Apenas si tenía un par de horas para despedirme —tiempo durante el cual los dobdobs estuvieron ocupados haciéndole la prueba primero a Rose y luego a mi otra prima, con resultado negativo en los dos casos—, pero me pareció que esa premura era preferible. Ahora me había convertido en una especie de prodigio, el milagro de la aldea. Y, sin embargo, todo aquello también tenía su faceta temible. Lo percibí en las nerviosas felicitaciones de la gente que se congregó en casa de mi madre para beber cuencos de cerveza. Viajaría a las estrellas para que nuestra aldea pudiese permanecer igual que ahora: inmóvil y segura. Sus palabras de felicitación y sus buenos deseos estaban cargados de un impulso parecido al del retroceso: una reacción igual y opuesta a la de mi inminente partida.
Mi tía, la madre de Rose, vino a darme un beso de despedida. Esa rápida visita parecía anunciar una reconciliación entre ella y mi madre. Se abrazaron, unidas por aquel momento de pérdida y recuperación, pues lo que habían perdido en mí lo recuperaban la una en la otra; y aquello parecía alegrarlas. Los celos que habían manchado todos los años transcurridos desde que encontré el coco se esfumaron como por arte de magia. Rose no tardaría en visitar de nuevo la casa de mi madre, ocupando el lugar de su corazón que me había estado reservado a mí. Rose no vino a despedirme. ¿Estaría en su casa, llorando e intentando superar su decepción? Es lo que yo habría hecho en su lugar. Rajit había sido aceptado como estudiante en la lamasería, pero aquello no tenía nada de extraordinario; aún debería quedarse en Bagamoyo durante tres semanas más antes de coger el autobús que le llevaría al sur.
Al final de aquel frenético intervalo, Makindi se presentó en casa de mi madre acompañado por el dobdob rubio; me besó distraídamente en la frente, y mi custodia pasó de sus manos a las del dobdob.
Toda la aldea presenció el despegue del helicóptero, saludando entusiásticamente con la mano. Pero sus saludos iban dirigidos al helicóptero, no a mí. Ya me habían olvidado.
Las palmeras, que siempre habían mantenido sus coronas de hojas a tanta altura, se hundieron en el suelo y se transformaron en estrellas de mar verdes que proyectaban negros erizos de sombra sobre un retazo de tierra amarronada. El paisaje se convirtió en un modelo de sí mismo, un juguete visto desde el aire. Viajar así podía hacer que la gente perdiera la escala de las cosas. El mundo se convertía en un mapa sobre el que se podían hacer garabatos. Ningún campo o árbol era vital. Siempre había más mundo que ver..., mundo disponible, mundo que podía ser consumido y sacrificado. Comprendí cuán fácil era que la movilidad produjera esa despreocupada capacidad de explotación.
Nos alejamos en ángulo de la costa, siguiendo la tira roja de la carretera que se abría paso por la espesa vegetación verde cruzando un riachuelo y un par de aldeas con muchos cocoteros. Vacas que parecían escarabajos peloteros pastaban entre ellos. Después empezamos a sobrevolar las plantaciones de sisal: kilómetros de pinchos verdes que formaban una parrilla geométrica sobre la tierra.
Estaba sentada junto al piloto. Se llamaba Sam, Sam Shaw, y era norteamericano. Los dobdobs encargados de las pruebas iban sentados detrás nuestro, hablando en lo que supuse sería chino.
—Sí —dijo Sam cuando se lo pregunté—. Liu es chino. Es el jefe.
—¿Y el otro?
—Yongden es tibetano. Pero no hace falta, que te tomes la molestia de recordar sus nombres. Operan en África, así que no volverás a verles, y yo me separaré de ti en cuanto te haya llevado al Centro del Bardo de Florida. Florida te gustará. Mares cálidos, palmeras... Más edificios y ciudades que aquí, y una explotación agrícola mucho más intensa. ¡Naranjas! Se las puede oler desde lejos...
—¿Ciudades?
