Capítulo 11

Aún tenía la mano levantada, agarrando los cuatrocientos veinticinco dólares y el billete del autobús. Quizá fue la impresión la que me dejó en aquella posición. Mi cerebro rápidamente repasó las lecciones del Covenant, las que nos enseñaban sobre pura sangre que habían probado el éter y se habían pasado al lado oscuro.

Lección número uno: no trabajan bien en equipo.

Falso.

Lección número dos: no viajan en manada.

Falso también.

Lección número tres: no comparten la comida.

Falso también.

Y lección número cuatro: no cazan mestizos.

Iba a pegarle una buena patada al Instructor del Covenant si lograba salir de allí con vida…

John dio un paso atrás.

—Hay demasiada gente en este…

El primer daimon levantó la mano y una rápida corriente de aire llegó desde el campo detrás del trío. Salió disparado por el camino de tierra, le dio a John en el pecho y lo mandó volando por los aires. John golpeó el final del área de descanso, su grito de sorpresa paró de inmediato con el chasquido de sus huesos al romperse. Cayó en los arbustos como un bulto oscuro sin vida.

Red trató de moverse, pero el viento seguía viniendo. Lo empujó hacia atrás y me hizo bajar el brazo. Era como estar en medio de un tornado invisible. Billetes de cien dólares, algunos de uno, y mi billete de autobús salieron volando, arrastrados por el viento. Se abrió un agujero en mi pecho cuando vi cómo se los llevaba cada vez más lejos. Era como si los daimons supiesen que sin aquello estaba atrapada. Completa y horriblemente atrapada.

Lección número cinco: Aún podían controlar los elementos.

Al menos los Instructores del Covenant habían acertado una.

—¿Qué está pasando? —Red se echó atrás, tambaleándose sobre sí mismo—. ¿Qué demonios está pasando?

—Que vas a morir —dijo el daimon con los vaqueros de GAP—. Eso es lo que está pasando.

Alargué el brazo, cogiendo el brazo tembloroso de Red.

—¡Venga! ¡Tienes que correr!

El miedo lo dejó paralizado donde estaba. Le tiré del brazo hasta que se dio la vuelta. Entonces salimos corriendo, yo y el tío que momentos antes estaba sujetando un cuchillo sobre mi garganta. Una risa desafinada nos siguió cuando nuestros pies salieron del camino y comenzaron a correr sobre la hierba.

—¡Corre! —grité, forzando mis piernas hasta que me ardían—. ¡Corre! ¡CORRE!

Red era mucho más lento que yo y se caía —mucho—. Por un momento pensé en dejarle allí para poder arreglármelas, pero mi madre no me había educado así. Ni el Covenant tampoco. Lo levanté, medio arrastrándolo por el campo. Solo soltaba balbuceos incoherentes. Estaba rezando y llorando —sollozando más bien—. Un relámpago brilló sobre nuestras cabezas y el ruido de un trueno nos asustó a los dos. Otro relámpago partió el oscuro cielo.

A través de la niebla que comenzaba a extenderse por el campo, pude reconocer las formas de más naves tras un grupo de arces. Teníamos que llegar hasta allí. Podíamos perderlos, o al menos podíamos intentarlo. Cualquier sitio era mejor que estar al aire libre. Me esforcé más —tiré con más fuerza de Red—. Los zapatos se nos enganchaban en los enredados hierbajos y me dolía el pecho, los músculos de mi brazo luchaban por mantener a Red en pie.

—Muévete —mascullé cuando llegamos bajo el enramado de los árboles, corriendo hacia la derecha. Parecía mejor que correr en línea recta—. Sigue moviéndote.

Red finalmente recuperó el paso algo por detrás. El gorro se le había caído, mostrando una cabeza llena de gruesas rastas. Rodeamos un árbol, tropezándonos con las gruesas raíces y matorrales. Las ramas bajas nos golpeaban y nos rasgaban la ropa. Pero seguíamos corriendo.

—¿Qué… qué son? —preguntó Red casi sin aliento.

