20

La carretera que llevaba hacia el este de Lhasa se encontraba vacía. Ya me había acostumbrado un poco al jeep y no me costaba tanto conducir. Hasta podía contemplar el paisaje: llevaba casi dos años sin estar al aire libre, sola y sin vigilancia...

Bosquecillos de álamos separaban los verdes campos de trigo de los huertos de manzanos. Un tractor oruga, con el humo de la madera brotando de su chimenea, arrastraba el disco de una grada por un campo de gran tamaño. Jinetes montados en ponis marrones recorrían el campo, con rifles con bayoneta curvada al hombro. Pensé que las bayonetas servirían para recoger al galope las presas que pudieran cazar, evitando la necesidad de bajarse del caballo... Una valla de cemento quedaba medio escondida por los sauces plantados como protección contra las tormentas, y su cascada de follaje se había vuelto blanca a causa del polvo...

Mi guía guardaba silencio, pues había comprendido que no podíamos comunicarnos. Y él, ¿pensaría que estaba junto a una auténtica dobdob? ¿O era un pequeño rebelde que deseaba gozar de una aventura? Tenía los típicos rasgos pronunciados de la raza tibetana: nariz y mandíbula robustas, mejillas gruesas y ojos bastante separados. Pero su rostro brillaba con el fulgor de la curiosidad, que animaba su expresión igual que los chispazos del oro entre la mantequilla.

Según mis cálculos, el viaje requirió casi una hora. El monte Ga Dan debía estar por lo menos a sesenta kilómetros de Lhasa. Pasamos los primeros treinta kilómetros atravesando bosques de pinos, abetos y piceas, productos de la gran repoblación forestal de la que tanto alardeaba Maimuna. Finalmente, acabamos llegando a una gran franja de tierra abandonada, campos baldíos que nadie cultivaba: una especie de zona desnuda, una tierra de nadie. Al verla, el chico se incorporó en el asiento, señalando hacia delante y moviendo la cabeza.

Ga Dan era una estribación de los rocosos gigantes que se alzaban más allá de su cima. Aun así, me pareció bastante grande. Alcé los ojos hacia el cielo y logré distinguir el vago contorno de unos edificios que se amontonaban los unos sobre los otros hasta llegar a la cima, igual que un inmenso tramo de peldaños. Pero la parte baja de sus flancos quedaba oculta por el bosque. Era como si un gigante hubiese desgarrado la espesura del bosque cogiendo uno de sus extremos para colocarlo alrededor de la montaña, igual que si fuera una capa. Y, ciertamente, el paisaje actual habría necesitado que se acarrearan toneladas de tierra y que se las esparciera por las laderas para acabar recubriéndolas con hierba y arbustos... Las colinas que rodeaban Ga Dan seguían siendo tan estériles y pétreas como la cima del monte.

Cruzamos aquella tierra de nadie hasta llegar a los primeros bosquecillos de las laderas, y allí nos detuvimos..., primero porque la carretera subió bruscamente de nivel, con lo que el motor se caló; pero también porque junto a la cuneta había un gran cartel en el que se veía una esvástica roja bajo la cual había frases en chino y tibetano. Por entre la espesura, interceptando la carretera en la siguiente curva, se veía una gran verja de alambre que, sin duda, tendría un puesto de control. Eché el freno de mano.

El chico movió el pulgar en un gesto interrogativo, señalando mi uniforme, y luego apuntó hacia la carretera, instándome a seguir. Quería ver lo que había después de la curva, más allá de aquella verja. Por eso había venido conmigo. Ésta era su aventura, su ambición... Meneé la cabeza, diciéndole que no, y su rostro mostró una rápida sucesión de expresiones: primero llegó la decepción, luego la confusión y la alarma..., como si acabara de descubrir que yo era un demonio del bosque. ¡Nada menos que Kali la negra, la que pisotea las tumbas! En el fondo, debía ser tan supersticioso como Kushog.

Una nube cubrió el sol en aquel mismo instante. Su sombra barrió el bosque, absorbiendo la luz. El chico lanzó un grito y saltó del jeep. Huyó por la carretera tan deprisa como podían llevarle sus piernas..., pero, gracias a Dios, en sentido contrario a la verja.

