15

Salí de mi trance durante la primera semana de abril. Mi tiempo del útero había llegado a su fin.

El parto fue una especie de orgasmo de todo el tiempo que había estado suspendido, almacenado: una descarga violenta de mi propio ser volviendo al mundo, y de mi bebé a su mundo.

El acto de partirse hizo que, de repente, nos convirtiéramos en dos seres completos.

Tenía el cráneo abultado y cubierto por el vello suave de una semilla del baobab y unos graciosos rasgos achatados que supuse que el tiempo acabaría convirtiendo en un conjunto dónde se mezclarían mi rostro y el de Klimt. Sus miembros poseían una elástica flaccidez. Sería una mujer alta. Tenía la piel de un color café con leche, muy lisa, con sólo una señal visible en la parte posterior de su muslo izquierdo: un pequeño trébol marrón. La Comadrona Descalza dijo que desaparecería dentro de unas semanas. Sus ojos azules se clavaron en los míos, opacos e inexpresivos. Para ella el mundo seguía siendo Uno. Apenas si había tenido tiempo para comprender que estábamos separadas y para que ese hecho se filtrara por todo su ser. Y por eso chillaba, chupaba mi pecho y se dormía. Y la llamé Yungi. Yungiyungi, en swahili, quiere decir nenúfar. Me la imaginé flotando en el lago que había dentro de mí, creciendo, echando brotes, expandiéndose, floreciendo...

La bañé y eché un poco de alcohol sobre la costrita de sangre de su ombligo, allí donde había estado el cordón. Pero mientras la contemplaba, dormida, moviendo levemente los párpados, no pude evitar el preguntarme si no llevaría en sí otra mancha más profunda, la mancha del alienígena, que no se desvanecería con el transcurso de las semanas... ¿Qué impulsaba a la Comadrona a tomarle tantas muestras de sangre durante los primeros tres días, hasta que las plantas de los pies de Yungi quedaron cubiertas por las señales de los pinchazos?

Feng vino a felicitarme y a decirme que pronto empezaría el entrenamiento para los vuelos al «Mundo de los rakshasas» con un compañero tibetano, y que mi hija pasaría el día en la guardería del Palacio. Sentí una nueva oleada de horror.

—Tu hija está muy ocupada soñando —dijo Feng cuando le hablé de cómo movía los párpados—. Durante los primeros días los bebés se pasan todo el tiempo soñando. Tienen que poner orden en el mundo. Las muestras de sangre no son más que una precaución rutinaria contra la ictericia. Y necesitamos ser especialmente cuidadosos con los bebés cuyas madres vienen de las tierras bajas. La altura, ya sabes... Sus cuerpos necesitan producir más hematíes. ¿Porqué no se lo preguntaste a la Comadrona? Deja de preocuparte. Has tenido una niña preciosa. Es perfecta. Debes sentirte orgullosa.

—¿Y su mente?

—Su mente todavía no es más que la idea de una mente.

—Feng, ¿será humana?

Se rió.

—¡Debería serlo! Teniendo en cuenta que es un ser humano... ¿Qué otra cosa esperabas? La mente es un producto de la evolución, igual que los dedos de los pies o los dientes.

—Si ha sido contaminada por la presencia de esa cosa alienígena..., ¡si alguna parte de la Bestia ha logrado filtrarse por la red del radar y llegar hasta ella! Cuando volaba, Yungi no era más que el código para crear un ser humano. ¡Ése es el momento en que era más vulnerable! Mi campo corporal estaba siendo manipulado mientras volaba, ¿verdad? El código genético es algo tan minúsculo, ya sea en el óvulo o en el espermatozoide...

—Yo diría que es inmenso.

—Es inmenso, sí, pero es tan delicado...

—¡Oh, Lila, es muy resistente! O de lo contrario no estaríamos aquí, ¿verdad? Las mutaciones ya nos habrían devorado hace mucho tiempo. Tu niña es un ser humano absolutamente normal. ¿Es que no puedes verlo, muchacha perversa? Quizá sea eso lo que te decepciona.

—No puedo ver lo que hay dentro de su mente. Ahora tengo que volver a volar y volveré a quedarme embarazada. ¿Para tener otro bebé «absolutamente normal»? ¿Y luego otro más? ¿Cuántos años, cuántos bebés? ¡Me siento igual que si fuera una vaca!

Feng puso cara de exasperación.

—Estamos expandiendo el Bardo tan deprisa como podemos para ahorraros este tipo de problemas.

