Aiden me guio hacia su sofá y me sentó, su aspecto era bastante peculiar. Era peligroso y reconfortante al mismo tiempo.
—Déjame… que te traiga un vaso de agua.
Mi mirada recorrió su sala de estar. No era mucho más grande que mi habitación de la residencia y, como la mía, carecía de cualquier tipo de decoración. No había fotos, cuadros u obras de arte cubriendo las paredes. En vez de eso, había libros y cómics repartidos por la mesita de café, colocados en las múltiples estanterías y apilados en su pequeño escritorio. No había televisión. Le gustaba leer —probablemente leía cómics en griego antiguo—. Por alguna razón me hizo sonreír.
Entonces me fijé en una esquina de la habitación, entre la estantería y el escritorio. Había una guitarra apoyada contra la pared y varias púas de colores formaban una línea en una de las baldas —estaban todos los colores menos el negro—. Lo sabía, usaba aquellas manos para algo artístico. Me pregunté si alguna vez conseguiría que tocase algo para mí. Siempre me han atraído los chicos que tocan la guitarra.
—¿Tocas? —señalé la guitarra con la barbilla.
—A veces —me pasó un vaso de agua y lo vacié antes de que se sentase a mi lado—. ¿Tenías sed?
—Mmmm —me sequé algunas gotas de los labios—. Gracias. ¿Qué pasa con las púas?
Miró la guitarra.
—Las colecciono. Una extraña costumbre la mía, supongo.
—Necesitas una negra.
—Puede —Aiden cogió el vaso y lo puso en la mesita de café, frunció el ceño al ver el temblor de mis manos—. Álex, ¿qué ha pasado?
La risa se me atravesó en la garganta.
—Te parecerá una locura —le eché un vistazo rápido, y ver preocupación en su cara casi fue mi perdición.
—Álex… me lo puedes contar. No voy a juzgarte.
Me pregunté qué debía pensar que había pasado.
Sacó la mano y cogió la mía.
—Confías en mí, ¿verdad?
Miré nuestras manos, aquellos dedos. Estás destinada a estar con él. Aquellas palabras tuvieron un efecto demoledor. Me solté las manos y me puse de pie.
—Sí. Confiaba en ti. Confío. Solo que es una locura.
Aiden se quedó sentado, pero seguía mi paseo errático con los ojos.
—Intenta empezar por el principio.
Asentí, pasándome las manos por el vestido. Empecé con la fiesta. La expresión de Aiden se endureció cuando le conté lo que había dicho Cody y se volvió más peligrosa aún cuando le expliqué cómo Seth había acabado con el barco de alguien. Le conté todo, incluso la horripilante parte de Seth: cómo éramos «dos mitades» o algo así. Realmente, Aiden sabía escuchar. No hizo preguntas, sabía que había entendido todo lo que le había soltado.
—Y por eso, no puede ser cierto, ¿verdad? Quiero decir, nada es cierto —volví a recorrer toda la sala—. Lucian dijo que fue por eso que mamá se fue. El oráculo le dijo que yo era el segundo Apollyon y tenía miedo de que los dioses… me matasen, supongo —mi risa sonó un tanto estridente.
Aiden se pasó una mano por el pelo.
—Sospeché algo cuando Lucian dijo que te quería llevar a su casa. Y cuando dijiste que habías visto las marcas de Seth… no puedo creer que todo este tiempo haya estado al lado de alguien tan especial. ¿Cuándo cumples los dieciocho, Álex?
Me froté las manos nerviosamente.
—El cuatro de marzo —quedaba menos de un año.
Aiden se frotó la barbilla.
—¿Cuando hablaste con el oráculo, te dijo algo de esto?
—No, solo me dijo que mataría a los que amo. Nada de esto, pero me dijo tantas locuras… —tragué saliva, escuchando cómo la sangre recorría mis venas—. Quiero decir, echando la vista atrás, de las cosas que dijo, algunas tenían sentido, pero no las entendí.