—Muerte —le dije, sin saber una forma mejor de describírselos a un mortal. Red soltó un quejido. Creo que sabía que no estaba bromeando.

Entonces, salió de la nada, golpeándonos con la fuerza de un tren de mercancías. Yo fui la primera en caer al suelo, mordiendo polvo y arena. De alguna manera seguía teniendo a salvo la pala y rodé sobre mí misma, rezando porque hubiésemos sido atacados por un simple minotauro o un chupacabras. Ahora mismo cualquiera de los dos eran mejores que la alternativa.

No tuve tanta suerte.

Miré hacia el daimon mientras cogía a Red y lo sujetaba varios metros sobre el suelo con solo una mano. Red gritó salvajemente cuando el daimon sonrió, aunque él no vio las filas de afilados dientes que yo veía. Llena de pánico y terror, me levanté y corrí hacia el daimon.

Antes de que pudiese llegar a ellos, el daimon echó atrás el brazo que tenía libre y una ráfaga de llamas acompañó su mano. El fuego elemental ardió con un brillo poco natural, pero los agujeros de sus cuencas permanecieron oscuros. Mostrándose indiferente al horror que se veía en la cara de Red y a sus gritos aterrados, el daimon puso su mano sobre la mejilla de Red. El fuego salió de la mano del daimon, tragándose la cara y cuerpo de Red en cuestión de segundos. Red chilló hasta que su voz se esfumó, cuando su cuerpo no era más que llamas.

El daimon tiró el cadáver de Red al suelo. En el momento en que sus manos soltaron el cuerpo, las llamas desaparecieron. Se volvió hacia mí y rio mientras la magia elemental cubría su verdadera forma.

Mi cerebro se negaba a aceptar la realidad. No era el daimon de Miami ni el que habló en el área de descanso. Un cuarto. Había cuatro de ellos —cuatro daimons—. El pánico me atrapó con sus frías y afiladas garras. Mi corazón latía con fuerza mientras retrocedía, sintiendo una fría desesperación dentro de mí. Me di la vuelta y lo encontré, ahora delante de mí. Me di cuenta de que nada se movía tan rápido como un daimon. Ni siquiera yo.

Me guiñó un ojo.

Rápidamente me hice a un lado, pero imitó mis movimientos. Ensombrecía cada paso que daba y se reía ante mis patéticos intentos de escaparme. Entonces se quedó quieto, dejando caer las manos de forma inofensiva.

—Pobre pequeña mestiza, no puedes hacer nada. No puedes escapar de nosotros.

Agarré el mango de la pala, incapaz de hablar mientras él daba un paso a un lado.

—Corre, mestiza —el daimon inclinó la cabeza hacia mí—. Disfrutaré de la persecución. Y una vez te atrape, ni los dioses podrán parar lo que te haré. ¡Corre!

Despegué. Daba igual cuánto aire entrase en mis pulmones al correr, parecía que no podía respirar. En todo lo que podía pensar mientras las ramas me arrancaban mechones de pelo era en que no quería morir así. Así no. Oh, dioses, así no.

El suelo se hizo irregular; cada paso que daba mandaba una punzada de dolor desde mi pierna hasta las caderas. Escapé de los árboles mientras un trueno ahogaba todos los sonidos, excepto el de la sangre bombeando en mis sienes. Al ver la silueta de las naves, forcé más mis doloridos músculos. Mis deportivas dejaron atrás la tierra cubierta de hierba y comenzaron a pisar sobre una fina capa de gravilla. Fui como una flecha entre los edificios, sabiendo que, allá donde fuese, quizá estuviese unos pocos momentos a salvo.

Uno de los edificios, el más alejado del bosque, tenía varios pisos, mientras que el resto, en comparación, parecían rechonchos. Las ventanas del piso inferior no estaban rotas ni con tablas. Fui algo más despacio, mirando por encima de mi hombro antes de intentar abrir la puerta. Le di una patada a la manilla agarrada por el óxido, y la madera de alrededor se rompió y cedió. Me metí dentro y cerré la puerta tras de mí.