Una Comadrona Descalza llevó a Yungi a la guardería mientras Feng me llevaba a conocer a Kushog, mi amante tibetano.

Una vez más practiqué los ejercicios mentales que había aprendido en Miami. Reduje las pagodas doradas de las Salas Funerarias a una línea y luego a un punto. Me puse un casco del Bardo y entré en el nido yantra mientras los auriculares hacían hum, tram y hrih. Unas cuantas semanas después ya estaba lista para practicar el yoga tántrico del amor con Kushog...

¡Qué gordo y untuoso era aquel Kushog! Parecía un niño que hubiera crecido demasiado... Daba la impresión de estar hecho de goma blanda, huesos incluidos, y podía adoptar cualquier posición amorosa. Hablaba el inglés con bastante fluidez pero de una forma terriblemente monótona: sus frases eran canturreos, como si cada una fuese un encantamiento sagrado. Todas las palabras parecían pegarse entre sí. Podía imaginármelo perfectamente quinientos años antes como el Bendito Elegido de una comunidad de pastores de yaks, dibujando mandalas mágicos para que los rebaños no enfermaran de verrugas o diarrea, luchando con demonios invisibles y cubriéndose de sudor en un frenesí de pánico autoprovocado cada vez que los diablos imaginarios mordisqueaban los pliegues de su mimada carne. El que le gustara tanto hablar hacía que la comunicación con él resultara todavía peor de lo que había sido con el taciturno Klimt.

Me explicó que la Bestia Estelar representaba todo un sinfín de peligros para la cordura. Me hizo una demostración del viejo ritual tibetano llamado Chöd, en el que un lama se convence a sí mismo de que está siendo realmente devorado por demonios hambrientos que se comen su carne y sus huesos y beben su sangre, enseñándome todas las etapas del ritual con el orgullo de un maníaco: le vi gritar, sudoroso y aterrorizado, mientras los demonios le partían los huesos y le chupaban la médula; oí los mugidos con los que imitaba al viento soplando por los huesos huecos y los chillidos que daba cuando le abrían el cráneo para roerle el cerebro. Pasado un tiempo llegué a comprender que aquel muchacho gordo estaba realmente encantado de que la fachada de los rakshasas ocultara una criatura bestial. El atractivo sexual de aquella situación era muy superior al mío. Hacía el amor con esa criatura, convirtiendo nuestra relación sexual en una especie de repugnante ceremonia chöd.

• • • • •

Vi nuevamente a Maimuna. Ella también estaba volviendo a entrenarse para los vuelos del Bardo, y había tenido un niño.

Le llamó Doudou, y no parecía pensar demasiado en él.

Las conferencias sobre el «mundo de los rakshasas» se encargaron de reunirnos. Al principio Maimuna se quejaba de ellas, tanto dentro como fuera de clase, basándose en que eran una farsa dado que todos sabíamos que la luna de los rakshasas no era sino una ilusión programada que enmascaraba la horrenda realidad de la Bestia Estelar.

El instructor dobdob, un chino lleno de paciencia pero muy terco llamado Chang, tenía a su cargo un grupo de doce mujeres, y pasaba del inglés al francés y al chino para que pudiéramos comprenderle. Maimuna, que hablaba los tres idiomas con fluidez, pensaba que aquella triple repetición era especialmente irritante, y así se lo dijo.

—Me parece muy bien que la gente normal del mundo exterior se trague todas esas tonterías sobre los rakshasas —le dijo a Chang al principio de una clase—. Es un bonito caramelo que les entretendrá. Y cuando estábamos en Miami Beach, antes de averiguar la verdad, también nosotras nos tragábamos todo eso. Pero, ¿debemos seguir aguantándolo?

—Necesitáis una máscara —dijo Chang—, igual que el submarinista necesita su mascarilla para protegerle de las presiones del abismo marino. Necesitáis un filtro. No podéis soportar la realidad desnuda de lo que hay ahí arriba. Si queréis enfrentaros a la Bestia Estelar y ser capaces de investigar sus misterios necesitáis imágenes mentales hechas a escala humana. Durante vuestros vuelos estaréis bajo una leve hipnosis..., aceptaréis esa máscara como si fuera la realidad, ¿no? ¿Cómo podéis aceptarla si no sabéis en qué consiste? Por lo tanto, tenéis el deber de conocer los «contornos» de esta máscara. Insisto en ello.

Maimuna aún no estaba muy convencida.

