Rajit se me acercó un día en la calle llevando un objeto de cristal y goma del que sobresalía un tubo parecido a una chimenea.
—Es una mascarilla de buceo. Con ella puedes ver por debajo del agua. —Sus dedos no paraban de acariciar la mascarilla—. Mi tío la encontró en uno de los viejos hoteles de la playa. ¿Quieres probarla? ¿Quieres ir a la isla conmigo?
Nuestros pescadores jamás habían usado nada parecido a aquello. Era un auténtico juguete de la era del desperdicio. El tubo para respirar estaba hecho de plástico... Así que su tío la había encontrado en uno de los hoteles abandonados, ¿eh? ¿Y en un estado tan perfecto después de todos aquellos años? La verdad es que no le creía. Pero, dado que no había ninguna otra explicación, acabé teniendo que creerle.
Rajit había crecido mucho desde los días del cementerio. Ahora medía bastantes centímetros más que yo, y lucía los inicios de una barba adolescente.
—Podemos ir mañana con el viejo Mkwepu. Ya se lo he pedido. Bajo el agua hay toda una realidad distinta. Casi se puede sentir cómo debe ser el vuelo del Bardo.
Aquel tubo de plástico me inspiraba una leve repugnancia. Hubo un tiempo en el que el mundo entero estuvo a punto de ser destruido por objetos como ése: frivolidades, kilómetros cúbicos de basura que consumían inútilmente los recursos. Sin embargo, la mascarilla de buceo estaba delante mío y existía ahora, no hacía dos siglos..., y tenía cierta curiosidad por averiguar cuál era la auténtica razón de que Rajit quisiera ir a la isla. Evidentemente, pensaba que había llegado el momento de practicar juegos más serios que una mascarada en el cementerio.
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La mañana del sábado ayudamos a Mkwepu a cargar sus redes y sus cestas de sisal para el pescado en la canoa: él mismo se había encargado de fabricar la embarcación, como se hacía con todas las barcas de pesca pequeñas, y la madera del interior estaba llena de señales dejadas por la azuela que utilizó. Mkwepu había pintado un mandala yantra en la proa para tener buena suerte; un racimo de triángulos entrelazados, cuatro apuntando hacia arriba y cuatro hacia abajo, representando respectivamente a las fuerzas masculinas y femeninas, con un punto en el centro que se suponía era el punto de entrada al Espacio del Bardo..., ¡cuando aprendías a entrar en él, claro! (Pero yo ya estaba preparándome para aprender. Me pasaba horas enteras contemplando yantras y otras clases de mandalas hasta que acababan grabándose en el ojo de mi mente igual que si fueran nuevos circuitos cerebrales... El yantra pintado por Mkwepu era bastante tosco comparado con los hermosos diagramas que Makindi me mostraba, pero aun así tenía un cierto efecto hipnótico.)
El viejo accedió a dejarnos en la isla Sinda para que pasáramos el día allí y pusimos rumbo hacia los bancos de peces que había cerca de la isla. Rajit había traído consigo un poco de vino de palmera, pastelillos y una papaya para que comiéramos. Mientras navegábamos se dedicó a tocar una flauta de madera de la que brotaba una melodía alegre y juguetona que tan pronto parecía misteriosa como burlona.
—Estamos navegando por la superficie de la realidad proclamó con voz grandilocuente, quitándose la flauta de los labios para señalar hacia la espuma que se apartaba de nuestra proa—. Pronto sabrás lo que hay bajo todo esto.
—Oh, sí, seguro —dije yo, riéndome.
Durante un largo tiempo tuvimos la impresión de estar moviéndonos muy cerca de la orilla, y de repente cruzamos alguna línea visual divisoria y nos encontramos a una gran distancia de ella. El continente se encogió hasta convertirse en una línea verde pegada al horizonte marino.
En Sinda no había más que cangrejos y pájaros. Cangrejos grandes como cráneos correteaban por entre la vegetación espinosa. Pájaros tejedores con el cuerpo manchado de amarillo se movían por entre la espesura. Gaviotas de plumaje tiznado iban y venían por la playa recorriendo la línea de la marea. Rajit y yo éramos los únicos seres humanos de la isla. Las corrientes marinas formaban turbulencias a cierta distancia de la orilla, rodeando la isla y dejando una franja de unos cien metros de agua tranquila que se movía en lentas ondulaciones yendo hacia la playa.
Cuando nos desnudamos todo me pareció muy distinto de aquella vez en el cementerio. Ahora mis pechos eran pequeñas peras negras terminadas en pezones que recordaban los cuernos del creciente lunar. Rajit estaba tan delgado que parecía medio muerto de hambre, y los huesos tensaban su carne en demasiados puntos de su cuerpo. Se quitó el turbante y lo arrojó hacia la orilla. Después hizo lo mismo con la redecilla y dejó que la reluciente cascada negra de su cabello cayera sobre sus hombros. Parecía una Kali loca y enflaquecida de algún óleo pintado por un barroco artista de Calcuta. Pequeños cangrejos blancos tan grandes como la uña de un pulgar echaron a correr de lado para esconderse en sus profundos túneles; partes de la playa se movieron velozmente, parpadeando y tragándose a sí mismas.
