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Había cumplido los once años hacía muy poco tiempo y me acababan de crecer los pechos cuando encontré un coco de mar en la orilla. Estaba medio oculto entre las algas, aunque, y eso era bastante extraño, el coco en si estaba seco. Los cocos de mar son enormes, el doble de grandes que un coco normal. Su forma recuerda a la vulva de una mujer que tenga los muslos separados, por lo que siempre han sido objetos rituales de un gran poder. ¡El océano había hecho que este coco recorriera toda la distancia que nos separa de las islas Seychelles para que acabara en mis manos! Olvidé mis sandalias, emocionada al verme escogida así por el destino (pues incluso entonces ya tenía la firme creencia de que estaba destinada a formar parte del Bardo, aunque esto ocurrió seis años antes de que los dobdobs vinieran a confirmármelo), y corrí por las calles de Bagamoyo, tambaleándome bajo su peso para mostrarle el prodigio a mis amigos. El Edificio del Bardo —la antigua mezquita— contenía un coco de mar tallado en ébano que los niños debíamos mantener brillante y limpio de polvo; pero nunca habíamos visto uno auténtico. Sólo se encuentran en las Seychelles. La corriente ecuatorial del sur suele llevarlos en sentido contrario, hacia la India y Sri Lanka, donde hace siglos que se los guarda como si fueran tesoros.

Yussuf, Rajit, Timothy y mi prima Rose se apelotonaron a mi alrededor.

Puse el negro y reluciente cascarón doble sobre el polvo del camino. Me llegaba hasta la rodilla. La hendidura central, allí donde se dividía, era suave y de un blanco lechoso. El símbolo del amor y la alegría humanas..., y algo más que eso, la puerta que llevaba a las estrellas.

Las lacias hojas de nuestras propias palmeras parecían perforar el azul del cielo allí donde miráramos. Sus cocos eran de un tamaño muy inferior al mío: pequeños cráneos llenos de leche. Sombrillas de hojas brotaban en lo alto de sus nudosos troncos curvados proporcionando la única sombra disponible en nuestra aldea, dejando aparte la que daban unos cuantos tejados de chapa ondulada pegados a las tiendas y el porche situado junto al dispensario, donde los pacientes podían sentarse en cuclillas para hablar entre ellos.

Reses gibosas de piel amarronada en cuyos flancos asomaban las tensas costillas pastaban bajo la sombra de aquellas palmeras en el terreno que separaba la aldea de la playa, mordisqueando las algas que había junto a la línea de la marea.

—Los franceses les llamaban cocos-de-mer. Mer quiere decir mar en francés —nos explicó Rajit, muy serio. (Hay una tal cantidad de hechos metidos bajo su turbante, junto con metros y metros de aceitoso cabello negro...)

—En la India nunca hablaron francés —protestó Yussuf.

—¡Cuando encontraban un coco nuevo siempre había una ceremonia! —dijo Rajit—. Debemos hacer igual que ellos. Iremos a las tumbas. ¡Es el sitio adecuado!

—Ella debería llevárselo a su casa —farfulló Timothy el albino. Las ruinas del viejo cementerio árabe le asustaban. Tenía miedo de los fantasmas, quizá porque él mismo parecía un fantasma. Su piel era un mosaico de rosa y marfil, y su carne tenía esa textura que adquiere la leche agria cuando se va espesando. Era un muchacho enfermizo. Todos sabíamos que probablemente moriría poco después de cumplir los veinte años, pues los albinos no viven mucho tiempo. Rajit solía aprovecharse de su aspecto para animar nuestros juegos. Timothy era el fantasma perfecto. Pero como éramos niños no nos importaba y Timothy nos seguía tan obedientemente como un cordero, agradeciendo el que no le excluyéramos de nuestro grupo. Nos suplicó que no fuéramos a las tumbas. Tenía los ojos llenos de lágrimas, y nos dijimos que si lloraba era sólo porque el sol le hacía daño.

La prima Rose y yo teníamos la piel tan negra y reluciente como el ébano tallado. Llevábamos el cabello recogido en una apretada serie de tirabuzones que parecían mazorcas de maíz. Nuestras madres se pasaban horas deshaciéndolos y volviéndolos a trenzar durante los fines de semana..., toda una mañana de cháchara y de mover los dedos, tiempo durante el que nos enterábamos (por ejemplo) de que Bibi Mwezi se había echado agua hirviendo sobre la contracápsula del brazo porque tenía muchas ganas de dar a luz, y de cómo había tenido que pasar semanas enteras soportando un dolor cada vez más fuerte hasta que Mboya, el Médico Descalzo, casi había tenido que acabar amputándoselo. Si no, les oíamos contar la historia de cómo el baobab adquiere esa forma tan extraña suya, pues un baobab da la impresión de crecer al revés, con la copa enterrada en el suelo y las raíces al aire. Ese árbol es alguien cuya cabeza quedó atascada en el «Suelo Divino» porque hacía experimentos con el Tantra, el yoga del amor, sin tener el conocimiento adecuado ni haber tomado las precauciones precisas. El cuento y su moraleja eran difundidos por los lamas, y si hablo de él es más que nada para dar un ejemplo de cómo nos portábamos con Timothy, pues junto a las tumbas árabes había un baobab inmenso y el cuento hizo que a Rajit se le ocurriera un juego. Desenterró una gran piedra y convenció a Timothy para que metiera la cabeza en el agujero, sosteniéndose con las manos mientras los demás le rodeábamos, riéndonos de aquel baobab blanco cuyas piernas se agitaban en el aire. A veces nos dedicábamos a recoger las semillas de baobab caídas del árbol (eran lisas y suaves como cabezas de bebé, y estaban cubiertas por filamentos que parecían una finísima capa de cabello), las abríamos y comíamos su dulce contenido que sabía a sorbete.

