Nuestro pequeño grupo se disgregó después de la mascarada del cementerio. Era como si algo se hubiera interpuesto entre nosotros, separándonos. Timothy nos evitaba: se había convertido en el fantasma solitario de un chico que había gastado la energía de toda una existencia sosteniendo el peso de mi coco aquel día. Cuando iba a la escuela se quedaba adormilado en el sitio, sin hacer nada. Consiguió que su piel fuera todavía más repugnante exponiéndose deliberadamente al sol cuando éste quemaba con más fuerza, hasta que se transformó en una especie de crisálida ambulante de la que nunca saldría ninguna mariposa. Dentro de ella siempre habría el mismo gusano blanco.
A Rose y a mí ya no nos trenzaban el pelo juntas. Mi tía dejó que a Rose le creciera el pelo hasta que lo tuvo tan espeso como un matorral. Mi madre llenaba la soledad de las mañanas del sábado de una forma más satisfactoria atendiendo al Maestro Makindi, que siguió visitando nuestra casa para enseñarme los mandalas durante aquellas horas de hacer tirabuzones. Además, las aprovechaba para cortejar a mi madre.
Antes de que hubiera pasado mucho tiempo el Maestro Makindi venía a visitarnos cada día. Cuando yo estaba allí me hablaba de la Astromancia, el Vuelo Espacial Psíquico y el Bardo, mientras mamá nos contemplaba con una mirada llena de orgullo y esperanza. Si daba la casualidad de que yo no estaba en casa cuando venía a visitarnos, al volver me encontraba con que mi madre tenía un aspecto tan feliz y animado como durante aquellas charlas.
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Nuestras lecciones escolares tenían lugar cinco días a la semana, por las mañanas. Las tardes eran para nadar, jugar algo con los guijarros en la playa, pescar o echar una mano en los campos. El sábado —el Día de Descanso— podíamos hacer lo que quisiéramos, pero cada mañana de domingo teníamos clases en el Edificio del Bardo, la vieja mezquita: se nos hablaba del significado del Bardo y de la Ecología Social, así como sobre el espacio exterior y los misterios internos del mundo, que ahora se habían unido. Aquellas lecciones dominicales, dadas una semana por Makindi y otra por algún lama descalzo que visitaba nuestra aldea, nos revelaron cómo nuestro nuevo conocimiento de las estrellas ayudaba a sostener la Ecología Social de la Tierra, y la razón de que el Bardo fuera la organización más adecuada para administrar los asuntos de la Tierra.
Rajit, que estaba decidido a ser lama, sacaba muy buenas notas en Ecología Social. A medida que iba creciendo dejó de gastar bromas y montar mascaradas. Sus ojos no se apartaban de la polvorienta carretera que seguía la costa hasta llegar a Dar es Salaam, donde las barcazas con velas dirigidas por ordenador se hacían a la mar llevando sus cargamentos de fibra de sisal, cobre y carne de antílope en salazón hasta el Golfo Pérsico y la India. Dar es Salaam era el centro donde se entrenaban los lamas de todo el este de África.
El Bardo... y la Astromancia. Ésa era mi asignatura favorita. La palabra Bardo está formada por las iniciales inglesas Bureau for Astromancy Researchan and development Organization, Oficina para la Investigación Astromántica y Organización del Desarrollo. Hace doscientos años, en los Viejos y Malos Tiempos, poseían cohetes y soñaban con colonizar las estrellas. La Tierra se estaba convirtiendo en un desierto mientras ellos traían polvo de mundos muertos.
Y entonces, en la parte norte de la India Popular, donde el Tantra, el yoga del éxtasis sexual, había logrado subsistir durante todas las revoluciones de la historia, la mujer que conocemos como Camarada Tara Dakini descubrió, por primera vez en toda la historia humana, que estaba en contacto con un rakshasa, una de las inteligencias alienígenas que habitan en la luna del segundo planeta de la Estrella de Barnard; y la raza humana pasó bruscamente de un enfoque de la ciencia a otro. Todas las bases de nuestros conocimientos se alteraron, y así nació nuestro mundo actual. La sociedad también se alteró de una forma muy brusca: puso rumbo hacia la estabilidad y el compartirlo todo. Así aprendimos. Así nos lo contaron el Maestro y los lamas.
El Maestro Makindi era delgado y ágil, y vestía una túnica azul. Siempre estaba dispuesto a ayudarnos, pero en lo más hondo de su ser se mantenía distante y apartado de mí. De una forma u otra, ya fuera en clase, donde yo asistía siempre, o incluso en casa cuando nos visitaba (y así siguió siendo después, cuando se convirtió en mi padrastro).
