Olía a naftalina y a muerte.
Estaba ante mí, la anciana Matriarca Hematoi tenía aspecto de haberse arrastrado fuera de la tumba en la que llevaría guardada unos cuantos cientos de años. Su piel era fina y estaba arrugada como un viejo pergamino. Cada vez que respiraba podría haber jurado que parecía que iba a ser la última. Nunca había visto a nadie tan mayor, pero claro, yo solo tenía siete años y hasta el repartidor de pizzas me parecía viejo.
A mi espalda, la multitud murmuraba su rechazo; olvidé que una simple mestiza como yo no debía mirar a una Matriarca a los ojos. Como eran descendientes pura sangre de semidioses, los Hematoi tenían un ego enorme.
Miré a mi madre, que estaba a mi lado, sobre el estrado. Ella era una Hematoi, pero no era como ellos. Sus ojos verdes me lanzaron una mirada que suplicaba mi cooperación, que no fuese la chica incorregible y desobediente que ella conocía.
No sabía por qué estaba tan asustada; era yo la que estaba frente al guardián de la cripta. Y si sobrevivía a aquel paripé llamado tradición sin tener que llevarle el orinal a la arpía el resto de mi vida, sería todo un milagro digno de los dioses que, supuestamente, estaban observándonos.
—¿Alexandria Andros? —la voz de la Matriarca sonó como el papel de lija sobre una madera rugosa. Chasqueó la lengua—. Es demasiado pequeña. Sus brazos son tan delgados como los brotes nuevos de las ramas de olivo —se inclinó para estudiarme más de cerca, tanto que esperaba que cayese sobre mí—. Y sus ojos, tienen un color sucio, nada extraordinario. Casi no hay sangre Hematoi en ella. Es más mortal que cualquiera de los que hemos visto hoy.
Los ojos de la Matriarca tenían el mismo color que el cielo antes de una tormenta violenta. Era una mezcla entre morado y azul, signo de su herencia. Todos los Hematoi tenían un color de ojos increíble. La mayoría de los mestizos también, pero por alguna razón, cuando nací debí perderme el día en el que repartían los colores de ojos especiales.
Su discurso se extendió durante lo que me pareció una eternidad, lo único en lo que podía pensar era en tomar helado y quizá en echarme una siesta. Los otros Miembros se acercaron a examinarme, susurrando entre ellos mientras me rodeaban. Yo seguía mirando a mi madre de vez en cuando, su forma de sonreír me tranquilizaba y me hacía saber que todo aquello era algo normal y que lo estaba haciendo bien, realmente bien.
Hasta que la vieja comenzó a pellizcarme por toda mi piel expuesta y más allá. Siempre me ha molestado que me toquen. Si yo no tocaba a alguien, no tenían por qué tocarme a mí. Parecía que la abuela lo pasó por alto.
Estiró el brazo y, con sus dedos huesudos, me pellizcó la tripa a través del vestido.
—No tiene carne. ¿Cómo se supone que va a luchar y defendernos? No merece entrenarse en el Covenant y servir junto a los hijos de los dioses.
Nunca había visto un dios, pero mi madre me dijo que estaban siempre entre nosotros, observando. Tampoco había visto nunca un pegaso o una quimera, pero ella juraba que existían. Incluso con siete años ya me costaba creerme sus historias; forzaron mi incipiente fe a aceptar que los dioses aún se preocupaban por el mundo que tan laboriosamente habían poblado con sus hijos, de una forma que solo ellos podían.
—No es más que una pequeña y patética mestiza —continuó la vieja—. Yo digo que la mandemos a los Maestros. Necesito una chiquilla que limpie mis retretes.
Entonces retorció sus dedos cruelmente.
¿Y qué hice yo? Le pegué una patada en la espinilla.
Nunca olvidaré la mirada de mi madre, entre terror y pánico absoluto, preparada para correr y sacarme de allí. Hubo unas cuantas exclamaciones de indignación, pero también bastantes risitas.
—Tiene fuego —dijo uno de los Patriarcas. Otro dio un paso adelante.
—Será un buen Guardia, quizá incluso un Centinela.
Aún hoy sigo sin entender cómo probé mi valía dándole una patada en la pierna a la Matriarca. Pero lo hice. No es que signifique nada ahora que ya tengo diecisiete años y llevo lejos del mundo Hematoi los últimos tres. Incluso en el mundo normal no he parado de hacer estupideces.
De hecho, tenía tendencia a hacer cosas estúpidas de forma aleatoria. Siempre lo consideré uno de mis talentos.
—Lo estás haciendo otra vez, Álex —la mano de Matt apretó la mía.
Pestañeé despacio, enfocando su cara.
—¿Hacer qué?
—Se te nota en la cara —me acercó hacia su pecho, pasándome un brazo alrededor de la cintura—. Es como si estuvieses pensando en algo realmente profundo. Como si tu cabeza estuviese a miles de kilómetros de aquí, en algún lugar más allá de las nubes, en otro planeta o algo.
Matt Richardson quería apuntarse a Greenpeace y salvar unas cuantas ballenas. Era el típico chico de al lado que había renunciado a comer carne roja. Me daba igual. Era mi intento de mezclarme con los mortales y me había convencido para salir un poco e ir a una hoguera en la playa con un puñado de gente que apenas conocía.
Tenía mal gusto para los chicos.