—¿Cómo ibas a entenderlo? —Se acercó, rodeando la mesita de madera—. Ahora sabemos por qué tu madre se arriesgó tanto abandonando la seguridad de la isla. Quería protegerte. La historia de Solaris es realmente trágica, pero se puso en contra del Consejo y los dioses. Eso fue lo que determinó su destino. No lo que estaba escrito en los libros.
—¿Por qué hizo eso? ¿No sabía qué iba a pasar?
—Algunos dicen que se enamoró del Primero. Cuando se enfrentó al Consejo, ella lo defendió.
—Es estúpido —puse los ojos en blanco—. Básicamente se suicidó. Eso no es amor.
Aiden esbozo una media sonrisa.
—La gente hace cosas estúpidas cuando están enamorados, Álex. Mira lo que hizo tu madre. Es un tipo distinto de amor, pero lo dejó todo porque te quería.
—Nunca entendí por qué se fue —mi voz sonó aniñada y frágil—. Ahora lo sé. Fue para protegerme —saberlo me sentó como si hubiese bebido leche cortada—. Sabes, de alguna forma, la odiaba por haberme sacado de aquí. Nunca entendí por qué haría algo tan arriesgado y estúpido, pero en realidad lo hizo para protegerme.
—Tiene que darte cierta paz saber el porqué, ¿no?
—¿Paz? No lo sé. Solo pienso que, si yo no fuese esta cosa extraña, ella seguiría viva.
Mis palabras hicieron que un gesto de dolor cruzase su cara.
—No puedes culparte. No voy a permitirlo, Álex. Has llegado muy lejos.
Asentí, mirando hacia otro lado. Aiden podía pensar lo que quisiera, pero si yo no fuese el segundo Apollyon, nada de aquello hubiese sucedido.
—Lo odio. Odio no tener el control.
—Pero sí que tienes el control, Álex. Lo que eres te da más control que a cualquiera de los demás.
—¿Y eso? Según Lucian, soy la fuente de energía personal de Seth o algo por el estilo. ¿Quién sabe? Nadie puede saberlo.
—Tienes razón. Nadie lo sabe. Cuando cumplas dieciocho…
—Me convertiré en algo rarísimo.
—No es lo que iba a decir.
Levanté las cejas y le miré.
—Vale. ¿Cuando cumpla dieciocho años, los dioses van a matarme mientras duermo? Es lo que dijo Seth.
La ira volvió sus ojos gris oscuro.
—Los dioses deben tener cuidado contigo. Sé que no te hará sentir mejor, pero si quisieran… deshacerse de ti, ya lo habrían hecho. Así que cuando cumplas dieciocho años, todo puede suceder.
—Lo dices como si fuese algo bueno.
—Podría serlo, Álex. Con dos de los vuestros…
—¡Hablas como Lucian! —Me aparté de él—. ¡Ahora me dirás que soy la otra mitad superespecial de Seth y que le pertenezco, como si fuese una cosa en vez de una persona!
—No he dicho eso —acortó la distancia, poniendo sus manos sobre mis hombros. Me estremecí bajo el peso de sus manos—. ¿Recuerdas qué te dije sobre el destino? —Moví la cabeza. Me acordaba de que se distrajo con mis shorts. Tenía aquella maravillosa memoria selectiva—. Solo tú tienes control sobre tu futuro, Álex. Solo tú tienes control sobre lo que quieres.
—¿En serio piensas eso?
Asintió.
—Sí.
Negué con la cabeza, dudando que, llegados a este punto, pudiese creer en nada. Empezaba a irme cuando las manos de Aiden me sujetaron los hombros. Un momento después, me acercó más a él. Vacilé, estar tan cerca de él era posiblemente la más dulce de las torturas.
