Y ésa fue la razón de que dispusiera de una semana a solas en el Potala para pensármelo. Un mongol o tártaro de rostro salvaje me llevó al Palacio. Ni tan siquiera me encerraron con llave; pero otro centinela igual de paciente y poco comunicativo montaba guardia en el pasillo delante de mi puerta.
Quizá fuera cierto que «Adeptos» del espacio habían influido sobre la mente humana. El cosmos debía contener otros seres avanzados capaces de pensar, por lo que quizá la mentira del Bardo fuera una especie de verdad distorsionada, algo que sería descubierto por aquellos Adeptos «desencarnados» que acabarían marchándose de la Tierra... ¡Quizás el Bardo fuera un experimento alienígena con la Humanidad, algo llevado a cabo de una forma tan sutil y durante un período de tiempo tan prolongado que ni tan siquiera el Bardo estaba enterado de lo que ocurría! ¡Sí, un experimento planeado por seres tan avanzados que no habría más remedio que llamarles «dioses»! ¿Cómo se puede discutir con un Dios? ¿Cómo se puede ir contra la voluntad de Dios?
Hice igual que aquella gallina de Bagamoyo y me dediqué a recorrer esa senda de teorías, y luego tomé por otra distinta; y siempre me sorprendía sentir aquella especie de ladrido que se alzaba en mi interior: un ladrido de ira...
Yungi había sido destinada permanentemente a la guardería. No me importaba. No era mía... ¡Además, el Bardo llevaba mucho tiempo enseñándole al mundo que debía ponerle freno a las exigencias del yo individual! Todo para conseguir una sociedad humana sana y cuerda, decían. ¡En realidad, si obraban así era porque pensaban que la inmensa mayoría de la gente no tenía ningún «yo» digno de tal nombre!
Otra vez la ira. El odio que me inspiraban.
¡Bibi Mwezi se había echado agua hirviendo encima del brazo para expresar su yo! ¡Maimuna se había tragado una araña en salmuera!
Todo aquel invento de los «dioses alienígenas» que nos guiaban era una estupidez. La fe en el Más Allá había sido una buena excusa para abusar del mundo conservando la conciencia limpia. Ahora había una fe distinta..., la fe en un Más Allá diferente. Y eso dejaba que el Bardo, con la conciencia igualmente limpia, dictara su sentencia: el Hombre es el Pasado.
Feng no vino a verme ni una sola vez.
Al sexto día pedí ver a Yungi. Tenía que salir de mi habitación. Se había convertido en uno de esos aros de barro y me aprisionaba: estaba cociéndome dentro de ella, convirtiéndome en algo que me negaba a ser. Los muros de piedra eran espejos y me acosaban con mi propia imagen. Hasta que dejé de sentir ira. Hasta que me rendí. Y creí.
De repente descubrí que deseaba ver a Yungi. Pero la idea de verla también me daba miedo. Quizá quisiera verla sólo para aborrecerla, para sentir odio hacia ella... Y, si no la aborrecía, si la amaba y creía en ella..., bueno, entonces tenía que empezar a imaginarme el día en que una desgarbada joven color café con leche flotaría en el dorado fondo de una botella yidag, suspendida en el líquido durante días hasta volver a la superficie con un cántico de agradecimiento en los labios, un cántico que yo podría oír, sí, pero no comprender..., una mariposa con alas invisibles para mí. ¿Debería amar a ese ser extraño y alterado a quien sólo podía inspirar una mezcla de pena y compasión?
Tenía que verla para saberlo. Era ella quien debía revelarme la respuesta al enigma. Mi cuerpo me lo decía.
Abrí la puerta, le dije el nombre de Feng al dobdob y señalé el teléfono de la pared. Marcó el número y me entregó el auricular.
—¿Feng? ¿Eres tú? Tengo que ver a Yungi. Sólo ella puede indicarme qué decisión debo tomar. Es la parte de mi ser que vive fuera de mí. La parte a la que aún soy incapaz de llegar... ¿Puedes comprenderlo?
—Desde luego. Pásale el auricular al dobdob. Le diré que te lleve allí.
El dobdob colgó el auricular unos segundos después y me indicó que debía acompañarle por el pasillo que llevaba a la guardería. La tarde acababa de empezar. Una soleada tarde de julio... Cuando llegamos a la guardería el sol entraba por las ventanas, iluminando los mandalas de las paredes. La sala vibraba con el murmullo de los auriculares, de los que brotaba una música parecida al zumbido de las abejas. La mayor parte de los bebés estaban dormidos. Sobre algunas cunas colgaban grandes móviles poliédricos de plástico o cristal que giraban lentamente sobre sí mismos y dejaban ver a cada giro siluetas que se agitaban en su interior: móviles caleidoscópicos. El dobdob saludó a la Enfermera Descalza, y los dos se quedaron junto a la puerta, hablando en voz baja. Yungi estaba dormida con la cabeza ladeada, y sus párpados parecían conchas de porcelana gris. Tenía las manos junto a la cabeza, cerca de los auriculares, con las palmas medio reveladas. Sobre su cuna había uno de aquellos móviles, ofreciéndole una sucesión de facetas transparentes para que, cuando estuviera despierta, pudiese ver el lento desfilar de luces y formas.