Bueno, quizá fuera mejor. Me había librado de él. Tendría que haberle dejado al otro lado de la tierra de nadie. Bajé del jeep y fui hacia los árboles, apartándome de la carretera.

El bosque olía muy bien y el aire vibraba con el zumbido de los insectos. La tierra que pisaba crujía suavemente cada vez que mis pies aplastaban la capa de piñas dejada por los años.

Pero el alambre de la verja estaba en muy buen estado. Placas con la esvástica roja colgaban de ella cada cien metros. Los huesos y la piel de un conejo yacían formando un montoncito junto a la verja. Quizá fuera una coincidencia, pero hizo que no me atreviera a tocarla, pues podía estar electrificada. Sí, quizá lo estuviera... En Bagamoyo las verjas que rodeaban los parques de las reservas estaban electrificadas para que los animales no pudieran salir.

Seguí la verja por entre los árboles, alejándome cada vez más de la carretera, y acabé llegando a un arroyo cuyas orillas se habían ido erosionando hasta crear un agujero lo bastante grande para que pudiera deslizarme por él, aunque fuera al precio de mojarme el uniforme y mancharme de barro. Y después empecé la auténtica escalada del monte Ga Dan, mientras el sol de primera hora de la tarde rozaba mi cuello de vez en cuando por entre las ramas. Hice bastantes pausas, no tanto para recuperar el aliento como para evitar un ataque de mareo, pues me encontraba a una altura realmente considerable.

• • • • •

Después de unos veinte minutos de escalada vi la primera señal de vida: una pagoda blanca y anaranjada que se alzaba entre los árboles. Cuatro tejados en zigzag se amontonaban el uno encima del otro, y cada tejado tenía una puerta situada en el mismo punto que los demás. Encima de los tejados había un bastión redondo con una puerta taraceada con un espléndido pavo real hecho con mosaicos. El bastión sostenía un cubo terminado en una cúpula de la que asomaba el auténtico final del edificio, el rechoncho cono de un minarete. El umbral que comunicaba el cubo con el tejado del bastión estaba flanqueado por grandes ojos pintados a los que las falsas cejas del tejado dotaban de una extraña movilidad.

Fui hacia la parte norte del edificio, sin apartarme de los árboles. Y en el tejado del bastión redondo había un joven desnudo, mirándome. El joven tenía alas.

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Las alas estaban formadas de plumas blancas y rematadas en puntas rojas; cada ala tenía un gran punto negro, como los falsos ojos que adornan las alas de ciertas mariposas.

Fue hacia el extremo del tejado. Las alas no se movieron. No eran alas... sino ojos, otro par de aquellos inmensos ojos alargados. Los puntos negros eran las pupilas de los ojos. Aun así, la sorpresa producida por el efecto de ver su cuerpo desnudo unido al umbral pintado que había a su espalda (y, quizá, el sol deslumbrándome) me había hecho ver realmente un joven alado... hasta que se movió. ¡Y, aun así, la ilusión seguía afectándome! Sus hombros desnudos parecían haber sufrido una extraña amputación —los ojos—alas flotaban a su espalda, como si careciesen de cuerpo—, y me pareció que la ilusión no era un accidente, sino que el joven había adoptado aquella postura para producirla y aprovecharse de ella. Su cuerpo desnudo tenía tantos músculos y tendones como un conejo despellejado. Llevaba su negra cabellera recogida en una coleta. Tenía el rostro flaco y anguloso, como un pájaro, y su nariz recordaba el pico de un águila.

