Capítulo 4

Rápidamente me di la vuelta, escaneé con la mirada todo el patio y más allá. Las calles estaban vacías, pero aquella sensación no hacía más que crecer. El malestar se adueñó de mi estómago mientras daba un paso atrás, envolviendo con mis dedos el marco de la puerta. No había nadie, pero…

—Estoy perdiendo la cabeza —murmuré—. Me estoy volviendo tan paranoica como mamá. Genial.

Entré cerrando la puerta tras de mí. Aquella extraña sensación fue desapareciendo poco a poco mientras iba de puntillas por la casa. Cogí aire y casi me ahogo con el intenso olor que emitía el salón.

Refunfuñando, encendí la lámpara que estaba al lado del desgastado sofá de segunda mano, y bizqueé mirando hacia la esquina de la habitación. Al lado de nuestra televisión y del revistero repleto de US Weekly estaba Apolo. Una rama fresca de laurel le rodeaba su cabeza de mármol. Con todo lo que mamá olvidó en nuestras mudanzas, él nunca se perdía.

Siempre había odiado la estatua de Apolo y su apestosa corona de laurel, que mi madre cambiaba cada maldito día. No era que tuviese nada en contra de Apolo. Supongo que era un dios bastante guay; tenía que ver con la armonía, el orden y la razón. Pero es que era la cosa más recargada que había visto en mi vida. Era un busto de torso y cabeza, pero tallados por todo el pecho tenía una lira, un delfín y, como si para la gente normal no tuviese ya una buena sobrecarga de simbolismo, tenía una docena de minúsculas cigarras posadas en el hombro. ¿Qué narices significaban aquellos molestos insectos zumbadores? Se suponía que simbolizaban la música y las canciones… ¡ya, y un huevo!

Nunca entendí la fascinación de mi madre por Apolo o por cualquiera de los otros dioses. Han estado ausentes desde que los mortales decidieron que sacrificar a sus hijas vírgenes; una práctica que no molaba nada. No conocía a nadie que hubiese visto a un dios. Iban por ahí criando cientos de semidioses y dejando que estos tuviesen bebés —los pura sangre—, pero nunca han aparecido con regalos en el cumpleaños de nadie.

Con la mano sobre la nariz, fui hasta la vela que más laurel tenía a su alrededor y la apagué. Siendo un dios de las profecías, me pregunté si Apolo lo había sabido antes de que lo hiciese. Dejando de lado lo recargado que era, lo que había tallado en su pecho era bastante bonito.

Más bonito que el pecho de Matt.

Un pecho que no volvería a ver ni tocar. Con aquello en mente, cogí el bote de helado de doble chocolate y caramelo del congelador y una cuchara grande. Ni siquiera me molesté en coger un bol, y subí las torcidas escaleras.

Una suave luz salía por debajo de la puerta de la habitación de mamá. Me paré frente a su puerta, miré hacia mi habitación y al helado. Me mordí el labio inferior y pensé en entrar a su cuarto. Posiblemente ya sabía que había salido a escondidas, y si no, la arena que llevaba por todo el cuerpo me habría delatado. Pero odiaba que mi madre tuviese que pasar sola en casa la noche de un viernes. De nuevo.

—¿Lexie? —su voz suave y dulce me llamó desde el otro lado de la puerta—. ¿Qué haces?

Abrí la puerta con el brazo y miré dentro. Estaba sentada, con la espalda apoyada en el cabecero de la cama, leyendo una de esas novelas obscenas con hombres medio desnudos en la portada. Cuando no miraba, se las robaba. A su lado, en la mesilla de noche, había una maceta de flores de hibisco. Eran sus favoritas. Los pétalos morados eran bonitos, pero el único olor que emitían era el del aceite de vainilla que le gustaba echar por encima.

Miró hacia arriba, con una ligera sonrisa.

—Hola, cariño. Bienvenida a casa.

Sostuve el bote de helado, muerta de vergüenza.

—Por lo menos he vuelto antes de medianoche.

—¿Y se supone que así ya está bien? —Me atravesó con la mirada, sus ojos esmeralda brillaban bajo la tenue luz.

—¿No?

Mi madre suspiró, bajando la novela.

—Sé que quieres salir y estar con tus amigos, especialmente desde que empezaste a salir con ese chico. ¿Cómo se llama? ¿Mike?

