Capítulo 18

Demonios. Mi disfraz realmente funcionó.

Me quedé entre las sombras casi todo el tiempo, sin dejar de pensar en qué estaba haciendo. Cuando crucé el primer puente, los Guardias me saludaron con la cabeza. Uno incluso me silbó, obviamente me confundía con alguien en edad legal.

Mientras recorría las vacías calles de la isla, pensé en las veces que había matado. Tenía dos daimons muertos en mi haber. Podía hacerlo. Mamá no sería distinta.

No podía ser distinta.

Al ser un daimon joven, tendría velocidad y fuerza, pero nunca la habían entrenado de verdad. No como a mí. Yo sería más rápida y fuerte que ella. Aiden me había metido en la cabeza que los daimons jóvenes, recién convertidos, solo se preocupaban por una cosa: drenar. Con tan solo tres meses, se la podía considerar una novata, una pequeña daimon.

Únicamente tendría que actuar mientras ella pereciese un daimon, antes de que la cubriese la magia elemental y se pareciese a… mamá.

El puente principal fue un poco más difícil de cruzar, pero por suerte, aquellos Guardias no tenían mucho contacto con los estudiantes. Ninguno me reconoció, pero querían charlar. Eso me retrasó lo suficiente como para que mi confianza flaquease.

Hasta que uno dijo: «Ten cuidado y vuelve, Centinela» y se hizo a un lado.

Centinela. Eso es lo que siempre había querido ser tras la graduación, tomar el camino más activo y vérmelas con daimons en lugar de vigilar a los puros o sus comunidades.

De nuevo, me quedé entre las sombras mientras pasaba tras los barcos. Los habitantes de Bald Head Island estaban acostumbrados a la gente «profundamente reservada» de Deity Island, pero notaban algo raro en nosotros. No sabían qué era lo que les hacía apartarse y sentirse atraídos al mismo tiempo.

Para mí, vivir entre mortales durante tres años fue una experiencia realmente horrible. Los jóvenes querían estar a mi alrededor, pero los padres decían que yo era «una de esas personas» de las que tenían que mantenerse alejados. Significase lo que significase.

Me pregunté qué pensarían aquellos padres si supiesen qué era exactamente —una máquina de matar casi entrenada—. Supongo que entonces estarían en su derecho de hacer que sus hijos que se mantuvieran alejados.

Cuando salí de los muelles, me pegué a los edificios. No estaba segura de a dónde ir, pero tenía el presentimiento de que no tendría que ir muy lejos. Y estaba en lo cierto. A los diez minutos de estar en lo que llamaba cariñosamente «el mundo normal», oí pisadas rápidas detrás de mí. Me di la vuelta para enfrentarme a mi atacante, saqué la pistola y apunté.

—¿Caleb? —sentí algo entre incredulidad y alivio.

Estaba a unos cuatro metros de mí, con los ojos azules bien abiertos y los brazos levantados. Llevaba el pijama, una camiseta blanca y chancletas.

—¡Baja la pistola! —susurró—. Dioses. Vas a dispararme sin querer o algo.

Bajé la pistola y le agarré del brazo, arrastrándolo hasta un callejón.

—Caleb, ¿qué haces aquí? ¿Estás loco?

—Yo podría preguntarte lo mismo —me miró—. Te estaba siguiendo, obviamente.

Moví la cabeza y volví a meterme la pistola en la cintura de los pantalones. Se me había olvidado coger una funda, mira tú por donde.

—Tienes que volver al Covenant. Ahora. ¡Mierda, Caleb! ¿En qué estabas pensando?

—¿En qué estás pensando ? —Me miró con el ceño fruncido mientras me lanzaba la pregunta de vuelta—. Sabía que ibas a hacer algo increíblemente estúpido. Por eso no pude dormir. Me senté en la maldita ventana y esperé. ¡Con cuidado y atento te vi, escabulléndote por el patio!

—¿Cómo narices esquivaste a los guardias con ese pijama de Mario Bros?