Estaba de pie en lo que era prácticamente el vacío, pues bajo la curvatura de las tejas que le sostenían no había nada salvo una caída de diez metros hasta el siguiente tejado en zigzag. El joven tensó los músculos y se puso en cuclillas con un movimiento lleno de fluidez. Dejó colgar las piernas en el vacío y balanceó el torso de un lado para otro, inclinándose hacia delante. Levantó los brazos y sus dedos se agarraron a las tejas. Se quedó totalmente inmóvil durante un segundo y acabó dejándose caer al tejado que había bajo él. Cayó tres o cuatro veces su propia altura. El impacto hizo que su cuerpo se doblara sobre sí mismo hasta formar una pelota, pero no tardó en erguirse, fue hacia el extremo del tejado y volvió a dejarse caer, usando la misma técnica de agarrarse y soltarse. Y así fue bajando por los gigantescos peldaños de la pagoda, sin dejar de observarme, como si todo aquel ejercicio gimnástico no requiriese ningún tipo de concentración especial.

Parecía varios años más joven que yo. Sí, debía de tener catorce o quince años... Aunque era difícil estar segura, pues la pagoda le empequeñecía..., aunque su despreocupada forma de bajar por los tejados había conseguido que también él empequeñeciera al edificio. Acabé apartando las ramas que me protegían, ya que seguía con los ojos clavados en mí, y entré en el pequeño claro que rodeaba la pagoda.

—Soy El-Que-Camina-Sobre-Los-Edificios —me dijo (primero en chino, o eso supuse, y luego en inglés, al ver que yo no le comprendía).

—Oh, claro. ¿Y por qué te dedicas a caminar sobre los edificios? Y, de todas formas, ¿qué hay ahí dentro? —Me di cuenta de que debía haberse caído al menos una vez, pues tenía la nariz rota, y ésa era la razón de que pareciera tan ganchuda. No siempre había poseído esa agilidad inhumana de la que ahora daba muestras.

Mis preguntas parecieron sorprenderle.

—Los edificios sirven para encerrar a los seres humanos, ¿no? ¡Así es! Por lo tanto, alguien que Camina-Sobre-Los-Edificios es como un límite de esos límites. Los edificios son fronteras y, por lo tanto, yo me dedico a saltar esas fronteras. —Se rió. (O quizá fuera más bien un graznido, o un cacareo...)—. ¿Ves lo que representa este edificio? Un mandala yantra en tres dimensiones...

—Sí, lo veo.

—Los yantras son mapas mentales. Por lo tanto, este edificio es una máquina del pensamiento. Una especie de cerebro.

—¿Qué hay dentro, un ordenador? ¿Una de vuestras máquinas para hacer bebés?

—No lo entiendes. Esta pagoda es el modelo de un cerebro. ¿Qué forma tiene un cerebro? Bueno, está claro que los pisos inferiores son el viejo cerebro de la parte trasera. El piso redondo es el cerebro central. El tejado de los ojos..., es el cerebelo. El hombre es un mono montado sobre la espalda de un lagarto que antes fue un pez. Cuando subes puedes mirar por las ventanas; siempre verás un paisaje distinto. Las ventanas crean los paisajes. Sin el edificio no habría paisajes. Por lo tanto, ¿cómo puedes abarcar todo el edificio y todos sus paisajes? ¡Es muy sencillo! Mi cuerpo camina sobre él y el edificio acaba siendo memorizado por mis músculos. Mi cuerpo ha trazado su mapa. Mis movimientos se convierten en ideas. Ya sabes que los músculos también piensan, ¿no? La pagoda es un ejercicio mental..., ¡para el cuerpo!

»Entra en el edificio. Cuando hayas entrado en él estarás en mi interior. Dentro del edificio podremos comprendernos mejor el uno al otro.

—¿Qué hay dentro del edificio? —Ya eran las seis o las siete de la tarde—. ¿Hay algo?

—Ahí dentro no hay más que la oportunidad de ver lo que hay fuera—replicó el joven—. Naturalmente, esa oportunidad no podría existir de no ser por el edificio. ¡El edificio se contiene a sí mismo, y eso es todo!

—Está vacío.

—¿Eres idiota o qué? Acabo de explicarte qué hay dentro de él.

—¿Dónde están las máquinas del Bardo? ¿Más arriba, en la cima de la montaña?

—¿Qué es una máquina, muchacha? Está claro que este edificio es una máquina, ¿no? Todo depende de cómo lo mires... Una máquina de pensar.