—Deja que lo exprese de otra forma. La fachada de los rakshasas y vuestra auténtica misión —¡que ahora conocéis!—, guardan la misma relación interna que la del arte del tiro con arco y la idea de «iluminación» en el sistema místico zen. No estudiabas el tiro con arco para convertirte en un arquero perfecto. ¡Sencillamente, tenías que dominar el ritual a la perfección para poder conseguir otra cosa!

—Desde luego, me resultará bastante difícil no aprender de memoria algo que se me ha repetido tantas veces —dijo Maimuna con expresión malhumorada, dirigiéndose a mí en un susurro y hablando lo bastante bajo para que Chang no la oyera—. Y, de todas formas, ¿qué sabe él de submarinismo? Una mascarilla de buceo no sirve para resistir la presión, ¿verdad? Creía que te ayudaba a ver con más claridad.

—Y así es —murmuré yo—. Pero supongo que puedes comprender a qué se refiere, ¿no? Su trabajo no tiene nada que ver con el submarinismo.

—¡Al parecer no hay nadie cuyo trabajo le obligue a saber lo suficiente sobre algún tema concreto!

Y así fuimos aumentando nuestros conocimientos sobre una especie alienígena inexistente. Aunque suene extraño, descubrí que la luna de los rakshasas me parecía un mundo más ingenioso, complicado y lleno de inventiva que antes..., ¡aun sabiendo que era una mentira!

Rakshasa se hallaba muy por debajo del punto de congelación. Una neblina de hidrocarbonos que iba formándose continuamente debido a la reacción de fotólisis de aquellos cielos desgarrados por los rayos había hecho llover sobre la superficie de la luna una espesa capa ocre de polímeros y productos derivados de la fotólisis, formando un océano no demasiado profundo de ricos compuestos orgánicos con una consistencia parecida a la del regaliz. Aquel océano fue el sitio donde evolucionaron los antepasados de los rakshasas. Finalmente, lograron salir del regaliz para llegar a tierra firme y colonizar las porosas laderas de las montañas, expandiendo y contrayendo sus cuerpos a voluntad para fluir a través de los agujeros de la roca. Hinchando sus cuerpos flexibles mediante el gas podían volar a través de las nubes, yendo de una cima a otra.

Al principio, comunicarse y perseguir a las bestias de menor tamaño con las que se alimentaban era algo en lo que intervenía tanto el olfato como la vista. Chang nos contó que la química corporal de los rakshasas se basaba en gigantescas moléculas de lípidos; y los aceites grasos habían sido un componente esencial en el viejo arte humano de la perfumería. La vista fue cobrando mayor importancia a medida que los rakshasas iban evolucionando y apartándose del océano de regaliz. La continua exhibición pirotécnica del gigante gaseoso llenaba la mayor parte de su cielo como si fuera un inmenso tejado en llamas sobre el que flotaran reflectores. Casi toda su «luz diurna» procedía de allí; hasta la Estrella de Barnard parecía una moneda deslustrada comparada con ese resplandor. Colonizaron zonas cada vez más altas y su vista fue volviéndose más aguda, hasta que la vista acabó siendo el sentido dominante y las franjas fosforescentes para hacer señales de sus «caras» empezaron a desempeñar el papel de un lenguaje abstracto. Las secreciones químicas de sus cuerpos se convirtieron en la base de una arquitectura orgánica con la que remodelaron la superficie de las montañas porosas —lo cual era bastante fácil, dada la baja gravedad de la luna—, amontonando sus hogares unos sobre otros hasta que las torres atravesaron las nubes y llegaron a los mismísimos confines del espacio. Una vez allí, pudieron ver por fin al gigante gaseoso como lo que realmente era: otro mundo alrededor del cual giraban, igual que los dos mundos giraban alrededor de aquella moneda anaranjada que era su estrella.

Y se aventuraron en el cuasiespacio, entrando en aquel tenue donut de atmósfera que rodeaba al gigante gaseoso, percibiendo cada vez con más agudeza las radiaciones del espacio, el flujo y las mareas del cosmos y, con el paso del tiempo, el campo cósmico de la Acción a Distancia.

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Maimuna no tardó en adaptarse, y toda la historia de los rakshasas también empezó a parecerle fascinante; o, al menos, se portaba como si la encontrara cada vez más fascinante. La idea de que a partir de ahora nuestros vuelos serían una enorme fachada tenía un obvio atractivo para su faceta teatral.!Y, sin duda, su nueva actitud también estaba inspirada por un cierto deseo de hacerse apreciar! Incluso empezó a sugerir refinamientos y sofisticaciones que añadirle a la mascarada de los rakshasas. Chang rechazó cortésmente todas sus sugerencias, aunque lo hizo con mucha educación y dando la impresión de encontrarlas bastante valiosas.