—Oh, sí. Miami sigue teniendo una población de casi un cuarto de millón de personas. Sin contar el Centro del Bardo... Y seguirá teniendo esa población, dado que le proporciona energía y suministros al Centro. ¡Aunque tampoco es la mayor ciudad del mundo, claro! De todas formas, la política descentralizadora funcionó bastante bien, especialmente en las viejas llagas como las ciudades asiáticas o las megalópolis norteamericanas. Repartir a la gente por el campo ha servido para que ya casi hayamos conseguido llegar a la densidad óptima de población en todo el mundo. Los que viven en ciudades ya no tienen la sensación de ser gente especial. El Japón fue un auténtico problema; pero la emigración a Siberia y Australia ayudó bastante... De camino recogeremos a unos cuantos candidatos más. Podrás hacer amistades durante el vuelo.
—Sam, ¿eres de Florida?
—Oh, todos los sitios son iguales —dijo él, encogiéndose de hombros—. Tanto da de donde seas.
Seguimos volando durante quince minutos hasta ver unas torres blancas que brotaban de una pequeña hilera de colinas rodeadas por una llanura de maleza. Fuimos hacia ellas, cobrando altura, y no tardamos en ver la ciudad, Dar es Salaam: una franja de tejados rojos y blancos que seguía la curva azul de la bahía, allí donde el mar se perdía por detrás de las colinas.
—Aquí está el campus de entrenamiento. Supongo que tanto tu padre como el Médico Descalzo fueron adiestrados aquí. Tomaremos tierra para dejar a Liu y Yongden.
A medida que nos acercábamos, los edificios iban perdiendo su brillo y parecían más gastados por el tiempo. En las paredes había telarañas de grietas dejadas por el estuco al desprenderse. Las carreteras estaban llenas de baches. Los techos de las pasarelas que unían los edificios se habían oxidado. Los adoquines que faltaban dejaban ver retazos de barro rojizo. ¿Qué importaba que la carretera tuviera baches si ahora sólo se la usaba para caminar? Y que la gente se mojara un poco cuando iba de un edificio a otro. carecía de importancia; no se derretirían.
Hombres y mujeres vestidos con túnicas de colores iban y venían por las pasarelas para dirigirse a las aulas de grandes ventanales. Un grupo de trabajo estaba ocupándose de los jardines que nacían al pie de las aulas y se perdían colina abajo hasta llegar a una granja en cuya explanada se veían centenares de gallinas: la tierra marrón oscilaba, moviéndose en un nervioso cacareo. Los rascacielos blancos parecían estar fuera de lugar: qué edificios tan pomposos y llenos de codicia... Me alegró que estuvieran deteriorándose y volviéndose más sensatos. Merecían ser utilizados, no mimados.
Sam posó el helicóptero sobre un cuadrado de asfalto lleno de hoyos situado entre dos bloques de aulas. Los rotores fueron deteniéndose con un gemido y Liu, el chino, me dio una palmadita en el hombro.
—Ridículamente lejos de la ciudad y estúpidamente lujoso, ¿no estás de acuerdo? —(Lo estaba)—. Vivían una época de grandes hambres y creyeron que ésta era la mejor forma de hacer progresar un país pobre. Pensaban que cada país era una pirámide. Bien, éste era el sitio donde se podía adiestrar a un minúsculo porcentaje de niños para que se convirtieran en fragmentos de la base de la gran pirámide que llegaría hasta Marte y la Luna, sosteniéndose sobre las cabezas de los desgraciados.
Antes de salir de la cabina, Yongden me dio una palmadita algo más alegre que la de su compañero.
—Es un servicio, no un privilegio —me dijo con una sonrisa. Liu le pasó las maletas con el equipo para las pruebas y Yongden las llevó hasta la puerta más cercana, donde había una carretilla esperándole. Sam apenas dejó que Liu tuviera el tiempo suficiente para salir del helicóptero y agazaparse: su dedo ya estaba sobre el botón del encendido. Las aspas empezaron a girar, volviéndose borrosas hasta convertirse en un disco de aire sólido que proyectó un chorro de polvo rojizo sobre las medio borradas líneas del suelo que indicaban las parcelas de estacionamiento para los coches; un instante después, el helicóptero salió disparado hacia los aires, igual que un saltamontes.
No íbamos a sobrevolar la ciudad. Iríamos directamente hacia el aeropuerto, que se encontraba al oeste. Supongo que debí poner cierta cara de decepción, pues Sam golpeó el indicador de combustible con la punta del dedo.