—Me refiero a la máquina para jugar al juego de los rakshasas. ¿Quieres explicarme cómo puedo llegar a ella? Sabes qué es un rakshasa, ¿verdad?

—Yo fui un rakshasa. Todos los niños han sido rakshasas. Eso fue antes de convertirme en alguien que Camina-Sobre-Los-Edificios. Antes de que me olvidara de los problemas, antes de permitir que mi cuerpo los resolviera físicamente... ¿Cómo podría haber descubierto cuál era el significado de este edificio salvo trepando por él, tanto por dentro como por fuera?

—¡Maldito seas! —grité, y eché a correr colina arriba por entre los árboles, dejándole a mi espalda.

Me detuve después de haber subido cien metros y miré hacia atrás. El joven seguía estando a la misma altura que yo, observándome. Debía haber trepado por la pagoda. Ahora volvía a estar en el tejado redondo, con las «alas» extendidas. Daba la impresión de hallarse suspendido en el aire, como si levitara.

Seguí subiendo durante media hora, alejándome de aquel muchacho exasperante, y dejé atrás muchos edificios más, así como estructuras que parecían edificios, medio sumergidas por el bosque. Vi viejos pabellones tibetanos con porches y tejados de oro. Y también había torres oblongas con lisas paredes de piedra. Un poco más adelante, ocultas por los árboles, había construcciones de aspecto totalmente incomprensible que no parecían pertenecer a ninguna época ni lugar humano sino más bien a una zona de pura geometría.

Caminé alrededor de una esfera que mediría cincuenta metros de alto hecha de un cristal o una cerámica entre blanca y lechosa, encajada en un vallecito igual que un huevo en su huevera. Una música rápida y nerviosa que recordaba el tabalear de unos dedos vibraba en su interior, como si la criatura que había dentro del huevo estuviera preparándose para romper su cáscara.

Encontré grupos de cristales que tendrían diez metros de alto y que se hallaban alejados de los árboles, como si hubieran brotado por decisión propia y no porque alguien los hubiera puesto allí. O, suponiendo que hubieran sido «sembrados» por alguien, ahora seguían creciendo espontáneamente... Entre ellos había toda clase de poliedros, desde el más sencillo hasta el más complicado, con colores tan suaves que acababan pareciendo puros matices: colores situados en las fronteras visuales donde el azul se mezcla con el verde, o el púrpura con el violeta, y hasta el rojo con el infrarrojo. Durante un segundo hasta llegué a imaginar que mis ojos veían cómo uno de ellos emitía un rayo de luz infrarroja. Aquellos bosques de cristal hacían que la luz se extraviase; y al tiempo le ocurría lo mismo. El blanco sol del mediodía llameaba en el corazón de una gran silueta parecida a un diamante..., aunque el sol de verdad ya estaba ocultándose. Una estructura color rubí contenía el hinchado elipsoide rojizo del sol cuando asoma por el horizonte. Una inmensa amatista encerraba la noche: una oscuridad de terciopelo con una galaxia de estrellas ardiendo como copos de plata suspendidos en aceite negro.

Más allá, en el interior de un recipiente de cristal dorado aparentemente lleno de líquido, había el cuerpo desnudo de una joven. Erguido, inmóvil... Tenía los pechos pequeños, las piernas largas, toda la torpeza de la adolescencia. Los dedos de sus pies no tocaban la base del recipiente cristalino, y su cabeza tampoco rozaba el final, que terminaba en una tapa de metal plateado. Una chica mosquito atrapada en ámbar, suspendida en el interior del recipiente. Viva; con los ojos abiertos; pero sin que moviera un dedo, sin que ni una sola burbuja brotara de sus labios...

¿En qué líquido flotaba? No era agua, pues entonces su cuerpo rozaría el metal plateado..., ¡a menos que hubiera aprendido a respirarla y sus pulmones estuvieran llenos de ella!

Me pegué a la pared dorada y creí distinguir una delgada membrana que cubría su cuerpo, igual que una segunda piel. Quizás aquella segunda «piel» le permitiera usar ese fluido parecido a la gelatina y absorber el oxígeno que necesitaba durante su trance.