• • • • •

La atmósfera del cementerio vibraba a causa del calor y el canto de los insectos. Era mediodía. Las viejas columnas de las tumbas llevaban siglos pudriéndose para volver a convertirse en el coral que habían sido al principio. Estaban cubiertas de grietas y señales; ya habían perdido casi todos sus adornos de yeso pintado. La mayor parte del cemento compuesto de caliza y yeso se había desprendido durante los últimos cuatrocientos cincuenta años, aunque seguía habiendo algunos frisos geométricos e incluso un cuenco chino azul y blanco, intacto, empotrado en lo alto de una columna bajo el capitel parecido a un turbante. En el cuenco se veía el ideograma chino que significa «larga vida» (según Rajit). Los otros cuencos y placas conmemorativas se habían desprendido o habían sido robados hacía ya mucho tiempo.

Llevé mi coco de mar hasta la base de una tumba y lo apoyé en la agrietada superficie de coral.

—Yussuf, ¿de quién es esta tumba?

Yussuf, que sabía leer el árabe, entrecerró los ojos para examinar los restos de la ondulante inscripción escrita con puntos y líneas.

—Dice que es la tumba de los musulmanes..., del as-Sultán Shonvi la-Haji... Murió en el año no sé cuántos después de la Huida del Profeta. Debió ser un comerciante de sal. Sultán Shonvi... El Gran Jefe de la Sal. Eso es lo que significa.

Intenté imaginarme a ese árabe barbudo, con sus joyas y sus holgadas ropas. Los esclavos con los sacos de sal sobre sus espaldas. El chasquear de los látigos. Las dhows, las grandes barcas árabes de un solo mástil con su carga atracadas en esa cala que ahora estaba llena de barro y tierra. Antes de que los europeos llegaran a esta parte del África. Después volvieron a sus casas. Antes de que los norteamericanos trajeran sacos de polvo gris de los mares de la Luna y bolsas de arena roja de los desiertos marcianos, a un precio increíble, y antes de que abandonaran todas esas empresas. Antes de que la raza humana descubriera el auténtico camino que lleva a las estrellas a través de la unión sexual del Hombre y la Mujer.

Qué jóvenes éramos todos entonces... Hasta Rajit, con el primer suave brote de vello en su mentón, con su cruel inocencia, obligándonos a llevar a cabo una mascarada entre las tumbas... Insistió en que Timothy y yo debíamos representar la copulación de Kali la Negra y Siva el Blanco. Kali, la Destructora, representa los estragos del tiempo, y Siva representa el eterno espíritu de la creatividad. Ésa es la razón de que, aunque Siva muera y no sea más que un cadáver blanco, siga conservando su erección incluso durante la muerte. Kali monta sobre su cuerpo, blandiendo armas en sus cuatro brazos, dejando asomar su roja lengua en una mueca despectiva. Se supone que lo hace en un cementerio, de noche.

En cuanto oscurecía el cementerio se llenaba de grandes cangrejos que venían del mar, y el baobab relucía fantasmagóricamente bajo la luz de las estrellas. El suspirar del viento por entre sus ramas parecía el gemido de las almas perdidas que intentaban apoderarse de tu cuerpo.

Pero en ese momento el sol brillaba sobre nuestras cabezas. Las hormigas cavaban túneles a través de los huesos del Gran Jefe de la Sal, muerto hacía mucho, convirtiendo esos huesos en flautas y trompetas; y el zumbido de los insectos que nos rodeaban parecía la música de esos huesos brotando del suelo.

—Tendréis que quitaros la ropa —ordenó Rajit—. Timothy tiene que tumbarse en el suelo con los ojos abiertos. Está muerto. Es el cadáver blanco de Siva. Y tiene que dar muestras de virilidad, naturalmente.

—¿Cómo puede hacer eso? —preguntó la prima Rose—. Cuando estás muerto ya nada te excita.

—¡Pero Timothy no está realmente muerto, no hace sino ungirlo! Y, de todas formas, tiene que ser así porque la imagen de Kali montada encima de Siva significa que estás dejando atrás tu cuerpo físico..., mediante la sexualidad del cuerpo. ¿No es así, Lila? No es más que un símbolo para representar el vuelo del Bardo. Por lo tanto, Timothy tiene que dar muestras de virilidad y sólo puede usar el pensamiento. No puede acariciarse ni tocarse porque está muerto. No puede moverse, ¿comprendéis?

