Capítulo 17

A pesar de su extraordinaria palidez, Kain parecía… Kain. Lo que explicaba por qué ninguno de los otros mestizos había notado nada extraño. Nada en él advertía que algo fuese mal. Bueno… excepto el montón de cuerpos tras la cortina. Agarré lo que parecía un aparato de monitorizar el corazón y se lo lancé a la cabeza. Como era de esperar, lo apartó antes de que le diera.

Volvió a reír con una risa horrible.

—¿No puedes hacerlo mejor? ¿Recuerdas nuestras sesiones de entrenamiento? ¿Lo rápido que logré que dieses lo mejor de ti?

Ignoré aquel doloroso recuerdo, pensé que lo mejor sería mantenerlo hablando hasta que encontrase cómo salvar la situación.

—¿Cómo es posible? Eres un mestizo.

Asintió, pasándose la daga a la otra mano.

—¿No me has prestado atención? Ya te lo he dicho. Nos drenan lentamente y, dioses, duele muchísimo. Deseé morir mil veces, pero no lo hice. ¿Y ahora? Estoy mejor que nunca. Más rápido. Más fuerte. No puedes luchar contra mí. Nadie puede —levantó la daga y la movió hacia delante y atrás—. Alimentarse es un rollo, pero funciona.

Miré por encima de su hombro. Existía una pequeña posibilidad de que pudiese llegar hasta la puerta. Aún era rápida, y no estaba malherida.

—Tiene que ser una mierda.

Se encogió de hombros, pareciéndose más al antiguo Kain, tanto, que me dejó sin respiración.

—Cuando tienes hambre.

Aquello era muy tranquilizador. Me eché hacia la izquierda.

—Vi a tu madre.

Todos mis instintos me gritaron que no le escuchase.

—¿Hablaste… con ella?

—Estaba como loca, matando, y lo disfrutaba. Fue la que me convirtió —se humedeció los labios—. Viene a por ti, ¿lo sabías?

—¿Dónde está? —No esperaba que fuese a responderme, pero lo hizo.

—Si abandonas la protección del Covenant la encontrarás… o ella te encontrará a ti. Pero eso no sucederá.

—¿Oh? —susurré, pero ya lo sabía. No era estúpida. Mamá no iba a poder conseguir mi éter, porque Kain iba a matarme y drenarme.

—¿Sabes lo único que no me gusta de ser un daimon? Que siempre tengo hambre. ¿Pero tú? Estoy seguro de que serás diferente a los demás. Me gusta que hayas venido a mí. Que hayas confiado en mí —sus ojos azules se fijaron en mi cuello; donde mi pulso iba como loco—. Tu madre matará hasta que te encuentre, o hasta que estés muerta. Y morirás ahora.

Esa fue la clave para moverme. Lo empujé con todas mis fuerzas, pero fue inútil. Kain bloqueaba mi única ruta de escape. Sin más opción que luchar contra él, me puse en guardia, sin armas y sin preparación.

—¿En serio vas a intentarlo?

Intenté que mi voz sonase todo lo segura posible.

—¿Y tú?

Esa vez, cuando vino a cogerme, me eché hacia él y agarré la mano con la que sujetaba la daga. Se le soltó, golpeando contra el suelo. Antes de que pudiese celebrar mi pequeña victoria, lanzó su puño, y pareció recordar lo mal que se me daban los bloqueos. El puñetazo me dio en el estómago.

Una corriente de aire agitó mi pelo, dándome unos segundos para incorporarme. Estaba perdida —sin duda—. Pero cuando levanté la cabeza no era Kain quien estaba delante mio.

Era Aiden.

No le dijo nada a Kain. De alguna forma lo supo y me echó hacia atrás, lejos del daimon mestizo. Kain dirigió su atención hacia Aiden. Dejó escapar un aullido inquietantemente parecido al que hizo el daimon de Georgia. Se rodearon el uno al otro y, con Kain desarmado, Aiden tenía todas las de ganar. Intercambiaron resoplidos de rabia —ya no eran compañeros, sino enemigos a muerte—. Entonces Aiden hizo su movimiento. Clavó la daga de titanio hasta el fondo en el estómago de Kain.