Miró hacia bajo, encogiéndose de hombros.

—Tengo mis trucos.

—¿Tus trucos? —No tenía tiempo para aquello. Me aparté y señalé hacia el puente—. Tienes que volver a un sitio seguro.

Cruzó los brazos, testarudo.

—No sin ti.

—¡Oh, por el amor de los dioses! —Mi mala leche surgió—. No empieces justo ahora. No lo entiendes.

—No empieces con esa mierda de que «no lo entiendo». ¡Esto no va de entender nada! ¡Esto va de que vas a conseguir que te maten! Es un suicidio, Álex. No es valiente. No es inteligente. No tiene que ver con el deber o algún tipo de culpa equivocada que…

Volvió a abrir los ojos cuando algo aterrizó a pocos metros detrás de mí. Me di la vuelta y, al mismo tiempo, Caleb cogió la daga de mis pantalones mientras yo sacaba la pistola.

Era ella.

Estaba allí, en medio de la calle. Era ella… solo que no lo era. Tenía el pelo largo, oscuro, que le caía en suaves ondas, enmarcando su cara pálida y fantasmal —con aquellos pómulos altos y labios reconocibles—. Pero había oscuridad donde debían estar sus ojos y si sonreía, se vería una fila de dientes afilados y horribles en su boca.

Era mi madre… siendo un daimon.

El impacto de verla —ver su hermosa y amable cara convertida en una máscara tan grotesca— hizo que mi brazo flojeara, que mi dedo temblase sobre el gatillo. Era ella… pero no lo era.

Sabía que, desde donde estaba, no iba a poder defenderse de un tiro en el pecho. Tenía en la mano una pistola llena de balas de titanio, un cargador lleno, de hecho. Podría disparar en aquel instante y todo acabaría.

No se movió ni un poco.

Segundos después se parecía a mamá. La magia elemental cubrió al daimon, y me miraba con aquellos ojos brillantes color esmeralda. Aún estaba pálida, pero ya no estaba cubierta de gruesas venas. Estaba igual que la noche antes de que la convirtieran, sonriéndome, me mantuvo la mirada.

—Lexie —murmuró, pero la oí alto y claro. Era su voz. Oírla me causó buenas y malas sensaciones.

Estaba guapa, increíble y muy viva, fuese un daimon o no.

—¡Álex! ¡Hazlo! ¡Haz…! —gritó Caleb.

Echando un vistazo rápido detrás mío, me di cuenta de que mamá no estaba sola. Otro daimon de pelo oscuro tenía una mano alrededor de la garganta de Caleb. No se movió para matarlo o marcarlo, simplemente lo estaba sujetando.

—Lexie, mírame.

Sin poder negarme al sonido de su voz, me volví hacia ella. Estaba más cerca, tan cerca que un disparo le habría dejado un agujero en el pecho. Y tan cerca que podía captar el olor a vainilla, su perfume favorito.

Mi mirada recorrió su cara, cada centímetro de ella me resultaba familiar y bonito. Cuando la miré a los ojos, recordé. Tuve recuerdos de nuestros veranos juntas, del día que me llevó al zoo y me dijo el nombre de mi padre, la cara que puso cuando me dijo que teníamos que abandonar el Covenant y cómo la vi tirada en el suelo en su pequeña habitación.

Me tambaleé. No podía respirar al mirar aquellos ojos. Era mi madre —¡mi madre!—. Me había criado, tratado como si fuese la cosa más importante del mundo. Y yo lo había sido todo para ella —su razón de vivir—. No podía moverme.

¡Hazlo! ¡Ya no es tu madre! Mi brazo tembló. ¡Hazlo! ¡Hazlo!

Un grito de frustración me desgarró por dentro y dejé caer el brazo. Segundos, solo habían pasado unos segundos, y aun así me pareció una eternidad. No podía hacerlo.

Sus labios se curvaron en una sonrisa engreída. Caleb dio un chillido detrás de mí y, entonces, un agudo dolor explotó en mis sienes. Caí en la dulce oscuridad de la inconsciencia.