—Cada litro de gasolina tiene que recorrer lo mismo que tres mil kilómetros en dhow —me recordó—, y pronto viajarás hasta años luz de distancia, Lila.
Sobrevolamos la espesura de la que emergían los cactus y los baobabs: chicos minúsculos vigilaban reses de color amarronado con una joroba en la espalda. Una docena de fábricas rodeaban otra carretera llena de baches y grietas, y sobre sus tejados de estaño se veían pintadas palabras. CHAI, KATANI, VIATU. Té, Sisal, Zapatos. Más allá había un aeropuerto, vacío con excepción del pequeño reactor plateado que nos esperaba en la pista. Una valla de alambre impedía que el ganado se metiera en ella. Nubes de chorlitos y avutardas asustadas salieron disparadas de las charcas aluviales que había entre la hierba al sentir que nos acercábamos.
Un dobdob africano emergió de la torre de control rematada en una cúpula de cristal para recibirnos.
—La jovencita negra que quiere explorar las estrellas, ¿no? —dijo, y en su voz había un cierto veneno. Se frotó lentamente el cuello—. Bien, ¿qué es lo que realmente ha hecho que tú fueras seleccionada y las demás no? ¿Lo sabes? Los auténticos místicos solían esforzarse toda su vida para llevar a cabo unos cuantos milagros, cosas como caminar sobre el fuego o detener sus corazones durante media hora. ¡Y ahora cualquier mocosa puede aparecer de la nada para que todo el maldito universo se rinda ante ella! ¿Quién lo sabe? ¿Hay alguien que lo entienda?
—Supongo que usted quería participar en los vuelos del Bardo, ¿no? —le pregunté con amabilidad. Él se limitó a fruncir el ceño.
—Oiga —dijo Sam, enojado—, usted también es parte de la aventura y no debe olvidarlo. Todos los seres humanos son parte de ella.
El dobdob africano agitó la mano señalando los pájaros, que estaban volviendo a posarse en las charcas.
—¿Qué clase de aventura es ésta? ¡Fíjese en la cantidad de tráfico aéreo que tenemos!
Sam acabó perdiendo la paciencia con él..., y con razón, o eso me pareció.
—¿Preferiría que el cielo estuviera lleno de aviones, quemando combustible, escupiendo humo y llevando gente a ningún sitio sin ninguna razón que lo justificara? ¿Qué le ocurre? ¿Es que el clima le resulta demasiado cálido? ¿Le gustaría algún lugar más frío, donde pudiera pasarse todo el día quitando nieve de su pista de aterrizaje con una pala? ¿No? Bueno, aquí tiene algo de qué preocuparse..., nuestro plan de vuelo. —Sam le metió una hoja de papel entre los dedos—. Kano, Dakar, Miami. ¿Quiere tener la bondad de darnos permiso para despegar? Encárguese de controlar el tráfico aéreo para nosotros, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, lo siento. Mis disculpas. Que tengas buen vuelo, jovencita negra. —El hombre me sonrió con tristeza—. Sigue tu estrella.
—¡Lo haré!
—Un buen vuelo es un vuelo eficiente—dijo Sam con aprobación, llevándome hacia el reactor mientras el dobdob volvía a su torre de control.
Sólo había unos pocos asientos libres. La mayor parte estaban llenos de cajas de cartón en las que había escrito SUMINISTROS MÉDICOS/BARDO DE MIAMI/CORREO AÉREO. Me pareció que era una distancia increíble para mandar por vía aérea suministros médicos, a menos que Norteamérica estuviera siendo devastada por alguna plaga incontrolable.
—No, no es nada de eso —dijo Sam. Seguía estando irritado. Su tono de voz me indicó que aquello no era asunto mío. Me escogió un asiento junto a la ventanilla y se inclinó sobre mí para abrocharme el cinturón de seguridad—. Tardaremos unas cinco horas en llegar hasta Kano, Nigeria. Pasaremos la noche allí, y recogeremos pasajeros por la mañana. Cuando hayamos despegado me encargaré de preparar un poco de comida. —Fue hacia la cabina de pilotaje y empezó a calentar los motores, pero había dejado la puerta entreabierta, por lo que de vez en cuando podía oír su voz entre el ruido de los reactores—. Vuelo MIA-65 a Control Aéreo de Dar. Pido permiso para despegar...
