Me aparté rápidamente de la barandilla. Cualquiera de los entrenamientos que intenté recordar se desvanecieron en un instante. Parte de mí sabía —siempre lo había sabido— que el día llegaría. Llevábamos fuera de la protección del Covenant y sus comunidades demasiado tiempo. La necesidad de éter podría atraer en algún momento a un daimon hasta nuestra puerta. Simplemente no había querido darle alas al miedo, a creer que podría pasar en un día como ese, cuando el sol brillaba tanto y el cielo tenía un hermoso color azul celeste.
El pánico se clavó en el fondo de mi garganta, atrapando mi voz. Intenté gritar «¡mamá!», pero salió un susurro ahogado.
Crucé la habitación con el miedo apoderándose de mí mientras tiraba y abría la puerta. Un ruido sonó en alguna parte de la casa. El espacio entre mi habitación y la de mi madre me pareció mayor de lo que recordaba y aún seguía intentando gritar su nombre cuando llegué allí.
La puerta se abrió suavemente, pero al mismo tiempo, todo se ralentizó.
Su nombre era aún un simple quejido en mis labios. Mi vista aterrizó primero en su cama, y luego en un trozo del suelo al lado de la cama. Parpadeé. La maceta de hibiscos se había caído y roto en grandes trozos. Pétalos morados y tierra cubrían todo el suelo. El rojo —algo rojo— se mezcló entre las flores, tiñéndolas de morado oscuro. Mi olfato captó un olor metálico que me hizo recordar las veces que me sangraba la nariz cuando un contrincante tenía un golpe de suerte.
Me entró un escalofrío.
El tiempo se paró. Un zumbido se apoderó de mis oídos hasta que no pude oír nada más. Más pálida de lo normal, sus dedos intentaron atrapar el aire, como intentando alcanzar algo. Su brazo se torció en un ángulo extraño. Mi cabeza se movía adelante y atrás; mi cerebro se negaba a aceptar las imágenes que veían mis ojos, a nombrar la mancha oscura que se extendía por su camiseta.
No, no —de ninguna manera—. Aquello no estaba bien.
Algo —alguien— levantó la mitad de su cuerpo. Un mano pálida le apretó el brazo y su cabeza cayó hacia un lado. Sus ojos estaban completamente abiertos, el verde se había desvanecido un poco.
Oh, dioses… oh, dioses.
Segundos, solo habían pasado unos segundos desde que había abierto la puerta, pero me pareció una eternidad.
Un daimon estaba agarrado a mi madre, vaciándola para obtener el éter de su sangre. Debí hacer ruido, porque la cabeza del daimon se levantó. Su cuello —oh, dioses— estaba como abierto. Se había derramado muchísima sangre.
Mis ojos se cruzaron con los suyos —o al menos los oscuros agujeros donde debería de haber tenido los ojos—. Su boca se despegó de su cuello, abriéndose para mostrar una fila de dientes afilados como cuchillas, cubiertos de sangre. Entonces, la magia elemental comenzó, volviendo a formar la cara que tuvo cuando fue un pura sangre, antes de haber probado aquella primera gota de éter. Con todo el atractivo en su sitio, era guapo —tanto que, por un momento, creí estar teniendo visiones. Nada con una apariencia tan angelical podía ser responsable de la mancha roja en el cuello de mi madre, su ropa…
Ladeó la cabeza mientras olfateaba el aire. Dejó escapar un sonido demasiado agudo para ser humano. Me tambaleé. Ese sonido, nada real podía sonar así.
Se apartó de mi madre, dejando que su cuerpo se deslizase hasta el suelo. Cayó sin fuerzas y no se movió. Sabía que tenía que estar muy asustada y herida, porque no podía haber otra razón por la que no se hubiese movido. Mientras se levantaba, el daimon dejó caer sus manos sangrientas, moviendo los dedos.
Sus labios se curvaron en una sonrisa.
—Mestiza —susurró.
Y entonces saltó.
Ni siquiera me había dado cuenta de que aún tenía la pequeña pala de jardín en la mano. Levanté la mano justo cuando el daimon intentó agarrarme. De mi grito no salió más que un gemido ronco al caer contra la pared. La pintura de Artemisa, tras de mí, se rompió contra el suelo.
Los ojos del daimon se abrieron sorprendidos. Por un momento sus iris fueron de un vivo azul brillante y, entonces, como si hubiesen activado un interruptor, la magia elemental que escondía su verdadera naturaleza se desvaneció. Unas cuencas negras reemplazaron esos ojos; las venas sobresalieron de su piel blancuzca.
Y entonces explotó en un montón de brillante polvo azul.
Miré abajo atontada, hacia mi mano temblorosa. La pala —aún llevaba en la mano la maldita pala—. Me di cuenta de que estaba chapada en titanio. La pala estaba cubierta de un metal mortal para los adictos al éter. ¿Mi madre compró aquellas herramientas de jardín absurdamente caras porque le encantaba la jardinería, o había algún otro motivo oculto tras la compra? No es que tuviésemos alguna daga o cuchillo del Covenant cerca.
Sea como fuere, el daimon se había empalado él mismo en la pala. Estúpido, malvado, chupa éter hijo de perra.
Una risa —corta y áspera— me subió por la garganta mientras un escalofrío me recorría el cuerpo. No había más que silencio, y el mundo volvió súbitamente a su lugar.
La pala se escapó de mis dedos, cayendo al suelo estrepitosamente.
Otro espasmo me hizo caer de rodillas y bajé la mirada hacia la masa inmóvil al lado de la cama.
—¿Mamá…? —hice una mueca de dolor ante el sonido de mi voz y el miedo que se apoderó de mí.
No se movió.