Ocurrió lo imposible, Kain no cayó.

Aiden dio un paso atrás, dejándome ver la cara asustada de Kain. Miró hacia su enorme herida y empezó a reír. Debería haber sido mortal, pero poco a poco fui comprendiéndolo, me di cuenta de que teníamos algo más que aprender de los daimons mestizos.

Era inmunes al titanio.

Aiden le lanzó una patada a Kain, este la bloqueó y se giró para darle una a él. Una máquina médica se estampó contra la pared. Me encontré entre los dos, clavada en el sitio. No podía quedarme allí clavada. Fui a por la daga del suelo.

—¡Apártate! —gritó Aiden mientras yo envolvía mis dedos alrededor del frío titanio.

Miré hacia arriba, viendo a los refuerzos, y al Apollyon.

—¡Aparta! —La voz de Seth resonó entre el caos.

Aiden saltó hacia delante, empujándome contra la pared y cubriéndome con su cuerpo. Tenía mis manos sobre su pecho. Volví la cabeza cuando Seth se puso delante de los Centinelas, con un brazo estirado hacia delante. Segundos después, algo que solo podría describir como un relámpago, salió de su mano. El destello de luz azul —intensa y brillante— oscureció el resto de la habitación. Akasha —el quinto y último elemento; solo los dioses y el Apollyon podían manejarlo.

—No mires —susurró Aiden.

Apreté mi cara contra su pecho mientras el aire se llenaba del chisporroteo del elemento más poderoso que los Hematoi conocían. Los horribles gritos de Kain se alzaron por encima cuando akasha lo golpeó. Me estremecí, apretándome más contra Aiden. Los gritos, nunca olvidaré aquellos gritos.

Aiden me agarró más fuerte hasta que el chillido agonizante paró y el cuerpo de Kain cayó al suelo. Entonces Aiden se apartó, acariciando con sus dedos mi labio partido e hinchado. Durante un segundo sus ojos se cruzaron con los míos. En una sola mirada había tanto. Dolor. Alivio. Ira.

Todo el mundo entró corriendo en la sala. Entre todo aquel caos, Aiden comprobó rápidamente que estaba bien antes de entregarme a Seth.

—Sácala de aquí.

Seth me llevó tras los Centinelas mientras Aiden centraba su atención en el cuerpo arrugado de Kain. En el pasillo nos cruzamos con Marcus y muchos más Guardias. Nos echó una breve mirada. Seth me llevó por el pasillo, en silencio, hasta que me metió en otra habitación al final.

Cerró la puerta detrás suyo y lentamente se acercó a mí.

—¿Estás bien?

Me aparté hasta que di contra la pared más alejada de él, respirando con dificultad.

—¿Álex? —Entrecerró los ojos.

En cuestión de unas horas, todo había cambiado. Nuestro mundo —mi mundo— ya no era el mismo. Era demasiado. ¿Mamá, la locura de lo de Seth, la noche anterior con Aiden y ahora aquello? Me rompí en pedazos. Deslizándome por la pared, me senté con las rodillas contra mi pecho. Reí.

—Álex, levántate —su voz tenía aquel tono musical tan suyo, pero sonaba tensa—. Es mucho, lo sé. Pero tienes que recomponerte. Vendrán aquí; pronto. Querrán respuestas. Esta noche Kain estaba normal, todo lo normal que Kain puede estar. Y ahora era un daimon. Querrán saber qué ha pasado.

Kain ya era un daimon entonces, pero nadie lo sabía. Nadie lo podía haber sabido. Me quedé en blanco, mirando a Seth. ¿Qué quería que dijese? ¿Que estaba bien?

Volvió a intentarlo, agachándose frente a mí.