Y subimos hacia el cielo, en dirección oeste, yendo hacia las colinas y el gran círculo enrojecido del sol. Una luz escarlata empapaba las pocas nubes que flotaban sobre el paisaje, y siguió empapándolas en el crepúsculo más prolongado que jamás había visto. Estábamos persiguiendo al sol a través del mundo.
—¿Liu? —oí decir a Sam por la radio, pasado un rato. No logré comprender todas sus palabras—. Una manzana podrida puede acabar estropeando todo el barril, Liu. No puedes permitir que un dobdob se dedique a difundir el resentimiento... Vale, quizá necesite tener algo más de responsabilidad. Dale una ocasión para que conozca los hechos. Sí, los hechos de la defensa, eso es. Si eso no consigue que esté dispuesto a cooperar, habrá que ponerle en hielo...
Me dediqué a mirar por la ventanilla, preguntándome qué significaba eso, pero la visión de toda aquella vegetación teñida por el ocaso resultaba demasiado maravillosa para que me preocupara por ello. Los árboles eran puntos con sombras que se alargaban hacia el este, como enjambres de espermatozoos que nadaran sobre aquel suelo color magenta lleno de surcos.
—Qué diablos... —exclamó Sam en cuanto abandonó su asiento de pilotaje y vio que la puerta estaba entreabierta—. Era pura envidia... Me refiero a ese tipo del aeropuerto, ¿entiendes? Hasta yo te tengo envidia. ¡Imagínate, viajar hasta las estrellas sin utilizar ni un litro de combustible! Podrás devolverle a la sociedad todo lo que ha hecho por ti multiplicado un millón de veces.
El reactor siguió volando guiado por el piloto automático. Sam fue a una minúscula cocinita que había al final del pasillo —me invitó a que le ayudara, pero la verdad es que lo único que hice fue contemplarle—, y preparó unos sabrosos rollos de soja procedentes de los campos de soja de Florida. Cogió una docena de aquellas láminas, secas y quebradizas, las sumergió en extracto de gambas, las envolvió en tela, las puso al baño maría y acabó obteniendo una masa que hizo pasar por un tubo y cortó en cuatro trozos. Dijo que eran rollos yuba. Parecía estar orgulloso de sus habilidades culinarias.
Después de comer, el sol consiguió escapar de nosotros y una gibosa luna amarilla quedó suspendida del cielo..., era la misma e inquietante linterna de siempre, ésa que el hombre de ahora ignoraba tan sabiamente. Nuestra gran luna, tan cercana, bien podría haber sido puesta en el cielo con una deliberada malicia para apartarnos de nuestro auténtico destino: sí, colgaba del firmamento para que el hombre tecnológico le aullara como si fuese una jauría de chacales. Estuve mirándola hasta que me dormí. Una pelota de roca estéril; el camino que nunca podría llevarnos a las estrellas.
Sam me despertó y volvió a la cabina: esta vez se aseguró de cerrar bien la puerta. Estábamos llegando a Kano y mi corto sueño, terminado de una forma tan brusca, me había dejado algo aturdida.
Vi las luces del aeropuerto antes de que aterrizáramos, pero no tardaron en apagarlas. Salimos del reactor, y el aire estaba tan caliente y lleno de polvo que me irritó los ojos. La luz de la luna permitía ver una gran llanura en la que asomaban los bultos de dos colinas lejanas, o quizá fueran dos pirámides o palacios. Junto a nosotros se alzaba la oscura masa de un edificio con muchos pisos, aunque sólo había luces en los dos primeros.
Sam tosió y escupió en el suelo. Moví las sandalias y descubrí hasta qué punto estaba reseco el suelo: arena resbaladiza, sin la más mínima huella de sal.
Esperamos.
—Dormiremos ahí, en ese gran edificio. Antes fue un hotel de lujo. Esto era un aeropuerto internacional, la encrucijada de África. —Podía perdonarle su puritanismo sarcástico. No es que estuviera intentando amargarme el viaje, nada de eso... Sencillamente, su trabajo hacía que se pasara la vida viajando, y todo el mundo sabía que viajar de aquella forma, usando máquinas tan caras, era un crimen. Debía sentirse como si fuera una especie de criminal voluntario.
Por fin, dos botones de luz vinieron lentamente hacia nosotros; un camión cisterna.