Me desperté con un horrible dolor de cabeza y un sabor seco y amargo en el fondo de la boca. Necesité varios minutos para recordar qué había ocurrido. Una mezcla de horror y decepción me hizo levantar, estaba alerta a pesar del constante dolor que sentía en un lado de la cara. Me toqué la cabeza con cuidado, sintiendo un chichón del tamaño de un huevo.

Mareada, miré por la habitación profusamente amueblada. Las paredes con láminas de cedro, la gran cama cubierta de sábanas de satén, la televisión de plasma, los muebles hechos a mano, todo me resultaba familiar. Era una de las habitaciones de la cabaña a la que solíamos ir, la habitación en la que había dormido media docena de veces. Al lado de la cama, un jarrón con flores de hibisco moradas —las favoritas de mamá—. Le gustaban las flores moradas.

Estaba impactada y consternada. Recordaba la habitación. Oh, dioses. Aquello no podía significar nada bueno. No.

Estaba en el maldito Gatlinburg, Tennessee —a más de cinco horas del Covenant—. Cinco horas. Peor aún, no veía a Caleb. Fui lentamente hacia la puerta, me paré y escuché. Ni un ruido. Miré hacia las puertas de cristal que guiaban fuera, hacia la terraza, pero no había forma de salir. Tenía que encontrar a Caleb… si es que seguía vivo.

Me aferré a aquel pensamiento. Tenía que estar vivo. No podía ser de otra manera.

Por supuesto ya no tenía mi pistola y Caleb se había llevado mi daga. No había nada en la habitación que pudiese usar como arma. Si empezase a romper cosas, llamaría la atención, y nada de lo que había podía convertirse en un arma. Habían quitado todo lo que pudiese estar hecho de titanio.

Intenté girar el pomo de la puerta, estaba sin cerrar. La abrí un poco y miré alrededor. El sol estaba saliendo, mostrando las sombras de la sala de estar y la cocina. En medio de la sala había una gran mesa redonda, rodeada por seis sillas a juego. Dos de ellas estaban un poco apartadas, como si hubiesen estado ocupadas. Varias botellas de cerveza vacías seguían sobre la superficie de roble tallado. ¿Los daimons bebían cerveza? No tenía ni idea. Había dos sofás grandes, cubiertos de lujosa tela marrón.

Al otro lado de la sala, la televisión estaba encendida, pero silenciada —era una de esas enormes teles de pantalla plana, anclada a la pared—. Fui hacia la mesa y cogí una botella. No mataría a un daimon, pero por lo menos era un arma.

Un grito ahogado llevó mi atención hasta una de las habitaciones de atrás. Si no recordaba mal, había dos habitaciones más, otra sala de estar y una sala de juegos. Todas las puertas estaban cerradas. Me acerqué más y me quedé quieta cuando el sonido volvió a salir de la habitación principal.

Apreté la botella en la mano y murmuré una plegaria en voz baja. No estaba segura de a qué dios le estaba rezando, pero esperaba que alguno contestase. Entonces abrí la puerta de una patada. Las bisagras chirriaron y me abrieron paso mientras la madera alrededor del pomo se astillaba. La puerta se quedó abierta.

Me quedé sin respiración ante la pesadilla que se estaba desarrollando enfrente mío. Caleb estaba atado a la cama. Un daimon rubio estaba encima de él, con sus ásperas manos cubriéndole la boca y sujetándolo mientras le marcaba en el brazo. Los ruidos que hacía el daimon mientras le drenaba la sangre a Caleb para conseguir el éter me ponían los pelos de punta.

Ante el ruido de mis gritos de ira, el daimon levantó la cabeza. Su mirada vacía me perforó. Me tiré directa desde la puerta, con la botella levantada. No le mataría, pero iba a hacer que le doliese.

Pero nunca llegó a suceder.

Estaba tan centrada en lo que el daimon le estaba haciendo a Caleb, que no comprobé la habitación. Estúpida. Mierda, aquellas eran el tipo de cosas que me perdí al abandonar el Covenant. Solo sabía actuar y pelear. No aprendí a pensar.