La mascarilla hacía que mi respiración pareciera un ronquido. Mis palabras se convertían en ecos retumbantes que empañaban el cristal. Si Rajit tenía un aspecto extraño con el cabello suelto, ¡qué extraña debía parecer yo, con aquel cuerno de plástico azul brotando de mi cabeza igual que una serpiente kundalini hecha visible!
Fui hacia el oleaje, agaché la cabeza y me zambullí. Antes de que hubiera pasado mucho tiempo, tal y como me había prometido, estaba flotando en el cielo de un mundo extraño que jamás había visto antes...
Los corales abrían sus ramas y florecían bajo mi cuerpo: abanicos escarlata, colmillos purpúreos, platos de color violeta que formaban curiosas ciudades dispuestas en forma de terrazas. Cerebros amarillos agazapados sobre campos de erizos de mar. Las púas de los erizos, negras como el azabache, se agitaban suavemente en la brisa líquida y, sin embargo, aquel tipo de vida no tenía nada de blando o carnoso, aunque los cuerpos brillaban con la suave claridad de la gelatina, como si estuvieran hechos de una sustancia aterciopelada. Me encontraba en un mundo donde los minerales habían cobrado una vida tan estática como abigarrada: un planeta de silicio con masas cerebrales porosas y cúpulas fungoides como sus Pensadores, dominando con su presencia ciudades extrañas e iluminadas por un vívido resplandor, a medio camino entre la vida y la piedra.
Minúsculos pececillos iridiscentes que más parecían veloces bandadas de pájaros iban y venían por las ciudades, moviendo sus alas y contemplándome con ojos como burbujas. Las ciudades parecían proyectar aquellas parpadeantes motas de una vida más blanda que cruzaban sus cielos como si fueran señales dirigidas de una zona a otra. Me pregunté si las ciudades de nubes del mundo rakshasa, los bosques de Asura o los yidag en forma de botella me parecerían más extraños que todo aquello.
Y, de repente, torres, colmillos, terrazas y cerebros se detuvieron ante un risco. El mundo se desplomó en las profundidades. Estaba suspendida sobre un gran precipicio.
Abajo. Tan lejos... En el abismo, borrosas y medio invisibles, había siluetas amorfas que se movían lentamente, tropezando unas con otras. Las Profundidades estaban repletas de ellas. Y, sin embargo, eran invisibles. No eran más que las negruras del abismo resistiéndose a la luz.
¿Sería ése el aspecto que tendría el espacio interestelar? No un vacío incapaz de oponer resistencia, sino algo tan pesado como el plomo cuya textura se aferraba al viajero en vez de permitirle pasar... ¿Sería algo provisto de su propia y salvaje gravedad, muy distinta a la gravedad de los mundos? Comparado con esto, ¿podía decirse que los planetas poseían una auténtica gravedad, o acaso la gravedad no era más que una fuerza de repulsión que la pesada masa del espacio ejercía sobre ellos?
Me quedé inmóvil, fascinada y medio enloquecida por el terror, mirando hacia abajo, flotando, acercándome lentamente al abismo. Y, entonces, algo de forma triangular subió hacia mí emergiendo de aquella rígida nada, aleteando, desprendiéndose de su telón de fondo y adquiriendo color. Una gruesa lámina de materia gomosa repentinamente congelada que vino rápidamente hacia mí hasta volverse de un azul brillante, con ojos amarillos reluciendo sobre todo su cuerpo...
No eran ojos. No. Eran manchas repartidas por su piel. Y en ese instante supe lo que era.
Sus dos únicos ojos estaban clavados en mí. Su cola se movió como un látigo capaz de matarme.
Volví rápidamente hacia la orilla, alejándome de la mantarraya, y me encontré con Rajit que flotaba sobre su espalda, con el cabello rodeándole como un velo.
Cuando se puso en pie su cabello se le pegó al cuerpo, lacios mechones que dibujaban líneas de fuerza desde la cabeza hasta la ingle, y de repente se convirtió en un Siddha, un hombre sabio de los viejos tiempos. Sus ojos ardían con una luz dura e imperiosa. Su sonrisa, tímida y hambrienta... Fuimos juntos hasta la orilla y Rajit me entregó la botella de vino con un gesto ceremonioso. ¿Un nervioso chorro de palabras brotado de sus labios, promesas, halagos, cumplidos? Nada de eso. No dijo nada. Se limitó a actuar, después de que yo hube bebido. Y era mejor así. Era más sorprendente, más extraño y misterioso..., y, sin embargo, también era algo esperado, algo que estaba aguardándome, que siempre había estado aguardando ahí. Hicimos el amor en la playa con una concentración salvaje, igual que dos desconocidos, en silencio, abriendo los sellos de las puertas que había en nuestros corazones y nuestros cuerpos. Despertamos al yo escondido que había en nuestro interior.
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Al año siguiente los dobdobs vinieron a buscarme.