El chofer, un árabe, bajó de la cabina y cogió una gruesa cañería sujeta con abrazaderas a los flancos de la cisterna; vi más cajas de cartón en las que ponía «suministros médicos» amontonadas en el asiento contiguo al del conductor.
Sam firmó unos cuantos papeles para conseguir el combustible que nos llevaría a Dakar, y nos dispusimos a cruzar el medio kilómetro de suelo duro como roca o cemento agrietado que nos separaba de nuestro hotel.
• • • • •
La luz del amanecer entraba por la ventana. No había cortinas. De día mi dormitorio parecía aún más austero y desnudo que cuando lo vi de noche, iluminado por el resplandor de una linterna sorda. El cuarto de baño contiguo no tenía agua corriente: la polvorienta bañera contenía una jarra de agua, y también había una letrina portátil química, colocada junto al lavabo seco dentro del que yacía un marchito ciempiés color jengibre.
Fuera, la ciudad de Kano ofrecía un espectáculo de la más absoluta desolación.
Kilómetros de tierra reseca que iban convirtiéndose gradualmente en dunas, y una carretera que nacía al sur del hotel y rodeaba un paisaje devastado de cascotes y guijarros más allá del que había paredes de barro amarillo circundando edificios blancos que parecían bloques de sal. Las dos grandes jorobas de camello que había visto la noche antes se encontraban dentro de esos muros: eran colinas, sí, y parecían dos pechos, pero de ellos no brotaba leche. Todo estaba seco.
Unas cuantas siluetas vestidas de blanco montadas en camellos y caballos color pizarra iban por el camino que llevaba hacia las lejanas puertas de la ciudad, y también había gente que iba a pie, encorvándose bajo el peso de los fardos que llevaban a la espalda: hormigas con pelotas de excremento encima. Alguien apacentaba un rebaño de cabras, pero lo que comían era un misterio. Cintas de humo se alzaban de un campamento de tiendas situado fuera de los muros de la ciudad.
El vacío iba ofreciendo poco a poco más edificios, gente y animales a medida que lo observaba; pero nada de todo aquello abundaba. Kano entregaba sus detalles despacio, con parsimonia.
El aeropuerto del oeste era mucho más grande que el de Dar, y estaba igualmente desierto: a su alrededor no había pájaros y hierba, sino dunas de arena.
Después de haberme lavado con el agua de la jarra, bastante salada, Sam llamó a la puerta y entró en mi habitación.
—Sam, ¿qué pasa aquí? ¿Por qué hay una ciudad en el desierto? Pensé que todo el mundo tenía lo necesario para subsistir. ¡La tierra está seca, se muere de hambre!
—No, ahora ya se ha estabilizado. Estamos manteniéndola estable. En cuanto a las personas, están bien atendidas. No te lo creerás, pero hubo un tiempo en el que aquí vivía tanta gente que su mierda bastaba para hacer que el suelo diera cosechas dos y tres veces al año..., verduras, nueces, mijo, alheña, lo que quieras. Las mayores porquerizas del mundo se alimentaban con sus sobras y desperdicios. Después, el desierto se desplazó hacia el sur..., ¿y qué pasó? ¡Mandaron otra nave a Marte para que volviera trayendo sacos de polvo mientras esta arena asfixiaba a un millón de almas hasta acabar con ellas! Pueblos enteros emigraron hacia el sur para escapar. ¿Y qué hicieron entonces? Trazaron una línea en el mapa y dijeron: Hasta aquí, y no más allá. Los que se hacían llamar economistas dijeron que diez millones de personas debían morir para que algunos otros millones pudieran vivir. Crearon esa línea al norte de esta ciudad. La defendieron con verjas electrificadas y campos de minas..., ¡y durante todo ese tiempo los grandes reactores llenos de turistas seguían aterrizando aquí, llevando turistas hacia el norte y el sur! Ahora todo va bien. Quizá no lo parezca, pero así es. Ven, conocerás a nuestros pasajeros y podremos despegar. Son dos chicos hausa que vendrán a Miami contigo.
—¿Hausa?
—El lenguaje local. No te preocupes, también hablan árabe e inglés. No creo que tengáis problemas para comunicaros. Son un auténtico par de parlanchines...