Me arrodillé junto a su cuna y alcé los ojos hacia el móvil desde aquella postura. Vi toda una serie de laberintos distintos con un dragoncito rojo corriendo por cada uno de ellos. La continua rotación del móvil creaba la ilusión de que el dragoncito corría de un lado para otro, buscando una salida. Y, al mismo tiempo, una multitud de espejitos y fragmentos de cristal polarizado hábilmente colocados alteraban la disposición del laberinto con cada giro del poliedro, por lo que la imagen del dragón siempre tenía que correr en un sentido distinto. Una ilusión corriendo a través de más ilusiones...
Me puse en pie. Hice girar el móvil más deprisa, y Yungi abrió los ojos. Movió las manos y golpeó el colchón, como si se dispusiera a llorar. La mejilla sobre la que había estado durmiendo mostraba la huella dejada por la presión de la tela. La observé, y vi cómo se iba desvaneciendo poco a poco. Igual que la señal de una bofetada dada por una mano minúscula...
La luz dorada revelaba cada mota de polvo que flotaba en el aire: la yema del día, separada de la clara. Hice girar el móvil cada vez más deprisa y Yungi eructó. Un hilillo de saliva rodó por la comisura de sus labios. Apenas si olía pero, aun así, el olor resultaba terriblemente penetrante... Como si jamás pudiera ser limpiado. Me bastaría tocar ese hilillo de saliva con la yema del dedo para que mi piel quedara eternamente saturada de su olor.
Volví a ponerme de rodillas junto a la cuna, sintiendo como el olor de su saliva se hacía aún más perceptible, y me dediqué a contemplar el ahora mucho más acelerado girar del móvil, toda aquella serie de carreras por los muchos laberintos posibles...
El dragón corría por un camino. Que se convirtió en otro camino distinto. Por el que ese dragón ya estaba corriendo. Y el camino se alteró. Cambio, cambio, cambio. Los laberintos se confundieron entre sí hasta que todos los laberintos existieron al mismo tiempo y en el mismo sitio, hasta que todas las opciones fueron iguales y el Tiempo quedó cancelado por aquella afluencia de Espacios extra coexistentes. Hasta que el Tiempo se volvió Espacio... Y, uniendo toda aquella multiplicidad de Espacios, el mismo olor de siempre, el aroma dulzón de su saliva...
El dragón rojo echó a correr y se perdió en la lejanía. Parecía una gallina. Y ya estaba disponiéndose a perseguir a esa misma gallina. Pues el dragón rojo y la gallina roja eran la misma bestia..., ¡en puntos distintos del espacio!
El dragón era una Bestia Estelar minúscula..., la Bestia Estelar de la mente de Yungi, y estaba creciendo. La bestia se alimentaría con las gallinas de la Humanidad, esparciendo sus plumas al viento..., aunque ella misma fuera todas esas gallinas. Lo que Yungi veía correr por el laberinto era yo misma, yendo hacia la izquierda, hacia la derecha...
Su saliva olía igual que el aliento de un dragón. ¡Mi bebé dragón! ¿Dónde estaba la inocencia de un dragón?
Yungi volvió a eructar, babeó y parpadeó, contemplando aquella multitud de laberintos giratorios que eran un solo laberinto...
—¡Lila!
Una voz familiar. Sedosa, llena de astucia. La voz de Maimuna. Me puse en pie, aturdida.
—¿Qué haces? ¿Juegas a ser la madre embobada ante su niña?
—Se rió. Mi dobdob la contempló con cierta suspicacia, pero la enfermera le dijo algo que pareció tranquilizarle. Maimuna debía haber estado haciendo grandes esfuerzos por portarse bien. El dobdob dejó que viniera hacia mí—. Parecías haberte esfumado. Llevo siglos sin verte... ¿Aún no has volado? Acabo de terminar mi segundo vuelo. —Me dirigió una sonrisa llena de confianza en sí misma—. Supongo que dentro de unas semanas volveré a volar.
—¿De veras? Bueno, ¿y cuál de éstos es tu bebé?
—¿Doudou? ¿A quién le importa? Creo que está al otro extremo de la sala, a menos que lo hayan cambiado de sitio.
—¿Por qué vienes a visitarle si no te importa?
—Estoy tanteando el ambiente, Lila. Creando precedentes. Descubriendo cosas...