Antes de que hubiera pasado mucho tiempo empezó a hacer preguntas sobre los yidags, acosando a Chang para que le explicase cuál era la estructura de aquel mundo.

—Maimuna, los vuelos a Yidag se hacen partiendo de Rusia. Aquí no necesitamos entrar en detalles al respecto.

—Oh, Chang, la forma en que el Bardo ha creado todo este sistema me parece tan fascinante... Quiero formar parte de él, de veras.

—Me alegra oírte decir eso.

—¿Saben los viajeros rusos que Yidag es una mentira? ¿O son tan ingenuos e inocentes como nosotras cuando estábamos en Miami?

—Eso carece de importancia.

Maimuna vaciló.

—¿O... no será que saben otras cosas, cosas de las que nosotros no tenemos ni idea?

Chang puso cara de perplejidad.

—¿A qué te refieres? ¿Puedes pensar en algo peor que la Bestia Estelar? Maimuna, estás permitiendo que ese entusiasmo tuyo recién descubierto ofusque tu mente. Por favor, concéntrate en la tarea actual. Con ella tienes más que suficiente.

Maimuna protestó.

—Si lo hago es porque la forma en que se lleva esta guerra me inspira una tremenda admiración. Ese sistema de proteger la Tierra sin que haya ninguna señal visible del combate que se está librando... Lo encuentro muy astuto, y ésa es la razón de que quiera saberlo todo al respecto. Quiero saber más cosas sobre los yidags. Estoy segura de que eso me ayudará a volar mejor.!Chang, por favor! Los viajeros rusos..., ¿saben tanto como nosotros?

Chang suspiró.

—Creen lo mismo que vosotras cuando estabais en Miami. Sólo que van a Yidag en vez de a Asura...

—¿No puedes contarnos algo más sobre los yidags? ¡La forma en que el Bardo creó esos mundos para librar la guerra es tan ingeniosa...!

Y finalmente —¿halagado?—, Chang se rindió.

Gracias a eso aprendimos más cosas sobre cómo los imaginarios «seres-botella» de Yidag absorbían energía de la salvaje radiación solar de Épsilon Indi durante seis semanas terrestres seguidas; que tenían grupos de células receptoras fotoeléctricas en la cabeza y que su piel estaba llena de cristales piezoeléctricos. Los cristales piezoeléctricos son cristales que generan una corriente eléctrica cuando su forma sufre alguna alteración; gracias a ello, el calentarse durante el día y la contracción debida al frío durante las largas noches también generaban energía. Además de analizar las radiaciones de su sol y la luz de las estrellas mediante sus células fotoeléctricas, aquella piel piezoeléctrica suya permitía que los yidags percibieran las ondas gravitatorias. Podían sentir las variaciones en la estructura del espaciotiempo de una forma tan clara como nosotros sentimos la presión de un dedo sobre nuestra carne, sólo que con mucho más detalle.

Los yidags desarrollaron una tecnología de alto nivel centrada en unidades ciborg móviles y cuasi-máquinas conectadas entre sí mediante el láser. Ahora estaban muy ocupados remodelando su mundo mineral para convertirlo en una red cristalino-metálica de máquinas y organismos. Que su sociedad tuviera unas raíces tan fuertes hacía que fuese no competitiva; y semejante ingeniería a gran escala no significaba que los yidags estuvieran destruyendo su medio ambiente. Sencillamente, se estaban limitando a reorganizarlo de una forma orgánica.

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Aquella pequeña victoria sobre Chang llenó de orgullo a Maimuna.

—¿Te has fijado en un detalle de los dobdobs? —me preguntó—. Se lo oí contar a una viajera china: me dijo que en los viejos tiempos el Ejército Popular Chino decidió prescindir de los galones y los uniformes elegantes de los oficiales porque les parecían antidemocráticos. Pero seguían necesitando saber quién era quién, por lo que utilizaron los lápices y los bolígrafos. Cuantos más lápices y bolígrafos llevara un soldado en el bolsillo del pecho, más alto era su rango. ¿Te has fijado en que los dobdobs que no sabían nada sobre la Bestia Estelar siempre parecían tener sólo un par de lápices en el bolsillo..., mientras que los dobdobs como Chang, que conocen la verdad sobre la guerra, llevan tres?

