Capítulo 19

Y así sucedió.

Qué zorra.

Grité y me revolví mientras Eric me cogía entre sus brazos.

—¡No les dejes que lo hagan!

Ella levantó la mano.

—Eric.

El daimon me dio la vuelta. Pataleé y amenacé con todos los modos posibles de muerte y desmembramiento, pero no le detuvo. El daimon me sonrió mientras yo le soltaba todo aquello. Entonces apretó los dedos y, en un milisegundo, sus dientes se hundieron en la blanda carne de mi brazo.

Un fuego ardiente me recorrió por dentro. Me aparté tratando de escapar del ardor, pero seguía mis movimientos. Por encima de mis chillidos podía escuchar a Caleb gritando y pidiéndoles que parasen. Ni mamá ni el daimon le hicieron caso. El dolor recorrió todas las partes de mi cuerpo mientras Eric drenaba. La habitación empezó a dar vueltas, era bastante probable que fuese a desmayarme.

—Suficiente —murmuró.

El daimon levantó la cabeza.

—Está muy rica.

—Es el éter. Tiene más que un puro.

Entonces Eric me soltó y caí de rodillas, temblando. No había nada —absolutamente nada que fuese como aquello—. Las sacudidas posteriores a la marca me dejaron sin respiración. Luché por tomar aire, me quedé allí hasta que el fuego pasó a no ser más que dolor.

Solo entonces me di cuenta de que Caleb estaba callado. Levanté la cabeza y lo vi mirándome. Tenía los ojos como idos, como si hubiese logrado escapar de alguna manera a otro lugar, dejando el cuerpo en su sitio. Quise estar donde él.

—Ves, ¿a que no ha sido para tanto? —Mamá me cogió de los hombros y me obligó a ponerme contra la pared.

—No me toques —con dificultad, me salió una voz débil.

Me dirigió una sonrisa fría.

—Ya sé que estás triste, pero ya verás. Juntas cambiaremos el mundo.

Daniel volvió al lado de Caleb, pero no se movió. La forma en que Daniel le miraba me hizo pensar que quería hacerle maldades.

De repente, las palabras del oráculo me vinieron a la mente.

Alguien con un futuro brillante y corto.

Caleb iba a morir. El miedo me hizo ir hacia la cama. ¡Aquello no podía estar pasando! En un segundo, Eric me tuvo sujeta contra la pared. Sus labios aún estaban manchados de sangre —mi sangre—. Una vez asegurado de que no volvería a moverme, me soltó y se apartó con una media sonrisa.

Asqueada, aparté mi miedo y mi dolor.

—Mamá… por favor, deja que Caleb se vaya. Por favor. Haré lo que sea —y lo decía en serio. No iba a dejar que Caleb muriese en aquel sitio abandonado de la mano de los dioses—. Por favor, deja que se vaya.

Me estudió en silencio.

—¿Qué harías?

Mi voz se quebró.

—Lo que sea. Solo deja que se vaya.

—¿Me prometes que no te enfrentarás a mí ni huirás?

Las palabras del oráculo continuaron resonando una y otra vez, como un horrible cántico. No sabía cuánto más podría soportar Caleb. Tenía un color enfermo, blanquecino. ¿Lo que iba a suceder estaba predestinado, no? ¿Lo habrían visto los dioses? Si decidía dejar de luchar, me convertiría en un daimon.

Tragué saliva con sabor a bilis.

—Sí, lo prometo.

Su mirada saltaba entre Caleb y el daimon. Suspiró.

—Él se queda, pero como has hecho una promesa, te haré yo otra. No lo volverán a tocar, pero su presencia asegurará que cumplas tu promesa.

Saliendo de su ensimismamiento, Caleb negó con la cabeza nerviosamente, pero volví a asentir. Le quería fuera de allí, pero por el momento, aquello era lo mejor que podía hacer. Me senté al otro lado de la cama, con la espalda contra la pared y mirando a Daniel y a Caleb. Eric tomó sitio a mi lado. Todo lo que podía hacer era esperar que alguien hubiese empezado a buscarnos ya. Quizá Aiden hubiese ido a hablarme o me buscaba para volver a entrenar. Quizá alguien había ido a ver a Caleb, y sumó dos y dos. Si no, en un desagradable giro del destino, la próxima vez que viese a Aiden, intentaría matarme.

Y dudaba que él flaquease como yo.

Daniel se volvió hacia mí y miró la marca fresca en mi brazo. Cerré los ojos y giré la cabeza. Ahora le tocaba el turno a Daniel, y tenía el presentimiento de que iba a hacer que doliese lo máximo posible. Me apoyaba contra la pared, los ojos me ardían, deseaba poder desaparecer dentro de ella.

