjuto como su dueño, e hizo a los designados señal de seguirlo.
Unos minutos después se habían alejado de Seridan, con gran regocijo por su parte. El terreno era duro y más cómodo para los cascos. No era de extrañar: el fuego, que había quemado una considerable porción de los bosques hacia los que se encaminaban, había arrasado también los campos adyacentes. Nada crecería en las yermas extensiones durante más de un lustro.
Pensó Huma en la futilidad de todo aquello. ¿Dónde estaba Paladine? No acertaba a comprender que la divinidad permitiera tantos desastres, tanta desolación, y su mudo reproche se vio reforzado por el aspecto de los tocones que jalonaban la ruta. Tal como se sucedían los hechos, nada cambiaría aunque Krynn se hundiera en las garras de Takhisis.
Se forzó a sellar los labios y las ideas. ¿Cómo osaba llamarse a sí mismo caballero con tan negras recriminaciones en su mente?
Al llegar al primer tramo de árboles retorcidos y torturados, los exploradores se bajaron las viseras. Desde cierta distancia, debían de asemejarse a diablos, ya que los cuernos o alas que adornaban los laterales de los yelmos cobraban nitidez en los parajes desérticos. Cuanto más elaborados eran estos elementos, mayor rango ostentaba su propietario, salvo en el caso de Rennard, ya que el capitán sólo exhibía un penacho que, a la manera de un cepillo, iba de la frente hasta la nuca.
La espesura no era sino una víctima más de la interminable guerra que flagelaba el continente de Ansalon. Huma trató de representarse aquellas regiones tal como eran antes de que las criaturas de la Reina de los Dragones las redujeran a tan triste condición. Los troncos quemados conferían al paisaje una nota siniestra, y reinaba entre los miembros de la patrulla un peculiar desasosiego. Todos espiaban su entorno, atentos al enemigo que quizá se agazapaba tras las socarradas cortezas.
El caballero Huma aferró la empuñadura de su espada. Por unos breves segundos, creyó atisbar un amago de movimiento, y se puso raudo al acecho. ¿Un lobo en semejante lugar? Prosiguió el avance y nada vislumbró, así que supuso que los nervios le habían jugado una mala pasada. No había vida en aquellos bosques; nada subsistía, nada salvo pesadumbre.
Rennard impuso un alto levantando la mano. Ni siquiera él se mostraba deseoso de hablar, como si el sonido de su voz hubiera de convocar a entes inoportunos.
—Nos dividiremos —dijo al fin, en tonos apagados—. Colocaos cuatro a mi derecha y el resto al otro lado.
Desenvainó su acero mientras sus hombres tomaban posiciones. Huma quedó entre un compañero y Rennard, y, al recibir una indicación de éste, inició la marcha a un paso lento pero firme.
El bosque trazaba, en uno de los escasos desniveles de la zona, una combadura acorde con la inclinación del suelo. Si había goblins u ogros en las inmediaciones, tenían que estar allí. Rennard señaló al caballero situado a la izquierda de Huma que cabalgara en la avanzadilla, y los otros se detuvieron a esperar. El adelantado desmontó de su corcel, se encaramó hasta lo alto de la colina y examinó el panorama, mientras sus compañeros lo vigilaban, ansiosos. Regresó tan sigilosa y velozmente como pudo junto a los suyos y el joven soldado, que sujetaba las bridas de su caballo, se las devolvió.
—¿Y bien? —inquirió el capitán.
—Goblins… creo que es una banda de salteadores. Hay por lo menos una veintena de esos repugnantes engendros, y ahora están comiendo. De todos modos —rectificó—, aunque no he podido contarlos, no sobrepasan las tres docenas.
—Nada que no podamos vencer —apuntó Rennard, satisfecho, y Huma dio gracias a Paladine porque la visera le cubría el preocupado rostro. El jefe de la patrulla se encaró con él, el explorador y los dos soldados de su derecha, y le susurró:
»Rodeadlos por ese lado, nosotros lo haremos por la izquierda. Cuando oigáis mi imitación de la lechuza, cargad. Huma, tú encabezarás el grupo.
Algunos de los caballeros se agitaron en su silla, mas no se atrevieron a protestar. El joven estudió las expresiones de los tres subordinados, y no halló dificultad en leer el mensaje inscrito en sus pupilas. Quiso pedir que lo sustituyeran como cabecilla, pero Rennard ya había emprendido el viaje.
Aunque la excursión no fue prolongada, tomaron toda suerte de precauciones. Los goblins eran descuidados en todas las facetas de su existencia, y también en la táctica militar, pero no podía descartarse la posibilidad de que a un emprendedor dirigente se le hubiera ocurrido apostar centinelas. En general, esta raza no le era de ninguna utilidad al Señor de la Guerra, gran mandatario de las tropas de la Reina de la Oscuridad, salvo en calidad de ladrones. No obstante, el conocimiento de este hecho y de que en la lucha no poseían la menor destreza, fue insuficiente para paliar los resquemores de Huma.
