Caminar por aquella avenida de estatuas, sabiendo que en el interior de algunas había seres humanos aprisionados, me puso la piel de gallina. Al menos la chica que flotaba en el líquido dorado parecía tranquila y feliz. Era el rostro aceptable de este extraño culto inhumano... Pero cocer la carne humana en prisiones de arcilla para crear una crisálida mental era algo que me repugnaba, y traté de no rozar ninguno de aquellos objetos horribles..., ¡aunque resultaba bastante difícil, pues cada intento de esquivarlos podía hacerte resbalar por ese fango viscoso y caer directamente sobre otra estatua!
El globo flotaba casi encima de la aldea, formando un gran tejado grisáceo. No había ninguna luz solar que pudiese engañar mis ojos, y me di cuenta de lo horrible que era todo aquel paisaje.
Sí, éste era el sitio donde terminaban todos los niños que deseaban arrancar las alas de las moscas...
A mitad de la avenida había una muchedumbre congregada alrededor de una estatua. La mayor parte de los presentes eran «niños de arcilla»: llevaban la cabeza cubierta por sus capuchones y la holgada tela negra de sus trajes flotaba a su alrededor, convirtiéndoles en criaturas amorfas. Nos contemplaban a través de unas gafas con cristales rojizos que les hacían parecer un grupo de sacerdotes-lagarto enloquecidos.
Vistos de cerca, los aros no eran exactamente aros. La columna vertebral humana no podría haber soportado un maltrato semejante. Se parecían más a un triángulo redondeado, con el cuerpo encogido en una posición fetal como una deformada hipotenusa. En la plaza central de la aldea había montones de cestas de mimbre que tenían esa misma forma —su delirio habría hecho que Kushog no se fijara en ellos, o quizá hubieran sido eliminados de su grabación durante el montaje—, esperando ser usados como armazones para las nuevas estatuas..., botes en forma de plátano destinados a contener cuerpos.
Algo vestido de negro subió por la escalerilla que llevaba al globo. Poco después de que entrara en él, una luz azulada de una potencia casi insoportable bañó la aldea: toda la parte inferior del globo estaba llena de reflectores que emitían una claridad tenue pero aun así muy fuerte. La intensidad de las luces fue disminuyendo, dejando una avenida llena de imágenes fantasmagóricas y visiones donde las estatuas se retorcían igual que espíritus atormentados.
Más engaños y mixtificaciones..., ¡luces brillantes para cegarte durante el día!
Unos instantes después, la parte superior de «nuestra» estatua empezó a resquebrajarse. Acabó haciéndose añicos, derramando una lluvia de cañas rotas y fragmentos de arcilla sucia; una mano de piel negra y reseca parecida al cuero se abrió paso por el cascarón, seguida por una segunda mano igual de arrugada. Manos momificadas. Manos marchitas de carne asada... Qué espectáculo tan horrible: un cuerpo momificado en vida que seguía vivo después de la experiencia.
Las manos se unieron como si su propietario se dispusiera a nadar, haciendo caer más pedazos de arcilla y cañas. Una cabeza sin rasgos emergió del cascarón, seguida por un cuerpo encogido sobre sí mismo.
Pero aquella piel negra y reseca ya estaba empezando a cubrirse de grietas y no tardó en desprenderse. La piel no era más que uno de esos trajes que llevaban para parecerse a orugas, y el calor de la cocción la había resecado, dejándola lista para desprenderse al menor movimiento. Sí, era uno de aquellos trajes que anulaban las sensaciones, y había ido cociéndose lentamente después de las primeras vueltas encima del fuego —supongo que por el calor corporal más que nada—, hasta que la tensión ejercida por la tela había hecho que la víctima saliera de su trance...
Y debajo del traje había un joven: intacto y entero, con la piel blanca como el hueso. Retorció las nalgas, liberándolas de la arcilla. Sus pies apartaron los restos de la estatua y el traje y empezó a bajar hacia el suelo, sin que nadie le ayudara; la distancia era menor que en el caso del cristal. Se arrancó los últimos fragmentos de tela negra que le cubrían los ojos y la boca; y también él movió los labios, pronunciando...