Pasó una hora, mi cuerpo se tensó cuando Daniel se arrodilló y me cogió el otro brazo. Aquello estaba mal, muy mal. No había forma de prepararse y, cuando Eric me puso la mano en la boca, Daniel me mordió la muñeca.

Me hundí contra la pared, tambaleándome al acabar. Como un reloj, Daniel y Eric se iban turnando para marcarme. Mamá parloteaba sobre cómo podríamos acabar con los miembros del Consejo, empezando por Lucian. Entonces nos sentaríamos en los tronos y hasta los dioses se inclinarían ante nosotros. Cambiarían las tornas, dijo, y los daimons gobernarían no solo sobre los pura sangre, sino también sobre el mundo mortal.

—Tendremos que acabar con el Primero, pero cuando seas un daimon Apollyon serás más fuerte que él —mejor que él.

Mamá estaba total y completamente loca.

Aprendí varias cosas sobre el drenaje. ¿Quizá estaba intentando prepararme para mi nueva vida? Los mestizos les ocupaban unos días, los puros tan solo unas horas y a los mortales, bueno, los mataban por diversión. Qué pena que en aquel momento no tuviese un puro que entregarles a los daimons. Puede sonar terrible, pero tenía los brazos cubiertos de mordiscos, igual que las cicatrices de mi antigua instructora. Y yo había sentido lástima por ella, qué ironía.

El drenaje continuaba. Partes de quien era desaparecían con cada marca. Ya no trataba de soltarme cuando Daniel se agachaba o Eric se inclinaba sobre mí. Ya ni siquiera gritaba. Y todo el tiempo, ella estaba al lado, viéndolo todo. Empezaba a rendirme ante aquella locura, y mi alma se volvió oscura y desesperada.

De vez en cuando, ella salía para ir a comprobar el exterior. Ni una sola vez se alimentó de mí. Supongo que ya se habría encargado de algún puro anteriormente, pero cuando se fue, la quise de vuelta enseguida. Sin ella, Daniel se envalentonaba y, aunque me ponía enferma, yo le dejaba acercarse. De vez en cuando pasaba las yemas de sus dedos por mis brazos, alrededor de los mordiscos. Al menos mantenía su atención alejada de Caleb.

—Ya puedo sentirlo —murmuró Eric.

Había olvidado que seguía allí. Aunque me estaba marcando de una forma infernal, le prefería a él que a Daniel.

—¿Sentir qué? —Mi voz sonó adormilada.

—El éter. Estoy al máximo. Me siento como si pudiese hacer cualquier cosa —estiró un brazo y me dio un golpe en uno de los mordiscos—. ¿Sientes cómo sale de ti? ¿Cómo entra en mí?

Me negué a contestarle, y bajé la cabeza hacia mis rodillas. Él parecía estar al máximo… y yo me encontraba mal —mi alma se encontraba mal—. Para cuando Daniel me echó la cabeza hacia atrás, estaba cansada y casi delirando de dolor. Caleb hacía rato que no se movía, y Eric ya no necesitaba taparme la boca. Solo hice algún sonido cuando los dientes atravesaron la piel en la base de mi cuello.

Eric emitía sonidos para tranquilizarme mientras Daniel me drenaba, con su pulgar marcando el salvaje palpitar de mi pulso.

—Pronto acabará. Ya verás. Solo unas pocas marcas más, y se habrá acabado. Un mundo nuevo te está esperando.

Cuando Daniel acabó, me fui cayendo al suelo poco a poco. La habitación me daba vueltas, se movía. Me costaba concentrarme en lo que Eric estaba diciendo.

—Primero convertiremos a los mestizos. A ellos no se les puede ver como a nosotros. No necesitan magia elemental. Lanzaremos nuestro ataque por todo el mundo. Será hermoso —Eric sonrió al pensarlo—. Los Covenants estarán infiltrados… y luego el Consejo.

Era un plan bastante bueno, uno que se podía convertir fácilmente en una aterradora realidad. Eric no pareció molestarse por la falta de respuestas en la conversación. Siguió hablando mientras a mí ya me resultaba difícil mantener los ojos abiertos. El miedo y la ansiedad se habían apoderado de mí. Me desmayé. No sé durante cuánto tiempo, pero algo me despertó zarandeándome.