Tenía que soltarme… irme tan lejos como pudiese, pero sus brazos rodeaban mis hombros. Despacio, con cuidado, apoyé la cabeza contra su pecho. Dejé caer mis manos sobre la curvatura de su espalda y respiré profundamente. Su olor, una mezcla de mar y jabón, me llenó. El rítmico latir de su corazón bajo mi mejilla me consoló. Solo era un abrazo, pero dioses, significaba tanto… Significaba todo.
—No quiero ser un Apollyon —cerré los ojos—. No quiero ni estar en el mismo país que Seth. No quiero nada de todo esto.
Aiden bajó su mano por mi espalda.
—Ya lo sé. Abruma y da miedo, pero no estás sola. Lo arreglaremos. Todo irá bien.
Me apreté más contra él. El tiempo parecía detenerse, dándome unos pocos momentos más del simple placer de estar en sus brazos, luego sus dedos se adentraron en mi pelo, hasta la nuca y, de allí, me echó la cabeza hacia atrás.
—No tienes nada de qué preocuparte, Álex. No voy a dejar que te pase nada.
Sus palabras prohibidas me envolvieron el corazón, metiéndose para siempre en mi alma. Nuestros ojos se encontraron. Se hizo el silencio entre los dos mientras nos mirábamos. Sus ojos cambiaron a un color plateado y su otro brazo fue a parar a mi cintura, apretándome. Sus dedos dejaron mi pelo y lentamente trazaron la curva de mi pómulo. Dentro de mí vibraba mi pulso mientras su intensa mirada seguía sus dedos. Los pasó por mi cara y se detuvo al llegar a mis labios.
No deberíamos estar haciendo aquello. Él era un pura sangre. Si nos pillaban tendríamos un final horrible, pero daba igual. En aquel momento, estar con él parecía merecer cualquier consecuencia que pudiese traer. Me sentía bien, como tenía que ser. No tenía ninguna explicación lógica.
Entonces se inclinó hacia delante y apoyó su mejilla contra la mía. Un cálido hormigueo me recorrió entera cuando sus labios se acercaron mi oreja.
—Deberías decirme que pare.
No dije ni una palabra.
Aiden hizo un sonido grave con la garganta. Su mano se deslizó por mi espalda, hacia arriba, dejando una estela de fuego en su recorrido, y sus labios se movieron por mi mejilla, parando para quedarse en el aire, sobre los míos. Me olvidé de respirar y, más importante, de pensar.
Se movió, muy levemente, y sus labios rozaron los míos una vez, y luego otra. Era un beso suave y bonito, pero luego se hizo más profundo, ya no era nada tímido. Era como una necesidad peligrosa y reprimida, un deseo negado desde hacía mucho. El beso fue salvaje, agotador y ardiente.
Aiden me aprisionó contra su cuerpo. Y cuando me volvió a besar, nos dejó a ambos sin respiración. Las manos se enredaban entre nuestros cuerpos mientras íbamos hacia el dormitorio. Mis manos se metieron bajo su camiseta, sobre la tersa piel de su costado. Nos separamos lo suficiente como para que pudiese quitarle la camiseta y, dioses, cada una de sus definidas curvas eran tan impresionantes como me imaginaba.
Me tumbó en su cama, sus manos pasaron de mi cara a mis brazos. Luego su mano viajó sobre mi estómago, a mis caderas, y bajo el borde de mi vestido. De alguna forma, la parte superior del vestido acabó en mi cintura, y su boca se movía por mi cuerpo. Me derretí por él, sus besos y su tacto. Mis dedos se clavaron en la tersa piel de sus brazos y mi interior ardía. Allá donde nuestros cuerpos se tocaban saltaban chispas.
Aiden apartó sus labios de los míos, emití un quejido, pero entonces su boca siguió por mi garganta, hasta la base del cuello. Mi piel ardía y mis pensamientos estaban en llamas. Su nombre era apenas un susurro, pero sentí sus labios contra mi piel.
Sus dedos y su mirada seguían un camino invisible mientras se movía sobre mí.
