19

Acabamos llegando a un duplicado de la Sala de Guerra situado bajo la Embajada de Proción en Miami. Tenía las mismas hileras de consolas, las mismas pantallas, el nido yantra con la Bestia Estelar suspendida sobre él... Veinte o treinta dobdobs, cada uno con tres lápices en el bolsillo, estaban sentados ante las consolas, controlando la situación.

—Los hombres de la guerra —murmuró Feng cuando pasamos junto a ellos—. La Embajada de los rakshasas siempre está en pie de guerra, naturalmente, pero no hace mucho hubo una auténtica alerta sorpresa —como sabes gracias a tu experiencia con el pobre Kushog—, lo que les hace estar doblemente nerviosos durante el vuelo de Maimuna. Estas personas libran una guerra. No me gusta pensar contra quién estarían luchando si no tuvieran a la Bestia Estelar.

Sentí cierta simpatía hacia todos aquellos fanáticos dominados por la obsesión y, al observarles más atentamente, vi que todos me recordaban un poco a Sam Shaw, ya fueran chinos, coreanos, mongoles, árabes o de otra raza.

—Lucharían contra vuestro humano del futuro.

—Sí, lucharían contra nuestro propio futuro. Qué idea tan espantosa... Pero, de esta forma, incluso los criminales en potencia tienen un papel positivo que jugar, con lo que nunca llegan a ser criminales. Se les salva. ¡Pero ponles en una Sala de Guerra con cohetes nucleares que disparar y un enemigo humano al que odiar...! Entonces se convertirían en auténticos criminales.

Fuimos por un pasillo curvo iluminado por tenues luces amarillas. Tuve la impresión de que casi acabamos dando una vuelta completa y que el final del pasillo nos había llevado a la parte trasera de la Sala de Guerra.

Feng abrió la puerta que daba a una pequeña habitación bien iluminada en la que sólo había una gran máquina con tantos colores que parecía un caleidoscopio, dispuesta alrededor de una silla giratoria: la máquina recordaba un teclado de ordenador unido a un órgano del estilo más fantástico y barroco imaginable. Encima de ella, a la izquierda, la derecha y el centro, había tres pantallas encendidas. Comparada con el resto de aquel complejo subterráneo, donde prevalecía la severidad de los propósitos militares, la máquina hacía que la habitación pareciese más acogedora. Daba la impresión de ser una máquina concebida para tocar música dirigida a todos los sentidos..., ¡un órgano de colores, olores y sabores, si es que existía semejante aparato! Una máquina para hechizar el campo corporal humano... Diales e interruptores, pedales, botones y pistones..., todo tenía los colores del arco iris.

La máquina funcionaba aunque no había nadie ocupando el asiento. Los diales giraban, los interruptores se movían, los pedales subían y bajaban velozmente... Y las pantallas se encendían y se apagaban siguiendo el ritmo de esos movimientos. La verdad es que la máquina era bastante pequeña. El asiento giratorio resultaba engañoso, pues un adulto apenas si habría podido instalarse en él... Era un asiento para niños.

En la pantalla de la izquierda se veía a la Bestia Estelar, palpitando sobre el punto bindu del planeta Tierra. En cuanto a la pantalla de la derecha... Nubes rojizas flotando junto a grandes torres. Un cielo llameante y repleto de colores que parecía apoyarse en las torres... Vi una mantarraya emerger de las neblinas y venir hacia mí, haciéndose cada vez más grande: sus contornos eran casi iguales a los de la Bestia Estelar. Debía ser un «rakshasa» imaginario, y el paisaje debía ser una ilusión que representaba la luna de la Estrella de Barnard.

Pero la pantalla central era la más sorprendente de todas. Un extraño cráneo blando oscilaba y temblaba viniendo hacia mí, en continuo movimiento y sin ser nunca exactamente igual. Un gran cráneo de carnero... Sus cuernos terminaban en suaves brotes. Tenía una sola fosa nasal, bastante grande, con dos agujeritos cerca de su extremo superior, y la frente era muy grande y de forma triangular, con unos tubitos rosa que iban por la parte interior de los cuernos, alejándose del hueso rojizo de la frente. Junto al extremo de un cuerno se veía brillar una estrellita luminosa: un punto bindu. La simetría habría exigido que esa estrellita estuviera en la frente de la bestia; quizá estuviera moviéndose hacia tal posición, aunque con gran lentitud..., y entonces correspondería de forma perfecta a esa estrella de luz que era la Tierra, envuelta en su telaraña de fuerza yantra. El cráneo del carnero, el rakshasa y la Bestia Estelar tenían más o menos la misma forma básica. Pero, a diferencia de la ilusión de los rakshasas y de la abstracción que era la Bestia Estelar, el cráneo del carnero parecía más vivo y real a cada nueva palpitación. La punta de una «espina» pareció entrar por la base de la única «fosa nasal» del cráneo, subiendo y bajando en un lento movimiento de pistón.

