Cuando me paré en el baño de una gasolinera, sentí que tenía todo el cuerpo entumecido. Giré las manos y me las froté bajo el chorro de agua helada, viendo cómo el lavabo se teñía de rojo, luego rosa y luego nada. Seguí lavándome las manos hasta que, ellas también, se entumecieron.
De vez en cuando, un espasmo sacudía mis piernas y me daba un tic en los brazos, sin duda producto de haber corrido y corrido hasta que el dolor se hizo cargo de mi cuerpo y que cada paso me golpeara los huesos. Mis ojos no dejaban de echar vistazos a la pala, como si necesitase asegurarme que la seguía teniendo a mano. La había puesto al lado del lavabo, pero siempre tenía la sensación de que no estaba suficientemente cerca.
Cerré el grifo, la cogí y me la metí bajo la cintura del pantalón. Los bordes afilados se me clavaban en la cadera, pero tiré la camiseta por encima, acogiendo la pequeña punzada de dolor.
Salí del lúgubre baño, caminaba sin rumbo fijo. La parte trasera de mi camiseta estaba empapada en sudor y mis piernas protestaban al andar. Daba unos cuantos pasos, tocaba el mango de la pala a través de la camiseta, andaba un poco más y así todo el rato.
Coge el dinero y corre…
¿Pero correr a dónde? ¿Dónde se suponía que tenía que ir? No teníamos amigos cercanos a los que hubiésemos confesado la verdad. Mi parte mortal me urgía a ir a la policía, pero ¿qué les iba a decir? En aquellos momentos alguien podía haber llamado al 911 y ya habrían encontrado su cuerpo. ¿Y ahora qué? Si iba a las autoridades me pondrían a cargo de los servicios sociales aun teniendo diecisiete años. Habíamos gastado todo el dinero durante aquellos últimos tres años y no quedaba mucho más, a parte de los pocos cientos de dólares que tenía en el bolsillo. Últimamente, mi madre le había cogido el gusto a usar pagarés para tener rebajas en las tarifas al pagar facturas.
Continué caminando mientras mi cerebro trataba de contestar a la pregunta de ¿y ahora qué pasa? El sol comenzaba a ponerse. Esperaba que la humedad disminuyese un poco. Sentía la garganta como si me hubiese tragado una esponja seca, y mi estómago gruñó descontento. Los ignoré a ambos, mientras continuaba poniendo tanta distancia como podía entre mi casa y yo.
¿Dónde podía ir?
Como un golpe bajo en el estómago, vi a mi madre. No como la noche pasada, cuando me dijo que me quería, esa imagen suya se me escapaba. Ahora no dejaba de ver sus ojos verdes y apagados.
Una puñalada de dolor hizo que me tambaleara. El dolor en el pecho, en mi alma, amenazaba con consumirme. No podría hacerlo. No sin ella.
Tenía que hacerlo.
A pesar de la humedad y el calor, tirité. Con los brazos sobre el pecho, bajé por la calle escaneando todos los grupos de personas buscando la horrible cara de un daimon. Tenían que pasar algunos segundos antes de que su magia elemental hiciese efecto en mí. Quizá me diese suficiente tiempo para intentar huir, pero obviamente podían sentir el poco éter que yo contenía. No era probable que me siguiesen; los daimons no solían cazar mestizos. Nos reconocerían y nos vaciarían si se cruzasen con nosotros, pero no irían expresamente a buscarnos. El éter diluido en nuestro interior no era tan apetecible como el de los puros.
Vagué por las calles sin rumbo hasta que di con un motel que parecía un poco decente. Necesitaba salir de las calles antes de que cayese la noche. Miami al anochecer no era sitio para que una joven y solitaria chica fuese andando por allí felizmente. Después de coger unas hamburguesas de un fast food cercano, me registré en el motel. El tío tras el mostrador no miró dos veces a la sudorosa chica frente a él —sin equipaje y con una bolsa de comida— pidiéndole una habitación. Mientras pagase en metálico le daba igual que no le enseñase identificación.
Mi habitación estaba en el primer piso, al final de un pasillo estrecho y húmedo. Salían ruidos cuestionables de algunas habitaciones, pero estaba más preocupada por la moqueta sucia que por los suaves gemidos.