¡Galimatías!
—Su cuerpo también habla expresando lo que pasa por su mente —murmuró Fatumeh—. ¡Mira, todo su cuerpo habla!
El joven empezó a balancearse. Movió la cabeza con una inmensa concentración, flexionó los brazos, dobló las rodillas y agitó los dedos..., todo ello guiándose por ritmos separados y contradictorios, como si estuviera intentando sugerir nuevos ejes para el espacio tridimensional, como si quisiera que su cuerpo trazara el mapa de nuevas dimensiones situadas en ángulo recto las unas con las otras: cada dimensión tenía su propia frecuencia particular y, sin embargo, todas se encontraban dentro de este espacio nuestro del aquí-y-ahora. Daba la impresión de estar..., desarticulado, roto en pedazos. Y sin embargo, mientras bailaba y hablaba, emitiendo mensajes del cuerpo —mensajes que su cuerpo parecía comunicarle directamente a mis propios músculos y, con ello, a la mente que había bajo mi consciencia, sin que yo supiera cuál era el contenido de lo que estaba diciendo—, todo el mundo empezó a distorsionarse y a romperse en pedazos. Me sentí inexorablemente atraída hacia su loca danza multidimensional.
—Un Gran Adepto —jadeó Fatumeh—. Él llegará a las cimas...
¡Un maestro del hipnotismo, más bien! Tuve la sensación de estar rompiéndome por dentro —igual que durante la Mezcla del Ocaso en Asura; como si hubiera conseguido hacer que el pájaro se apartara del árbol—, como si la calamidad con que Klimt me había amenazado estuviera volviéndose realidad... Lo que ocurrió después me resulta difícil de explicar —o, al menos, se lo resulta a este «yo» etiquetado con el nombre de Lila Makindi—, pues me convertí en muchos yoes separados. Durante mucho tiempo no tuve ningún yo digno de ese nombre. Ahora lo recuerdo; pero durante la experiencia todo fue muy distinto. Era cien personalidades separadas, cien estados mentales separados que conspiraban para pensar que poseían una identidad conjunta. Recuerdo, sí; pero el recuerdo no describe la experiencia, igual que la palabra «nadar» no describe los complejos movimientos integrados del cuerpo en el agua. Estaba experimentando la desintegración de mi «yo» fantasma llamado Lila y su transformación en las esferas separadas que coexisten bajo el «campo del Yo»...
Era: un Cerebro Que Sueña..., un conjunto de fantasías centradas en el mundo que recordaba, y podía verlas todas con un ojo interno que no tenía consciencia del tiempo y que apenas sabía cómo enfocar. Cualquier esfuerzo para ver con más claridad hacía que todo se volviera confuso y empezara a moverse igual que le ocurriría a un ojo desprovisto de cuenca sometido a la presión del dedo, y un instante después el ojo volvía a centrarse en otra cosa vista de forma tan poco clara como la anterior. Si pudiera hacer que este ojo despertara de su eterno sueño, podría hacer un nudo en el caos de fantasías. Cada nudo que ataba era un mero lazo que se deshacía en el mismo instante de crearlo. Era un Cerebro Que Sueña, nada más.
Era: un Cerebro Que Trabaja. Que hace volver la cabeza, da pasos, pone el pie en el suelo, hace apretar los dedos formando un puño, abre la boca para hablar; un Cerebro que hace moverse los pulmones y latir el corazón, que hace girar los globos oculares y se aparta del fuego, un Cerebro que también mantiene la orina dentro de la vejiga..., Pero el Cerebro Que Trabaja no era más que el hacer esas cosas, un mero autómata. No podía ayudar a mi Cerebro Que Sueña en una tarea tan sencilla como la de atar ese nudo.