—Álex, no puedes dejar que te vean así. ¿Me entiendes? No puedes dejar que los otros Centinelas o tu tío te vean así.

¿Acaso importaba? Las reglas habían cambiado. Seth no podía estar en todas partes.

Saldríamos allí fuera y moriríamos. Peor aún, podían convertirnos. Podrían convertirme. Como a mamá. Aquel pensamiento me devolvió una pizca de sensatez. Si perdía la cabeza, ¿de qué iba a servir? ¿Qué pasaría con mamá? ¿Quién arreglaría esto —en lo que se había convertido—?

Seth miró por encima de su hombro, hacia la puerta.

—Álex, empiezas a preocuparme. Insúltame… o algo.

Una débil sonrisa apareció en mis labios.

—Eres más raro de lo que nunca me hubiese imaginado.

Rio, y mis oídos debían haberme engañado, porque sonó aliviado.

—Eres tan rara como yo. ¿Qué tienes que decir a eso?

Me encogí, apretando los dedos contra las rodillas.

—Te odio.

—No puedes odiarme, Álex. Ni siquiera me conoces.

—Da igual. Odio lo que significas para mí. Odio no tener el control. Odio que todo el mundo me haya mentido —estaba inspirada, estiré las piernas—. Y odio todo lo que esto significa. Los Centinelas morirán ahí fuera uno detrás de otro. Odio que aún siga pensando en mi madre… como si fuese mi madre.

Seth se inclinó hacia delante y me cogió de la barbilla. La impresión que me dio su tacto no fue tan brutal como antes, pero el extraño intercambio de energía seguía vibrando en mi interior.

—Entonces toma ese odio y haz algo con él, Álex. Usa el odio. No te quedes aquí sentada como si no hubiese esperanza para ellos, para nosotros.

¿Para nosotros? ¿Se refería a esperanza para los nuestros o para él y para mí?

—Viste qué puedo hacer. Tú también podrás hacerlo. Juntos podemos pararlos. Sin ti, no puedo. Y joder, necesito que seas fuerte. ¿De qué me vales si acabas siendo una maldita sirvienta porque no puedes sobrellevarlo?

Bueno… supongo que aquello respondió a mi pregunta. Le aparté la mano de un golpe.

—Lárgate.

Se acercó más.

—¿Y qué vas a hacer?

Le lancé una mirada de advertencia.

—No me importa que puedas lanzar rayos con la mano. Te daré una patada en la cara.

—¿Por qué será que no me sorprende? ¿Podría tener que ver con que sabes que no voy a hacerte daño, que no puedo?

—Seguramente —en realidad no estaba segura de eso. Veinticuatro horas antes me estaba llevando a rastras por toda la isla.

—No suena muy justo, ¿no?

—Nada de esto es justo —le di un golpecito en el pecho con el dedo—. Tú tienes el control.

Seth soltó un ruido enfadado. Me cogió la cabeza por los lados.

tienes el control. ¿Lo pillas?

Enfadada, le cogí de las muñecas.

—Déjalo.

Giró las manos y me cogió las mías. Sus ojos ámbar llamearon, como si estuviese listo para enfrentarse a mí. Después de unos tensos momentos, me soltó y se levantó.

—Esta es la actitud que conozco y desprecio.

Le saqué el dedo corazón, pero lo malo era que su cabreo en general me llegó. Aunque no lo admitiría. Nunca.

Cogió una toalla de la estantería. La humedeció y me la tiró.

—Límpiate un poco —me lanzó una sonrisa maliciosa—. No puedo tener a mi pequeña «Apollyon en prácticas» hecha un desastre.

Cogí la toalla con fuerza.

—Si alguna vez vuelves a decir una estupidez así, te asfixiaré mientras duermes.

Levantó sus cejas doradas.

—Pequeña Álex, ¿estás sugiriendo que durmamos juntos?

Asombrada por cómo había podido llegar a esa conclusión, bajé la toalla.