Le puse la mano en el hombro y le di la vuelta sobre la espalda. La cabeza le cayó hacia un lado, los ojos los tenía blancos y sin mirada. Eché un vistazo a su cuello. La sangre le cubría toda la parte delantera de la blusa azul y se mezclaba con mechones de su oscuro pelo. No sabía cuánto daño le había hecho. Me acerqué de nuevo, pero no pude apartarle el pelo que le cubría el cuello. En la mano derecha, tenía un pétalo.
—¿Mamá…? —Me incliné sobre ella, con el corazón tartamudeando y en un puño—. ¡Mamá!
Ni siquiera pestañeó. Durante todo aquello, mi cerebro intentaba decirme que no quedaba vida en aquellos ojos, ni espíritu ni esperanza en su mirada vacía. Lágrimas empezaron a correrme por la cara, pero no podía recordar cuándo había comenzado a llorar. Mi garganta se cerró hasta el punto de tener que luchar por respirar.
Entonces grité su nombre, cogiéndole los brazos y zarandeándola.
—¡Despierta! ¡Tienes que despertarte! ¡Por favor, mamá, por favor! ¡No hagas esto! ¡Por favor!
Por un segundo me pareció que le había visto mover los labios. Me agaché, poniendo mi oído sobre su boca, tratando de oír una pequeña respiración, una palabra.
Pero nada.
Buscando alguna señal de vida, le toqué el lado intacto del cuello y caí hacia atrás, sobre el culo. Su piel, su piel estaba demasiado fría.
—No. No.
Se cerró una puerta en el piso inferior, y el sonido me atravesó. Me quedé congelada por un segundo, mi corazón latía tan rápido que estaba segura de que iba a explotar. Un escalofrío me recorrió cuando la imagen del daimon que había fuera apareció por mi mente. ¿De qué color tenía el pelo? El de aquí era rubio. ¿De qué color?
—Diablos —me di la vuelta y cerré la puerta de un golpe. Con los dedos temblándome, cerré el pestillo y di unas vueltas.
Había dos. Había dos.
Unos fuertes pasos se oyeron por las escaleras.
Me apresuré hasta el armario. Me apreté tras él, moviendo el pesado mueble con toda la fuerza que tenía. Libros y papeles cayeron mientras bloqueaba la puerta.
Algo se estampó contra el otro lado, sacudiendo el armario. Dando un salto atrás, me puse las manos sobre la cabeza. Un agudo aullido salió del otro lado de la puerta, y entonces volvió a dar contra la puerta… una y otra vez.
Di unas vueltas alrededor, con mi estómago retorciéndose de una forma muy dolorosa. Planes, teníamos un estúpido plan en caso de que un daimon nos encontrase. Lo cambiábamos cada vez que nos mudábamos a otra ciudad, pero todos ellos se basaban en lo mismo: Coge el dinero y corre. Escuché su voz tan clara como si lo hubiese dicho ella. Coge el dinero y corre. No mires atrás. Solo corre.
El daimon volvió a golpear la puerta, rompiendo la madera. Un brazo apareció por allí, intentando agarrar el aire.
Fui al armario, saqué cajas de la estantería de arriba hasta que una pequeña de madera cayó al suelo. Agarrándola, tiré de ella tan fuerte que la tapa se separó de las bisagras. Tiré otra caja a la puerta, dándole al daimon en el brazo. Creo que se rio de mí. Cogí lo que mi madre llamaba «fondo de emergencia», al que yo me refería como el fondo de «estamos jodidas», y me guardé el fajo de billetes de cien dólares.
Cada paso atrás hacia donde ella había caído me destrozaba por dentro, se llevaba una parte de mi alma. Ignoré al daimon mientras me agachaba a su lado y ponía mis labios contra su frente helada.
—Lo siento mucho, mamá. Lo siento mucho. Te quiero.
—Voy a matarte —siseó el daimon.
Mirando por encima de mi hombro, vi que el daimon ya había sacado la cabeza por el agujero. Estaba llegando al borde del armario. Agarré la pala, pasándome el brazo por la cara.
—Voy a destrozarte. ¿Me oyes? —continuó, metiendo otro brazo por el agujero que había hecho—. Te voy a abrir en canal y sacar cualquier absurda cantidad de éter que tengas, mestiza.
Miré hacia la ventana y cogí la lámpara de la mesa. Le arranqué la pantalla y la tiré a un lado. Me paré delante del armario.
El daimon se paró mientras comenzaba a aflorar su atractivo. Olfateó el aire, con los ojos resplandecientes.
—Hueles difer…
Con todas mis fuerzas, estampé la lámpara contra la cabeza del daimon. El horrible ruido sordo que hizo me gustó tanto que habría preocupado a cualquier orientador juvenil del país. No lo maté, pero me hizo sentir mejor.
Tiré la lámpara reventada y corrí hacia la ventana. La abrí justo cuando el daimon comenzó a lanzar una retahíla de creativas maldiciones y palabrotas. Me posé sobre ella mientras miraba al suelo, valorando mis posibilidades de caer sobre el toldo del porche trasero de la casa.
La parte de mí que llevaba demasiado tiempo en el mundo mortal reaccionó ante la idea de saltar desde la ventana de un segundo piso. La otra parte —la que tenía sangre divina fluyendo por sus venas— saltó.
El tejado metálico hizo un ruido horrible cuando mi pie aterrizó sobre él. Sin pensar, fui hasta el borde y salté una vez más. Aterricé en el césped, cayendo de rodillas. Levantándome, ignoré las miradas asombradas de los vecinos que debían haber salido fuera a ver qué estaba pasando. Hice lo único para lo que me habían entrenado a no hacer nunca en el Covenant, lo que no quería hacer, pero sabía que debía hacer.
Corrí.
Con las mejillas aún húmedas por las lágrimas y las manos manchadas con la sangre de mi madre, corrí.