—Matt —mis hombros se relajaron y comencé a mirar el helado con ansiedad—. Se llama Matt.

—Matt. Es verdad —me dirigió una pequeña sonrisa—. Es un chico muy majo, y entiendo que quieras estar con él, pero no quiero que vayas por Miami de noche, Lexie. No es seguro.

—Ya lo sé.

—Nunca he tenido que… ¿cómo se dice? ¿Cuándo te quitan tus privilegios?

—Castigar —intenté no sonreír—. Se dice castigar.

—Ah, sí. Nunca he tenido que «castigarte», Lexie. Y no quiero empezar ahora —se apartó de la cara su espeso y ondulado pelo mientras me recorría con la mirada—. ¿Por qué estás cubierta de arena?

Entré un poquito en la habitación.

—Es una larga historia.

Si sospechaba que me había revolcado por la arena con el chico del que siempre olvidaba el nombre y que luego me peleé con otros dos chicos, no dijo nada.

—¿Quieres hablarlo?

Me estremecí.

Dio unas palmaditas en la cama.

—Vamos, cariño.

Sintiéndome un tanto desanimada, me senté sobre mis piernas.

—Perdón por haber salido a escondidas.

Su brillante mirada se dirigió al helado.

—Me parece que hubieses preferido quedarte en casa.

—Pues sí —suspiré abriendo la tapa y hundiendo la cuchara. Con la boca llena de helado dije—; Matt y yo ya no estamos juntos.

—Pensaba que se llamaba Mitch.

Puse los ojos en blanco.

—No, mamá, se llama Matt.

—¿Qué ha pasado?

Mirarla fue como mirarme un espejo, excepto que yo era una versión más ordinaria. Sus pómulos estaban más marcados, su nariz era un poco más pequeña, y sus labios más carnosos que los míos. Y tenía unos increíbles ojos verdes. Era la sangre mortal que había en mí la que había suavizado mi aspecto. Estoy segura de que mi padre tenía que haber sido atractivo para que mi madre se fijase en él, pero debía ser muy humano. Salir con humanos no era algo que estuviese prohibido, sobre todo porque los hijos —mestizos como yo— eran posesiones muy valiosas para los puros. Aunque yo ya no podía ser considerada una posesión.

Ahora solo era… ya no sabía qué era.

—¿Lexie? —Se inclinó hacia delante, quitándome la cuchara y el bote de las manos—. Yo me lo como y tú me cuentas qué ha hecho ese idiota.

Sonreí.

—Ha sido culpa mía.

Tragó un trozo enorme de helado.

—Como tu madre, me siento obligada a discrepar.

—Oh, no —me dejé caer sobre la espalda y me quedé mirando el ventilador—. Vas a cambiar de opinión.

—Déjame que sea yo quien lo decida.

Me froté la cara con las manos.

—Bueno, digamos que… en la playa me metí en una pelea con dos chicos.

—¿Qué? —Noté la cama moverse cuando se estiró—. ¿Qué hicieron? ¿Intentaron hacerte daño? ¿Te… manosearon?

—¡Oh! Cielos, no, mamá, vamos —dejé caer los brazos haciéndole una mueca—. No pasó nada. De verdad.

Grandes mechones de pelo se le apartaron de la cara y a la vez, todas las cortinas de cuarto se levantaron, llegando hasta la cama. El libro salió volando de la cama y aterrizó en alguna parte del suelo.

—¿Qué pasó, Alexandria?

Suspiré.

—Nada parecido, mamá. ¿Vale? Cálmate antes de que nos saques volando de casa.

Se quedó mirándome unos segundos y el viento paró.

—Flipada —murmuré. Los pura sangre como mi madre podían controlar uno de los elementos, un regalo que los dioses les habían concedido sobre los Hematoi.

Mamá podía usar el elemento aire, pero no se le daba muy bien controlarlo. Una vez volcó el coche de un vecino; intenta explicarle eso a los de la compañía de seguros.

—Esos tíos empezaron a meterse con Matt y uno me agarró.

—¿Y luego qué pasó? —sonaba calmada.

Me preparé.

—Pues, que tuvieron que ayudarles a levantarse del suelo.

Mi madre no respondió inmediatamente. Me atreví a echarle un vistazo rápido y vi que estaba inexpresiva.

—¿Cómo ha sido?