El caballero no advirtió la presencia de guardianes, de manera que se arriesgó a bajar del caballo e inspeccionar el campamento goblin desde un puesto elevado. No era necesario verlos para recordar su apariencia, tan espantosa que el término «fealdad» era un puro eufemismo. Eran criaturas de tez verdosa, enfermiza, con la dentadura proyectada en una especie de sierra irregular sobre los labios, y unos ojos no menos saltones que los de las ranas. En cuanto a sus cuerpos, aunque achaparrados y deformes, no carecían de robustez. Sus pertrechos eran una mezcolanza de hachas, versiones más o menos rudimentarias de arcos y todas las piezas que podían robar en el campo de batalla, incluso piezas de armadura que se ajustaban en un absoluto caos.
Bajo la mirada de Huma, un individuo se acercó a toda prisa al supuesto jefe, doblemente corpulento y monstruoso en relación con sus secuaces. El goblin más menudo le murmuró algo al oído, y el recién informado se puso tenso y comenzó a impartir órdenes.
El espía intuyó lo ocurrido. El personaje que acababa de irrumpir en escena era un centinela o había abandonado a su grupo por azar y, así, había detectado a Rennard y corrido a propagar la noticia para que los goblins le preparasen una recepción adecuada. Sea como fuere, al cabo de unos instantes, los habitualmente desordenados saqueadores se habían alineado en una formación de ataque que, dada la ventaja que les brindaba el factor sorpresa, les permitiría abatir al capitán y a sus soldados sin dificultad. Y no había tiempo de mandarles aviso.
—¡Aprestaos al combate! —arengó Huma, a la vez que montaba de nuevo. Espada en mano, se volvió hacia los otros y añadió—: ¡A la carga!
—¿Ahora mismo? —indagó uno de los caballeros con evidente sorpresa, y el trío intercambió mudas consultas que denotaban reticencia.
El joven no podía perder ni un instante en afrontar sus vacilaciones. Equilibrados acero y escudo, espoleó a su cabalgadura, que, obediente, arremetió. Blandiendo sobre su cabeza la refulgente arma, el caballero emitió el consabido grito invocando a Paladine y se enfrascó en su objetivo. Su propio valor lo llenó de perplejidad, pero no menos que a los goblins. Todos al unísono, sus rivales se volvieron para enfrentarse a tan inesperada amenaza cuando el equino se adentró en el campamento y el jinete asestó su primer golpe contra el más próximo. El agredido alzó su oxidado espadón en un intento de defensa, pero el golpe de Huma destrozó el pertrecho y también a su portador.
El único propósito del improvisado asaltante consistía en mantener a raya al enemigo a fin de dar a Rennard y sus hombres la oportunidad que necesitaban. Traspasó con el filo de su espada a otro goblin, y los restantes se arrojaron contra el solitario contrincante con flechas, hachas y lanzas. Era consciente de que no les bastaría con hacerlo prisionero.
En tan apurada situación, Huma oyó un vocerío a su espalda y comprendió que sus tres seguidores se habían decidido a intervenir en la reyerta. Se debatió ahora con mayor entusiasmo, persuadido de que podía salvar la vida. Algunos de los goblins iniciaron la desbandada frente a tan colosal cuarteto, pero otros se esforzaron en reagruparse bajo las precipitadas instrucciones de su caudillo.
Inundaron el ambiente otras contraseñas bélicas, y el joven caballero comprobó que Rennard acometía al adversario desde la retaguardia. Los componentes de la cuadrilla que habían tratado de huir sucumbieron a los adiestrados corceles o a las metódicas estocadas del capitán, quien no dudó en descoyuntar a cuantos le opusieron resistencia. Mientras azuzaba a su corcel, todo él destilaba una especie de complacencia en la muerte.
Uno de los acompañantes de Huma fue derribado y eliminado de un contundente hachazo, sin que éste atinara a reaccionar. Incapaz de evitar el fatal desenlace, el soldado hubo de contentarse con matar a su vez al goblin mientras se recreaba en su triunfo. El malévolo engendro apenas tuvo opción de ladear el rostro antes de que los cascos delanteros del caballo se incrustaran en su cráneo, partiéndolo en dos.
Frente a su inminente derrota, los acampados se debatieron con singular determinación. Tan solo tres jinetes les obstruían el camino hacia la libertad. Huma eludió a duras penas un salvaje lanzamiento, y una flecha pasó volando a escasos centímetros de su cabeza.
De pronto, un aullido quebró el aire.
Algo, o alguien, saltó sobre el corcel del caballero. Columbró el atacado una figura análoga a la de un lobo, pero la similitud se rompía en la cadavérica lividez del aparecido, como si lo hubieran despellejado. Los colmillos amarillentos, ensalivados, eran casi más largos que sus dedos de humano, y se hacía ostensible que los conservaba afilados. El corcel exhaló un relincho y, a pesar de las invitaciones a la calma de su amo, tensó los músculos y escapó de la escaramuza al galope, indiferente al frenesí del jinete asido a su crin. Retumbó un nuevo aullido, procedente de la misma criatura u otra de idéntica naturaleza, y Huma agarró las riendas a fin de no salir despedido de la grupa del enloquecido animal. Los sonidos de la refriega se diseminaron en lontananza a medida que ambos se internaban en el calcinado bosque.
¿Quién podía aterrorizar hasta tal extremo a un caballo adiestrado para los peores conflictos? Desde luego, no un mamífero corriente.
No transcurrió mucho rato antes de que se borrara de la mente del joven cualquier cavilación de esta u otra índole. Fue cuando su cabalgadura atravesó el enmarañado ramaje de una arboleda, y la tierra pareció zambullirse en una profunda sima bajo sus pies.