—¿Puedes identificar lo que hay en la pantalla central, Lila?

—No sé qué es. Parece vivo. Es real.

—¡Desde luego que lo es! Eso es un útero humano durante el acto amoroso. Es el útero de Maimuna, observado mediante el parche adhesivo de su vientre. Está volando.

• • • • •

—Ese punto de luz... ¿Lo ves? Es el óvulo que sale de la trompa de Falopio. Cuando vuelva a volar, dentro de ocho días, el óvulo quedará fertilizado y se pegará a la pared del útero, creciendo rápidamente...

¡La estrella sobre la frente, en su sitio!

La fosa nasal era la vagina. El escudo rosado que había sobre ella, lo que parecía la frente, era el útero. Los cuernos que nacían de él eran las trompas de Falopio... ¡Claro!

Los interruptores se movían y los pedales subían y bajaban sin que nadie los accionara. En las pantallas, la Bestia Estelar y el mundo de los rakshasas palpitaban siguiendo pautas ligadas a lo que ocurría en el cuerpo de Maimuna, la unión física de ella y su amante y la intersección de su campo corporal con el de éste; Mular, sí, ése era su nombre... La Bestia Estelar y el mundo de los rakshasas copiaban los cambios producidos en la configuración del campo; copiaban... y modulaban, ejerciendo su influencia sobre lo que ocurría dentro del campo corporal que presidía el viaje del óvulo hacia la concepción. Líneas de fuerza ondulaban a lo largo de los cuernos del carnero, creando una matriz de interferencias, y el útero vibraba débilmente, un tambor triangular con los lados curvados, tensado entre la vagina y las dos trompas de Falopio.

—Esta unidad sólo sirve para registrar los movimientos. Para que podamos inspeccionarlos en caso necesario... Es un mero sistema de registro y apoyo. La máquina que está siendo utilizada durante este vuelo se encuentra en un monasterio del monte Ga Dan, al este de aquí. Ése es tu equivalente tibetano de Virginia Beach. Allí van los hijos del Bardo: es un sitio muy hermoso y aislado.

Los controles se movían con la vida mimética del zombi, como si estuvieran poseídos. En algún sitio, a kilómetros al este de Lhasa, unos dedos se movían velozmente sobre aquellos controles tocando la música del campo corporal. Unos pies infantiles bailaban sobre los pedales. Un hijo del Bardo estaba jugando con la creación dentro del útero de Maimuna.

Y, con este juguete, ese niño o esa niña grababa una pauta en los primeros momentos de la vida..., antes de que ésta llegara a existir.

Con este juguete un niño hacía que un bebé se convirtiera en algo distinto.

¡Un bebé como mi Yungi!

Estaba fascinada y horrorizada, por lo que apenas si le presté atención a las palabras de Feng.

—¿Cómo convences a los genes sumergidos para que se expresen a sí mismos, si no sabes exactamente cuáles son? Lo que sí puedes hacer es conseguir que el óvulo se encuentre rodeado por el campo corporal adecuado, el que sea capaz de atraerlos, si es que están ahí, desde el instante de la concepción. El cuerpo sutil de la vieja medicina taoísta no es ningún invento de la imaginación. Usando este método se puede conseguir que actúe sobre algo tan delicado como el genoma, tal y como ya te he dicho antes.

Las luces se encendían y se apagaban, los pedales se movían. En algún lugar de arriba, sumida en el trance, Maimuna hacía el amor con su hindú, embrujada por el espectáculo de las luces y los sonidos falsos, dominada por la hipnosis...

—Debes comprender que hasta los elementos físicos como el sodio y el potasio de los que están compuestos nuestros cuerpos y cerebros existen porque en el universo ya hay formas y configuraciones que corresponden a esos elementos. Entidades geométricas de enorme poder... ¡Nuestros cerebros existen y funcionan debido a que esas entidades existen! Y nuestros cerebros están estructurados para evolucionar hacia un conocimiento de esas formas subyacentes. Nuestro campo corporal corriente ya las representa, aunque de una manera primitiva. El campo corporal más integrado de los hijos del Bardo las representa mucho mejor...

Un mocoso alienígena estaba creando música con su cuerpo: ¡igual que habían hecho antes con nosotras, en Miami!