Cansada y confusa, levanté la cabeza a tiempo para ver a Daniel enfrente de mí. ¿Ya había pasado otra hora? ¿Ya tocaba? Me pregunté si se estaban preparando para el último mordisco, la última gota de éter y la última de mi alma.

—Daniel, no es la hora —dijo Eric.

—No me importa. Te estás llevando más que yo. Casi hasta brillas. ¡Mírame! —Daniel frunció el ceño—. No estoy como tú.

Eric no brillaba, pero su piel tenía un aspecto saludable. Parecía… un pura sangre normal. Daniel, por otro lado, seguía blanco como la cal.

Eric movió la cabeza.

—Te matará.

Daniel se arrodilló frente a mí y metió una mano entre mi pelo, echándome la cabeza hacia atrás.

—No si no lo sabe. ¿Cómo va a enterarse? Solo quiero una más.

—No… le dejes —mi débil voz tenía un punto de súplica, pero si a Eric le preocupaba el destino de Daniel, desde luego no lo demostró, ni trató de pararle.

Había un hueco sin morder en mi cuello. En silencio rogué que no fuese a por él. Llegados a aquel punto, no sabía por qué me importaba, pero mierda, aún me quedaba algún resquicio de vanidad.

—Seguramente le guste —dijo Daniel. Un latido más tarde, hundió sus dientes en aquel pequeño punto, y sus labios se movieron contra mi piel. El dolor me atravesó, poniéndome rígida. Una de sus manos se tensó en mi pelo y la otra se puso cariñosa, pasando por mi hombro y bajando más aún.

De todo lo que estaba pasando, aquello —aquello era demasiado—. Con toda la fuerza que me quedaba, levanté las manos y le clavé las uñas en la cara.

Daniel se echó atrás, aullando. La camiseta se me rompió en el proceso, pero aquel sonido —y la cara que puso, me llenaron de satisfacción—. Unas magulladuras profundas se formaron en su cara, empezando a perlarse de sangre fresca. Sin pensarlo, arremetió contra mí y me lanzó contra Eric.

—¡Demonios! —Eric saltó y yo me comí el suelo.

Me eché a un lado, en posición fetal. Por encima mío, sentí a Eric empujando a Daniel, gritándole, pero no les estaba escuchando. Algo largo y fino se hundió en mi muslo. Lentamente me di la vuelta, moviendo los dedos hasta que se cerraron sobre el objeto escondido en la costura de mis pantalones. El cuchillo, el retráctil.

De repente, Eric me levantó y me enderezó para que le mirase. Algo húmedo y caliente corrió por mi cara, goteando en mi ojo derecho. Sangre. No me podía permitir perder mucha más.

Por encima de su hombro vi que Caleb estaba despierto. Me miró e intenté lanzarle un mensaje, pero Eric estaba haciendo un buen trabajo bloqueándolo. De la parte delantera de la casa, oímos abrirse la puerta y el sonido de los tacones de mi madre resonando por toda la cabaña. Mis labios se curvaron en una pequeña sonrisa triste. Él lo sabía. Yo lo sabía.

Mamá se iba a enfadar cuando me viese la cara.

Entró en la habitación, y sus ojos se fijaron en mí. En un segundo estaba arrodillada delante de mí, echándome la cabeza hacia atrás.

—¿Qué ha pasado aquí?

La pérdida de sangre y el cansancio me tenían confundida. Pasó el tiempo mientras la miraba. No recordaba dónde estaba o cómo había llegado allí. Solo quería apretarme contra ella, que me cogiese y me dijese que todo estaba bien. Era mi madre, y ella los iba a parar. Tenía que hacerlo, especialmente algo tan horrible, tan malvado.

—¿Mamá? Mira… mira qué me han hecho.

—Shhh —me apartó el pelo de la cara.

—Por favor… por favor, haz que pare —la agarré en un débil abrazo, deseando acurrucarme en sus brazos, deseando que me agarrase. No lo hizo. Cuando se apartó de mí, grité e intenté cogerla.

No. Aquello —aquella cosa en frente mío— no era mi madre. Mi madre nunca me habría dado la espalda. Me habría agarrado, consolado. Me espabilé, pestañeando lentamente.

—¿Quién le ha hecho esto en la cara? —Su voz sonaba fría, muerta y poco parecida a la de mamá, pero a la vez podía escucharla en sus palabras. Reconocí el tono de tantas veces que me había gritado por meterme en problemas, era el tono que tenía justo antes de ponerse hecha como una fiera. Eric y Daniel no lo sabían. Ellos no conocían a mi madre tanto como yo.

—¿Tú quién crees? —dijo Eric con un tono burlón.