—Ya veo; estás intentando congraciarte con los de arriba. Dime, ¿aún tienes ese otro pendiente tuyo? El que lleva la mosca dentro... Durante un breve segundo pareció horrorizada. Debía saber que la enfermera no hablaba inglés, pero se volvió hacia el dobdob, lanzándole una mirada llena de preocupación.
—No te preocupes, él tampoco nos entiende... —Aun así, siempre quedaban los micrófonos de Feng. Quizás hubiera unos cuantos escondidos en la guardería...
El móvil había vuelto a recobrar su velocidad normal, y los ojos de Yungi iban cerrándose lentamente.
—Adiós, hija dragón —murmuré—. Y si no creces, y si tu vida es corta..., por favor, recuerda que has estado viva. Lo cual quiere decir que siempre has estado viva. Llegaste a existir, y eso debe de ser mejor que no haber existido nunca. Nada se pierde para siempre, ¿verdad, Bestia Estelar a la que llamo hija?
—¿De qué estás hablando?
—Quiero que me abraces, Maimuna. Quiero que pongas la misma cara que si me amaras, como si fuera tu hermana...
Vino hacia mí..., y por su expresión parecía pensar que yo llevaba un cuchillo escondido en la manga.
—Abrázame —le supliqué.
Y lo cierto es que me abrazó, con un inmenso y astuto cariño, igual que una niña cuando intenta conseguir algún regalo. Me rodeó con sus brazos. Yo también la abracé.
—Estás embarazada, Maimuna —le dije en voz baja—. ¡Es cierto! Cambiaron de sitio la mosca y la araña cuando estábamos en Miami... Feng me lo dijo. Bebiste la droga de la fertilidad en vez del anticonceptivo. Vi tu óvulo moviéndose por tu trompa de Falopio para encontrarse con los espermatozoides de Mular. Feng me lo mostró todo en una pantalla mientras vosotros dos volabais. Parecía divertirle mucho. Tendrás más bebés. Seguirás teniendo bebés hasta que llegue el momento de tu retiro, y entonces irás a Madagascar..., sí, te enviarán allí. No lo sabías, ¿verdad? ¡Y hay mucho más...!
Intenté explicarle cuál era el auténtico objetivo del Bardo; intenté revelarle un poco, sólo un poco, de cuanto había visto.
—No quieren tenerte como ayudante. Si sigues deseando el poder, sólo hay una forma de conseguirlo. ¡Tendrás que hablar con los dobdobs que dirigen la guerra y explicarles la verdad sobre la Bestia Estelar! ¡Y tendrás que decirles dónde pueden encontrarla! Está en la Tierra, a menos de sesenta kilómetros de aquí... De hecho, está aquí mismo, en la guardería...
Perdí el control de mis nervios; me eché a llorar en sus brazos. Lloré porque estaba diciéndole que hablara con aquellos guerreros de abajo, pidiéndole que les convenciera para que volviesen a convertirse en auténticos soldados como los de antes... Estaba explicándole cómo podía revivir el diablo oculto en el Hombre...
—¡Pero no tienen por qué convertirse en asesinos de bebés! Los hijos del Bardo pueden escapar a la fase de cambio si no reciben los impulsos necesarios. Aún podría llevarme a mi Yungi, darle una educación normal...
¿Creía realmente todo eso que estaba diciendo? Lo más probable era que los dobdobs usasen sus armas en una ciega matanza indiscriminada, enfurecidos al descubrir la conspiración que habían estado protegiendo sin saberlo...
Quizá no. La Humanidad aún podía levantarse contra el Bardo sintiendo una mezcla de ira y compasión. Llevábamos siglo y medio de Ecología Social..., ¡y había sido una bendición, aunque sus cimientos fueran una mentira! Quizás aún pudiéramos conservar el espíritu de la sociedad creada por el Bardo, incluso mientras le cortábamos la cabeza... Tal vez no hiciera falta derramar demasiada sangre.
—¡Haz que los dobdobs corrientes comprendan lo que ocurrió realmente durante la emergencia de Kushog! ¡Llévales por los pasillos hasta la habitación que hay detrás de su Sala de Guerra! Bebe tu otra droga para librarte de tu bebé. Así tendrás que hacer otro vuelo y volverás allí abajo... ¿Querrás hacerlo? Te convertirás en su reina, su liberadora... El destino ha hecho que nos encontráramos para que pudieses tener esta oportunidad.
Se apartó de mí, con el ceño fruncido.
—Debes odiarme mucho, ¿no, Lila? —Bajó la voz en una exagerada muestra de cautela—. ¡Y sólo porque no quise dejarte beber un poco de la droga! ¡Si hasta me tomé la molestia de explicarte que sólo había suficiente para una dosis...! ¡Corrí un auténtico peligro para explicártelo!