Mis ojos recorrieron el oscuro interior, buscando algo con lo que asegurar la puerta. Tardé algunos segundos en acostumbrar mis ojos, y cuando lo hicieron, pude reconocer formas de bancos de trabajo abandonados, prensas y unas escaleras. Intenté impedir que mis dedos temblasen mientras volvía a guardarme la pala en los pantalones. Cogí uno de los bancos y lo puse contra la puerta. El chirrido que hizo me recordó demasiado al aullido de un daimon, y parece que también hizo que algo saliese corriendo hacia las sombras. Una vez asegurada la puerta, corrí hacia las escaleras. Crujieron y cedieron bajo mi paso mientras las subía de dos en dos, agarrándome con seguridad a la barandilla de metal. En el tercer piso fui derecha a una habitación llena de ventanas, con bancos olvidados y cajas aplastadas. De repente me di cuenta de algo alarmante mientras miraba por la ventana, barriendo con la mirada en busca de daimons.

Si no lograba llegar hasta Nashville —si moría aquella noche— nadie se enteraría. No me echarían de menos y a nadie le importaría. Mi cara ni siquiera aparecería en la parte de atrás de un brick de leche.

Me puse como una loca.

Salí de la habitación y seguí subiendo por las escaleras hasta llegar al piso superior. Corrí por el oscuro pasillo, ignorando los chirridos. Abrí la puerta y salí al tejado. La tormenta continuaba violentamente, como si se hubiese convertido en parte de mí. Un relámpago cruzó el cielo, y el crujido de un trueno vibró por mis entrañas, burlándose del huracán de emociones que tenía dentro.

Acercándome al borde del tejado, miré atentamente entre la niebla. Mis ojos escrutaron cada centímetro del bosque cercano y los sitios donde acababa de estar. Como no vi nada, fui a cada uno de los demás lados e hice lo mismo.

Los daimons no me habían seguido.

Quizá en lugar de eso estaban jugando conmigo, haciéndome creer que, de algún modo, les había despistado. Sabía que podían seguir allí fuera, jugando conmigo como un gato con un ratón antes de saltar y abrir en canal al pobre bicho.

Volví al centro del tejado, el viento me pasaba el pelo por la cara. Un relámpago brilló sobre mí, proyectando mi alargada sombra por todo el tejado. Olas de dolor rompían contra mí, mezcladas con enfado y frustración. Cada ola me cortaba desde el interior, dejando heridas abiertas que nunca llegarían a curarse. Me incliné, tapándome la boca con ambas manos y grité justo cuando el rayo cruzó por las oscuras nubes.

—Esto no es así —mi voz era un susurro ronco—. Esto no puede ser así.

Me incorporé, tragando el nudo ardiendo de mi garganta.

—Que os den. ¡Que os den a todos! No voy a morir así. ¡No en este estado, no en esta estúpida ciudad y por supuesto que no en este montón de mierda!

Una enorme determinación —ardiente y llena de furia— me ardió por las venas mientras volvía a bajar por las escaleras hacia la habitación de los ventanales. Me dejé caer sobre un montón de cajas aplastadas. Encogiendo las piernas hacia el pecho, apoyé la cabeza contra la pared. El polvo me cubrió mi húmeda piel y la ropa, quitando la mayoría de la humedad.

Hice lo único que podía, porque aquel no podía ser mi final. Sin dinero ni billete de autobús, quizá me quedase atrapada allí por un tiempo, pero no era así como iba a salir de allí. Me negué siquiera contemplar la posibilidad. Cerré los ojos, sabía que no me podía esconder allí para siempre.

Recorrí con mis dedos el borde de la hoja, preparándome para lo que tendría que hacer cuando viniesen los daimons. No podía correr más. Eso era. El sonido de la tormenta se desvaneció, dejando una humedad pegajosa y, en la distancia, podía oír el estruendo de los camiones pasando en la noche. La vida continuaba fuera de estas paredes. No podía ser mucho más diferente dentro de ellas.

Voy a sobrevivir.