• • • • •
Los dos chicos eran mellizos, lo cual hacía casi imposible saber quién era Hamidou y quién Abdoulaye. No tardé en considerarles una especie de conjunto: Hamidou-A y Abdoulaye-H, con cada uno de ellos ocupando alternativamente la posición dominante. Ésa parecía ser la opinión que ellos mismos tenían de su relación. Sus cabezas eran flacas y algo caballunas, con rasgos que bajaban rápidamente hacia unos mentones pequeños y muy pronunciados, y fosas nasales bastante anchas y abiertas. Tenían los ojos grandes y brillantes, con unas espesas pestañas que no paraban de aletear sobre los minúsculos abultamientos óseos de los pómulos. Su piel era más negra que el negro; relucía igual que si hubiera sido alisada por la arena que flotaba en el viento.
Hablaban el uno con el otro y conmigo usando tanto el hausa como el árabe y el inglés, según quién le estuviera diciendo qué a quién, cambiando de idioma a media frase, dejándome entrar y salir de un triángulo de conversación en el que sólo dos ángulos mantenían una realidad continuada. Con eso lograban la hazaña de incluirme y excluirme al mismo tiempo, pero lo hacían con una amable jovialidad, sin malicia y sin ponerse nerviosos. No era tanto que resultasen «difíciles de seguir», sino que era absolutamente imposible seguirles..., ¡y a veces era lo más sencillo del mundo! O estabas con ellos o estabas lejos. Estabas aquí o en la nada, sin ningún estadio intermedio, y en muchas ocasiones me encontré varada en un punto irreal que carecía de existencia.
Como eran mellizos, habían estado controlados desde muy pequeños. Al parecer el Bardo estaba llevando a cabo un programa de investigación basándose en la teoría de que los mellizos poseían una considerable empatía mutua para captar los estados anímicos, y eso podía «sintonizar» sus Cuerpos Energéticos y llevarlos a un estado más sensible que el normal. Quizá no necesitaran ningún tipo de educación para conseguir el estado anímico que el Bardo andaba buscando; era posible que consiguieran ser mucho más conscientes de cómo era su ser interno, pues lo veían reflejado directamente en otra persona y, al mismo tiempo, podían desprenderse del Yo porque había otro Yo independiente.
—Pasamos las pruebas hace muchos años—alardeó Abdoulaye-H.
—Cuando éramos críos —añadió su mellizo. (Hamidou-A tenía una pequeña peca en su mejilla izquierda; en cuanto a su hermano, una de sus largas uñas en forma de almendra estaba mellada...)
—Nuestros Maestros nos enseñaron yantras. Estábamos en habitaciones separadas.
—Aunque no podían estar seguros de si serviríamos para el Bardo hasta haber dejado atrás la pubertad.
—Ya lo sé —dije yo.
—Antes no piensas de una forma lo bastante conceptual. El pensamiento conceptual es el nivel más elevado del pensamiento. Sabes lo que es real, pero también sabes lo que es posible.
—Puedes separar lo Real de la telaraña de las posibilidades.
—Dado que la mente es un telar que no para de tejer telarañas —dijo Abdoulaye-H (uña rota), riéndose.
Estábamos volando sobre un paisaje árido y desierto: una desolación color ocre con leves interrupciones de sabana herbácea que siempre acababa muriendo para volver a convertirse en polvo. Una tierra triste y desgraciada...
—Verás, cuando llegas a la adolescencia, todos los hechos inmutables del mundo se convierten en variables libres, pero no antes...
—! ...y todos esos hechos pueden ser aislados, recombinados y permutados en un número n de modelos!
—El análisis de red del espacio n-dimensional... —parloteó Hamidou-A, tocándome el codo. (Peca en la mejilla.)
—¡...forma los mandalas de las ideas maduras! —siguió diciendo su mellizo.
—Lila, ¿has estudiado el álgebra booleana?
—No tuve tiempo dije. La verdad es que, cuando estaba en la escuela de Bagamoyo, aprendí muy pocas matemáticas. El canturreo de los dos mellizos me parecía tan inaprensible y abstracto... ¿Estarían intentando impresionarme? No lo creo. Eran así, sencillamente, y al mismo tiempo nadie les interesaba lo suficiente como para tomarse semejante molestia.
—Verás, en realidad, los yantras y los mandalas son modelos cuasi-booleanos para utilizar en nuestro ordenador cerebral...
