!Una crisis en la Sala de Guerra! Las consolas estaban llenas de dobdobs que apretaban botones y hacían girar diales, intentando apagar las luces rojas de las alarmas. La gran pantalla mostraba cómo el nido yantra que rodeaba el planeta era sondeado y atacado por estallidos de actividad procedente del espacio que iban penetrando más y más en las capas defensivas. De vez en cuando, una delgada línea de fuego rojizo atravesaba todo el nido y se clavaba en las entrañas del mundo. Las defensas de la Tierra estaban cayendo.
La Bestia Estelar intentaba abrirse paso, dijo el dobdob que había hecho venir a Kushog. A menos que se consiguiera reforzar la frontera, una ola de locura devastaría el mundo. Un viajero suicida tendría que investigar lo que pasaba usando técnicas nuevas. ¿Estaba dispuesto a ofrecerse como voluntario para enfrentarse a la locura, para salvar el mundo de ella? Oh, sí, dijo Kushog con voz llena de fervor, lleno del espíritu autodevorador del chöd. El único Guardián del Planeta Tierra enfrentado a la plaga mental, ése era él.
Por primera vez en la historia, una mente humana debía flotar libremente, sin asideros. Tendría que permitir que la Bestia Estelar programara las ilusiones que le vinieran en gana y se las lanzase. Tendría que aceptar cualquier visión alienígena que fuera arrojada contra él. Aquella visión era un mensaje vital para la Humanidad. Tendría que aprender mediante el dolor y el horror, si los había. ¡Debía aceptarlos! Había la posibilidad de que sintiera una felicidad y un placer ultraterrenos. ¡También debía aceptarlos! ¡Y no debía dejarse vencer por ellos! Kushog así lo prometió. Fue a la Sala de Contacto, se puso el casco y retorció sus miembros de goma en la posición del loto. Contempló el mandala yantra, su cerebro resonó con el eco de los ¡HUM, ¡TRAM, ¡HRIH, ¡RAM! y ¡OM!, mientras se atormentaba con sus propios cantos del ritual chöd tibetano...
Los gases de una atmósfera alienígena ya estaban empezando a invadir sus fosas nasales, resaltando los colores y las sensaciones, distorsionando el tiempo. (¡Estaba claro que le habían drogado usando un gas psicodélico mucho más poderoso que los derivados de la nuez moscada empleados durante mi entrenamiento en Miami!) Lo que se desenroscaba en su interior no recordaba tanto a la familiar serpiente kundalini, sino a una pitón hinchada que estuviese digiriendo una cabra..., y la cabra era él mismo.
—Zab-chö shi-hto gong pa rang-dol lay —cantó, convirtiendo sus pulmones en gongs—. Bar-do¡thli-dol chen-mo chö-nyd bar-do¡ngo-töd zhu-so... —El comienzo del Libro de los Muertos—. Aquí nos preparamos para enfrentarnos a la realidad del estado del limbo; y nos liberamos en el Plano que hay Después-de-la-Muerte meditando sobre los Dioses pacíficos y los Dioses iracundos... —Eso fue lo que me recitó.
Por entre el estallido de los mantras podía oír claramente el retumbar de las trompetas hechas con fémures humanos y el eco del cráneo-tambor que vibraba siguiendo el mismo compás que los ritmos de su cerebro y su campo corporal, que nunca habían recibido un refuerzo tan poderoso. Los ritmos del deseo de morir. Los ritmos de la crueldad y la violencia que se ocultan en el Ello.
Voló.
El punto bindu ardió a su alrededor, con todas las estrellas de la galaxia dentro. Las estrellas se fueron concentrando en un cuello de botella a su espalda, y acabaron vomitándole a otro mundo...
Donde había nieblas azules y rojas, luces confusas, montículos de colores apastelados y cúpulas que parecían cuencos de terracota puestos al revés.
Pensé que quizás hubiera visto el interior del cráter Haleakala de Maui proyectado por su casco, pero no tenía forma de interrumpir su canturreo de poseso o el agitar convulsivo del cirio para explicárselo, igual que levantar una mano no sirve para detener el agua de una cascada. ¡Para él, éste tenía que ser un mundo construido por la Bestia Estelar usando los maltrechos restos mentales de alguna raza alienígena que se había encontrado cuando iba camino de la Tierra y a la que había destruido, casi sin darse cuenta!