—¿Qué? ¡No!

—¿Entonces cómo ibas a poder asfixiarme mientras duermo, a menos que estuvieses en la cama conmigo? —Sonrió—. Piénsalo.

—Oh, cállate.

Se encogió de hombros y miró hacia la puerta.

—Ya vienen.

Tenía un poco de curiosidad por saber cómo lo sabía, pero según me puse la toalla sobre mi labio hinchado, el dolor me atravesó. Marcus entró primero y Aiden apareció detrás de él. Su mirada me recorrió entera, comprobando de nuevo que estuviese bien. Por su cara, supe que quería venir conmigo, pero con Marcus y una docena de Centinelas presentes me era imposible. Luché contra la necesidad de estar en sus brazos y dirigí mi atención hacia mi tío.

Marcus me miró a los ojos.

—Necesito saber exactamente qué ha pasado.

Así que les dije todo lo que recordaba. Marcus permaneció impasible todo el tiempo. Hizo las preguntas pertinentes y al acabar, solo deseaba volver a mi habitación. Revivir lo que le había pasado a Kain me había dejado sin fuerzas.

Marcus me dio permiso para irme, me puse en pie mientras él le daba órdenes a Leon y a Aiden.

—Notificad a los demás Covenants. Yo me ocuparé del Consejo.

Aiden me siguió hasta la entrada.

—¿No te pedí que no hicieses nada estúpido?

Aiden movió la cabeza, pasándose una mano por el pelo. Entonces me hizo la única pregunta que a nadie se le había ocurrido preguntar.

—¿Dijo algo sobre tu madre?

—Dijo que los mató —respiré profundamente—. Que disfrutó mucho con ello.

Vi lástima en sus ojos.

—Álex, lo siento. Sé que esperabas que no fuese así. ¿Estás bien?

En realidad no, pero quería parecer fuerte.

—Sí.

Apretó los labios.

—Ya… hablaremos más tarde, ¿vale? Te diré cuándo volvemos a empezar los entrenamientos. Estos días serán un poco caóticos.

—Aiden… Kain dijo que ella me estaba buscando. Que venía a por mí.

Tuvo que haber algo diferente en mi voz, porque rápidamente se puso enfrente de mí. Me agarró las mejillas, con una voz que no me dejó dudar de ninguna de las palabras que me dijo.

—No dejaré que ocurra. Nunca. Nunca te enfrentarás a ella.

Tragué. Su cercanía, su tacto, me trajo tantos recuerdos; necesité un momento para responder.

—Pero si lo hiciese, podría lograrlo.

—¿Kain dijo algo más sobre tu madre?

Seguirá matando hasta que te encuentre.

—No —moví la cabeza mientras la culpa roía un agujero en mi alma.

Dejó caer una mano sobre su pecho, donde se frotó en un punto sobre el corazón.

—Volverás a hacer algo estúpido.

Sonreí débilmente.

—Bueno, normalmente lo hago una vez al día.

Aiden levantó una ceja, con los ojos animados.

—No, no es lo que quería decir.

—¿Entonces qué?

Movió la cabeza.

—Nada. Ya hablaremos —se cruzó con Seth de vuelta a la sala. Por un momento, los gestos de ambos se volvieron duros como la piedra. En sus caras podía verse respeto mutuo, pero también antipatía.

Salí antes de que Seth pudiese pararme. Cuando llegué a la residencia de las chicas había varias estudiantes en el porche. Las noticias volaban rápido, aunque aún era pronto; lo más sorprendente fue ver que Lea estaba entre ellas.

Verla me encogió el corazón. Se la veía fatal, dentro de cómo era ella —es decir, que estaba como cualquiera de nosotros en día bueno—. No estaba segura de qué decirle. No éramos amigas, pero era inimaginable por lo que estaba pasando.