—¡...para permitirnos pasar al plano del Bardo!
—Vivimos rodeados por un mundo desnudo donde hay muy pocas cosas. Un mundo abstracto. Piensas en abstracciones y acaba siendo algo natural para ti —se disculpó Abdoulaye-H—. Sé que hay muchas formas de llegar al Bardo, y no hay ninguna que sea superior a las otras. Mientras tu mente y tu campo corporal logren organizarse de la forma adecuada... Pero nosotros sentimos cierta inclinación hacia el álgebra, eso es todo. —Empezaron a caerme bien. La verdad es que, pese a esa eterna embriaguez compartida, su aparente fanfarronería y sus matemáticas, daban la impresión de ser buenos chicos. De hecho, eran un poco simplones, casi encantadores. Para ser hijos de la desolación, poseían una notable inocencia: quizá fuera porque, tal y como me habían dicho, su mundo siempre había sido puro y abstracto.
—¿Podéis leer cada uno en la mente del otro? —les pregunté.
—Somos un equipo en conjunción—dijo Hamidou-A, riéndose—. ¡Compartimos las cabezas y nos robamos los pensamientos!
—¡Y luego nos pisamos los chistes!
La verdad es que no entendí ni una palabra de lo que decían, y un instante después ya estaban hablándose el uno al otro en árabe y en hausa, con lo que me quedé muy lejos de ellos, perdida en un punto del espacio.
Corrientes de aire cálido de gran potencia brotaban del suelo, y volamos a través de bastantes turbulencias. El parloteo de los mellizos tenía el mismo efecto que esas turbulencias: me hacia subir y me dejaba caer de golpe.
• • • • •
Acabamos sobrevolando unos apretados rompecabezas de campos y pantanos vidriosos, y el mar apareció repentinamente ante nosotros: franjas de espuma arrugando una superficie de estaño azul. Una península que tenía la forma de una cabeza de jirafa albergaba una compacta ciudad blanca que se asomaba al océano, con el cuello curvándose alrededor de una bahía en la que los rompeolas protegían hileras de muelle. Algunas barcazas transoceánicas de gran tamaño estaban ancladas allí, con la lona de las velas enrollada en sus cinco mástiles.
Nunca había visto una ciudad tan grande. Parecía estar viva, ser algo orgánico y bien equilibrado..., no como Kano, maltratada por el Sahara. Los grandes edificios fueron cediendo el paso a los suburbios y luego a las granjas; aterrizamos y rodamos unos metros por entre campos de mijo y nueces.
Sam nos dijo que esto era el Aeropuerto de Yoff, en Dakar; pero sólo nos quedaríamos allí media hora para recoger un poco de combustible y otra pasajera, una chica wolof.
—El wolof es la lengua local —me apresuré a decirle a los mellizos, queriendo impresionarles. Parecía lógico, ¿no? Sam asintió.
—Se llama Maimuna.
Bajamos del avión para estirar las piernas. La atmósfera era tan caliente y húmeda como la de Bagamoyo, lo que pareció asombrar y preocupar a los mellizos.
—¿Se supone que has ce respirar eso? jadeó uno de ellos. (Uña rota.)
—¿O hay que beberlo? —farfulló su hermano.
Seguimos a Sam, que estaba dando vueltas al reactor, moviendo las piernas exageradamente para estirarlas. La pista contenía dos reactores más y un trío de helicópteros. Más allá de la valla que delimitaba el perímetro, a cierta distancia, vimos pasar mujeres con cestas sobre la cabeza y camiones cargados con productos agrícolas —algunos movidos por energía solar, otros tirados por bueyes—, dirigiéndose a diversas velocidades hacia el centro de Dakar. Un semirremolque que iba en dirección contraria desprendía un leve olor a pescado. Pero no había ningún sitio al que dirigirse ni nada que visitar; estábamos encerrados dentro de la valla. Lo único que pudimos captar del Senegal fue su atmósfera. Qué inútil y vacío era el viajar en avión... Sentí pena por Sam; y le admiré porque era capaz de soportar esa vida en el cielo y sacrificarse para que el Bardo siguiera funcionando sin problemas.