—Pero..., ¿es que no crees... nada de lo que te he dicho? ¡Pensé que querías averiguar lo que sabía Feng! —La miré, y percibí el brillo de astucia que ardía en sus ojos. Oh, sí, me creía. Estaba fingiendo, eso era todo..., ¡y pensaba en qué provecho podía sacar de todo aquello!
—Si creyera todo eso, querida mía, ¿piensas que volvería corriendo a mi habitación para tragarme ese jugo de mosca sólo porque tú lo dices?
—Espera a que acabe el mes. Entonces sabrás que te han engañado. Y no seré yo quien te ha engañado.
—Pues claro que esperaré a que acabe el mes.
—Si para entonces ya es demasiado tarde...
—Oye, un anticonceptivo y una droga abortiva son dos cosas muy distintas... No sé si quieres engañarme o no, pero si estabas pensando en eso, te advierto que no funcionará.
—...tendrás que buscar otro método. ¡Oh! Me di cuenta de lo que acababa de decir. ¡Naturalmente! Suponiendo que sirviera de algo, si fuera algo más que un simple juguete, ¿por qué le habían dejado conservar el globo con la mosca durante su embarazo? No era extraño que la tuviera perpleja, agarrándome frenéticamente a cualquier posibilidad, por pequeña que fuera...—. Tienes que llegar hasta ahí, Maimuna. ¡Si eres tan lista, demuéstralo encontrando una forma de conseguirlo!
—Estoy segura de que podría hacerlo.
—Tienes que alertar a los dobdobs. Quizá puedas conseguirlo usando a Chang... Pero decírselo a un sólo dobdob..., sería peligroso. ¡Tienes que decírselo a todos! Yo no puedo hacerlo. Comparada conmigo, tú sigues siendo libre. Tienes que ser su liberadora. ¡Y la de todos los demás!
—Maimuna tomará su propia decisión sobre lo que debe creer —dijo con una leve sonrisa, apartándose aún más de mí, dando unos pasos hacia la puerta—. Y sobre lo que debe hacer... Hablando como una mujer libre..., bueno, querida, te prometo que pensaré en ello. No se me olvidará.
Sí, pensaría en ello. Tenía que hacerlo. Feng debía ver cómo su desprecio hacia Maimuna, tan débil y humana, acababa siendo su perdición. Había plantado la semilla. ¡Aunque a Maimuna no le importara nada la verdad, sino sólo el poder!
Maimuna me guiñó el ojo y se marchó. No fue un guiño de burla, sino de complicidad..., o eso esperaba yo.
Pero, ¿qué sería de mí ahora? Se me había acabado el tiempo. Feng dijo que sabrían si estaba diciendo la verdad o no, por lo que no podía acceder a su petición sin ser sincera. Y, suponiendo que tuvieran alguna duda, ¡bastaría con una planta conectada a un galvanómetro para revelarles la verdad! Tenía que creer sinceramente en mi respuesta. Pero si decía que no, y mi centinela dobdob les informaba de que había hablado con Maimuna..., yo desaparecería, y Maimuna jamás tendría ocasión de hacer nada.
Tenía que inventarme alguna distracción con que engañar a Feng, algo que le hiciera cerrar mi caso para siempre..., dejando libre a Maimuna.
Yungi yacía desnuda en su cuna: sólo llevaba un pañal atado a la cintura. Naturalmente, no había almohada. Y las noches de julio eran demasiado cálidas para usar mantas...
En el estante había unos cuantos pañales limpios. Los cogí. Mi dobdob seguía con los ojos clavados en el pasillo por donde había desaparecido Maimuna. ¡Entonces, la enfermera...! Tendría que verme actuar.
Fui hacia Yungi y le quité los auriculares de un tirón, despertándola y haciéndole lanzar un leve gruñido de sorpresa. Hicieron falta unos segundos para que empezara a llorar. Unos segundos tan largos...
Nada más oírla llorar, coloqué el blando montón de pañales sobre su cabecita.
Un poco de presión, no mucha. Lo más inefectiva posible... Y, por fin, oí cómo la enfermera lanzaba un grito en tibetano. El dobdob fue el primero en llegar hasta mí..., me dio un empujón y me lanzó violentamente contra la puerta. Todo había sido cuestión de segundos, pero no podía tener la seguridad de que Yungi siguiera con vida. ¡No podía verla! Podía haberse tragado algún hilo de los pañales, o haber vomitado, ahogándose con su propio vómito.
Y tampoco podía oírla llorar. Intenté oír su llanto, oh, cómo lo intenté... El dobdob me retorció los brazos para hacerme avanzar por el pasillo y consiguió que lanzara un grito. Y entonces ya estaba demasiado lejos para oír nada.