La verdad es que no me había fijado en ello, pero ahora que lo pensaba me pareció que Maimuna estaba en lo cierto. Reconstruí mentalmente mi primera prueba para el Bardo... El dobdob jovial, Youngden, quizá llevara un par de lápices en el bolsillo..., mientras que Liu, a quien Sam Shaw había llamado por radio para hablar sobre los «hechos de la defensa», llevaba tres. ¿Y aquel controlador aéreo de Dar es Salaam, el que estaba tan nervioso? Dos, quizás. Y lo mismo ocurría con todos nuestros instructores de Miami Beach, que yo pudiese recordar..., hasta que fuimos «arrestadas». A partir de entonces, daba la impresión de que todo el mundo llevaba tres lápices...

—Feng lleva cuatro lápices en el bolsillo, ¿verdad, Lila? Debe de saber cosas que Chang ignora. Y parece estar especialmente interesado en ti —añadió con una cierta envidia, queriendo sonsacarme algún dato más.

Sí, estaba claro que ése era el auténtico meollo del asunto. Maimuna creía que yo estaba más próxima a algún centro de poder. No le importaba lo que Feng pudiera saber, así como tampoco le importaban nada los yidags..., lo único que le interesaba era ese poder extra que Feng podía poseer.

—No me ha contado nada especial, salvo que él Bardo está consagrado al servicio de la Humanidad y que mi Yungi es una niña soberbia de la que debería estar orgullosa. —Igual que tú deberías estarlo de Doudou, pensé, aunque ni tan siquiera te acuerdes de él. No me cabía duda de que Maimuna sabría descifrar fácilmente el significado de mi expresión.

Pero Feng sí parecía traerse algo entre manos. ¡Tanto hablar sobre la conciencia y el universo! Como si pensara que, después de todo, la Bestia Estelar quizá no fuera algo tan terrible...

—Feng tiene más... deberes, eso es todo. Tiene que pensar en la Bestia Estelar, mientras que los demás sólo tienen que luchar con ella. ¡Alguien debe investigar qué es! Si los defensores se pasaran el tiempo inventando teorías sobre el ser que nos ataca... —Me encogí de hombros.

—El sistema no funcionaría tan bien, ¿verdad?

—Feng es un administrador de alto nivel. ¡Y además es un teórico, maldita sea! Intenta hallar formas de conseguir información sobre la Bestia a través de los bebés. Ahí lo tienes, ésa es la verdad sobre su posición. Y la verdad sobre tu posición y la mía es que las dos volveremos a quedar embarazadas..., ¡cuando la plata fluya hacia el oro! Halagar a Feng y hacerle preguntas sobre Rusia no te servirá para escapar a ese destino. ¡No van a enviarte a Rusia para engañar a las viajeras del Bardo con vistas a que el sistema siga funcionando sin problemas! Lo malo es que si el sistema deja de funcionar, todos nos volveremos locos.

Maimuna se acarició los pendientes con una sonrisa burlona. Ahora los llevaba incluso durante las charlas, como si quisiera tener una excusa para alardear ante Chang y poder contarle que ella siempre había sospechado la existencia de algo como la Bestia Estelar; pero Chang ni se fijaba en ellos.

—Así que volveré a quedarme embarazada, ¿eh?

—Acabarás atrapada en la misma telaraña de antes.

—No.

—¿Qué pasa, es que tu nuevo compañero te ha prometido que llevará a cabo la contracción mulabhanda y se quedará el semen dentro?

—Oh, nada de eso. Es un tipo muy orgulloso. Siempre anda presumiendo y diciendo que desciende de un santo Shidda llamado Mular. Él también se llama Mular. No me importa. Aun así, no fabricará ningún pequeño Mular con Maimuna.

—¿Cómo vas a impedírselo?

Vaciló y acabó lanzándome una mirada en la que se mezclaban la astucia y la fanfarronería. Volvió a acariciarse los pendientes.