Puso sus labios fríos contra mi frente, y yo cerré los ojos con fuerza. No era mi madre.

—Os di a ambos ordenes explícitas —se enderezó, mirando directamente a Daniel.

La realidad se apoderó de mí de nuevo, y me puse de rodillas. Ya no podía pensar en ella, no podía verla como mi madre. Tomé una decisión. Que le den al destino. Mis ojos se cruzaron con los de Caleb, y asentí a espaldas de mamá, diciendo «prepárate» —para que me leyese los labios—. Solo esperaba que me hubiese entendido.

—Esto es simplemente inaceptable —aquella fue la única advertencia que hizo. Se lanzó hacia Daniel, tirándolo sobre Caleb. Los dos daimons cayeron al suelo, rodando y golpeándose el uno al otro.

Vi la oportunidad. Poniéndome en pie como pude, me acerqué y agarré a Caleb.

Por suerte había pillado el mensaje. Se bajó de la cama justo cuando Eric fue a por Daniel. Yo logré apartarme justo cuando mamá tiró a Daniel al suelo. Era casi medio metro más alto que ella, pero ella lo lanzó a través de la habitación como si no pesara nada. Hubo un momento en que no pude moverme. Su fuerza era increíble, fuera de lo normal.

Mareada y con náuseas, salí de la habitación tambaleándome, con Caleb a rastras. Corrimos por la cabaña hasta salir fuera por la puerta principal. La lluvia golpeaba en el tejado del porche, casi silenciando, pero no del todo, el ruido que salía de la casa. Olvidé lo altos que eran aquellos porches, y caí de rodillas contra el suelo.

—¡Lexie!

La voz de mi madre me empujó a salir corriendo. Mirando a mi lado, vi a Caleb hacer lo mismo. Corrimos, medio resbalando y medio cayendo, bajando la embarrada colina. Las ramas me pegaban en la cara, tiraban de la ropa y de mi pelo, pero yo seguía corriendo. Todo aquel tiempo en el gimnasio mereció la pena. Mis músculos continuaron funcionando a pesar del dolor y la falta de sangre.

—¡Alexandria!

No éramos suficientemente rápidos. El grito asustado de Caleb hizo que me diese la vuelta. Mi madre lo había agarrado por detrás, zarandeándolo hacia los lados. Puso cara de sorpresa justo antes de estamparse contra un grueso arce. Grité, volviendo sobre mis pasos hacia donde había caído.

Una barrera de llamas surgió frente a mí, obligándome a retroceder. El fuego destruía todo a su paso según se extendía. Caleb rodó hacia un lado, escapando de él por los pelos. Me tambaleé hacia atrás mientras el mundo ardía en llamas rojas y violetas. La lluvia no podía hacer nada para sofocar aquel fuego artificial.

Y allí estaba ella —alta y erguida, como una temible diosa de la muerte—. Ya iban dos veces en las que no me había dado cuenta. En el callejón de Bald Head y un rato antes en la cabaña, justo después de darme cuenta de que tenía una daga del Covenant en el bolsillo.

—Lexie, me prometiste que no ibas a correr —sonó increíblemente calmada.

¿Ah sí? Me metí la mano al bolsillo.

—Mentí.

—Me he ocupado de Daniel. No tienes que preocuparte por él —se acercó más—. Ahora todo irá bien. Lexie, deberías sentarte. Estás sangrando por todos lados.

Me miré a mí misma. Correr me puso el pulso a mil. Podía sentirlo cosquilleando por mis brazos y el cuello. Casi estaba hasta sorprendida de seguir teniendo. Por el rabillo del ojo vi un rayo azul oscuro aparecer de entre las llamas.

—Hazlo, Rachelle. Está débil —las palabras de Eric estaban repletas de furia e impaciencia—. ¡Encárgate de ella y larguémonos de aquí!

Era cierto. Sin nada en la cabeza y desequilibrada, un conejito habría podido conmigo en aquel momento.

—No te acerques más.

Mi madre rio.

—Lexie, acabará pronto. Sé que tienes miedo, pero no tienes nada de qué preocuparte. Voy a ocuparme de todo. ¿No confías en mí? Soy tu madre.

Me aparté, parando al sentir el calor de las llamas.

—No eres mi madre.

Ella se movió hacia delante. En algún lugar en la distancia creí oír mi nombre. Su voz —la de Aiden—. Tenía que ser una alucinación, porque ni Eric ni mi madre reaccionaron ante el sonido, pero aunque fuese una triste manifestación de mi subconsciente, me dio fuerzas para seguir en pie. Mis dedos se deslizaron sobre la fina daga. ¿Cómo se les podía haber pasado por alto?