—La Astromancia —me enseñó un sábado por la mañana en casa, mientras mi madre me trenzaba el cabello, repitiendo la conferencia dada el domingo anterior por un lama que había pasado por Bagamoyo durante su circuito de predicación—, significa comunicarse con las estrellas usando medios psíquicos, del mismo modo que la necromancia significaba comunicarse con los muertos, en cementerios, cuando la gente creía en tales cosas.
Se permitió una leve sonrisa de superioridad, como si lo supiera todo sobre aquel pequeño juego que había tenido lugar entre las tumbas, y mi madre me tiró del pelo aún más fuerte que antes, dejando al descubierto el cuero cabelludo como si estuviera preparando mi cráneo para que le aplicaran los electrodos en la prueba del Bardo, anticipándose años enteros a su llegada.
El Bardo... Hubo un tiempo en el que fue una palabra tibetana, antes de que la Oficina se apoderase de ella. Había un viejo libro religioso tibetano llamado el Bardo Thödol, al que la gente solía referirse como el Libro de los Muertos, aunque en realidad su título debería traducirse como «La Liberación Escuchando lo que Sucede en el Plano que Hay Después de la Muerte». En los viejos tiempos, los lamas tibetanos solían leer ese libro ante los cadáveres para guiar a las almas salidas del cuerpo y conseguir que llegaran a nuevos cuerpos en los que reencarnarse (o eso pensaban). Sin embargo, el auténtico valor del libro radicaba en sus disciplinas mentales expuestas para proyectar la mente humana más allá del cuerpo.
—Ese libro es muy confuso, como ocurre con todos los textos religiosos —dijo Makindi con una sonrisa—. Antes de la época de la Camarada Tara Dakini, nadie se había dado cuenta de que todas las religiones y mitologías no eran más que mensajes interestelares emitidos por nuestros amigos de allí fuera, mensajes que habían sido malinterpretados y no habían podido llegar a su destino. ¡Todas esas tonterías sobre la vida después de la muerte! ¡Dejemos que el Hombre convierta la Tierra en un Infierno, ya que hay un cielo en algún otro lugar! Mientras esa filosofía prevaleciese, jamás habríamos podido tener una auténtica ecología social. No, Lila, cuando el cuerpo muere, el cerebro se derrite igual que una medusa expuesta al sol. Y la conciencia también se derrite con él. Subsistes durante cierto tiempo en las mentes de los demás, bajo la forma de lo que hiciste y de cómo obraste. Sigues existiendo de una forma social. Pero, ¿individualmente? ¿Qué es un «individuo»? Cuando estás dormida, ¿eres un individuo? Entonces no tienes conciencia de ti misma. La verdad es que la conciencia individual propiamente dicha apenas si existe. Es una ilusión.
Durante un breve período de tiempo la raza humana mantuvo la esperanza de que la Camarada Tara Dakini estaba realmente en contacto con las almas de seres humanos muertos, y de que los mundos alienígenas eran auténticas moradas espirituales, tal y como creían los antiguos tibetanos. Se equivocaban. Esa fue la última gran ilusión de la humanidad. Cuando desapareció, el viejo mundo desapareció con ella. Aquellos mundos alienígenas estaban habitados por auténticos alienígenas, y el «plano psíquico del Bardo» resultó ser la única forma lógica que esos mundos podían usar para comunicarse unos con otros, en vez de mediante radiotelescopios. Lo cierto, según le dijeron los alienígenas a la humanidad, es que, si una cultura enfocaba tecnológicamente el problema del Espacio, acababa dictando su propia sentencia de muerte, más pronto o más tarde.
El único camino auténtico era el camino del campo corporal. ¡El «campo corporal» humano! Ah, con qué entusiasmo hablaba de él Makindi..., igual que hacían todos los lamas que pasaban por nuestra aldea, claro está. Y había buenas razones para ese entusiasmo.
Las religiones habían reconocido en mayor o menor medida la existencia de un campo corporal: un campo de energía asociado a cada organismo vivo. De lo contrario, ¿qué razón había para que la cristiandad tuviera a sus santos con halos? Si no, ¿cuál era la razón de que, cuando meditaba, la cabeza del Buda estuviera rodeada por una aureola brillante? En el Oriente el campo corporal había sido explorado desde hacía milenios usando varios métodos: mandalas de un considerable grado de abstracción y otras clases de «diagramas de circuitos» o, de una forma más práctica, en los gráficos de la acupuntura. Pero las masas supersticiosas se dejaban embobar por los faquires y los milagros, mientras que los auténticos hombres santos se limitaban a anhelar la unión con el gran vacío del nirvana.