Un paisaje, de barro, niebla y arcilla. Los seres que lo habitaban también parecían estar hechos de arcilla húmeda: sus rasgos eran meros esbozos inciertos que aún no habían pasado por el fuego. Seres de arcilla...
Su lenguaje estaba limitado a un solo sonido, una especie de lento ladrido pastoso. Nunca variaba. Era el mantra básico de la muerte del significado, la disolución del lenguaje que vuelve a la naturaleza. Era, al mismo tiempo, todas las palabras posibles y ninguna en concreto. Era la suma total de los balbuceos producidos por un bebé convertidos en un solo ruido y pronunciados por una lengua hecha de pegamento solidificado. Una palabra universal, la no-palabra.
Era la clase de palabra que habría podido pronunciar el universo si tuviera boca. Una palabra total que lo afirmaba y lo negaba todo al mismo tiempo. Una palabra paradoja.
Una palabra inútil que carecía de sentido.
Aquellos seres de arcilla daban la impresión de que pronto volverían a disolverse en el barro primordial. Eran como orugas bifurcadas capaces de erguirse y caminar. Sus cuerpos avanzaban a saltos por su aldea de cúpulas, estirándose, contrayéndose y ondulando, sin conservar jamás la misma forma durante mucho tiempo. Sus muñecas parecidas a muñones terminaban en dedos-pseudópodos, como cuernos de caracoles. Sus ojos eran como las agallas rojas de los peces, sus bocas una mera raja viscosa que se abría y se cerraba sin parar, emitiendo el ladrido de su única palabra.
Éste debía ser el sonido-semilla que contenía todos los demás sonidos. Era el mantra primordial del que nacían todos los demás. Precedía a los mantras, las partículas o los átomos, era anterior a las estrellas, las vidas o la conciencia: era el ur-Om, el proto-Om que se babeaban-ladraban los unos a los otros, y que también dirigían a Kushog..., pues Kushog era uno de ellos. Participaba en su vida —si a aquello se le podía llamar vida—, de una forma totalmente involuntaria, igual que si estuviera metido en una alucinación, aunque aún le era posible formar algunas ideas con su antiguo yo tibetano. Aquella palabra era el nombre de la frontera entre el Ser y el No-Ser, la primera cohesión del Ser que afirmaba todo lo posible... y excluía no «todo lo demás» sino, más bien, la pura y simple nada. Sí, la nada aún estaba muy cerca.
La aldea de los seres de barro consistía en chozas cónicas o en forma de cúpula situadas en un doble círculo alrededor de una plaza central dominada por un gran foso provisto de una espetera para asar. La única interrupción en este doble círculo daba a una avenida formada por una recta impecable a la que flanqueaban hileras de estatuas circulares de arcilla: las estatuas parecían representar a seres de arcilla doblándose sobre sí mismos para tocarse las plantas de los pies. Aquella avenida desaparecía por entre la neblina que rodeaba toda la aldea.
Aparte de las chozas, las estatuas y el foso con la espetera —hecho de piedra, o formado por un macizo de estalactitas—, todo su mundo era blando y húmedo.
¿Qué cocinaban en aquel foso? Era difícil saberlo. No había huesos calcinados ni conchas. ¿Habría alguna criatura de esqueleto rígido en este mundo? Parecía improbable, a juzgar por el aspecto fláccido y gomoso de los seres de arcilla, quienes debían representar la forma de vida más evolucionada del planeta, pero en cuyo interior no parecía haber nada más duro que la arenilla. ¡Y, aun así, habían descubierto el secreto del fuego! Bajo el foso ardía perpetuamente un fuego de carbón vegetal que chisporroteaba débilmente en aquella atmósfera húmeda: el fuego era mantenido por unos cuantos seres de arcilla que iban relevándose para acuclillarse junto a él y soplar. Quizás el fuego hubiera caído de los cielos: quizás hubiera nacido de un meteoro, o de una erupción de lava.