—Eres tan guapa. Tan valiente, tan llena de vida —me echó la cabeza hacia abajo y dio un dulce beso sobre la cicatriz de mi cuello—. ¿No lo sabes, verdad? Tienes tanta vida en ti, tanta…
Incliné la cabeza y me dio un beso en la punta de la nariz.
—¿De verdad?
—Sí —me quitó el pelo de la cara—. No he podido dejar de pensar en ti desde la noche que te vi en Georgia. Te metiste dentro de mí, te convertiste en parte de mí. No puedo quitármelo. Está mal —nos dio la vuelta, haciéndome rodar sobre la cama hasta estar él encima—. Agapi mou, no puedo… —volvió a poner sus labios sobre los míos.
No hubo más palabras. Nuestros besos se volvieron más salvajes, sus labios y sus manos llevaban un camino que solo podía significar una cosa. Nunca antes había llegado tan lejos con un chico, pero sabía que quería estar con él. No había dudas, solo certeza. Todo mi mundo dependía de aquel momento.
Aiden levantó la cabeza, mirándome con una pregunta en sus ojos.
—¿Confías en mí?
Pasé mis dedos por su mejilla, luego por sus labios.
—Sí.
Hizo un sonido grave y me cogió la mano. La llevó hacia sus labios y fue besando una a una las yermas de mis dedos, luego la palma de la mano y luego mis labios.
Y entonces alguien llamó a la puerta.
Nos quedamos helados. Sus ojos, aún nublados por el ansia, se encontraron con los míos. Pasó un segundo, y otro. Pensé que iba a ignorarlo. Dioses, quería que lo ignorase. Mucho. Mi vida dependía de ello. Pero volvieron a llamar, y esa vez junto a una voz.
—Aiden, abre la puerta. Ahora.
Leon.
Mierda. Era todo lo que podía pensar. Nos habían pillado y no sabía qué hacer. Me quedé allí tumbada, con los ojos como platos y desnuda. Totalmente desnuda.
Sin quitarme los ojos de encima ni un momento, Aiden se levantó lentamente y se puso en pie. Solamente rompió el contacto visual al ir a recoger la camiseta que yo había tirado a un lado. Salió del dormitorio sin decir nada y cerró la puerta detrás suyo.
Me quedé allí un rato, sin creérmelo. La atmósfera se había perdido por completo —obviamente—, y yo seguía desnuda. Cualquiera podría entrar y, allí estaría yo, tumbada en la cama. Su cama…
Más asustada que nunca, bajé de un salto y cogí mi vestido. Me lo puse mientras buscaba algún sitio donde esconderme, pero las palabras de Leon me dejaron paralizada.
—No quería despertarte, pero supuse que querrías saberlo inmediatamente. Han encontrado a Kain. Está vivo.
Lo escuché con el estómago en la garganta, mientras, Aiden intentaba convencer a Leon de que luego se verían en la enfermería y yo me negaba a mirar hacia la cama. Levanté la cabeza cuando Aiden abrió la puerta.
—Ya lo he oído.
Aiden asintió, en sus ojos grises se podía ver su conflicto interior.
—Ya te contaré qué ha dicho.
Di un paso adelante.
—Quiero ir. Tengo que oír lo que dice.
—Álex, tu toque de queda ha pasado, ¿y cómo ibas a saber que tenías que ir a la enfermería?
Mierda, odiaba cuando tenía razón.
—Pero puedo ir a escondidas. Las habitaciones están separadas tan solo por mamparas. Podría ponerme detrás…
—Álex —el amante había desaparecido. Muerto—. Tienes que volver a tu residencia. Ahora. Te prometo que te contaré todo lo que me diga, ¿vale?
Viendo que no podía ganar, asentí. Esperamos unos cuantos minutos más antes de salir de su casa. En la puerta, Aiden paró, moviendo los dedos.
Miré extrañada.
—¿Qué pasa?