¿Y qué estudiaba flotando día y noche en un recipiente de fluido dorado, contemplando el mismo punto del espacio mientras el sol salía y se ocultaba? ¿La habrían drogado o estaba allí dentro voluntariamente? Pasado un rato tuve la vaga impresión de que era consciente de mi presencia. Pero no era más que una corazonada, una sensación imprecisa. Me marché.

De los muchos cristales que vi en aquella parte del bosque, había media docena con cuerpos de adolescentes dentro.

¡Yidags!, comprendí de pronto. Eso eran aquellos cristales... O, al menos, algunos de ellos. Una imagen de televisión algo borrosa mostraría yidags en vez de cristales..., con seres humanos que parecerían reflejarse en ellos. La mayor parte de los yidags estarían en Kazajstán, pero aquí también había algunos..., inmensas botellas de cristal. Con cuerpos humanos flotando dentro de ellas, sumidos en trance.

Aquellos cristales hacían que el bosque zumbase y ronroneara, como si toda una gama de señales o vibraciones pasaran de uno a otro. Al principio creí estar oyendo el canto de las abejas y los saltamontes. Pero allí estaba ¡chirr!, ¡chirr!, en la gama infrarroja del sonido...

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Entré en una zona desolada. Una gran costra de tierra apisonada, medio barro y medio polvo, con un doble círculo de chozas de arcilla construido en el centro y una avenida llena de aros de barro que se perdía en el fango.

El agua goteaba continuamente por la pendiente, como la linfa que brota de un tejido desgarrado, creando una capa de barro viscoso que me llegaba hasta los tobillos. Y allí estaba la aldea de Kushog..., con el mismo foso de piedra en el centro y los mismos seres de arcilla yendo y viniendo por entre las chozas. Me di cuenta de que eran niños disfrazados, sí, pero sólo porque no llevaban puesta la capucha de sus holgados monos negros. Cabezas caucásicas de rubios cabellos, cabezas con los rizos lanudos de los africanos, relucientes cabezas polinesias asomando de la tela negra... Si llevaran puesta la capucha no habría visto más que un escurridizo rebaño de focas o de gusanos capaces de andar..., igual que le había ocurrido a Kushog. No había más que una forma de moverse por entre aquella pendiente cenagosa: reptando, ondulando el cuerpo, deslizándose. Toda esa agua —el origen del arroyo que me había permitido llegar hasta allí y, sin duda, de unos cuantos riachuelos más que alimentaban la rica vegetación del lugar—, debía ser bombeada generosamente hacia la cima del Ga Dan, recorriendo todo el trayecto desde el Kyi o el Yalutsangpo...

Dominando la aldea se veía un gran globo grisáceo anclado con cables en cuya superficie había incrustadas hileras de luces que supuse debían cambiar el gris actual de la atmósfera sustituyéndolo por un «amanecer» plateado o el tipo de iluminación que el Bardo deseara para la aldea en cada momento. De su grueso hocico colgaba una góndola en la que había antenas y equipo electrónico, algunas apuntando hacia el suelo y otras apuntando hacia el oeste, donde estaba Lhasa. Mientras las observaba una escalerilla metálica brotó de la góndola, dejando bajar a un gusano negro que se perdió entre el barro.

Me pregunté si el mundo de los rakshasas —estuviera donde estuviese—, tendría un globo parecido en su cielo, un globo que imitaría a un «gigante gaseoso»... ¡Sí, era lo más probable!

No tenía ninguna intención de acabar atrapada en algún juego culinario. Me aparté cuidadosamente de aquella costra de tierra empapada y avancé por entre los árboles.

Y acabé llegando al Prisma.