Kushog jamás llegó a verles comer o preparar comida. (Quizás el aire fuera su maná.) Tampoco tenían genitales, al menos visibles. Probablemente serian capaces de reproducirse echando brotes o escindiéndose. La luz se fue haciendo más tenue, ennegreciéndose, y luego volvió a hacerse grisácea, saturándose de una claridad lechosa que se fue tiñendo de un púrpura sombrío y, durante unos momentos, hasta llegó a ser de un molesto y estridente color amarillo. Imposible saber qué soles, lunas o auroras causaban aquellas impredecibles tonalidades luminosas; lo nebuloso de la atmósfera hacía que todo se volviera borroso e invisible. No había puntos fijos en el espacio o en el tiempo, dejando aparte el doble círculo de chozas, el foso y la avenida con sus estatuas. La mente de Kushog sentía gravitar sobre ella una enorme presión que la apremiaba a caer en el estado anterior a la conciencia, a convertir sus palabras en prepalabras y sus ideas en preideas.
Y, entonces, llegó el alba. Debía ser un amanecer auténtico, algo creado por el sol, pues el aire se volvió de color plata. Todo el cielo se convirtió en el reverso acerado de un espejo. Esta señal hizo que los seres de arcilla se lanzaran a un frenesí de actividad y se apresuraran a soplar el carbón que había bajo el foso hasta hacerlo relucir con mucha más intensidad. El aire de plata y el cielo de acero carecían de todo calor propio y se limitaban a ofrecer una luz que estaba más allá del calor, y que casi parecía una luz espiritual.
Todos los seres de arcilla, Kushog incluido, se agruparon alrededor del foso, soplando a través de sus rajas viscosas, en un silencio roto sólo por el siseo de su esfuerzo. El foso de piedra era tan rígido y duro, y ellos tan amorfos e imprecisos... ¿Cómo podían haberlo construido? Tenían que haberlo encontrado gracias a un milagro.
De repente, los seres de arcilla cogieron a uno de sus congéneres y lo colocaron en la espetera. Formaron un círculo a su alrededor y le ataron los pies a la cabeza con unas resistentes fibras gomosas. Uno de ellos colocó delgados tubos de barro en la boca y el recto de la víctima. Otros empezaron a esparcir arcilla húmeda sobre su cuerpo. Un grupo más pequeño se encargó de hacer girar la espetera..., en silencio. Ahora no se oía ni un siseo. Kushog se dio cuenta de que su «palabra» no había sido pronunciada ni una sola vez desde el amanecer.
El fuego brillaba. Los seres de arcilla hacían girar la espetera. La primera capa de arcilla se fue secando, y más arcilla húmeda fue amontonada sobre ella.
Lo que había sido un alienígena parecido a una oruga estaba siendo transformado lenta y metódicamente en algo mucho más extraño y horrible, algo que acabó convirtiéndose en una de aquellas estatuas dobladas sobre sí mismas que se perdían entre la niebla, indicando el único camino que comunicaba la aldea con el resto del mundo.
Y, por fin, el ser al que estaban cociendo gritó..., rompiendo el silencio. No pudo resistirlo más y gritó. El aire entraba y salía de su cuerpo dominado por la agonía. El grito resonó una y otra vez. Era el mismo ladrido gutural, el mismo ur-Om: éste era el sonido que el fuego le obligaba a emitir. Éste era el mensaje final, la realidad definitiva.
La estatua se fue volviendo más dura y sólida, la espetera siguió girando, y los seres de arcilla entonaron a coro aquel ladrido gutural del dolor definitivo, lanzándoselo a su mundo, moviendo sus dedos parecidos a cuernos de caracol para señalar todos los objetos visibles, ellos mismos incluidos, dándole nombre a todo con aquella misma palabra que servía para todos los fines imaginables.
La raja viscosa de Kushog también estaba gritando aquella palabra...
Cuando llegó a ese punto de su relato Kushog estaba cubierto de sudor, ladrando y canturreando..., y llegué a creer que estaba asando su propia carne con aquella gran vela, pasándola una y otra vez por su cuerpo medio desnudo hasta que pude oler el hedor de la carne quemada.
Pero lo que canturreaba, por muy enloquecido que sonara aquel cántico entrecortado, poseía también una extraña lucidez, como si la tortura no sirviera para producir las ininteligibles confesiones de la fiebre sino, al contrario, una perfecta claridad mental. Estaba gritando a pleno pulmón, armando un gran escándalo..., pero seguíamos solos. Yungi, envuelta en su tienda, vibraba igual que un arpa respondiendo a sus chillidos. No podía hacer nada por ella, ni por mí. Mi única esperanza era que Feng se presentase antes de que pasara mucho más tiempo, antes de que Kushog decidiera acercar la llama de su vela a mi cuerpo para enseñarme cómo contemplar su propia visión.