—Tim se quemará. Ya sabes que su madre no le deja quitarse la ropa para nadar porque se pela enseguida —dijo Yussuf.

—¡Eso es por culpa del agua salada, no del sol!

Sólo le había visto desnudo en una ocasión y me pareció que era como un gran gusano, gordo, con la carne esponjosa como el pan blanco y manchas rosadas grandes como platos. Pensar en que mi cuerpo entraría en contacto con su desnudez me resultaba repugnante; no me cabe duda de que Rajit lo sabía..., y eso hacía que su sádico placer resultara aún más grande. Tanto Rajit como Yussuf habían demostrado hacía poco su recién adquirida virilidad de pie sobre la arena lamida por el oleaje, exprimiéndose el miembro hasta derramar su blanca semilla en la blancura de la espuma. Pero en cuanto a Timothy, ¿sería capaz de producir algo? Naturalmente, tenía una contracápsula implantada en el brazo, igual que ellos, pero era posible que el Médico Descalzo se la hubiera puesto como un acto de bondad, para ahorrarle el desprecio y las burlas de los otros chicos. Ésa era la razón de que, pese a mi repugnancia, sintiera cierta curiosidad.

Mientras discutíamos, una gigantesca mantis verde se posó sobre la tumba del Gran Jefe de la Sal y nos miró fijamente: medía diez centímetros de largo, con dientes de sierra en sus brazos abiertos, listos para cerrarse de golpe igual que un cepo; tenía los ojos grandes como globos y muy poco cerebro detrás de ellos. Una Hembra; y estaba embarazada. Su hinchada bolsa de huevos era visible detrás de sus alas de ángel. Una Kali verde había acudido a presenciar nuestra pequeña ceremonia. Su llegada hizo que dejáramos de discutir.

Timothy se desnudó torpemente y se acostó sobre la tumba. Su cuerpo recordaba el de un pez varado en la playa. Todos sentimos la misma mezcla de culpa, fascinación y nerviosismo.

—Abre los ojos —dijo Rajit . Siva está muerto y debe tener los ojos abiertos para ver.

—Pero, ¿qué ha de ver? —Los ojos de Timothy se llenaron de lágrimas.

—A Kali, naturalmente. Quítate la ropa, Lila. Pero no te pongas sobre él hasta que no dé muestras de virilidad. Tiene que conseguirlo mediante el poder del pensamiento.

Me quité mi vestido estampado y se lo entregué a Rose.

—¡Usemos el coco para ayudarle! dijo Rajit, riéndose—. ¡Concéntrate en el coco mágico, Tim!

Rajit cogió el coco y lo depositó sobre los muslos de Tim mientras yo me colocaba sobre ellos, inmovilizándole. Rajit me hizo poner las manos encima del coco y empezó a moverlo hacia delante y hacia atrás como si la cáscara del coco estuviera haciendo el amor con el albino. Hizo que la carne de Timothy frotara contra el surco del coco. Era como una babosa de mar chocando contra el cemento.

El pobre Tim me miraba ciegamente a través de una película de lágrimas y yo seguía balanceándome hacia atrás y hacia delante, soñando con el viaje espacial.

—¡Se ha meado! —dijo Rose.

Me aparté de Tim y recuperé mi precioso coco. Tim se puso de lado para escapar a nuestras miradas y empezó a sollozar en voz baja. Rose me tiró mi vestido y se arrodilló junto a Tim, acariciando sus ásperos rizos color jengibre, tan cubiertos de sudor como el cráneo de un bebé durante una rabieta.

—No queríamos hacerte daño, Tim. No es más que un juego —dijo, intentando calmarle.

Ya no teníamos el valor suficiente para mirarnos a la cara. Estábamos avergonzados. Pisé mi vestido sin querer, tropecé y desgarré el algodón con una uña del pie.

• • • • •

Cuando volví a casa, mi madre se mostró tan complacida al ver el coco como si el Bardo ya me hubiera aceptado para el programa espacial. Llamó a los vecinos para invitarles a tomar unos cuencos de cerveza de coco y le mandó un mensaje al Maestro Makindi, quien no tardó en llegar para unirse a la fiesta. Él también parecía considerar que el coco era una especie de presagio. Naturalmente, a partir de entonces todos creímos que así era. Mi tía (la madre de Rose) estaba algo celosa.

—Calla, niña. No es más que una casualidad, no significa nada. Sólo tienes once años. —Pero yo me puse la mano sobre el brazo y golpeé el pequeño abultamiento de la cápsula con la punta de un dedo.

—Soy una mujer —dije, y bebí mi cerveza. El jugo de coco fermentado burbujeó al bajar por mi garganta—. ¡Soy un útero humano[1]! —canturreé—. ¡Mi útero es el espacio!

La cabeza no tardó en darme vueltas. Ya estaba nadando por el espacio psíquico que había en mi interior, rumbo a la fabulosa Proción y a la lejana Estrella de Barnard.