En el Occidente, las religiones ignoraron el campo corporal, igual que hizo la ciencia... Hasta que un norteamericano llamado Cleve Backster, por puro capricho, cogió un detector de mentiras y lo conectó a la hoja de una planta de caucho y descubrió que toda la materia viviente, incluso un espermatozoide o una célula, posee «percepción primaria», una especie de campo sensible que llega más allá del cuerpo. Hasta que un ruso llamado Kirlian fotografió eléctricamente el aura de su propio cuerpo y descubrió que emitía destellos luminosos que correspondían a los puntos de la vieja acupuntura china. Hasta que hubo formas de captar en película la actividad eléctrica de las hojas, con lo que se vio que poseían un campo corporal capaz de seguir subsistiendo durante cierto tiempo incluso después de que la hoja fuera mutilada; y ello demostró que existía un cuerpo de energía, aparte del cuerpo físico. Si se le guiaba adecuadamente y se le suministraba la energía suficiente, el campo corporal podía ser irradiado a grandes distancias del cuerpo. Y, por fin, las religiones orientales, con su magia y su misticismo podados, hallaron un terreno común que compartir con las tecnologías occidentales.
El «plano astral» —del que la ciencia occidental se había burlado durante muchos años— resultó ser por supuesto el plano de las estrellas. Los guías esperaban pacientemente, guías que habían sabido mejorar la cohesión de sus propios campos corporales y que llevaban mucho tiempo proyectándolos hacia la raza humana, y que sólo habían conseguido ser tomados por Dioses o Demonios, o por fantasmas de la otra vida..., el mismo error cometido por aquellos tibetanos obsesionados con la idea de la reencarnación que escribieron el Libro de los Muertos. ¡Habría sido mucho mejor llamarle «El Libro de la Vida»!
—¿Puedes prestarme ese Libro de los Muertos, aunque se equivoque en algunas cosas? Me gustaría leerlo.
Makindi negó con la cabeza, apenado.
—Sólo he leído un extracto de él. Verás, aunque es un gran clásico, también es un libro profundamente engañoso. Contiene tantas ideas equivocadas... ¡Hizo falta mucho tiempo para lograr separar lo que tenía sentido de las tonterías! El Bardo no quiere que la gente vuelva a dejarse engañar por él. Además, alguien podría intentar poner en práctica sus instrucciones sin ayuda. Ya sabes qué cantidad de personas quieren ser aceptadas en el Bardo para viajar, ¿no? (¡Que si lo sabía!) Pero el Libro de los Muertos ignora gran parte de los problemas prácticos: por ejemplo, el yoga tántrico que necesitas para liberar la energía corporal que sirve de combustible al viaje del Bardo. El Libro de los Muertos no es más que una rueda del Bardo. ¡Un camión puede correr durante cierto tiempo sobre una sola rueda, pero acabará volcando! El yoga tántrico es otra rueda, y nada más. Liberar esa clase de energía por ti mismo es realmente peligroso. Necesitas estudiar diagramas de mandalas para entrenar tu mente, necesitas ordenadores para que vigilen tus ondas cerebrales..., oh, necesitas muchas cosas más.
—¡La Camarada Tara Dakini tuvo que ser una mujer muy inteligente o muy afortunada para resolver todo el problema ella sola y sin ayuda!
—Bueno, los rakshasas la ayudaron... Crearon la primera embajada mental en la Tierra y, naturalmente, nos mostraron cómo hacer encajar todas nuestras piezas dispersas para formar el rompecabezas. Una parte de religión oriental aquí, una parte de otra disciplina mental allá...
—¿Una embajada mental? ¿Qué aspecto tiene eso? No consigo imaginarlo.
—Oh, no es más que un edificio como cualquier otro —dijo él, riéndose—. He visto fotos de la Embajada de Proción. Es un viejo hotel convertido de Miami Beach. La Estrella de Barnard usa el Palacio del Potala en el Tíbet. Los yidags de Épsilon Indi usan un monasterio ruso que está cerca del viejo centro espacial, en el Kazajstán. Pero lo principal es que entrar en el Bardo requiere una clase de mente muy especial, y ni la décima parte del uno por ciento de los seres humanos poseen esa clase de mente.
—Lo sé. No debo sentirme decepcionada...
Pero Makindi y mi madre intercambiaron una mirada. Sabía lo que creían. Quizás el amor que sentían el uno hacia el otro se sostenía hasta tal punto en esa esperanza que necesitaban creer en ella, ya fuera cierta o no.
Salí de casa y caminé por las calles sobre las que caía la cegadora claridad del sol. Quería estar sola.
Astromancia. Para mí la palabra tenía otros significados ocultos en su seno.
Romanticismo, emoción.