—Esas formas no son pasivas. Atraen la onda de choque del Ser hacia ellas. Actúan como atractores. Así es como hacemos que el Hombre Futuro cobre existencia. Colaboramos con la geometría del mismísimo universo. La forma de juego a que nos dedicamos con esta máquina es el juego de la vida que se despliega y se comprende a sí misma...

La idea de que todo el mundo de seres humanos que vivían, trabajaban, alentaban y amaban estaba siendo manipulado deliberadamente como si fueran un juego biológico para conseguir algún ideal retorcido de una superhumanidad extraña me resultaba repugnante. Feng era un traidor a la raza humana que ya existía aquí y ahora. ¡Lo importante era lo que ya existía! Vivir ahora hacía que una persona —o un pez, si a eso íbamos—, fuera real. Adorar el futuro era una locura, un acto de arrogancia, una forma de engañarse. Cuando el Hombre intentó controlar su propia evolución se volvió... inhumano, claro. La prueba estaba ante mis ojos... y ardía en el cerebro de Kushog. ¡La inhumanidad!

—Líneas de atractores —recitaba Feng—. Trayectorias canalizadas..., emergencia espontánea..., canales creódicos..., niveles de consciencia..., embrión..., campo corporal... —No paraba de hablar, lanzándome su evangelio biológico a la cara.

Maimuna se habría vendido a él en cuerpo y alma sólo por unos segundos de experimentar esa clase de poder.

Pero yo me lancé contra la máquina que estaba convirtiendo a su bebé en un alienígena.

Golpeé los diales y los interruptores. No había forma de moverlos. Estaban firmemente sujetos..., salvo cuando se movían por voluntad propia; y entonces apartaban bruscamente mis manos, golpeándolas y haciéndoles daño. Era como si hubiese metido los dedos dentro de un motor en marcha.

Luché con la máquina, moviéndome con una extraña aceleración, dejando atrás a Feng arrastrándose en lo que parecía un movimiento a cámara lenta. Pero Feng consiguió llegar hasta mí y me apartó de un empujón, yendo a toda prisa hacia su preciosa máquina para comprobar que no le había causado ningún daño.

—¡Estúpida! —dijo. Le golpeé.

Mi mano sacó un extintor de su soporte. En aquel momento no era un extintor; eso sólo lo supe después. Era un garrote de acero rojo, el color del dolor y la sangre. Mi mano lo cogió y le golpeó con él.

Feng se derrumbó sobre su Órgano del Campo Corporal. Había un poco de sangre en su nuca, pero no demasiada; seguía respirando y su pulso latía con fuerza.

¡Feng no había esperado que en ese mundo con el cerebro lavado por el Bardo hubiera nadie capaz de enojarse lo bastante como para golpearle! Y eso era porque pensaba en la gente como si fueran abstracciones, no como seres humanos o individuos. Y eso era un grave error.

De repente supe adónde debía ir. Me quité mi uniforme del Bardo y luego le quité el suyo a Feng. Le desnudé y pude ver sus miembros, flacos y de color pajizo, llenos de arrugas y surcos. Parecía una gran araña pisoteada. Uno de sus lápices se había salido del bolsillo. Le di una patada y lo metí bajo la máquina. Un falso rango de tres lápices era suficiente para mí... Me puse su uniforme y le até las muñecas y los tobillos con trozos de mi túnica, le amordacé y coloqué los restos del uniforme bajo su cabeza para que le sirvieran de almohada. No tardaría en despertarse. Arranqué el cable del teléfono, cerré la puerta con su propia llave y fui corriendo por el pasillo hacia la Sala de Guerra. El estrépito de mis sandalias rebotaba contra las paredes, haciéndome pensar en una bandada de murciélagos asustados. Me sentía perversamente feliz. Estaba temblando de felicidad.

Pasé junto a la Sala de Guerra donde aquellos idiotas traicionaban al mundo sin saberlo. Llegué por fin a la puerta de acero, metí la tarjeta de Feng en la ranura y apreté los mismos botones que le había visto usar. Intelectualmente Feng quizá supiera que tengo una buena memoria visual, pero no había tomado precauciones contra ella. La puerta se abrió sin hacer ruido. El jeep seguía en el aparcamiento, aunque alguien se había llevado el camión.

Pero yo nunca había conducido un vehículo.

¿Y qué haría cuando llegase al punto de control situado en la boca del túnel? ¿Creerían realmente que yo era una dobdob? Traté de recordar los detalles. ¿Había una barra de acero bloqueando el camino, igual que en el punto de control de Miami?