• • • • •
Maimuna tenía la piel color chocolate con leche. Sus labios estaban fruncidos en un mohín y sus ojos ardían con un brillo malhumorado..., o quizá fuera un brillo de pasión, no lo sé. Llevaba la cabeza afeitada y se había depilado las cejas. Era como una estatua que representara la Belleza. El mohín parecía formar parte de sus rasgos. En otros aspectos, tenía la misma movilidad facial que una talla de madera. Daba la impresión de ser toda imagen; como si considerara vulgar rebajarse a ser algo menos que una imagen ideal de sí misma.
Tenía los lóbulos de las orejas perforados, y de ellos colgaban unos globos de cristal amarillo suspendidos en una filigrana de alambres que oscilaban igual que boyas de pesca en miniatura. Pensé que la hacían parecer tan anticuada como si se hubiera perforado los labios para meterse pasadores de madera, pero estaba claro que a ella le gustaban mucho y los tenía en un gran aprecio.
Los mellizos fueron bailoteando hacia ella y los golpearon irreverentemente con las uñas. Uno gritó «¡Ping!» y el otro gritó «¡Pong!». Maimuna pareció ofenderse muchísimo.
—¿Por qué no lleváis algo para que la gente pueda distinguiros? —dije yo, riéndome—. El uno podría perforarse la oreja derecha y el otro la izquierda.
—¡Podríamos partir una túnica en dos y llevar la mitad cada uno! —dijo un mellizo, riéndose.
—¡Y medio sombrero!
—¡Y medio juego de cromosomas!
Maimuna se limitó a encogerse de hombros y fue hacia el reactor.
Cuando subí a él, después de que hubiéramos repostado, me la encontré sentada en el sitio junto a la ventanilla que yo había estado ocupando. Me senté a su lado.
—¿Hablas inglés? —le pregunté, algo irritada. Y luego, por si acaso, añadí—. ¿Unasema kiswahili?
Me lanzó una mirada llena de frialdad.
—Maimuna habla inglés, francés, wolof y chino. La verdad es que tenía la esperanza de ser enviada a Lhasa para comunicarme con los rakshasas. Verás, tuve un Maestro chino, por lo que me tomé la molestia de aprender su idioma. Naturalmente, tú no hablas chino, por lo que nunca verás Lhasa, ¿verdad?
—¿Cómo sabes que no hablo chino?
Me dijo algo en chino, y tuve que responderle con una débil sonrisa.
—Es un idioma muy complicado, querida.
—¿Eres de la costa? Yo soy de la otra costa..., ¡del otro lado de África! He estado viendo cómo todo el continente pasaba bajo nosotros...
—Lo siento, ¿quieres sentarte junto a la ventanilla? ¿Acaso Maimuna te ha quitado el asiento?
Hamidou-A, que estaba sentado al otro lado del pasillo, me dio un codazo en las costillas.
—Cuidado. Zorra fina de primera clase.
—¿Qué me importa el paisaje? —dije yo—. No estoy haciendo turismo. ¿Y tú?
—Quieres decir que a partir de ahora todo es océano, ¿verdad? —Bostezó—. Espantoso y francamente monótono.
Sam acabó de poner cajas de cartón en los asientos de atrás y volvió a la cabina, deteniéndose el tiempo suficiente para decirle a Maimuna que se abrochara el cinturón de seguridad. Los demás ya lo habíamos hecho.
—No creo que tenga sentido abrochárselo hasta que vayamos a despegar,¿verdad?
—Oye, limítate a cooperar, ¿quieres? —dijo Sam, inclinándose sobre ella para abrochárselo.
—Maimuna siempre coopera —ronroneó la chica—. Una actitud egoísta es la ruina del vuelo Bardo.
—Qué afortunada fuiste al tener un Maestro chino —le dije con sarcasmo—. Es una pena que todos esos estudios hayan sido desperdiciados, dado que nadie habla chino en Miami.
Cerró los ojos y me ignoró.
No tardamos en estar volando por encima del mar, y luego vino más mar, y luego todavía más mar.
• • • • •
—Hay un huracán formándose en el Golfo de México —nos anunció Sam bastante tiempo después—. El aeropuerto de Miami va a quedar cerrado, por lo que aterrizaremos en el Cabo.
—¿En Cabo Cañaveral?
—¿El espaciopuerto?
—Sí, en ese maldito sitio —dijo Sam, frunciendo el ceño.