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El día siguiente lo pasamos viajando hacia el oeste y volando por encima de agua, agua y más agua: un vacío azul más monótono que el cielo. Sam se pasó casi todo el tiempo dormitando en la cabina de pasajeros mientras el reactor volaba en piloto automático, atrapado entre dos reinos de color azul. Tomamos una abundante comida de cerdo adobado mezclada con verduras muy condimentadas y una pasta de color púrpura. Horas, o minutos, después —no sabría decirlo—, volvimos a comer lo mismo, con la feroz glotonería de la primera ocasión. Y quizá aún volviéramos a comer, no lo sé... El tiempo se esfumó cayendo por el gaznate de aquellos banquetes, tan monótonos como atractivos. El tiempo se había solidificado; había engordado convirtiéndose en carne. El reactor estaba atascado en el tiempo. Nuestro auténtico viaje era el lento aumentar de nuestro peso corporal: un incremento del cuerpo, no de la distancia...

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Cuando volvimos a divisar tierra —la costa de Fujian, una provincia de China—, nos encontramos con un interminable desfile de montañas que se sucedían unas a otras en la creciente oscuridad hasta que nuestro reactor volvió a volar sobre una llanura —esta vez atrapado entre la tierra negra y el negro cielo—, un lugar donde las estrellas no eran más que chispas perdidas en el azar de nuestras retinas, errores de la vista.

Dormimos, nos despertamos, dormimos. Siempre estábamos cansadas.

Soñé que estábamos yendo hacia las estrellas. Cundo llegábamos a una después de varios siglos de viaje, descubríamos que era tan grande como una ventanilla de nuestro reactor. Y, al mismo tiempo, nosotras nos habíamos expandido enormemente durante el viaje. Todo el trayecto podía haberse limitado a un puro y simple proceso de expansión corporal. No nos habíamos movido de sitio, lo único que habíamos hecho era engordar. Mi cuerpo hinchado rozó la estrella (ahora yo era el reactor); y la estrella me hirió, quemando mi vientre con su fuego.

Desperté cubierta de sudor, creyendo que yo misma era una Bestia Estelar y que estaba intentando digerir un sol y sus mundos. Tenía una terrible indigestión. Tuve que engullir un vaso de leche detrás de otro para calmar mi estómago.

Finalmente, un millón de años después, tomamos tierra y salimos del reactor, temblando y tragando el aire a grandes bocanadas, viendo las inmensas y amorfas montañas cubiertas de hielo estelar que nos rodeaban.

Fuimos recibidas por dos dobdobs tibetanos con las caras cocidas por el sol, los pómulos púrpuras, gruesos párpados siempre a medio cerrar y narices tan largas y anchas como las de un caballo. No podíamos hablar su lengua, ni ellos las nuestras. Ninguna de las nuestras. Maimuna probó suerte con el chino y no consiguió nada. Quizás hablaba el dialecto equivocado. Nos llevaron a una clínica situada junto al aeropuerto y, una vez allí, con los dedos en los labios, nos condujeron hasta dos camas vacías. Nos dormimos enseguida y caímos en un profundo sopor carente de sueños; las horas que habíamos pasado durmiendo durante el vuelo nos habían dejado agotadas.

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Despertamos al oír el canto de los gallos y el ruido de los utensilios domésticos. Unas ancianas vestidas con gruesas túnicas acolchadas de color azul iban y venían por el dormitorio. Nos hicieron té y nos trenzaron el cabello. Sonrieron, hablándonos con voces cascadas, y nos sirvieron el té en tazas de porcelana donde había dibujados caballos rojos lanzados al galope. Sus jinetes llevaban largas bufandas blancas.

El té sabía horrible. Salado y grasiento... Apenas hube tragado un sorbo me sentí mal, y mis náuseas hicieron que la mismísima atmósfera de la habitación se convirtiera en una especie de temblorosa gelatina grasienta. Todos los rostros estaban saturados de ese mismo sabor... Deseé desesperadamente probar los pasteles que Rajit me había dado en la isla de Sinda, una vida antes. ¡Oh, una cucharada de azúcar, doce cucharadas...! ¿Qué me importaba el que se me pudrieran los dientes hasta tenerlos tan negros como la piel? Anhelaba la noche azucarada, no este día brillante y aceitoso.

Miré por la ventana y contemplé el mundo exterior: cualquier cosa, lo que fuera con tal de apartar los ojos de este dormitorio untuoso y bailoteante.