Ahora sabía que aquellos seres de arcilla, aquel pueblo demoníaco, eran la mismísima realidad que se autoafirmaba continuamente en el centro de un océano de cambios. Para los seres de arcilla, el estar de acuerdo sobre la naturaleza de la realidad era imposible. Sólo podían decir que una cosa es, no lo que es. Lo único que podían hacer era encajar una cosa en sí misma y ver cómo encajaba. Entonces era. Encajar algo en sus propios contornos daba forma a su consenso sobre la realidad. Ésa era la forma en que el universo encajaba dentro de sí mismo para ser. El universo sentía el dolor del ser... y ésa era la razón de que las estrellas ardiesen.
—¿Qué es el universo? —gritó Kushog—. Es una cosa y, sin embargo, no es Uno, es Todo. Pero si no hay nada con qué compararlo, ¿cómo puede tener Leyes? ¿Qué es la Ley?
Todo lo que aquel pueblo de arcilla podía hacer era introducir una y otra vez la cosa en sí misma y observar si encajaba. Ponerse uno mismo dentro de uno mismo servía para crear el sentido y el pensamiento.
La estatua ya estaba cocida, y el llamear del fuego volvió a convertirse en un brillo apagado. El mantra de la existencia había sido confirmado un día más. El universo seguía existiendo. Seguía encajando en sí mismo. Se había dado su propia ley. Había existido durante tantos días como estatuas había en la avenida: la avenida era su cronómetro... y su brújula, la que les permitía saber en qué dirección estaba la realidad.
Cuando la nueva estatua se hubo enfriado lo suficiente como para que la carne de arcilla pudiera tocarla un grupo de aquellos seres, Kushog entre ellos, sacó el artefacto del foso y lo llevó a través de la abertura del doble círculo, cantando y canturreando, alejándose con él por la avenida.
Neblinas rosas y púrpuras giraban a su alrededor. No había ningún suelo firme salvo el de la avenida, una línea de pura geometría recta como una flecha. A izquierda y derecha, meros atisbos perceptibles por entre los muros de estatuas, no había sino pegamento, una simple materia prima a medio camino entre el gas y el barro. Y, allí donde terminaba el camino, se veía ondular aquella mezcla de gases y pegamento viscoso, pues el camino no llevaba a ninguna parte. Sólo al caos, a la nada...
Aquello no era un camino. Era una regla. Una serie de teoremas. Una demostración de la ley natural.
Aquellas estatuas no eran estatuas; eran definiciones..., enunciadas en un vocabulario de dolor. Y el lenguaje de la ley era el dolor, porque la ley siempre castigaba; torturaba para hacer encajar en categorías.
Ahora el camino parecía más largo. Cuando colocaron la nueva estatua en su sitio, un poco más de caos se había solidificado, y los seres de arcilla volvieron corriendo a su aldea, saludando a las demás estatuas con aquel mismo ladrido de siempre, el sonido-que-contenía-todos-los-sonidos.
Diferentes clases de luz diurna y de crepúsculo o de sol y luna iban sucediéndose unas a otras aparentemente al azar en el mundo de los seres de arcilla, hasta que un «amanecer» de plata y acero volvió a sostener el pulido reverso de su espejo sobre ellos. Y esta vez los seres de arcilla se apoderaron del mismo Kushog, le colocaron encima del foso y le ataron uniendo su cabeza a los pies, con lo que realizó un giro completo, uniéndose a su propio ser igual que una serpiente engulléndose a sí misma.
(Mientras me contaba esto agitaba la gran vela bajo su garganta y sus axilas, como si al solidificarse la cera pudiera transformar su cuerpo humano en un aro de los seres de arcilla.)