No pensaba en el aspecto erótico del vuelo estelar, la necesidad de tener un compañero con el que hacer el amor. Estaba imaginándome lo que sería que tu mente entrara en contacto con algo como un rakshasa. ¡Aquellos seres llameantes que cambiaban de forma con la fluidez del mercurio, aquellas criaturas volantes que moraban en ciudades de nubes bañadas por la claridad anaranjada de un sol alienígena! ¿Cómo se manifestarían en Lhasa? ¿Una luz deslumbrante, una columna de fuego? Los rakshasas decían llevar diez mil años explorando nuestra galaxia en el plano del Bardo, y después de diez milenios sólo habían conseguido alejarse quinientos años luz de la Estrella de Barnard. Haría falta tanto tiempo para trazar el mapa de toda la galaxia y conocer a todos los seres extraños que vivían en ella... Quizá no bastara con cien mil años. Aun así, ahora teníamos tiempo para ello. Ése era el único regalo del Bardo, el más precioso de todos. ¡Espacio suficiente para respirar!
La luz del sol caía sobre la blancura de la calle, trazando una línea de oscuridad que nacía bajo los tejados de chapa ondulada: un anciano estaba sentado ante su máquina de coser haciéndoles dobladillos a las túnicas de lino blanco. Su pie bailaba sobre el pedal; bailaba continuamente sin moverse del mismo sitio mientras todo el mundo bailaba alegremente, sin ir a ninguna parte. Cuando pasé junto a él me miró y sonrió distraídamente, enseñándome el hueco de los dientes que le faltaban.
Una bicicleta yacía ante una puerta abierta. La huella de sus neumáticos se desenrollaba por la calle como la piel de una serpiente larguísima. Una gallina avanzaba por el polvo siguiendo la huella del neumático, con paso lento y pomposo, hasta que un perro salió corriendo de la casa, ladrándole, y la gallina huyó cacareando, molesta y con todas las plumas revueltas. Éste era el ritmo de la vida humana actual. Y este ritmo era exactamente el mismo en Nairobi, Nueva York, Moscú y Pekín. Habíamos logrado salvarnos. Todo el espacio y el tiempo eran nuestros.
Aún había muchas grandes ciudades, cierto; pero ya no eran los tumores del siglo XX tal y como se los describía en nuestro libro de historia escolar. Aquella cultura llegó a su punto de crisis debido a su loco impulso de conquistar el espacio con las máquinas y domar la Tierra usando el mismo sistema..., como si la naturaleza no estuviera viva y fuera una amiga nuestra, y como si cada planta no poseyera su propio campo corporal, sino que fuera una cosa que necesitaba venenos y sustancias químicas para hacerla crecer.
Hoy la ciencia tenía su lugar en la vida, el que debía ocupar: los ordenadores que dirigían las velas de las barcazas transoceánicas o los paneles de energía solar para obtener corriente, o las contracápsulas de nuestros brazos que limitaban la población manteniéndola en un nivel racional..., sí, todo aquello había sido inventado en el siglo XX, claro está, pero sólo como míseras «alternativas» al cáncer básico del crecimiento.
Nuestras almas debían ser muy diferentes a las de aquella masa de competidores egoístas y codiciosos que vivían entonces..., de hecho, debíamos ser más parecidos a los chinos que ayudaron a inaugurar el Nuevo Camino mientras Occidente caía en la bancarrota y los guías alienígenas lograban entrar en contacto con nosotros. Incluso los chinos habían tenido que olvidar sus falsos ideales de crecimiento y aprender de Occidente, aunque para ellos era más fácil comprender las fuerzas cósmicas que siempre habían moldeado sutilmente el alma humana y que, sin nosotros saberlo, la habían unido a las estrellas. Tenían las tradiciones de su lado.
Ahora nos resultaba muy difícil comprender las mentes de los hombres del siglo XX y su ciego impulso, como si fueran una multitud de topos que se metían por túneles oscuros buscando la riqueza, el poder, el vuelo espacial, las superautopistas, el frenético viajar de uno a otro lado, las diversiones electrónicas empaquetadas... Nuestros libros de historia escolar, editados por el Bardo, se limitaban a contener los hechos sin hacer juicios de valor, pues ésa era la mejor forma de condenar los Viejos y Malos Tiempos.
Al menos ahora conocíamos nuestras propias mentes. No deseábamos nada de lo que ellos habían deseado. Y la verdad es que no habíamos renunciado a nada. Al contrario, habíamos conseguido un mundo sano y cuerdo; y la amistad con los pueblos de las estrellas.
La calma es una cualidad que dudo mucho que comprendieran. Aquellos hombres y mujeres de la «civilización» anterior... Ahora obrábamos con calma, sí, pero al mismo tiempo vibrábamos, igual que plantas arraigadas en la tierra, con el centelleo de su propia aura individual rodeando a cada una. Habíamos visto muchas fotos Kirlian de esas auras en la escuela. Cada vegetal inmóvil era en realidad una galaxia de luz y energía. Quizás estuviéramos quietos, cierto, pero la vida cantaba en nuestro interior.