No, no había ninguna barra. Las inmensas puertas de acero podían bloquear la entrada del túnel en unos segundos..., ¡por lo que no hacía falta ninguna barra! Podría coger el jeep y salir del túnel sin ninguna clase de problemas.

Si era capaz de conducirlo... Me instalé en el asiento contiguo al del volante e inspeccioné los controles desde ese ángulo; ése era el sitio donde había estado sentada cuando Feng me llevó hasta aquí, con Maimuna sentada detrás. Me concentré, intentando recordar los movimientos de sus manos y sus pies cuando puso en marcha el vehículo y luego al conducirlo; después pasé al asiento del conductor e hice girar la llave. El motor cobró vida.

El jeep recorrió un par de metros y el motor dejó de funcionar. Y, al mismo tiempo, las luces de la caverna se apagaron, sumergiéndome en la oscuridad: el interruptor había llegado al final de su período de encendido.

Logré encender los faros del jeep, y la pared de roca que tenía delante se iluminó; el velocímetro también tenía una pequeña luz propia pero, dejando aparte esa claridad, el interior del jeep estaba muy oscuro.

Y empecé a pensar. Pensé en algo que había ocurrido mucho tiempo antes, en una pequeña habitación de Bagamoyo: un hombre de raza china había medido mi cráneo con sus dedos en una penumbra casi tan oscura como ésta de ahora. El hombre tenía los ojos cerrados. Sus dedos se habían movido sobre mi cráneo guiándose por el tacto. Mirar con los ojos habría significado no ver nada.

Seguí inmóvil en la oscuridad, respirando despacio, con mucha calma. Pasado un rato, dejé que mi cuerpo hiciera lo que le viniese en gana. Mis manos y mis pies se dieron cuenta de que sabían cómo manejar la palanca del cambio de marchas y los tres pedales del jeep. Bajé el pie y moví la palanca hasta la posición del punto muerto, y luego tiré de ella hacia atrás. Mis dedos volvieron a conectar el motor; mi pie subió lentamente. El jeep retrocedió mientras yo hacía girar el volante, y unos instantes después el morro del vehículo quedó apuntado en la dirección correcta.

El jeep salió de la caverna y se metió en el túnel: avanzaba con cierta brusquedad, a saltos, pues mi cuerpo no sabía conducirlo demasiado bien. La capota arañó la pared. Pero avanzaba; podía hacer que avanzara. Y deprisa.

Pasé por el punto de control sin reducir la velocidad, haciéndole una seña distraída a los dobdobs encargados de la vigilancia. Uno de ellos salió corriendo del punto de control (le vi por el espejo retrovisor) y me gritó algo; pero mi jeep ya estaba enfilando la carretera que nacía bajo la arcada, esquivando ciclistas, cabras, un buey...

En cuanto me hube alejado por lo menos un kilómetro del palacio, detuve el jeep junto a un grupo de chicos vestidos con chaquetas acolchadas que llevaban sus largas mangas subidas. Hacia el este había una cadena de montañas y la carretera iba hacia el este, sí; pero, ¿cuál de aquellas montañas era el monte Ga Dan?

Les repetí el nombre media docena de veces a los chicos, preguntándoles «¿Dónde?» por señas. Uno de ellos no paraba de reír, quizás a causa de mi pronunciación; quizá porque nunca había visto a una negra. Uno de sus compañeros le dio un codazo, riñéndole. Pero otro chico puso su mano sobre la mía y señaló hacia el otro extremo de la carretera. Lejos, muy lejos...

Ga dan si —me confirmó—. Ga dan si.

¿A qué distancia estaba? Intenté preguntárselo por señas. El chico que le había dado un codazo al que se reía nos contemplaba con el ceño fruncido. Cuando me toqué los lápices que llevaba en el bolsillo se limitó a fruncir el ceño más que antes y a poner cara de suspicacia. Si quería ir allí, ¿por qué no sabía dónde estaba, aunque llevara un uniforme dobdob? Frunció los labios y empezó a interrogarme en tibetano con una educada firmeza; después pasó al chino. No le presté atención. Por suerte, el chico que me estaba indicando el camino tampoco le hizo caso. Pasó corriendo por delante del jeep y se instaló en el asiento de pasajeros, haciéndome señas para que arrancase. Ahora tenía un guía.

El chico de expresión suspicaz rodeó el jeep por detrás y empezó a tirarle de la manga, mirándole fijamente; pero yo ya había puesto el jeep en marcha..., mientras mi guía se reía de su compañero.

Miré por el retrovisor y vi que los chicos echaban a correr hacia el Potala. Aumenté la velocidad y maté una gallina, creando un confuso remolino de plumas marrones.