—Oh, mi araña y mi mosca me ayudarán. ¡Pero como hables de ello con alguien te arrancaré los ojos...! —Y, por fin, impulsada por el orgullo y la arrogancia, que necesitaban tener un público, me reveló el secreto que llevaba guardando desde hacía tanto tiempo. Si hubiera seguido callándoselo habría acabado reventando, igual que una botella de cerveza de plátano que ha estado demasiado tiempo esperando a que alguien se la beba. (Creo que sentía una auténtica necesidad de tener una confidente y una amiga. ¡Pero también tenía que proteger su autoimagen!)—. Un viejo herrero que vivía en una miserable aldea del Senegal fabricó estos pequeños globos de cristal para mí. Era un mago. Podía leer el futuro en las palmas de mis manos. Me dijo que un día me quitarían la cápsula anticonceptiva, y que yo querría recuperarla. ¡Oh, cómo lo desearía...! Voy a darte estos dos adornos para que los cuelgues de tus orejas, me dijo. Parecen adornos, sí, pero no lo son. Si desenroscas la parte superior del globo donde está la araña y te bebes el líquido que hay dentro, nunca darás a luz. Si alguna vez quieres recuperar tu fertilidad, tienes que desenroscar la parte superior del otro globo y beber el antídoto. Tuve que inventarme una historia y dije que los globos me sirven para meditar, pero eso no era más que una cortina de humo. Verás, querida, la araña y la mosca están dentro de los globos para que yo pueda saber cuál es cuál.

—¿Y qué hay dentro de ellos?

—El jugo de las raíces de una planta. Ése es el anticonceptivo. Era una vieja medicina tradicional..., olvidada, dejando aparte a ese herrero. El viejo estaba en lo cierto cuando decía que iba a necesitarla, ¿verdad? Y también sabía mucho de medicina. Incluso sabía que los dobdobs tomaban muestras genéticas. ¡Bien, ya lo ves! El lo sabía. Y también sabía lo de las purgas y los casquetes polares. Quizá se lo hubiera contado su padre. Tenía cien años. Aquel viejo me quería mucho... Pero nunca hablaba en público.

—Cuando vean que no te quedas embarazada, acabarán descubriendo que tu sangre contiene alguna sustancia extraña. ¡Terminarás visitando un casquete polar! Por sabotaje. ¿Cómo sabes que esta sustancia no afectará tu campo corporal? ¡Quizás acabes permitiendo que la Bestia Estelar logre pasar a través del campo defensivo!

—¿Un casquete polar? —Se rió—. Voy a descubrir quién dirige realmente el Bardo..., y pasarme la vida embarazada no me ayudará a descubrirlo. ¿Quién gobierna realmente el mundo? ¿Cómo se consigue pasar a un peldaño más alto de la jerarquía? Lhasa se encuentra un paso más cerca de la verdad..., ¡y la verdad debe estar en Kazajstán! Confiemos en las buenas intenciones del Bardo. Sam Shaw estaba limitándose a usar su pistolita para asustarnos. —Sus ojos ardían con un brillo de codicia—. Voy a jugármelo todo al doble o nada. Correré el riesgo. Si logran descubrir lo que hay en mi sangre, eso querrá decir que son muy listos. Mi herrero dijo que en cuanto lo llevara dentro nadie podría saber qué era.

—¿Tienes líquido suficiente para dos personas?

El que fuera capaz de pensar en ello pareció asombrarla.

—Querida mía, la dosis está calculada para de lo contrario no funcionaría.

—¡Perra egoísta! ¡Se me ocurre una razón mucho mejor para no tener bebés! Quizá no te importe saber si tu pequeño Doudou es humano o no. Pero a mí sí me importa saber si la mente de mi niña está llena de ideas alienígenas..., aun suponiendo que eso signifique el que se la lleven. ¡Quiero saber si no es más que un animal-máquina para espiar a eso de ahí arriba!

¡Maimuna no había pensado en eso! Estaba tan absorta en sus propios planes que no se había parado a pensar en cuál era la razón de que el Bardo quisiera que tuviésemos bebés. Lo único que deseaba era conseguir algo más de poder dentro de aquel sistema repugnante.

—Si no, ¿por qué iban a desear que quedáramos embarazadas? —grité con voz enfurecida bajo el techo dorado de la pagoda—. ¿Qué pueden querer sino bebés que sean bioordenadores programados con bits de esa Bestia Estelar?

—Bueno, ya lo descubriré, ¿no? —Se rió—. Y tú no podrás descubrirlo. Estarás demasiado ocupada haciendo otras cosas. —Desenroscó la parte superior del globo de la araña, se lo llevó a los labios y bebió.

Cuando se tragó su araña en salmuera, las náuseas le hicieron torcer el gesto. Pero no vomitó. Logró recobrar la compostura. Me sonrió, con una mueca donde se mezclaban la pasión, la suficiencia y la superstición.

—Si se lo dices a alguien, te haré mucho daño. Quizás acabe estando en una posición que me permita ayudarte. Sabré acordarme de mis amigas.

Y se marchó.