Las suelas de mis deportivas gastadas parecían más limpias.
Pasé las hamburguesas y la bebida al otro brazo mientras abría la puerta de la habitación trece. Ni me fijé en la ironía del número; estaba demasiado cansada como para que me importase.
Sorprendentemente, la habitación olía bien, cortesía del ambientador de melocotón enchufado a la pared. Puse mis cosas sobre la pequeña mesa y saqué la pala. Levantándome la camiseta, bajé un poco la cintura del pantalón y me pasé los dedos por las marcas que había dejado la hoja en mi piel.
Podría ser peor. Podría estar como mi ma…
—¡Déjalo! —me dije a mí misma—. Déjalo ya.
Pero de todas formas el fuerte dolor fue mejorando. Era como si sintiera nada y todo a la vez. Di un profundo respiro, pero me dolió. Ver a mi madre tirada al lado de la cama seguía sin parecerme real. Nada me lo parecía. Seguía esperando despertarme y darme cuenta de que todo había sido una pesadilla.
Solo que aún no me había despertado.
Me froté la cara con las manos. Parecía que me ardía la garganta, una tirantez que me hacía difícil el tragar. Ya no estaba. Ya no estaba. Mi madre ya no estaba. Cogí la bolsa de hamburguesas y me lancé a ellas. Me las comí furiosa, parando de vez en cuando para tomar un gran trago del vaso. Tras la segunda, comencé a tener retortijones. Tiré el papel al suelo y salí corriendo al baño. Arrodilla frente al váter, todo me volvió.
Me dolía todo, caí de espaldas contra la pared, apretando la parte baja de las manos contra mis ojos, que ardían. Cada pocos segundos la mirada en blanco de mi madre se me aparecía, alternada con la cara del daimon antes de explotar en polvo azul. Abrí los ojos, pero seguía viéndola, viendo la sangre correr sobre los pétalos morados, viendo sangre por todo. Los brazos empezaron a temblarme.
No puedo hacerlo.
Apoyé las rodillas contra el pecho y dejé la cabeza sobre ellas. Comencé a mecerme lentamente, mientras repetía una y otra vez, no solo las últimas veinticuatro horas, sino los últimos tres años. Todas aquellas veces que tuve la oportunidad de buscar una forma de contactar con el Covenant y no lo había hecho. Oportunidades perdidas. Oportunidades que nunca recuperaría. Podía haber intentado buscar la forma de contactar con el Covenant. Una llamada habría podido prevenir que todo ocurriese.
Quería una segunda oportunidad, solo un día más para enfrentarme a mi madre y exigirle volver al Covenant y enfrentarnos a lo que fuese que provocara nuestra huida en medio de la noche.
Juntas, lo podíamos haber hecho juntas.
Metí los dedos entre el pelo y tiré. Un pequeño grito se abrió paso a través de mi garganta cerrada. Me tiré del pelo, pero aquel cálido dolor que recorrió mi cráneo no logró aliviar la presión de mi pecho ni el gran vacío que me llenaba.
Como mestiza, mi deber era matar daimons, proteger a los pura sangre de ellos. Había fallado del peor modo posible. Le había fallado a mi madre. Y no había vuelta atrás.
Había fallado.
Y había huido.
Mis músculos se bloquearon y sentí un repentino ataque de furia aflorar en mi interior. Frotándome los ojos con las manos, di una patada. El talón de mi deportiva atravesó la puerta del mueblecillo bajo el lavabo. Saqué el pie, casi agradecí que el contrachapado barato me arañase el tobillo. Y lo volví a hacer una y otra vez.
Cuando finalmente me levanté y salí del baño, la habitación del motel estaba completamente a oscuras. Tiré de la cadena de la lámpara y cogí la pala. Cada paso hacia la vieja habitación me hacía daño, tras forzar mis doloridos músculos en una posición tan extraña dentro del baño. Me senté en la cama, intentando no caer rendida encima y no levantarme. Quería volver a comprobar la puerta —quizá bloquearla con algo— pero el cansancio llamaba y me sumergí en un sitio en el que esperaba que las pesadillas no pudiesen seguirme.