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Makindi nos enseñó que una purga es el momento en el que una sociedad se libra del veneno que hay en sus venas. Pero no lo hace mediante un derramamiento de sangre; ese tipo de herida necesita demasiados años para curarse. La misma sociedad queda herida. El aislamiento es la cura adecuada. Sumergir la enfermedad en hielo. Por eso los elementos purgados del viejo mundo —los científicos que iban en contra de la humanidad, los falsos filósofos—, fueron enviados a pasar el resto de sus días sin que pudieran hacer daño a varias zonas de cuarentena que eran frías, sí, pero también estimulantes, y donde el paisaje poseía cierta pureza. En aquellos tiempos los dobdobs necesitaban armas para vigilar a los enemigos sociales. Pero, ¿quién haría que un dobdob sacara su arma hoy en día? ¿Quién rechazaría el honor de ser elegido para el Bardo, incluso si eso significaba no ver nunca más a la familia o el hogar? ¡Ni yo ni nadie hartamos semejante cosa!

Un equipo de dobdobs llegó a Bagamoyo en helicóptero: el estruendoso parloteo de la máquina y el resplandor de sus palas nos impresionaron a todos. El autobús de la costa que venía una vez al mes, con su techo de paneles solares bebiendo el sol africano, era lo bastante rápido para cualquier otra necesidad cotidiana de nuestro mundo, y lo mismo ocurría con las dhows que nos visitaban durante la cosecha del sisal. Las máquinas volantes eran sólo para las emergencias, los desastres... y la Administración Espacial.

Makindi le hizo una seña a Rajit para que ayudara a los dobdobs con su equipo. Mi padrastro cogió un estuche metálico mientras Rajit luchaba con el otro, que resultó pesar más de lo esperado. Rajit acabó teniéndolo que dejar en la arena; el dobdob de ojos azules se encargó de llevar su peso.

Las pruebas se realizarían en la escuela. El grupo de candidatas estaba formado por yo misma, mi prima Rose y otra prima más lejana que vivía en la aldea de Kingongoni, a unos cuantos kilómetros hacia el interior. Makindi y Mboya, el Médico Descalzo, se habían encargado de recomendar a las candidatas más adecuadas basándose en pruebas de memoria y percepción, el ritmo metabólico básico y media docena de factores más.

Un dobdob jovial no tardó en llevarme al despacho de Makindi y me hizo tomar asiento en un sillón de mimbre situado delante de la mesa. La habitación estaba sumida en la penumbra y las persianas creaban una brillante rejilla de luces y sombras que arrojaba suaves arco iris sobre la otra pared. Empezó a hablarme con voz tranquila y baja. No se trataba de «aprobar» o «suspender». Buscar un campo corporal adecuado al viaje del Bardo era más parecido a buscar un tipo de sangre raro...

—No estoy nerviosa —le dije—. De veras, no lo estoy.

—¿Y por qué no? Casi todo el mundo suele estarlo.

—Sencillamente, porque no lo estoy.

—¿Eres la chica que encontró el coco?

—Sí.

—¿Y ésa es la razón de que no estés preocupada?

—Supongo que sí.

El otro dobdob, que estaba haciendo los últimos ajustes en sus máquinas, dejó escapar una leve carcajada.

—Sé que poquísimas personas poseen el poder del Bardo en alguna de sus formas utilizables, y que poseerlo o no es algo que viene determinado por el azar; pero aun así...

El dobdob de expresión jovial dejó que siguiera hablando sin interrumpirme.

Y, sin embargo, de no haber encontrado el coco, ¿habría estado tan dispuesta a grabar los mandalas de Makindi en mi mente? Preguntadle a cualquiera qué sistema usa el Bardo para escoger a sus viajeros estelares, y seguramente obtendréis siempre la misma respuesta: todos los niños de la Tierra tienen ocasión de probar suerte. Pero, al mismo tiempo, esa oportunidad se daba en muy raras ocasiones: eso hacía que se convirtiera en un honor, un privilegio, un raro triunfo personal. Aun así, era un privilegio compartido con todos, y eso hacía que no experimentásemos ningún resentimiento y no hubiera ninguna sensación de desigualdad.

El otro dobdob ya había terminado de comprobar sus aparatos. Había electrodos, auriculares y una especie de mascarilla que me recordó a la mascarilla de buceo (pero ésta era opaca), y junto a todo eso había una caja llena de agujas plateadas.

El segundo dobdob colocó delicadamente los minúsculos electrodos en mi cuero cabelludo, usando una pasta adhesiva y guiándose por el tacto para localizar los sitios adecuados, midiendo mi cráneo con el compás de sus dedos. Aunque la habitación estaba sumida en la penumbra, tenía los ojos medio cerrados.