¿Qué podía decirle? Ningún tipo de disculpa ni palabras de pésame iban a hacerla sentir mejor, pero según me acercaba a ella, vi el rojo de sus ojos, la delgada línea que formaban sus labios, normalmente carnosos, y el aire general de desconsuelo a su alrededor. Me hizo recordar cómo me sentí cuando pensé que mi madre había muerto. Ahora, coge eso y multiplícalo por dos; así era como se sentía Lea.

Nuestras miradas se cruzaron y una patética disculpa salió de mi boca.

—Lo siento… todo.

Sorprendentemente, Lea me saludó con la cabeza al cruzarnos mientras entraba. Me paré detrás, a poca distancia de ella, deseando que me llamase zorra o se burlase de mi cara. Hasta aquello sería mejor que lo que había. Triste y dolorida, caminé por el pasillo y pasé al lado de un grupo de chicas. Murmuraron algo, y tenían razón. Mi madre era un daimon asesino.

En mi habitación me derrumbé. Me quedé dormida aún vestida, tal y como le pasa a la gente que afronta algo tan enorme que cambia su vida. En algún momento, en ese estado medio lúcido antes de perder la consciencia por completo, me percaté de que, cuando Seth y yo nos tocamos en la sala médica, no hubo ningún cordón azul.

Al día siguiente, Aiden me mandó una nota diciendo que el entrenamiento seguía cancelado. No dijo cuándo volvería a ponerse en contacto conmigo. Según pasaban las horas, iba creciendo mi preocupación. ¿Se habría arrepentido de lo que pasó entre los dos? ¿Aún me desearía? ¿Volveríamos a hablar?

Tenía bastante desordenadas mis prioridades, pero no podía evitarlo. Desde que me había despertado solo podía pensar en lo que casi ocurrió entre los dos. Y cuando lo hice me sentí acalorada y avergonzada.

Me quedé mirando el descomunal libro que me dejó. Lo había dejado en el suelo, al lado del sofá. Me vino una idea a la cabeza. Podría devolverle el libro —una razón totalmente inocente para buscarlo—. Cogí el libro y abrí la puerta.

Caleb estaba allí, con una mano levantada como si estuviese a punto de llamar a la puerta y con una caja de pizza en la otra.

—¡Oh! —Sorprendido, dio un paso atrás.

—Hey —no pude mirarle a la cara.

Bajó la mano. Nuestra casi-pelea seguía flotando entre los dos, como un veneno.

—¿Así que ahora lees fábulas griegas?

—Um… —miré hacia el maldito libro—. Sí… supongo.

Caleb se mordió el labio, una costumbre nerviosa que tenía desde la infancia.

—Conozco lo ocurrido. Vamos… tu cara ya lo dice todo.

Como ausente, mis dedos tocaron el labio rajado.

—Quería asegurarme de que estabas bien.

Asentí.

—Estoy bien.

—Mira, he traído comida —sujetó la caja con una sonrisa—. Y me pillarán si no me dejas entrar, o me echas.

—Está bien —dejé el libro en el suelo y salí con él fuera. De camino al patio, opté por un tema inocuo—. Ayer por la mañana vi a Lea.

Asintió.

—Volvió la noche anterior. Ha estado bastante baja de ánimos. Aunque es una zorra, lo siento por ella.

—¿Has hablado con ella?

Caleb asintió.

—Hable con su cuerpo. No estoy seguro de que haya llegado a ella, ¿sabes?

Seguramente, lo entendí más que él. Encontramos un sitio con sombra bajo unos grandes olivos y me senté. Cogí la pizza, colocando mis rodajas de pepperoni haciendo la forma de una carita sonriente un poco horrible.

—Álex, ¿qué le ha sucedido a Kain? —Su voz era apenas un susurro—. Todo el mundo dice que era un daimon, pero no es posible, ¿verdad?

Aparté la vista de la comida.

—Era un daimon.

El sol pasaba a través de las ramas, dando directamente en el pelo de Caleb y volviéndolo de un color dorado brillante.