Aiden clavó su mirada en mí, y me quedé sin aire. La pasión me entró de lleno, fuerte y cálida. La expresión de su cara —de sus ojos— me hizo estremecer. Sin decir nada, me cogió la cara y acercó sus labios a los míos. El beso se llevó todo el aire que quedaba en mí. Fue profundo, arrebatador. Quise que no acabara nunca, pero lo hizo. Aiden se apartó y lentamente despegó sus dedos de mis mejillas.
—No hagas nada estúpido —su voz sonó áspera. Entonces desapareció en la oscuridad del exterior.
Volví como pude hasta mi residencia, con las rodillas temblando, repasando lo que había sucedido entre los dos. Aquellos besos, su tacto, y la forma en que me miraba quedaron grabados para siempre en mi mente. Estuve a dos segundos de perder la virginidad.
Dos malditos segundos.
Pero ese último beso —hubo algo en él, algo que me llenó de nerviosismo y dolor—. Una vez en mi habitación, me puse a andar de un lado para otro. Entre saber que me convertiría en el segundo Apollyon el día de mi cumpleaños, lo que había pasado entre Aiden y yo, y la inesperada reaparición de Kain, estaba demasiado nerviosa. Me di una ducha. Incluso ordené la habitación, pero nada podía calmarme. En aquel mismo momento, Aiden y los demás Centinelas estaban interrogando a Kain —obteniendo las respuestas que yo necesitaba. ¿Mamá era una asesina?
Pasaron las horas mientras esperaba a que Aiden viniese con noticias, pero no apareció. Me dormí, pero estuve inquieta toda la noche, por la mañana desperté demasiado pronto. Me quedaba una hora hasta empezar el entrenamiento, y de ninguna manera iba a esperar más. En mi mente comenzó a formarse un plan. Me puse la ropa de entrenar y salí afuera.
El sol acababa de salir por el horizonte, pero la humedad enturbiaba el aire. Evité a los Guardias que patrullaban, bordeé los edificios y me encaminé hacia la enfermería. El aire fresco me saludó al entrar en el estrecho edificio. Me moví a través de pasillos flanqueados por despachos pequeños y unas cuantas salas más grandes equipadas para lidiar con emergencias médicas. Los médicos pura sangre vivían en la isla principal y solo estaban en la enfermería durante el año escolar. Una mañana de verano y tan temprano, solo habría unas pocas enfermeras en todo el edificio.
Ya tenía preparadas unas cuantas excusas por si me encontraba con alguna de estas enfermeras. «Tengo unos calambres horribles, me he roto un dedo del pie». Podría hasta decir que necesitaba un test de embarazo, si eso me llevaba a donde tenían a Kain, pero no necesité ninguna de mis excusas. Mientras caminaba por el débilmente iluminado pasillo, el recinto médico estaba en completo silencio. Tras mirar en varias de las salas más pequeñas, me encontré con una más grande que usaban para curar a varios pacientes a la vez. El instinto me arrastró hasta las camillas vacías y luego me llevó tras la cortina verde. Me quedé helada, la tela, fina como el papel, temblaba detrás de mí.
Kain estaba sentado en medio de la cama, vestido con pantalones de deporte anchos y nada más. Mechones de pelo le ocultaban la mayor parte de la cara, pero su pecho… Volví a tragar la bilis que me había subido por la garganta, no podía dejar de mirar.
Su pecho, increíblemente pálido, estaba cubierto de marcas con forma de media luna y finos cortes que parecían hechos por una de las dagas del Covenant. No había nada en él que no estuviese marcado.
Levantó la cabeza. Sus ojos azules destacaban sobre su palidez casi cadavérica. Me acerqué, sintiendo que algo se tensaba en mi pecho. Tenía mal aspecto, y cuando me sonrió fue peor. Su piel estaba tan descolorida que los labios se veían rojos como la sangre. Una pequeña chispa de culpa nació en mi interior. Quizá podría haber esperado para preguntarle, pero como ya era típico en mí, entré.