Alguien me agarró por detrás. Me retorció el brazo hasta que solté la botella al suelo. Me vinieron a la mente las dos sillas que estaban apartadas de la mesa. Tenía que haberlo visto venir. En aquella posición no podía escaparme, pero aun así di patadas y traté de escabullirme. Solo logré que el daimon me sujetase tan fuerte que me hacía daño.

—Ahora, ahora. Daniel no va a matar a tu amigo —la voz me llegó por detrás—. Todavía no.

Daniel sonrió, mostrando una fila de dientes ensangrentados. En un abrir y cerrar de ojos, se puso enfrente de mí, inclinando la cabeza hacia un lado. La magia elemental lo cubrió, revelando sus rasgos de pura sangre. Habría sido guapo, de no ser por los regueros de sangre que le caían por la barbilla.

El cuerpo de Caleb se movía nerviosamente cada pocos segundos. Convulsiones por las marcas —ya las conocía—. Sus brazos desnudos revelaban no una, sino dos marcas de daimon. Furiosa, le grité al daimon que estaba frente a mí.

—¡Os voy a matar!

Daniel rio y se pasó el dorso de la mano por la barbilla.

—Y a mí me encantará probarte —me olisqueó; literalmente—. Casi puedo saborearte ya.

Le di una patada, alcanzándole en el pecho. Se tambaleó unos cuantos metros hacia atrás, dando con la cama. Caleb gruñó y trató de sentarse. Daniel dejó inconsciente a Caleb de un golpe. Yo grité, forcejeando como un animal rabioso, pero el daimon me golpeó.

Y entonces me encontré volando, sin que nadie me tocase. Golpeé la pared tan fuerte que el yeso crujió a mi espalda, me pareció que todos los huesos de mi cuerpo crujieron también. Y allí me quedé clavada, con los pies colgando a varios metros del suelo. El daimon controlaba el elemento aire, algo contra lo que tampoco había aprendido a defenderme.

—Tenéis que aprender a jugar limpio. Los dos —el otro daimon levantó las manos. Tenía acento sureño, suave y profundo. Se acercó hasta donde estaba colgando y me dio unos golpecitos en el pie. Era el daimon del callejón, el de pelo oscuro que estaba con mamá—. Nos entra hambre, ¿sabes? Y contigo aquí… bueno, nos roe las entrañas. Es como un fuego que tenemos por dentro.

Intenté separarme de la pared, pero no me moví.

—¡Apártate de él!

Me ignoró, dirigiéndose hacia el inmóvil Caleb.

—No somos nuevos daimons, pero tú… nos dificultas resistirnos a la atracción del éter. Solo un poquito. Es todo lo queremos —pasó sus dedos por la cara de Caleb—. Pero no podemos. No hasta que vuelva Rachelle.

—No le toques —casi no reconocí mi propia voz.

Me volvió a mirar y movió una mano. Caí al suelo, primero con los pies y luego sobre las rodillas. Sin pensar en nada más que alejarlo de Caleb, corrí hacia él. El daimon de pelo oscuro negó con la cabeza y simplemente movió el brazo hacia arriba. Mi cuerpo golpeó la pared, tirando varios cuadros al suelo. Aquello, aquello no se parecía a los entrenamientos.

Y esa vez no me levanté.

Molesto, se apartó de Caleb. Se acercó a mí y grité, encarándome a él. Me cogió un brazo y luego el otro, me hizo levantar.

Sin poder usar los brazos, solo me quedaban las piernas. Aiden siempre había alabado mis patadas y, con aquello en mente, apoyé la espalda contra la pared. Usando los brazos del daimon y la pared para apoyarme, levanté las piernas hasta el pecho y di una patada.

Le di justo en el pecho, y por la cara de asombro que puso, pude ver que no se lo esperaba. Se tambaleó varios metros y yo volví a caer al suelo.