Vi campos de cebada madura, con canales de irrigación azules serpenteando por entre ellos. Sauces y álamos que parecían plumas formaban macizos y avenidas. Una gran carretera con algunos ciclistas madrugadores en ella conducía hasta un arco ceremonial coronado con caracteres chinos hechos en madera o escayola. Los edificios más cercanos eran pulcros bloques de cemento con relucientes tejados de chapa ondulada. A lo lejos se veían hileras de construcciones color excremento que parecían riscos de barro perforados por un dédalo de cuevas. Y, en último término, un inmenso palacio —o, si no, un acantilado que se parecía mucho a un palacio—, dominándolo todo aunque él mismo acabara siendo empequeñecido por las montañas.

Oí resonar unas campanas distantes, y la gelatina volvió a temblar. Una anciana con toda una muralla de dientes blancos en la boca me tocó el brazo y se llevó mi taza, aún medio llena, para traérmela rebosando de té en el que se veía girar la grasa.

No sé cómo, pero logré llegar hasta una palangana..., y me dejé dominar por las arcadas.

No vomité más que unas pocas cucharadas de un líquido claro e insípido. Acerqué la cabeza al grifo y chupé el agua, fría como el hielo, haciendo gárgaras y lavándome la boca hasta que me dolieron los nervios de los dientes.

Las ancianas se habían congregado a mi alrededor emitiendo graznidos de simpatía. Una de ellas fue en busca de ayuda, y no tardó en aparecer una Médico Descalza: era una joven de aspecto jovial que vestía un grueso traje de lana marrón, calzaba resistentes botas de piel y llevaba una bolsa de cuero colgada del hombro. Sacó de la bolsa una almohada de oxígeno provista de un largo tubo de goma que insertó en una de mis fosas nasales. Maimuna volvió a probar suerte con el chino, y esta vez fue comprendida. La mujer me entregó un gran tazón de leche azucarada y me indicó que debía bebérmela toda. Cerró su bolsa, movió la cabeza señalando hacia las montañas y se marchó, dejándonos la almohada de oxígeno.

Un rato después, nos trajeron comida: gachas de centeno, té y mantequilla.

Una hora más tarde, un jeep se detuvo junto al edificio. Un dobdob chino entró en el dormitorio y nos saludó. Su rostro quemado por el sol era tan oscuro como todos los que habíamos visto hasta ahora.

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Era Feng, y se encargaría de supervisar nuestra nueva existencia en el Tibet.

Pensé que se tenía bien merecido el nombre, con semejante pared de dientes marfileños brotando de su mandíbula superior, tan grandes que parecían colmillos aserrados y pulidos hasta dejarlos levemente montados sobre los dientes de abajo[2]. ¿Tendría la mandíbula deformada? Apenas si había huecos entre diente y diente; los dientes se fundían entre sí para formar una pared, no una valla. ¡Sí, Feng era el mejor nombre colectivo para ellos!

Salimos del edificio. Nos llevó por la carretera que había estado observando, dejando atrás los edificios de cemento, construidos cien años antes, y las cavernas que ya tenían un millar de años.

El Palacio del Potala —pues ése era— se alzaba hacia los cielos: formaba un gran risco allá donde el mismo paisaje se volvía arquitectura y las dos categorías quedaban confundidas. Los muros brotaban de los distintos niveles de la pared rocosa alzándose cada uno hasta una altura diferente, y todos estaban levemente inclinados hacia atrás en relación con los demás muros, imitando la pendiente de una montaña que acabara en una meseta. Gracias a ello, su peso parecía flotar subiendo hacia el diáfano azul del cielo en vez de caer sobre la tierra. Hileras de ventanas abriéndose en la negrura hacían que el sol pareciera llamear en línea recta sobre ellas, produciendo oscuras sombras bajo las protuberancias de los alféizares. De hecho, el sol aún no estaba en el cenit, y le faltaba mucho para llegar a él. Pero aquellas ventanas insistían con tal firmeza en que así era que, durante un segundo, no podías resistir la tentación de buscar ese cenit, queriendo hallar un segundo sol más real, un sol cósmico más auténtico que brillaba sobre el edificio desde el eje de un cosmos muy lejano, desde un punto dictado por la perspectiva de aquellas paredes inclinadas.

Doseles dorados, o pabellones, se alzaban como tiendas en la meseta: un segundo mundo por encima del mundo.

Los accesos al Palacio habían sido mecanizados hacía ya mucho tiempo. Un túnel de cemento atravesaba la colina. Entramos en él tras la obligatoria parada en un punto de control.

Un grueso par de puertas de acero estaba empotrado en la roca, y diez metros más adelante había otro par. A partir de allí, el túnel estaba sumido en las tinieblas, y la única iluminación procedía de nuestros faros.