Iba a utilizar grabaciones de mantras que yo oiría a través de los auriculares.

¿Qué sabía yo de los mantras?

Repetí lo que Makindi y los lamas me habían enseñado. Cada átomo del universo es un conjunto de partículas que, en sí mismas, no son más que pautas de interferencia entre las vibraciones energéticas primitivas. Los sonidos del mantra, concebidos en la antigua India, imitan esas vibraciones básicas. Son los «ruidos» primordiales a partir de los que se crea la realidad. Pronunciar los mantras de la forma adecuada el número suficiente de veces hace que la mente entre en contacto con los ritmos universales básicos.

—Naturalmente, nunca he oído ningún mantra —me apresuré a añadir. Sería jugar con fuego... Despertaría fuerzas que una mente sin entrenamiento no podría controlar.

El dobdob acarició sus agujas plateadas de acupuntura.

—Tenemos que localizar los chakras principales del cuerpo que vibran al sentir los distintos sonidos del mantra. Háblame de los chakras, Lila.

Los centros energéticos del cuerpo humano. «Ruedas». La medicina oriental fue la primera en descubrirlos. La medicina occidental acabó aceptando su existencia dos siglos antes de nuestra época..., cuando el oriente y el occidente convergieron para formar un solo mundo. El kundalini, la energía vital del cuerpo, pasa por cada chakra subiendo hacia el cerebro, y de él parte al cosmos.

—Tendremos que aumentar un poco tu fuerza kundalini para poder medirla. Si no eres aceptada, debes prometer que nunca intentarás aumentarla por tu cuenta, utilizando lo que recuerdes de esta prueba.

Lo prometí.

Jugar con fuego.

—Y ahora, la mascarilla...

Era un estereoscopio, y servía para mostrar imágenes tridimensionales. Proyectaría un mandala yantra en relieve delante de mis ojos. El dobdob me enseñó una tarjeta.

—Este yantra... ¿Lo conoces?

Vi una plaza en forma de cuadrado rodeada por paredes oscuras. Tenía cuatro entradas. Dentro de la plaza había pétalos de loto dispuestos alrededor de un círculo negro como el azabache. En el centro del círculo ardía un punto blanco rodeado por cuatro triángulos blancos con las puntas hacia abajo. Claro que lo conocía. Hacía años que lo conocía, gracias a Makindi. Era el Kali Yantra, el Yantra de la Energía Femenina.

En la mascarilla había incorporado un retinoscopio que podía lanzar rayos de luz tan delgados como lápices hacia los puntos ciegos de mis ojos, allí donde los millones de fibras nerviosas se agrupan y ofrecen una entrada directa al cerebro. Al igual que los puntos de luz encerrados en el corazón del yantra —los puntos bindu—, que dan al infinito, esos puntos ciegos de la retina son sus puntos bindu particulares, el sitio donde el mundo exterior de las realidades superficiales se desvanece y se pasa del mero ver a la auténtica visión, al mundo del pensamiento interior.

El dobdob escogió unas cuantas agujas y las esterilizó con alcohol. Me dijo que debía desnudarme hasta la cintura.

—El chakra situado más arriba está en el cerebro y se llama Sahasrara. La verdad es que quizá sería mejor llamarle Sahara..., porque es la entrada a un desierto inconmensurable en el que es fácil perderse y morir. Los mundos alienígenas están tan lejos como cualquier oasis de la Tierra. Recuerda que este camino a las estrellas no tiene nada de fácil. Sencillamente, es el camino auténtico y natural para llegar a ellas.

La prueba había empezado. Oí ladrar un perro, y después mis oídos quedaron taponados por los auriculares y mis ojos cegados por la oscuridad de la mascarilla.

Haces luminosos empezaron a brillar delante de mis ojos, y vi un cono de triángulos con las puntas invertidas en cuyo interior había... la negrura. Rodeaban un disco negro que parecía el sol durante un eclipse, un disco a cuyo alrededor había una corona blanca de pétalos de loto y que contenía un corazón en su centro, igual que si lo que eclipsaba el sol, fuera lo que fuese, estuviera agujereado. Aquel sol negro se tragaba la luz. Pero los triángulos mantenían confinada la oscuridad. Tejían una valla interna de luz. Y, en mi sordera, oí... el mantra. Al principio no pude distinguirlo del suave latir del aire encerrado en mis tímpanos, aislados por las protecciones de los auriculares. Pero muy pronto, en aquel silencio palpitante, pude oír un sonido:

HUM.., HUM..., HUM..