—¿Cómo no lo supieron los Centinelas?

—Estaba como siempre. Sus ojos eran normales, sus dientes normales —me apoyé contra el árbol y crucé las piernas por los tobillos—. No había forma de saberlo. Yo no lo supe hasta que… vi a las puras en el suelo —una imagen que nunca iba a poder borrar.

Tragó, mirando su trozo de pizza.

—Más funerales —murmuró. Y luego algo más alto—. No puedo creerlo. Tanto tiempo y nunca ha habido un daimon mestizo. ¿Cómo puede ser?

Le conté lo que dijo Kain, supuse que no había razón para mantenerlo en secreto. Su reacción fue la típica: dura y seria. Caer en batalla para nosotros significaba la muerte, y nunca tuvimos que considerar otra cosa.

Caleb arrugó la frente.

—¿Y si Kain no ha sido el primero? ¿Y otros daimons ya lo averiguaron antes y nosotros no lo sabíamos?

Nos miramos el uno al otro. Tragando, devolví la pizza al cartón.

—Entonces hemos elegido un momento horrible para graduarnos, ¿no?

Los dos reímos… nerviosamente. Luego me puse a recolocar mi pizza, pensando en todo lo que había pasado. Por delante de mí pasaban imágenes de Aiden sin camiseta. La forma en que me miraba y me besaba. El tacto de sus dedos lentamente se fue convirtiendo en el tacto de Seth y el cordón azul.

—¿En qué piensas? —Caleb se acercó más y continuó cuando no le respondí—. ¿Qué sabes? ¡Tienes esa cara que pones siempre! ¡Como cuando teníamos trece años y pillaste a los Instructores Lethos y Michaels montándoselo en el almacén!

—¡Argh! —Puse cara de asco al recordarlo. Maldito, siempre me hacía recordar asquerosidades—. No es nada. Solo estoy pensando… en todo. Han sido unos días muy largos.

—Todo ha cambiado.

Miré a Caleb, sintiendo lástima por él.

—Sí.

—Tendrán que cambiar la forma de entrenarnos, ¿sabes? —continuó con la voz más suave que le había escuchado nunca—. Los daimons siempre serán más veloces y fuertes, pero ahora tendremos que luchar contra mestizos entrenados como nosotros. Conocerán nuestras técnicas, nuestros movimientos, todo.

—Muchos de los nuestros morirán ahí fuera. Más que nunca.

—Pero tenemos al Apollyon —me apretó la mano—. Ahora tendrá que gustarte. Nos salvará el culo ahí fuera.

La necesidad de contárselo todo casi me sobrepasaba, pero miré hacia otro lado, fijando mis ojos en las espesas flores de olor amargo. No me acordaba de cómo se llamaban. ¿Bellacopa o algo así? ¿Qué dijo la Abuela Piperi de ellas? «Como los besos de los que caminan entre los dioses…».

Me giré hacia Caleb y me fijé en que ya no estábamos solos. Olivia estaba a su lado, con los brazos cruzados suavemente en la cintura. Él le contó lo que había pasado y no actuó como un idiota enamorado, no estaba mal. Al final, ella se sentó y me miró compasiva. Supuse que tenía la cara como un mapa, pero la verdad es que no me había fijado mucho.

Caleb dijo algo gracioso y Olivia rio. Yo también, pero Caleb me miró, había pillado el tono de falsedad. Intenté meterme en su conversación, pero no pude. Nos pasamos el día intentando olvidar una cosa u otra. Caleb y Olivia se concentraban en cualquier cosa menos la dura realidad: mestizos convirtiéndose en daimons. ¿Y yo? Bueno, yo intentaba olvidarlo todo.

Cuando la noche comenzó a caer sobre nosotros, nos dirigimos a nuestras residencias, hicimos planes para quedar a comer mañana.

—Álex, sé que estás pasando por muchas cosas. Además, las clases van a empezar en dos semanas. Tienes mucho estrés encima. Debo decirte que siento lo que pasó aquella noche en casa de Zarak.