—Tú no eres mi madre —dije de nuevo con voz ronca.

—Nena, estás confundida. Soy tu madre.

Mi dedo gordo pasó sobre el botón de la daga.

—Tú moriste en Miami.

Sus ojos tenían un destello peligroso.

—Alexandria… no hay otra opción.

Espera, una voz susurró en mi cabeza, espera hasta que baje la guardia. Si veía la hoja, todo se habría acabado. Tenía que hacerle creer que había ganado. La necesitaba vulnerable. Lo raro era que estaba casi cien por cien segura de que la voz no era la mía. Pero ahora no importaba.

—Hay otra opción. Podrías matarme sin más.

—No. Vas a unirte a mí —su voz sonó igual que en la habitación, justo antes de que matase a Daniel por haberme tocado. Era todo muy retorcido—. Y como has roto tu promesa, voy a tener que matar a tu pequeño novio. Bueno, solo si aún no se ha quemado vivo.

Todo se reducía a aquel momento. Morir o matar. Convertirme en un monstruo o matarla.

—Ya estás muerta —susurré—, y yo preferiría estar muerta que convertirme en lo que eres.

—Ya me lo agradecerás —moviéndose inhumanamente rápida, me agarró el pelo y me echó la cabeza hacia atrás.

Me sentí incómoda al coger el mango de la daga, como si estuviese haciendo algo malo. Tomé aire y apreté el pequeño botón. No había mucho espacio entre las dos, pero aún tenía el brazo entre ambas. No sería un golpe certero, no desde aquel ángulo, pero sería mortal.

Matarás a los que amas.

El destino había acertado.

Mi madre se apartó, con la boca abierta, sorprendida. Miró hacia abajo, y yo también. Tenía la mano pegada a su pecho, y la hoja se había clavado en su piel tal y como el titanio lo hacía en la piel de los daimons.

Cuando saqué la daga se tambaleó hacia atrás. Tenía la cara contraída de dolor. Sus ojos, bonitos y brillantes, se encontraron con los míos y, entonces, desaparecieron. Como si hubiesen apretado un interruptor, el fuego que nos rodeaba dejó de existir.

Su grito llenó el bosque, y los míos superaron el suyo. Se desplomó justo cuando mis piernas se negaron a cooperar. Ambas nos doblamos a la vez, solo que yo me desplomé en el suelo y ella se plegó sobre sí misma. Hubo un momento —fue rápido— en el que vi un brillo de alivio en su cara. En ese instante fue mamá. Fue ella de verdad. Y entonces empezó a desaparecer, desvaneciéndose hasta que solo quedó una fina capa de polvo azul.

Caí hacia delante, con la cabeza sobre el suelo húmedo, sin ser consciente de cómo Eric huía ni de la lluvia que caía sobre mí. Meses de pérdida y dolor se arremolinaron dentro de mí, invadiendo cada célula, cada poro. No quedaba nada más que un dolor crudo, de distinto tipo. Las marcas y las mordeduras no eran nada en comparación. La angustia me consumió. Quería morir —desplomarme como mamá—. La había matado —a mi madre—. Daimon o no, la había matado.

El tiempo se paró. Podían haber pasado minutos u horas, pero en algún momento oí voces. La gente me llamaba, llamaba a Caleb, pero no podía contestar. Todo sonaba muy lejano e irreal.

Entonces, unas manos fuertes me rodearon, levantándome. Mi cabeza cayó hacia atrás, y la lluvia fresca me salpicó en las mejillas.

—Álex, mírame. Por favor.

Reconocí la voz y abrí los ojos. Aiden me miraba, pálido y demacrado. Parecía afectado al ver todas mis marcas de mordiscos.

—Hey —murmuré.

—Todo irá bien —por su voz parecía algo asustado y desesperado. Pasó sus dedos húmedos por mis mejillas y me cogió la barbilla—. Necesito que mantengas los ojos abiertos y me hables. Todo irá bien —me sentía extraña, así que dudé de sus palabras. Había muchas voces, algunas que reconocía y otras que no. En algún lugar oí a Seth.

—¿Dónde está… Caleb?

—Está bien, lo tenemos. Álex, sigue conmigo. Háblame.

—Tenías… razón —tragué, necesitaba decírselo a alguien; decírselo a él—. Se fue aliviada. Lo vi…

—¿Álex? —Aiden se puso de pie, llevándome hacia su pecho. Sentí su corazón tronando bajo mi mejilla y luego nada más.