Era domingo por la tarde y ya no pude esconderme más en la habitación. Asqueada de pensar, asqueada de estar sola y asqueada de mí misma. En algún momento del día anterior, me había vuelto el apetito y en ese momento me moría de hambre.
Logré llegar a la cafetería antes de que cerrasen las puertas. Por suerte estaba vacía y pude comerme tranquilamente tres trozos de pizza. En mi estómago la comida se convirtió en una bola densa, pero conseguí comerme un cuarto trozo.
Estaba envuelta en el espeso silencio de la cafetería. Al encontrarme sin nada que hacer, el incesante parloteo de mis pensamientos resurgió de nuevo. Mamá. Mamá. Mamá. Desde el viernes por la noche, era todo en lo que podía pensar.
¿Podía haber hecho algo diferente? ¿Podría haber evitado que se convirtiese en un monstruo? Si no me hubiese entrado el miedo después del ataque, quizá podría haber ahuyentado al otro daimon. Podría haber salvado a mi madre de un destino tan horrible.
La culpabilidad me agrió la comida en el estómago. Me aparté de la mesa y me dirigí fuera, justo cuando uno de los sirvientes entraba para cerrar. Unos cuantos chavales se movieron por la sala, pero no conocía demasiado bien a ninguno.
No sé por qué acabé en la sala de entrenamientos. Pasaban ya las ocho, pero nunca cerraban aquellas salas, aunque las armas se guardaban tras las sesiones de entrenamiento. Me detuve frente a uno de los maniquíes que se usaban para las prácticas con cuchillo y como contrincante de boxeo.
Me mordió la inquietud al ver la lograda figura. Pequeños cortes y surcos marcaban su cuello, pecho y abdomen. Eran las áreas que los mestizos entrenaban: el plexo solar, corazón, cuello y estómago.
Pasé los dedos por las hendiduras. Las cuchillas del Covenant estaban escandalosamente afiladas, diseñadas para cortar rápidamente a través de la piel del daimon y hacer el máximo daño posible.
Observé las zonas de golpe marcadas en rojo —los lugares donde golpear si me metía en una pelea a manos descubiertas— me recogí el pelo en una especie de moño descolocado. Aiden me había dejado practicar con los maniquíes unas cuantas veces, quizá estaba cansado de que le pegase patadas a él.
El primer puñetazo que lancé echó al muñeco atrás poco más de un centímetro, quizá dos. Bah. El segundo y tercer puñetazo lo movieron unos cuantos centímetros más, pero seguía sin ser nada para mí. Un torbellino de emociones borrosas me presionaba, pidiéndome que cediese. Date por vencida. Acepta la oferta de Lucian. No te arriesgues a enfrentarte a mamá. Que lo haga otro.
Di un paso atrás, con las manos en los muslos.
Mi madre era un daimon. Como mestiza, tenía la obligación de matarla. Como su hija, tenía la obligación de… ¿qué? Evité la pregunta todo el fin de semana. ¿Qué se suponía que debía hacer?
Matarla. Huir. Salvarla de alguna forma.
Se me escapó un grito de frustración al levantar la pierna y darle al maniquí justo en el centro. Se balanceó treinta centímetros o medio metro y, cuando vino hacia mí, ataqué con puñetazos y patadas. Con cada estallido crecían mi enfado e incredulidad.
No era justo. Nada lo era.
Empecé a sudar, empapándome de forma que mi camiseta se pegó a mi cuerpo y algunos pelos sueltos al cuello. No podía parar. La violencia salía de mí, convirtiéndose en algo físico. Podía sentir en mi garganta el enfado —espeso y pesado como la bilis—. Conecté con él. Me convertí en él.
La rabia fluyó a través de mí y mis movimientos, hasta que mis patadas y puñetazos fueron tan precisos que, si el maniquí hubiese sido una persona de verdad, estaría muerto. Cuando estuve satisfecha me eché atrás, me pasé la mano por la frente y me di la vuelta.
Aiden estaba en la puerta.
Dio un paso al frente, parándose en el centro de la sala y en la posición en la que solía estar durante nuestras sesiones de entrenamiento. Llevaba vaqueros, algo con lo que no estaba acostumbrada a verlo.
Aiden no dijo nada mientras me miraba. No sabía qué estaba pensando o por qué estaba allí. Me daba igual. La rabia me seguía hirviendo por dentro. Imaginé que así se sentía un daimon, como si una especie de fuerza invisible controlase todos mis movimientos.
Fuera de control —estaba fuera de control—. Sin decir una palabra, atravesé la distancia que nos separaba. En sus ojos vi una mirada precavida. No pensaba en nada, solo había en mí una rabia insoportable y puro dolor. Eché el brazo atrás y le pegué un puñetazo justo a un lado de la mandíbula. Un dolor enorme me recorrió los nudillos.
—¡Mierda! —Me doblé sobre mí misma llevándome la mano hacia el pecho. No pensaba que fuese a dolerme tanto. Peor aún fue ver que a él no le había pasado nada.
Vino hacia mí como si no acabase de darle un puñetazo en la cara y frunció el ceño.
—¿Te hace sentir mejor? ¿Ha cambiado algo?
Me enderecé.