¿Las clases empezaban en dos semanas? Dioses, ni me había dado cuenta.

—Debería ser yo la que se disculpase —y lo decía en serio—. Siento haber sido tan zorra.

Él se rio y me dio un abrazo rápido. Se apartó y quitó la sonrisa.

—¿Seguro que estás bien?

—Sí —empezó a darse la vuelta—. ¿Caleb?

Paró, esperando.

—Mamá… mató a toda aquella gente en Lake Lure. Fue quien convirtió a Kain.

—Lo… lo siento —dio un paso adelante, levantando las manos y volviéndolas a dejar caer—. Ya no es tu madre. No es ella la que está haciendo esto.

—Ya lo sé —la madre que yo conocía no disfrutaba ni matando bichos. Nunca habría hecho daño a otra persona—. Kain dijo que seguirá matando hasta que me encuentre.

Parecía no saber qué decir.

—Álex, seguirá matando pase lo que pase. Sé que suena horrible, pero los Centinelas la encontrarán. Ellos la pararán.

Asentí, jugueteando con el borde de mi camiseta.

—Debería ser yo quien la parase. Es mi madre.

Caleb arrugó la frente.

—Debería ser cualquiera excepto tú, ya que fue tu madre. Yo… —se puso serio y me miró— Álex, no pensarás ir a por ella, ¿verdad?

—¡No! —Forcé una risa—. No estoy loca.

Continuó mirándome.

—Ni siquiera sabría dónde encontrarla —le dije, pero las palabras de Kain me vinieron a la cabeza. Si dejas la seguridad del Covenant la encontrarás, o ella te encontrará a ti.

—¿Por qué no te vienes conmigo? Podemos descargarnos una tonelada de pelis ilegales y verlas. Incuso podemos colarnos en la cafetería y robar un montón de comida. ¿Qué te parece? Suena divertido, ¿no?

La verdad era que me apetecía, pero…

—No. Estoy muy cansada, Caleb. Estos últimos días han sido…

—¿Una mierda?

—Sí, se podría decir —me alejé un poco—. ¿Te veo en el desayuno? No creo que tenga entrenamiento.

—Vale —seguía pareciendo preocupado—. Si cambias de opinión, ya sabes dónde encontrarme.

Asentí y me fui para la residencia. Había otro pequeño sobre blanco metido en la rendija. Cuando vi la desordenada letra de Lucian, me sentí intranquila. Nada de Aiden.

—Dioses —lo abrí y lo tiré rápidamente, sin leer nada. Aunque estaba reuniendo una suma considerable de dinero. Aquel sobre llevaba trescientos, y lo junté con el resto del dinero. En cuanto las cosas se calmasen, me iba a ir de compras.

Después de cambiarme y ponerme un pantalón de pijama de algodón y una camiseta de tirantes, cogí el libro de leyendas griegas y lo llevé a la cama, pasando hasta la sección del Apollyon. Leí esa parte una y otra vez de nuevo, buscando algo que me pudiese decir qué iba a pasar cuando cumpliese los dieciocho, pero el libro no me dijo nada que no supiese ya.

Que no era demasiado.

Debí quedarme dormida, porque lo último que recordaba era estar mirando al techo con la habitación a oscuras. Me senté y me arreglé el pelo. Desorientada y aún medio dormida, intenté recordar qué había soñado.

Mamá.

En el sueño estábamos en el zoo. Era como cuando era pequeña, pero yo era más mayor y mamá… mamá se dedicaba a matar a todos los animales, cortándoles la garganta y riéndose. Mientras, yo me limitaba a estar a su lado mirándola. No intenté pararla ni una sola vez.

Dejé las piernas colgando en el borde de la cama y me quedé allí sentada hasta que se me retorció el estómago. Seguirá matando hasta que te encuentre. Me puse de pie, sentí las piernas extrañamente débiles. ¿Era por aquello que había venido Kain? ¿Sabía mamá que iba a ir a buscarlo y que me daría ese mensaje?