Latiendo. Aumentando de intensidad. Creando ecos en mi mente, ecos que unían el pasado, el presente y el futuro hasta que todo el tiempo se volvió una sola cosa y me encontré viviendo simultáneamente en todos los tiempos.

HUM, y cada pétalo de la brillante corona blanca vibraba mientras yo giraba alrededor de aquel sol negro, yendo de una protuberancia a otra, mitad en el tiempo, mitad en la eternidad.

Mi ombligo relucía. Ya debía tener una aguja de acupuntura metida en él. O quizá no estuviera allí sino en algún otro sitio, comunicándose con el ombligo a través de los nervios invisibles e inmateriales del campo corporal. Una suave gema llameante ardía de forma indolora pero insistente en aquel punto de mi cuerpo donde la carne se doblaba sobre sí misma, y mi cuerpo se imaginó un cordón umbilical que palpitaba bajo el peso de un fluido caliente, uniéndome al útero universal dentro del que flotaba, igual que la estrella negra de pétalos resplandecientes rodeada por una valla de triángulos flotaba dentro de un patio rodeado por oscuras paredes.

Los pétalos de la corona se fueron volviendo de color azul a medida que la oscuridad se filtró hacia el exterior del patio, adoptando tonalidades lilas, violetas y púrpuras. Cuando se volvieron negros el sol negro dejó de existir como entidad separada. Y me encontré flotando sobre un túnel de triángulos resplandecientes que habían dejado de ser un cono de vallas capaces de impedir la entrada y la salida, convirtiéndose en una pirámide invertida de peldaños..., un embudo que llevaba hacia abajo.

El mantra cambió: ahora recordaba el entrechocar de unos címbalos.

¡TRAM! ¡TRAM! ¡TRAM!

El embudo osciló locamente. Primero era un embudo, luego una pirámide. Se dobló sobre sí mismo, perdiendo sus dimensiones, mareándome. Me encontré suspendida sobre el mismísimo punto bindu y, un instante después, el punto estaba muy por debajo de mí y yo caía caía caía... Una pirámide volvió a hacerme subir.

Sentí nacer un segundo foco de calor entre mis pechos. El calor fue haciendo que aquellos locos giros se detuvieran. Ya no podía ver la pirámide, sólo la profundidad del embudo, los peldaños de luz que llevaban hasta el punto central del resplandor. Sólo que ahora ese punto no se encontraba abajo, sino fuera. ¡Fuera de mí misma, fuera del mundo!

¡HRIH! ¡HRIH! ¡HRIH! El zumbido casi me perforó los tímpanos, como si fuera el gemido de un animal atrapado en un cepo. Y me ardía la garganta.

El fuego de mi ombligo se había esfumado. Ya no sabía dónde estaban mis piernas, no conseguía localizarlas. Toda la parte superior de mi cuerpo flotaba, alejándose de ellas...

¡Entonces, esto era lo que se sentía cuando el Cuerpo de Energía se liberaba! ¡Tuve la impresión de haberle convertido en un centauro, con mi Cuerpo Sutil asomando de mi Cuerpo Material igual que la parte humana de la parte equina!

Mi garganta ardía igual que si se hubiera vuelto incandescente. «¡HRIH! ¡HRIH!», grazné, con las fosas nasales dilatadas en un relincho. El sonido era yo misma; yo era el sonido. ¿Auriculares? Nada de auriculares. Este sonido era el sonido-semilla de mi propia existencia. Hasta sabía de qué fosa nasal brotaba este chillido hecho de aliento: de mi fosa nasal izquierda, no de la derecha.

Una de mis piernas de energía logró soltarse con una brusca sacudida, y el primero de los cinco triángulos pasó disparado junto a mí, dejándome atrás, mientras que los cuatro triángulos restantes se hinchaban hasta llenar todo el espacio. El punto brillante se dilató, convirtiéndose en un disco...

• • • • •

El gemir del ¡HRIH! fue apagándose hasta volverse un leve zumbido. Tanto los triángulos como el disco bindu desaparecieron. Ahora sólo quedaba el lento baile de las imágenes residuales.

Algo..., no, alguien me estaba quitando los auriculares de los oídos. Alguien estaba hablando. Alguien estaba quitándome la mascarilla de los ojos. Un mundo fue reapareciendo ante mí: una habitación fantasmagórica en la que había geometrías de niebla que iban disolviéndose lentamente, espectros de puntos y triángulos. Los dobdobs estaban sacando los gráficos de su máquina. Su escrutinio pareció durar una eternidad mientras yo seguía sentada, sin que me hicieran caso, no sabiendo si podía abotonarme el vestido.

Y, finalmente, el dobdob de rostro jovial alzó los ojos y me sonrió.

—Felicidades, Lila. Irás a las estrellas.