—¿Kain? ¿Estás bien?
—Eso… creo.
—Quería hacerte algunas preguntas si… si no te importa.
—¿Quieres preguntarme sobre tu madre? —Me miró las manos.
Sentí un gran alivio. No tenía que explicarme. Me acerqué un paso más.
—Sí.
Estaba callado y seguía mirándose las manos. Sujetaba algo, pero no pude ver qué era.
—Les he dicho a los demás que no recordaba nada.
Me quería sentar y llorar. Kain era mi única esperanza.
—¿En serio?
—Eso es lo que les he dicho.
Un sonido extraño salió de detrás de la cortina verde del otro lado de la cama de Kain, como de algo arrastrándose por el suelo. Puse cara de extrañada mientras intentaba mirar más allá.
—¿Hay… hay alguien ahí?
La única respuesta que obtuve fue un leve borboteo. De la nada, me entró el pánico, me recorrió toda la espalda, pidiéndome que saliese rápido de aquella habitación. Fui hasta el otro lado de la cama y aparté la cortina. Mis labios se abrieron en un grito silencioso.
Tres enfermeras pura sangre estaban tiradas en el suelo lleno de sangre. Una aún se aferraba a la vida. Una furiosa línea roja le cruzaba la garganta, y ella intentaba arrastrarse hacia mí. Intenté llegar a ella, pero con un último borboteo, murió. Anclada al sitio, no podía pensar ni respirar.
Gargantas cortadas. Todas muertas.
—Lexie.
Solo mamá me llamaba así —solo ella—. Me di la vuelta con la mano temblando sobre mi boca. Kain seguía al otro lado de la cama, mirándose las manos.
—Creo que el apodo de Lexie es mucho mejor que Álex, ¿pero qué se yo? —Rio, sonó frío, sin humor. Muerto—. Hasta ahora no sabía nada.
Salí disparada.
Kain se movió sorprendentemente rápido para alguien que había sido torturado durante semanas. Lo tuve en frente de mí antes de que lograse llegar a la puerta, con la daga del Covenant en la mano.
Mis ojos se fijaron en la daga.
—¿Por qué?
—¿Por qué? —Imitó mi voz—. ¿No lo entiendes? No. Claro que no. Yo tampoco lo entendía. Lo intentaron primero con los Guardias, pero los drenaron demasiado rápido. Murieron.
En él había algo malo, algo muy malo. La tortura podía haberle hecho aquello; todas aquellas marcas podían haberlo vuelto loco. Pero en realidad no importaba por qué se había vuelto loco, porque estaba totalmente pirado, y yo acorralada.
—Cuando llegaron a mí ya habían aprendido de sus errores. A los nuestros hay que drenarlos despacio —miró hacia la daga—. No somos como ellos. No cambiamos como ellos.
Di un paso atrás, traté de tragar a través del miedo. Todo mi entrenamiento se esfumó. Sabía cómo lidiar contra un daimon, pero un amigo que se había vuelto loco era otra historia.
—Tenía hambre, mucha hambre. No hay nada igual. Tenía que hacerlo.
Me percaté de la horrible situación. Di un paso atrás justo cuando se lanzó hacia mí. Era muy rápido, más rápido que nunca. Antes de poder si quiera darme cuenta, su puño impactó contra mi cara. Volé por la sala, estampándome sobre una de las mesillas. Ocurrió tan rápido que no pude ni parar la caída. Aterricé mal, aturdida y con sabor a sangre en la boca.
Kain estuvo inmediatamente encima mío, cogiéndome por los pies y lanzándome a través de la sala. Me di fuerte contra el borde de la cama y luego contra el suelo.
Intentando ponerme de pie, ignoré el dolor y afronté lo único que no podía ser.
Más allá de cualquier razón o explicación posible, no tenía dudas de que Kain ya no era un mestizo. Solo había una cosa capaz de moverse así de rápido. Aunque sonara imposible, era un daimon.