En la escala en Orlando, tuve unas cuantas horas para intentar asearme y coger algo de comida. Cuando el baño se quedó libre y no parecía que nadie fuese a entrar, cerré la puerta y me acerqué al lavabo. Me era difícil mirarme al espejo, así que evité hacerlo. Me quité la camiseta, aguantando un gemido de dolor cuando me tiraron los músculos. Elegí ignorar el hecho de que estaba dándome un baño en un aseo público, cogí un puñado de toallitas marrones y ásperas que seguramente me iban a rajar toda la piel. Las humedecí y usé jabón normal para limpiarme tan rápido como pude. Moratones oscuros marcaban mi piel desde el sujetador hasta la cadera. Los arañazos en la espalda —que me hice al salir por la ventana de la habitación de mi madre— no estaban tan mal como pensaba.
Al parecer, no estaba tan fastidiada.
Pude sacar una botella de agua y unas patatas de una máquina expendedora antes de montarme en el siguiente autobús. Ver que el conductor era notablemente más joven me hizo sentir más aliviada, ya que empezaba a oscurecer. El autobús estaba más lleno que el de Miami, y fui incapaz de volverme a dormir. Simplemente me senté y miré por la ventana, pasando los dedos por el borde de la pala. Mi cerebro desconectó al acabar la bolsa de patatas y acabé mirando al chaval de unas filas por delante. Tenía un iPod, y me daba envidia. Realmente no pensé en nada durante las siguientes cinco horas o así.
Serían las dos de la mañana cuando nos bajamos en Atlanta, llegando antes de lo previsto. El aire de Georgia era tan húmedo como el de Florida, pero había cierto olor a lluvia. La estación estaba en una especie de polígono industrial rodeado de campos y naves olvidadas hacía tiempo. Parecía que estábamos en las afueras de Atlanta, porque el fuerte brillo de las luces de la ciudad se veía unos cuantos kilómetros más allá.
Frotándome el dolorido cuello, fui hacia la estación. Algunas personas tenían coches esperándoles. Vi como el chaval se apresuraba hacia un sedán y un hombre de mediana edad, al que se le veía cansado pero feliz, salió del coche y le abrazó. Antes de que el corazón se me encogiese de nuevo, me di la vuelta para buscar otra máquina expendedora que asaltar.
Me tomó unos cuantos minutos encontrarla, no como en Orlando. Estas estaban al final de todo, al lado de los baños, bastante asquerosos por cierto. Saqué el fajo de billetes y separé algunos de uno de los de cien.
Un leve sonido, como unos pantalones arrastrando por el suelo, llamó mi atención. Miré por encima del hombro, escudriñando el escasamente iluminado pasillo. Al fondo, podía ver el ventanal de la sala de espera. Me quedé bien quieta para escuchar mejor durante unos momentos antes de ignorar el sonido, y después volví a la máquina, cogiendo otra botella de agua y otra bolsa de patatas.
La idea de pasar sentada las próximas horas me dio ganas de romper algo, así que cogí mis escasos bienes y volví fuera. Me gustaba el olor húmedo del aire y la idea de mojarme por la lluvia no estaba tan mal. Sería como una ducha natural, por así decirlo. Mordiendo las patatas y haciéndolas crujir, di una vuelta por la estación y la zona de descanso, llena de camioneros. Ninguno me silbó ni me piropeó cuando pasé a su lado.
Digamos que arruinó la imagen que tenía de ellos.
Al otro lado de la zona de descanso había algunas fábricas más. Parecían sacadas de algún programa de televisión de casas encantadas —con las ventanas rotas o cerradas con tablas, hierbas saliendo del suelo agrietado, y hiedra trepando por las paredes—. Antes de que Matt decidiese que yo era un bicho rarísimo, habíamos estado en una de esas casas encantadas de feria. Ahora que lo pensaba, debería haber sabido que era un gallina. Gritó como una nena cuando un tío salió al final y nos persiguió con una sierra mecánica.
Sonriendo, seguí un estrecho camino por el área de descanso y tiré la botella vacía y la bolsa en una papelera. El cielo estaba lleno de nubes pesadas y el ronroneo ensordecedor de los motores de los camiones era, de algún extraño modo, reconfortante. En cuatro horas estaría en Nashville. Cuatro más y encontraría…
El ruido de cristales rompiéndose me asustó. Sentí latir el corazón en la garganta. Me di la vuelta, esperando encontrar toda una horda de daimons frente a mí. En vez de eso había dos chicos jóvenes. Uno había tirado una piedra a la ventana de un edificio.
Qué rebeldes, pensé.
Quité la mano de donde había metido la pala en el pantalón, estudiándolos. Uno de ellos llevaba un gorro rojo… en mayo. Me pregunté si habría algún tipo de clima extraño del que no sabía nada. Pasé la mirada hacia su compañero, cuyos ojos no dejaban de saltar de su compañero a mí.
Aquello me puso nerviosa.
El chico del gorro sonrió. La camiseta blancuzca que llevaba colgaba en su huesudo cuerpo. No parecía que tomara las tres comidas del día.
Y su amigo tampoco.
—¿Qué tal?
Me mordí el labio.
—Bien. ¿Y vosotros?
Su amigo dio una risotada aguda.
—Estamos guay.
El estómago se me empezó a cerrar. Dando un profundo respiro, comencé a apartarme de ellos.
—Bueno… tengo que coger un autobús.
Risitas echó una mirada rápida al chico-del-gorro, y leches, el del gorro lo entendió. En menos de un segundo, estaba frente a mí y sujetaba un cuchillo contra mi garganta.
—Te vimos con dinero en las máquinas —dijo el del gorro—, y lo queremos.
Casi no podía creerlo. Encima, me estaban robando.
Era oficial, los dioses me odiaban.
Y yo les odiaba a ellos.