Era: un Cerebro Que Examina y Percibe. Incluso aquel estado mental no tardó en descomponerse en un Cerebro Que Percibe y otro Cerebro Que Examina, y cada uno ignoraba la existencia del otro. Percibí: un caos de luz y colores que no tenía altura, grosor ni profundidad..., un manchón confuso carente de significado o dimensiones. Era ininteligible. Busqué —usando toda clase de formas y pautas, queriendo que el mundo encajara, queriendo darle una forma y comprender su sentido—, pero no había nada que encajara con ese caos, no había ninguna comunión con el Cerebro Que Percibe, aunque yo percibía y examinaba la misma escena (el sitio donde los miembros de un joven dictador se descoyuntaban rítmicamente en una cohorte de danzas distintas, separadas las unas de las otras...).
Era: un Cerebro Que Recuerda; un Cerebro que Registra. Recordé y reviví mis minutos de amor con Rajit en la playa de Sinda. Su cabello colgando sobre su espalda igual que una cuerda negra retorcida por el agua; mi boca se embriagaba sintiendo la dulzura de sus besos que sabían a vino de palma... Mi Cerebro Que Cuenta El Tiempo Y Localiza Las Cosas huyó de aquel recuerdo resucitado, tan vívido y completo..., pues el Cerebro Que Recuerda obedecía a la misma éxtasis temporal de mi Cerebro Que Sueña; sólo que él trataba con Lo Que Fue, y no con Lo Que Podría Ser. Trataba acontecimientos, no permutaciones.
Y en algún sitio, perdido entre esos cerebros, entre el sueño y el recuerdo, tenía que haber un Cerebro Voluntad: un cerebro que convertía todas las posibilidades del mundo en unos acontecimientos determinados, una realidad; un cerebro que anudaba lo probable convirtiéndolo en lo real... ¡Y no podía encontrarlo, porque no había ningún «yo» capaz de llevar a cabo esa búsqueda! La idea del «yo» no era más que una conjura, una ilusión. Todas las posibilidades existían. Todo... y nada. Y mis estados mentales se alejaron los unos de los otros, dispersándose hasta convertirse en estados cada vez menos evolucionados; primero fueron cubos, luego líneas y después puntos, y cada uno seguía su propio eje personal, el del sueño, el trabajo, la percepción, el formar y el investigar, el recordar..., y el danzarín movía sus manos por separado, cada dedo de cada mano, y cada articulación de cada dedo, una danza semáforo ejecutada con la máxima atención, una danza capaz de hablar directamente con este rebaño de mentes. La caja de mi mente y el andamio de mi cuerpo eran su único acuerdo sobre quién era «yo».
Y, si yo sentía todo esto, entonces era cierto que los auténticos seres humanos no existían..., ¡todavía! ¡Oh, cómo intenté olvidar aquella no-existencia de mí misma y de toda la humanidad..., después! Pero cuando ocurrió no había ningún «yo» capaz de ordenarme que rechazara aquella experiencia...
Finalmente, el mundo volvió a su sitio de costumbre, y «yo» con él. El joven desnudo había terminado de bailar y estaba alejándose de la aldea de arcilla..., ¡tan blanco como un gusano empollado en la carne humana, blanco como los excrementos de un perro con indigestión!
Ya lo has visto, Lila —insistió Feng.
—No he visto nada —gemí—. Hipnotismo..., alucinaciones..., ¿cómo puedo saberlo? Sólo sé que siempre he sido manipulada. Todos los seres humanos son manipulados. Pero los seres humanos no pueden hacer nada salvo ser precisamente eso, humanos... Vivir en este mundo es algo maravilloso. Hacer el amor. Sentir el sabor del vino de palma en los labios. Nadar. Trabajar, cultivar plantas para comer...
—Ser «humano» en esos términos tuyos es hallarse sumido en la hipnosis —suspiró Feng—. ¡«Limitarse a vivir» no es más que eso! No pudiste mantener la cohesión de tu mente, ¿verdad? Eso se debe a que en realidad no existe ningún tú coherente que pueda mantenerla unida. No eres más que un conjunto de estados mentales unidos en un gran átomo con muchos electrones orbitando a su alrededor. Las electrones están saltando continuamente de una órbita a otra, chocando los unos con los otros..., ¡excluyéndose los unos a los otros!