Tras recorrer varios centenares de metros de camino subterráneo llegamos a una caverna en forma de cúpula y nos detuvimos. Las bocas de túneles reveladas por nuestras luces sugerían la existencia de un inmenso complejo subterráneo: la creación de aquel mundo inferior quizás hubiera sido una empresa tan colosal como la construcción del Potala en el mundo de arriba. Caracteres chinos trazados con pintura fluorescente nos contemplaban desde las puertas de acero y los muros de roca, como si fueran rostros de bestias alienígenas. Aquello debió ser un refugio antiatómico para los habitantes de Lhasa. O quizás hubiera sido un refugio militar, capaz de contener a todo un ejército.

Un ascensor vino hacia nosotros, iluminando el estacionamiento subterráneo durante unos segundos antes de que subiéramos a él; después sus puertas se cerraron, devolviéndole la oscuridad a la caverna, y empezamos a ascender. Las puertas volvieron a abrirse para revelar una estancia que parecía una caja hecha con gigantescos bloques de piedra. En el centro había un montículo de tierra apisonada que asomaba por un agujero redondo entre las piedras, igual que si la estancia se sostuviera en equilibrio sobre aquel pináculo.

—Ésa es la cima del Monte Potala —dijo Feng—. A este lugar se le llama la Sala del Gozne.

Y así entramos en la Embajada de los rakshasas, el castillo al que habíamos sido confinadas.

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Durante los meses siguientes practicamos el yoga para el parto en los tejados, junto a una docena de chicas y mujeres en varias fases del embarazo. Todas ellas, de una forma u otra, habían averiguado la verdad que se ocultaba tras el «mito feliz» del Bardo..., y también habían sufrido las consecuencias del riesgo profesional implícito en el vuelo del Bardo. Nuestra elevada posición sobre las hileras de casas y los rompecabezas de los campos hacía que nos sintiéramos totalmente desconectadas de la ciudad. El Palacio del Potala miniaturizaba el mundo que había bajo él hasta convertirnos en gigantas y hacernos temer que nuestros inmensos pies pudieran causarle graves daños si cometíamos la imprudencia de dar un paso más allá del borde.

El aire se fue volviendo más frío a medida que avanzaba el otoño. La llegada de las ventiscas puso punto final a los ejercicios en los tejados. Ahora nos ejercitábamos en las Salas de los Sutras y en las Grandes Salas Funerarias que había dentro del edificio. Trabajábamos limpiando las lámparas de oro de los altares. Le quitábamos el polvo a la porcelana, el jade y los esmaltes. Incluso quitamos unas cuantas balas de los ya borrosos frescos milenarios de Lhasa donde se mostraba una ciudad llena de tejados rojos y lamaserías, con bosquecillos azules delimitando el curso de ríos que ondulaban como trenzas de cabello rizado..., una ciudad donde todo el mundo, tanto monjes como trabajadores, parecía llevar el mismo tipo de vestido rosa y rojo. Y aquí estábamos nosotras, llevando las túnicas rojas del Bardo y pareciéndonos mucho a ellos.

—Esto apenas si ha cambiado —observó Maimuna mientras tapábamos un agujero de bala preguntándonos quién habría disparado un arma en este palacio, y cuándo, y por qué. Lo más probable era que hubiese sido durante los disturbios del año 2000, cuando la Bestia Estelar se acercó un poco más a la Tierra y el gobierno mundial tuvo que ser forjado partiendo de lo que prácticamente era la anarquía.

Nuestro grupo seguía recibiendo nuevos miembros, mujeres que acababan de quedar embarazadas o habían descubierto recientemente la verdad; mientras que las mujeres que llevaban más tiempo en él lo abandonaban para tener sus bebés y reemprender los vuelos. A veces veíamos fugazmente a las nuevas madres, con su esbeltez recuperada, yendo por uno de los pasadizos. Pero no podíamos mezclarnos con ellas, y ahora que comprendíamos su apremiante razón de ser siempre hacíamos caso de las esvásticas rojas.

Un día descubrí el auténtico origen de la palabra dobdob. Uno de los tibetanos nos lo explicó a Maimuna y a mí, en chino. Hacía mucho tiempo, cuando todos aquellos monjes de túnicas rojas representados en los frescos meditaban en los monasterios del Tibet, los dobdobs eran monjes-policías que llevaban varas para golpear a los demás monjes encima del hombro si veían que estaban distraídos o si les sorprendían a punto de dormirse...

Todos los que habitábamos en este limbo de piedra intemporal situado encima del mundo estábamos sometidos a los rituales: los rituales de nuestros propios cuerpos, los plazos de la gestación.