El mundo se oscureció cuando le cubrieron los ojos con arcilla. Al principio las vueltas del aro en que se había convertido su cuerpo le proporcionaron algunos segundos de alivio en que no sentía el dolor, cada vez más intenso, e incluso la cálida brisa que suspiraba a través de su cuerpo yendo del tubo de la boca al tubo del ano resultaba extrañamente agradable. Pero acabó convirtiéndose en un huracán de aire ardiente y también sus entrañas empezaron a cocerse, arrancándole aquella Palabra de Dolor. No tenía que preocuparse por su pronunciación. No había peligro de entenderla mal. La geometría de su propio cuerpo, doblado sobre sí mismo, formaba la trompeta que proclamaba aquel único sonido, el sonido que tan perfectamente se le adecuaba... El dolor detuvo el mundo con un grito. El dolor era la única realidad, la que debía articularse a sí misma para dejar de ser. Su grito era la imagen del dolor, y el dolor la imagen del mundo.
Y, en su delirio, Kushog supo que el universo busca la no-existencia, el nirvana. El universo, Dios, sea cual sea el nombre de la suma total de cuanto puede ser, existe sumido en una trágica agonía, anhelando dejar de existir y no haber sido nunca. Todas sus estrellas y galaxias, cada partícula de materia, cada onda de radiación que contiene, le desgarran. Tiene que encajarse en sí mismo para articular este dolor, y cuanto más ferozmente lo expresa y lo articula, más persistentemente existe y se crea a sí mismo; pues el universo ha hecho que el tiempo y la materia se enrosquen alrededor de sí mismos, creando un nudo en el centro de la nada absoluta de tal forma que el fin genera el principio; con lo que su explosión primigenia y su derrumbe final también se enroscan sobre sí mismos, eterna y simultáneamente, ahora y siempre... Durante los últimos instantes de su agonía, Kushog sintió una inmensa compasión, y su cuerpo doblado sobre su propio eje gritó el sonido raíz.
La vela chisporroteó entre sus dedos, aplastada hasta convertirse en un reloj de arena hecho de cera semiderretida. La llama vaciló y acabó extinguiéndose. En la oscuridad de mi celda, Kushog emitió un gemido que, careciendo de todo cambio o variedad tonal, era como un silencio de gran intensidad, el sonido del vacío espacial.
Saqué a Yungi de su tienda de mantas y salí huyendo de la habitación, golpeando con el hombro a Kushog, chocando contra la puerta y cerrándola a mi espalda de un manotazo.
El dobdob estaba sentado en su taburete..., tan inmóvil como una estatua. No oía nada. No veía nada. No pensaba.
Le puse la mano en el hombro e intenté sacudirle. No había forma de moverle, su peso se había vuelto inmenso..., era un eje del universo encargado de mantener tensas las cuerdas de la gravedad de todos sus puntos. Ser el pivote sobre el que reposaba el resto de la creación hacía que no osara mover ni una ceja. Ni tan siquiera se atrevía a pensar, pues su distracción podía hacer que el mundo se derrumbara, convertido en polvo.
Le habían hipnotizado. Tenía que haber sido Kushog, con la parpadeante llama de su vela. Kushog era astuto. No había intentado vencer el impulso básico del dobdob, que era vigilar el pasillo. Lo había aumentado hasta convertirlo en una obsesión capaz de paralizarle. Su fantasía de haber visitado este nuevo mundo alienígena le había proporcionado nuevos recursos y habilidades..., ¡aunque el precio fuera consumir todo el resto de su ser! Sí, tan consumido estaba por aquel encuentro con el chöd alienígena que ahora ya ni tan siquiera le quedaba un cuerpo humano con el que golpearme o violarme, lo que quizás hubiera sido su plan original. Toda su grasa temblorosa se había derretido hasta volverse insustancial. El cuerpo del dobdob, en cambio, se había vuelto tan denso como la materia que hay en el núcleo de una estrella.. No me extrañaba que Kushog hubiera dicho que el centinela era su hermano. Kushog le había entregado toda la sustancia de su cuerpo al centinela y, a cambio, había recibido el alma de éste. Juntos, los dos tibetanos habían alcanzado un horrendo nirvana de locura, el uno de llama, el otro de piedra.
Corrí por el pasillo hasta tropezar con unos dobdobs que me acompañaron de vuelta a mi celda, ahora vacía... y se llevaron a Yungi a la guardería para someterla a observación. Lo ocurrido parecía tenerles casi tan perplejos y confusos como a mí.
Un nuevo centinela ocupaba el taburete, descansado e inocente. Sí, todo aquello podría haber sido fruto de mi imaginación.
Pero tenía el rostro cubierto de cera. Me quité un poco con la uña. No cabía duda: era real.