No. No podía ser. Kain volvió al Covenant porque estaba…

¿Por qué vino a un sitio lleno de gente preparada para matarlo?

Me vino a la cabeza otro recuerdo, más vívido que los demás. Uno en el que Aiden y yo estábamos en la sala de entrenamiento, frente a los maniquíes. Le pregunté qué habría hecho si sus padres hubiesen sido convertidos.

Hubiese salido a cazarlos. Álex, ellos no querrían ese tipo de vida.

Cerré fuerte los ojos.

Mamá hubiese preferido morir a convertirse en un monstruo que se alimenta de toda criatura viviente. Y en aquel momento estaba allí fuera, matando y cazando —esperando—. De alguna forma acabé frente a mi armario, pasando los dedos sobre mi uniforme del Covenant.

Tenía que encontrarla y matarla yo misma. Mis propias palabras ardieron en mi mente. No había dudas de lo qué tenía que hacer. Era una locura e imprudente —incluso estúpido— pero el plan tomó forma. Una fría y férrea determinación me poseyó. Dejé de pensar y empecé a actuar.

Era pronto, demasiado pronto como para que hubiese nadie vagando por el Covenant. Tan solo las sombras de los Guardias en patrulla se movían bajo la luz de la luna. Llegar al almacén detrás de las salas de entrenamiento no fue tan difícil como pensé. Los Guardias se preocupaban más por las debilidades del perímetro. Una vez dentro, me dirigí al lugar donde guardaban los uniformes. Cogí uno que me quedase bien y mi corazón se aceleró mientras me lo ponía. No necesitaba un espejo para saber cómo me quedaba —siempre supe que estaría increíble con el uniforme de Centinela—. El negro me sentaba genial.

Los Hematoi usaban el elemento tierra para hacer más atractivo el uniforme y que el mundo mortal no sospechase que éramos una organización paramilitar o algo por el estilo. Para un mortal, el uniforme parecían unos vaqueros viejos normales y una camiseta, pero para un mestizo era una señal de la más alta posición a la que un mestizo podía aspirar. Solo los mejores llevaban aquel uniforme.

Había bastantes posibilidades de que aquella fuera la primera y última vez que lo fuese a llevar. Si lograba volver… seguramente me expulsarían. Si no lograba volver, bueno, era algo en lo que no pensaba.

Harás algo estúpido. Mis pies tropezaron cuando recordé lo que me dijo Aiden. Sí. Aquello era bastante estúpido. ¿Cómo lo supo? Mi corazón dio un vuelco. Aiden siempre sabía en qué estaba pensando. No necesitaba un cordón azul o un oráculo para conocerme. Simplemente me conocía.

En aquel momento no debía pensar en él, o en lo que haría si descubría qué me disponía a hacer. Cogí una gorra de la estantería de arriba y me la encajé para que me tapase casi toda la cara.

Luego pasé a concentrarme en la sala de armas —parada necesaria para conseguir cualquier tipo de cuchillo mortal, pistola, y casi cualquier cosa que apuñalase y decapitase—. Por enfermo que pudiese sonar, estaba emocionada de estar allí. No estaba segura de lo que aquello decía de mí como persona, pero de nuevo, matar era parte de ser un mestizo, igual que para un daimon. Nadie podía evitarlo —solo los puros.

Opté por dos dagas. Una la metí en un lado de mi muslo derecho y la otra, con solo tocar un botón en el mango, se reducía de quince a cinco centímetros. Esa la metí en el bolsillo que iba a lo largo de la costura de los pantalones. Cogí una pistola y me aseguré de que estaba cargada.

Balas recubiertas de titanio. Mortales.

Miré por última vez la sala de muerte y desmembramiento, di un pequeño suspiro e hice lo que tanto Aiden como Caleb habían temido. Abandoné la seguridad del Covenant.