Daniel salió disparado de la cama y metió los dedos entre mi pelo, tirándome de la cabeza hacia atrás. Por un momento, me golpeó una horrible sensación de déjà vu, pero ahora no estaba Aiden para salvarme —no iba a aparecer la caballería—. Mientras forcejeaba con Daniel, el daimon de pelo oscuro se dejó caer frente a mí. Con las manos en las rodillas y una sonrisa tranquila en su cara, parecía que iba a hablar del tiempo conmigo. Así de despreocupado estaba.

—¿Qué está pasando aquí?

Daniel me soltó al oír la voz enfadada de mi madre. Me puse en pie, girándome hacia ella. No pude evitar la mezcla de miedo y amor que me invadía. Estaba en la puerta, vigilando los daños con ojo crítico. Solo la vi con la magia. No pude ver su forma real.

Estaba jodida.

—¿Eric? —Dirigió su mirada enfadada hacia el moreno.

—Tu hija… no está contenta por cómo van las cosas ahora.

No pude quitarle los ojos de encima mientras pisaba un trozo de madera rota.

—Más vale que a mi hija no le falte ni un pelo.

Eric miró a Daniel.

—Su pelo está perfectamente bien. Está bien. Y el otro mestizo también.

—Oh. Sí —se volvió hacia Caleb—. Me acuerdo de él. ¿Es tu novio, Lexie? De todas formas, qué amabilidad la suya al acompañarte. Un gesto estúpido, pero amable.

—Mamá —mi voz se entrecortó.

Se volvió hacia mí con una sonrisa, una sonrisa grande y bonita.

—¿Lexie?

—Por favor… —tragué—. Por favor, deja que Caleb se vaya.

Chasqueó la lengua y movió la cabeza.

—No puedo permitirlo.

Me retorcí por dentro.

—Por favor. Él solo… por favor.

—Nena, no puedo. Le necesito —estiró un brazo y me echó el pelo hacia atrás, como solía hacerlo. Me estremecí y ella frunció el ceño—. Sabía que vendrías. Te conozco. La culpa y el miedo te reconcomerían. Lo que no planeé fue lo de él, pero no estoy enfadada. ¿Ves? Va a quedarse.

—Podrías dejar que se fuera —me tembló la barbilla.

Bajó la mano por mi mejilla.

—No puedo. Va a asegurar que cooperas conmigo. Si haces todo lo que te digo, sobrevivirá. No dejaré que lo maten o lo conviertan.

No eran tan estúpida como para tener esperanzas. Tenía truco, seguramente uno bien grande y horrible.

Se apartó, volviendo su atención hacia los dos daimons.

—¿Qué le habéis contado?

Eric levantó la barbilla.

—Nada.

Mi madre asintió. Su voz era la misma, pero mientras hablaba me di cuenta de que le faltaba lo que la hacía suya. No había dulzura ni emoción en ella. Era dura, plana, no era la suya.

—Bien —volvió a hablarme a mí—. Quiero que entiendas algo, Lexie. Te quiero mucho, mucho.

Parpadeé, apartándome hacia la pared. Sus palabras dolían más que cualquier golpe físico.

—¿Cómo puedes quererme? Eres un daimon.

—Sigo siendo tu madre —respondió en el mismo tono plano—, y tú aún me quieres. Por eso no me mataste cuando tuviste oportunidad.

Un acto y una verdad de los que ya me arrepentía, pero mirándola en aquel momento, solo podía verla a ella, a mamá. Cerré los ojos, obligándome a ver al daimon, al monstruo dentro de ella. Cuando abrí los ojos seguía siendo la misma.

Sus labios se torcieron en una sonrisa.

—No puedes volver al Covenant. No puedo permitírtelo. Tengo que mantenerte alejada de allí. Para siempre.

Mi mirada se dirigió a Caleb. Daniel se iba acercando poco a poco hacia él.

—¿Por qué? —Podía mantenerme en calma siempre y cuando aquel bastardo no volviese a tocarlo.

—Tengo que mantenerte alejada del Apollyon.