—Están bien —me alisé el vestido con las manos—. Ni siquiera les pegué. Bueno, a uno le di una patada. Pero me llamó zorra, así que creo que se lo merecía. De todas formas, Matt dice que mi reacción fue exagerada y que no le gusta la violencia. Me miró como si fuese un bicho raro.

—Lexie…

—Ya lo sé —me levanté y me froté la nuca—. Reaccioné mal. Simplemente, podía haberme marchado o yo qué sé. Ahora Matt no quiere volver a verme y todos los chavales van a pensar que soy algo… no sé, rarita.

—No eres rarita, cariño.

La miré con curiosidad.

—Hay una estatua de Apolo en nuestro salón. Y, venga, ni siquiera soy de la misma especie que ellos.

—No eres una especie diferente —dejó la cuchara en el bote—. Te pareces a los mortales más de lo que crees.

—Eso no lo sé —me crucé de brazos frunciendo el ceño. Tras unos segundos, la miré—. ¿No vas a gritarme ni nada?

Levantó una ceja, parecía considerarlo.

—Creo que has aprendido que la acción no es siempre la mejor solución, y el chico te dijo esa palabra tan fea…

Una pequeña sonrisa apareció en mis labios.

—Eran unos capullos integrales. Te lo juro.

—¡Lexie!

—¿Qué? —me reí de la cara que puso—. Lo son. Y capullo no es una palabrota.

Movió la cabeza.

—No quiero saber qué más es, pero suena también a algo sucio.

Volví a reír, pero se me pasó en cuanto se me apareció la cara asustada de Matt.

—Tenías que haber visto cómo me miraba Matt después. Era como si me tuviese miedo. Qué estupidez, ¿sabes? La gente como yo me hubiese aplaudido, pero no, Matt tenía que mirarme como si fuese el anticristo metido de crack.

Mi madre levantó las cejas.

—Estoy segura de que no fue para tanto.

Fijé mi mirada en la pintura de una diosa que colgaba en la pared. Artemisa estaba agachada al lado de una cierva, con una aljaba de flechas de plata en una mano y un arco en la otra. Sus ojos te ponían de los nervios, pintados completamente blancos, sin iris ni pupilas.

—No. Sí que lo fue. Cree que soy un bicho raro.

Se acercó, poniendo una mano sobre mi rodilla.

—Sé que para ti es difícil estar lejos de… del Covenant, pero estarás bien. Ya verás. Tienes toda la vida por delante, llena de decisiones y libertad.

Ignorando el comentario, cogí de vuelta el helado y agité el bote vacío.

—Buuh, mamá, te lo has comido todo.

—Lexie —tocándome la mejilla, me giró la cara para que la mirase—. Sé que te fastidia estar lejos de allí. Sé que quieres volver, y rezo a los dioses para que puedas encontrar la felicidad en esta nueva vida. Pero no podemos volver. Lo sabes, ¿verdad?

—Lo sé —susurré, aunque ni siquiera sabía por qué.

—Bien —puso sus labios sobre mi mejilla—. Con o sin propósito, eres una chica muy especial. Nunca lo olvides.

Algo me quemó por dentro.

—Eso es porque estás obligada a decirlo. Eres mi madre.

Se rio.

—Es cierto.

—¡Mamá! —exclamé—. Wow. Ahora tendré problemas de autoestima.

—Eso es algo que no te falta —me sonrió pícara mientras le pegaba en la mano—. Ahora baja de mi cama y vete a dormir. Espero que mañana te levantes pronto y bien. Más vale que me encuentre tu pequeño trasero en la terraza limpiando todo ese lío que tienes. Lo digo en serio.

Salté de la cama y meneé el culo.

—No es tan pequeño.

Puso los ojos en blanco.

—Buenas noches, Lexie.

Fui hasta la puerta y me volví hacia ella, mirándola por encima del hombro. Estaba tocando la cama por todas partes, con cara extrañada.

—Tu ventolera lo tiró al suelo —me di la vuelta y cogí el libro del suelo, dándoselo de vuelta—. ¡Buenas noches!

—¿Lexie?

—¿Sí? —Me di la vuelta.

Mi madre sonrió con una bonita sonrisa, cálida y cariñosa. Se le iluminó toda la cara, haciendo joyas de sus ojos.

—Te quiero.

Sonreí.

—Yo también te quiero, mamá.