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Ése es el nombre que le daré. Eso es lo que parecía. Una cuña de cristal o roca cristalina que medía cinco metros de alto, incrustada en el centro de un pequeño claro. Arrojaba un abanico de luz irisada sobre la tierra; y hasta la misma tierra, tan lisa y dura como un plato de porcelana, mostraba un complejo mandala de alambres o varillas plateadas empotrado en ella, un dibujo que recordaba el complicado diagrama de un circuito impreso a gran escala. Era como el plano de una ciudad, con cuatro puertas en los cuatro puntos cardinales, y su tamaño igualaba el de los cimientos de una casa: aquel mandala parecía el plano para un edificio muy complejo que no había sido construido, un edificio que se había derrumbado en el abismo de las dos dimensiones. Allí donde el mandala tradicional hubiese colocado flores de loto y paraguas sagrados, se veía el brillo de los espejos metálicos: los espejos reflejaban la luz prismática que caía sobre aquella ciudad mágica e irreal, lanzándola hacia los árboles y haciendo que las hojas parpadeasen en un arco iris de colores que se agitaba con el veloz movimiento de los ruiseñores. Una pluma violeta se posó en mi hombro. Un ala color topacio bailó sobre la palma de mi mano. Sentí el cálido roce de todos esos colores vivos en mi mejilla.

Qué espectáculo tan encantador: aquel gran prisma translúcido, el mapa plateado en el suelo, la dispersión cromática... Una parte de mí, distante y lógica, se dio cuenta de que el prisma no estaba clavado en el suelo. Al contrario, reposaba justo sobre la superficie, rozándola con su base ligeramente cóncava..., como una de esas piedras en equilibrio de las que oyes hablar y que los glaciares han depositado sobre las montañas, piedras que parecen inmensamente pesadas y que basta tocar con un dedo para que oscilen, aunque no hay fuerza alguna capaz de hacerlas caer. Y lo cierto es que la brisa, aun siendo muy suave, parecía mover ese prisma, dándole alas a la luz.

Me abrí paso por entre el follaje y llegué al claro. Los muros y senderos del mandala brillaron con una luz aún más potente. Mis ojos vieron cómo se convertían en una ciudad-mente viva, un laberinto de la consciencia. Mis pies se movieron igual que si tuviesen voluntad propia. Sin poder evitarlo, y sin sentir ningún deseo de impedirlo, entré por la puerta este del mandala. Toda mi vida parecía haberme llevado a ese instante.

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Y quedé atrapada.

Era una entidad abstracta, hecha de pura luz. Todos mis pensamientos y sensaciones eran simples haces luminosos. Y, sin embargo, sabía que mi ser poseía una negra y lúgubre existencia material. Pero, ¿qué era la materia? La materia no era más que energía prisionera de fuerzas tan potentes que no podía escapar para volver a convertirse en energía..., en luz. Y, aun así, la materia (mi sólido cuerpo negro) debía existir pues, de lo contrario, la luz no tendría nada que iluminar. Si la materia no existía, la luz jamás podría alcanzar la plenitud. Sin ella no habría luz. Cuando un rayo de luz atravesaba el espacio yendo de su fuente a su destino, ¿era «luz»? No, era un potencial. Era la pre-luz. La luz ilumina algo. La energía de la luz necesitaba la energía oscura encerrada en la materia para alcanzar su plenitud y cumplir su misión. Pero en el instante de la visión, la luz se extinguía a sí misma. La luz era como el «momento actual» del tiempo. Apenas si existía. Dejaba de existir tan pronto como cobraba vida. Pero, al mismo tiempo, lo era todo, el todo de cuanto existía en aquel instante. Y, al mismo tiempo, no era nada: ya había dejado de existir. La energía no era más que un mensaje del ser al ser y no decía nada salvo: ¡existo! Ése era todo el mensaje de la luz y la vida. Qué mensaje tan estúpido... Qué universo tan idiota..., ¡ya que se limitaba a ser! La Bestia Estelar —esa entidad que existía en un presente total capaz de abarcar todo el tiempo, y que representaba el universo como un solo instante..., lo cual significaba que el universo apenas si existía, sino que se limitaba a flotar igual que si fuera una tendencia, una ondulación en el vacío y en esa nada infinitamente más densa que cualquier cosmos material—, sí, esa Bestia Estelar que era la Consciencia pura, sin ningún otro objeto que no fuera ella misma, emergió del mandala y vino hacia mí. Y me engulló.