Parpadeé sin esperarme eso.

—¿Qué?

—Te quitará todo. Tu poder, tus dones… todo. Él es el Primero, Lexie. Lo sepa o no, te quitará todo para poder convertirse en el Asesino de Dioses. No quedará nada de ti cuando haya acabado. El Consejo lo sabe. No les importa. Solo quieren al Asesino de Dioses, pero Thanatos nunca dejará que ocurra.

Me aparté, moviendo la cabeza. Mamá estaba completamente loca.

—No les importa lo que pueda hacerte. No puedo permitirlo. ¿Entiendes? —Caminó hacia mí, parándose enfrente—. Por eso tengo que hacerlo. Tengo que convertirte en un daimon.

La habitación dio vueltas y, por un momento, pensé que iba a desmayarme.

—No tengo otra opción —me cogió la mano, llevándosela hacia donde le latía el corazón. La sostuvo allí—. Como daimon serás más rápida y fuerte que ahora. Serás inmune al titanio. Tendrás un gran poder… cuando cumplas dieciocho serás imparable.

—No —aparté la mano—. ¡No!

—No tienes ni idea a qué dices «no». Pensaba que antes había vivido, pero es ahora cuando estoy viviendo de verdad —mantuvo su mano libre enfrente de mi cara, moviendo los dedos una y otra vez. Una pequeña chispa salió de sus dedos, y luego tuvo la mano entera en llamas.

Intenté apartarme, pero me sujetó la mano con más fuerza.

—Fuego, Lexie. Casi no podía controlar el elemento aire cuando era pura sangre, pero siendo daimon controlo el fuego.

—¡Pero estás matando gente! ¿Cómo puede ser bueno?

—Te acostumbras —se encogió de hombros quitándole importancia—. Te acostumbrarás.

La sangre se me heló en las venas.

—Pareces… pareces una loca.

Me miró sin gracia.

—Ahora dices eso, pero ya verás. El Consejo quiere que todo el mundo crea que los daimons son criaturas desalmadas y malvadas. ¿Por qué? Miedo. Saben que somos mucho más poderosos y que, al final, ganaremos esta guerra. Somos como dioses. No. Somos dioses.

Daniel casi se relamió ante la expectativa mientras me miraba. Sentí como las náuseas y el miedo se aferraban a mí, y negué.

—No. No lo hagas. Por favor.

—Es la única forma —se dio la vuelta, mirándome por encima del hombro—. No me hagas obligarte.

La miré, preguntándome cómo pude haber dudado en el callejón. No había nada en aquella cosa que estaba ahora delante mío que fuese mi madre. Nada.

—Estás completamente loca.

Se giró, con una expresión dura.

—Te dije que no me obligaras. ¡Daniel!

Me aparté de la pared cuando Daniel se tiró sobre Caleb, que gimió mientras se le acercaba. Mamá me agarró antes de que pudiese alcanzarlos. El daimon agachó la cabeza hacia su brazo.

El terror me desgarró.

—¡No! ¡Para!

Daniel rio un momento antes de clavarle los dientes. Caleb se retorció en la cama, con los ojos idos mientras sus gritos aterrados llenaban la cabaña. Empujé a mi madre, pero no pude abrirme paso. Era fuerte, increíblemente fuerte.

—Eric, ven aquí.

Eric pareció más que feliz de obedecer. Sus ojos oscuros brillaron de hambre. El miedo y el asco me sobrepasaron, y mi forcejeo se acrecentó. Mamá me tenía sujeta bien fuerte por la cintura.

—Recuerda lo que te dije, Eric. Mordiscos pequeños, cada hora y nada más. Si se opone, mata al chico. Si cumple, deja al chico en paz.

Me quedé helada.

—¡No! ¡No!

—Lo siento, nena. Va a dolerte, pero si no te resistes, acabará pronto. Es la única opción, Lexie. Nunca podría controlarte de otro modo. Ya verás, Lexie. Al final será lo mejor. Te lo prometo.

Y entonces me lanzó sobre Eric.