Antes de él, me había pillado por un empollón que escribía poemas en las contraportadas de sus libros del colegio y se retocaba el pelo, teñido negro azabache, de tal forma que le tapaba sus ojos color avellana. Me escribió una canción. Me reí, y la relación acabó incluso antes de empezar. El año anterior, seguramente, fue el más vergonzoso. Capitán del equipo de fútbol, rubio oxigenado y ojos azules como el cielo. Pasaron meses y apenas intercambiamos un «hey» o «¿me dejas un lápiz?» antes de acabar conociéndonos en una fiesta. Hablamos. Me besó y me sobó las tetas, olía a cerveza barata. Le pegué un puñetazo y le rompí la mandíbula. Mi madre hizo que nos mudásemos a otra ciudad después de aquello y me dio una charla sobre dejar de pegar con todas mis fuerzas, recordándome que una chica normal no podía dar unos puñetazos así.
A las chicas normales tampoco les gusta que les soben las tetas y, seguramente, si pudiesen pegar tan fuerte como yo, lo harían.
Sonreí a Matt.
—No estoy pensando en nada.
—¿Que no piensas en nada? —Matt bajó la cabeza. Me hizo cosquillas en la mejilla con las puntas de su pelo rubio. Gracias a los dioses se le había pasado la fase de «intentar hacerse rastas»—. ¿No está pasando nada por esa hermosa cabecita tuya?
Sí que me pasaba algo por la cabeza, pero no era lo que Matt esperaba.
Mientras miraba fijamente sus ojos verdes, pensé en el primer chico por el que me pillé —el chico mayor, prohibido, con los ojos del color de las nubes en plena tormenta— aquel estaba tan fuera de mi alcance, que incluso podríamos haber sido de especies distintas.
Supongo que, técnicamente, lo éramos.
Aún hoy, me gustaría darme una patada en la cara por ello. Yo era como un personaje de una novela romántica, pensaba que el amor lo podía todo y toda esa basura. Seguro. El amor en mi mundo solía acabar con alguien escuchando «¡Yo te castigo!» mientras le caía una maldición que lo hacía convertirse en una estúpida flor para el resto de su vida.
Los dioses y sus hijos podían ser así de mezquinos.
A veces me pregunto si mi madre se dio cuenta de mi incipiente obsesión por el chico pura sangre y si fue ese el motivo por el que sacó mi culo del único mundo que conocía, el único mundo al que realmente pertenecía.
Los puros estaban fuera del alcance para mestizos como yo.
—¿Álex? —Matt rozó mi mejilla con sus labios, acercándose lentamente hacia los míos.
—Bueno, quizá en algo —me levanté sobre la punta de los pies y rodeé su cuello con mis brazos—. A ver si adivinas en qué estoy pensando ahora.
—En que desearías no haberte dejado los zapatos allí atrás en la hoguera, porque yo sí. La arena está muy fría. Vaya mierda de calentamiento global.
—No es lo que tenía en mente.
Bajó las cejas.
—No estarás pensando en la clase de Historia, ¿no? Sería patético, Álex.
Me moví fuera de su alcance, suspirando.
—No importa, Matt.
Riendo, me alcanzó y volvió a rodearme con sus brazos.
—Solo bromeaba.
Dudé, pero dejé que posase sus labios sobre los míos. Su boca estaba caliente y seca, era lo máximo que una chica podía esperar de un chico de diecisiete años. Pero para ser justos, Matt era bastante bueno besando. Sus labios se movían lentamente contra los míos y, cuando los apartó, no le di un puñetazo en el estómago ni nada por el estilo. Le devolví el beso.
Las manos de Matt bajaron hasta mis caderas y me echó con cuidado en la arena, sujetándome solo con un brazo mientras se aproximaba a mí y dejaba una estela de besos por mi barbilla, bajando por la garganta. Miré hacia el cielo oscuro, salpicado de estrellas brillantes y unas pocas nubes. Una noche bonita —una noche normal, de hecho—. Había algo romántico en todo aquello, en el modo en que acariciaba mi mejilla cuando su boca volvía a la mía y susurraba mi nombre como si yo fuese una especie de misterio que nunca podría resolver. Me sentí cálida y arropada, no en plan arráncame-la-ropa-y-házmelo, pero no estaba mal. Podría acostumbrarme. Especialmente cuando cerraba los ojos y me imaginaba los ojos de Matt volviéndose grises y su pelo mucho, mucho más oscuro.
Entonces, deslizó la mano bajo la falda de mi vestido.
Mis ojos se abrieron de golpe y rápidamente bajé la mano, sacando la suya de entre mis piernas.
—¡Matt!
—¿Qué pasa? —Levantó la cabeza, con sus ojos de color verde sucio—. ¿Por qué me has parado?
¿Que por qué le había parado? De repente me sentí como Doña Princesa Castidad, guardando su virginidad ante chicos rebeldes. ¿Por qué? La respuesta de hecho me vino rápidamente. No quería entregar mi tarjeta-V en una playa, con la arena entrándome por sitios insospechados. Ya tenía las piernas como si me las hubiesen exfoliado.
Pero era más que eso. Realmente no estaba allí en aquel momento con Matt, no cuando estaba imaginándolo con ojos grises y pelo oscuro, deseando que fuese otra persona.
Alguien a quien nunca volvería a ver… y a quien nunca podría tener.