—El Bardo pretende llevar a cabo el genocidio del hombre y de la mujer, acabar con los seres humanos. Vuestro Hombre del Futuro nunca llegará a existir. Siempre habrá algo más allá, y más allá de ese más allá... Un perro nunca consigue atraparse la cola. Qué equivocados estáis... —Arranqué un trocito de arcilla de los restos de la estatua y lo arrojé al globo. No logré darle. El trocito de arcilla cayó al suelo, no sé dónde.
—Que un ser humano más consciente esté emergiendo de la Vieja Humanidad... ¿Eso te parece un crimen? Entonces, ¿la mariposa asesina a la oruga? —me preguntó Fatumeh con voz burlona.
Arranqué otro pedazo de arcilla, una bola erizada de astillas de caña, y me lancé sobre Feng y sobre Fatumeh, aunque estuviera embarazada. Al menos tenía la fuerza de voluntad suficiente para ese ridículo y mísero ataque..., ¡sí, podía obrar libremente, sin que nadie me controlase!
Naturalmente, jamás pude llegar hasta Fatumeh; aunque quizá sí habría podido llegar hasta Feng. Fatumeh agitó sus manos ante mi rostro, y el tiempo se detuvo durante un segundo hasta que hubo esquivado mi embestida. Era una hipnotizadora muy hábil. Y yo era triplemente vulnerable: por haber estado atrapada en el Prisma; por el truco de la alfombra, y ahora por haber presenciado la enloquecedora danza del muchacho, esa danza que me había hecho dudar de si yo era realmente «yo» y de si existía como persona... Para Fatumeh, no era más que una esclava sujeta a su control. Una muñeca. Un autómata.
Fatumeh agitó la cabeza, como compadeciéndose de mí.
—Todo el mundo puede ser hipnotizado —exclamé.
—No. Los Adeptos son inmunes al hipnotismo. A menos que deseen dejarse hipnotizar, claro... Pero los humanos corrientes se pasan toda la vida hipnotizados. Es cierto, ¿sabes? Poco o mucho... Tu Viejo Humano sigue siendo una criatura preconsciente con breves destellos de auténtica consciencia que se esfuman apenas nacer. Está dormido. El sueño de la vida es tan atractivo como un imán. Tu Viejo Humano puede llegar a enfadarse mucho en sueños. Igual que tú hace unos momentos... Se agita locamente y golpea lo primero que encuentra, pues quiere seguir dormido. Debes comprender que hoy se te ha mostrado algo muy importante, y que has despertado un rato de tu sueño..., no ha sido ningún engaño.
—No te culpo por haber reaccionado así, Lila —dijo Feng, llevándose la mano a la mejilla, quizá para ocultar una herida. O quizá no, pues no vi que sangrara—. Puedes pensar en todo esto durante una semana. Después, tendrás que tomar una decisión. Creo que es tiempo más que suficiente, ¿no? Necesitamos administradores. Intermediarios entusiastas... Y si dices que sí, ten la seguridad de que sabremos si dices la verdad. Sinceramente, espero que tú también lo sepas. Eres una persona de lo más transparente, ¿sabes? Nosotros comprendemos a la gente.
¿Lo era? ¿A quién se refería Feng con ese «nosotros»? ¡Las delirios de grandeza eran contagiosos!
—De todas formas, bastará con una prueba Backster para decirnos si eres sincera. Cualquier planta conectada a un galvanómetro servirá.
—De lo contrario —dijo Fatumeh—, ya sabes lo que te espera y adónde irás a parar, ¿no?
Me acordé de una gallina roja que seguía la huella de un neumático de bicicleta en la aldea de Bagamoyo, hipnotizada por aquella línea recta. Caminaba y caminaba..., hasta que un perro se lanzó sobre ella, ladrando, y rompió su trance...
—Entonces, ¿es que los perros carecen de existencia? ¿Y las gallinas? —les pregunté con voz suplicante—. ¿Deberíamos acabar con todos los perros y las gallinas sólo porque viven en un sueño?