—¡No! Pero me gustaría volver a hacerlo.
—¿Quieres pelear? —Se hizo a un lado, inclinando la cabeza un poco hacia mí—. Entonces pelea conmigo.
No tuvo que pedírmelo dos veces. Me lancé hacia él. Bloqueó mi primer puñetazo, pero mi enfado me hizo más rápida de lo que él pensaba. La parte ancha de mi brazo atravesó sus bloqueos, golpeándolo directamente en el pecho. No le desconcerté nada —ni un poco—. Pero en mi interior se encendió el placer, propulsándome hacia delante. Ardiendo de rabia y algún otro sentimiento salvaje, luché más fuerte y mejor que nunca. Nos rodeábamos el uno al otro, intercambiando golpes. Aiden no me atacaba con todas sus fuerzas, y eso aún me cabreaba más. Ataqué más fuerte, haciéndole retroceder. Sus ojos tenían un peligroso color plateado cuando agarró mi puño a pocos centímetros de dar con su nariz. Mal sitio donde apuntar, pero bueno.
—Ya es suficiente —Aiden me empujó hacia atrás.
Pero no era suficiente. Nunca sería suficiente. Iba a usar uno de los movimientos ofensivos que me había enseñado días atrás. Aiden se movió y me cogió en pleno vuelo, tirándome al suelo. Una vez me tuvo en el suelo se dio la vuelta.
—Sé que estás enfadada —ni siquiera le faltaba el aliento. Yo, al contrario, ni podía respirar—. Sé que estás confundida y dolida. No puedo ni imaginar qué sientes.
Mi pecho se movía rápidamente. Empecé a levantarme, pero me empujó hacia el suelo con una mano.
—¡Sí, estoy enfadada!
—Estás en todo tu derecho.
—¡Tenías que habérmelo dicho! —Mis ojos me ardían cada vez más—. ¡Alguien tenía que habérmelo dicho! Si no Marcus, entonces tú.
Apartó la mirada.
—Tienes razón.
Sus suaves palabras no me confortaron. Aún podía oírle diciendo que no se arrepentía de no habérmelo dicho, que era lo mejor. Sin avisar, dejó de aguantarme y se llevó las manos a sus muslos.
Mal movimiento.
Salí disparada, directa a su pelo sedoso. Un movimiento totalmente de chica, pero en algún punto del camino me había dejado llevar por la furia.
—¡Para! —Me atrapó fácilmente las muñecas. De hecho fue vergonzoso lo rápido que había logrado contenerme. Esa vez me dejó clavada a la colchoneta—. Álex, para ya —dijo de nuevo, en voz más baja.
Eché la cabeza hacia atrás, lista para estampar mi pie en algún lugar, cuando nuestras miradas se encontraron. Entonces paré, su cara estaba a pocos centímetros de la mía. La atmósfera cambió mientras una de las emociones salvajes que se arremolinaban en mi interior lograba escapar y asomar la cabeza.
Su torso inclinado hacia mí y sus piernas presionando las mías, me hacían pensar en otras cosas —cosas que no eran pelear o matar, pero en las que sí se sudaba, mucho—. Se me hizo difícil respirar mientras nos mirábamos. Sus ondas oscuras le habían caído sobre los ojos. No se movía, y yo no podía, aunque quisiera. Y no quería. Oh, dioses, no quería volver a moverme nunca más. Pude ver el momento en que él observó el cambio en mí. Algo cambió en sus ojos y sus labios se abrieron.
Era un amor platónico, estúpido e inocente. Incluso mientras levantaba la cabeza, dejando mis labios a unos pocos centímetros de los suyos, seguía repitiéndomelo. No me gustaba. No tanto, no más que cualquier otra cosa que hubiese querido en mi vida.
Le besé.
Al principio no fue realmente un beso. Mis labios solo rozaron los suyos y, al no apartarse, volví con más ganas. Durante unos segundos, Aiden parecía demasiado atontado como para hacer nada. Pero luego me soltó las muñecas y sus manos se deslizaron por mis brazos.
El beso se hizo más profundo, lleno de pasión e ira. Y frustración, mucha frustración. Entonces Aiden fue el que presionó, no era yo la que estaba besándole. Sus labios se movían contra los míos, sus dedos apretaban mi piel. Después de apenas unos segundos, interrumpió el beso y saltó lejos de mí.
A varios metros de mí, Aiden se puso en cuclillas. Su pesada respiración llenaba el espacio entre los dos. Tenía los ojos bien abiertos y tan dilatados que casi se veían negros.
Yo me levanté y rápidamente me eché atrás. Lo que había hecho logró penetrar a través de la espesa niebla que cubría mis pensamientos. No solo le había pegado un puñetazo en la cara a un pura sangre, sino que además lo había besado. Oh… oh, tío. Mis mejillas se sonrojaron; todo mi cuerpo se sonrojó.
Aiden se levantó lentamente.
—No pasa nada —tenía la voz áspera—. Estas cosas pasan… cuando tienes mucho estrés.
¿Que estas cosas pasan? Creo que no.
—No… no me puedo creer que haya hecho esto.
—Es cosa del estrés —se quedó a una distancia segura—. No pasa nada, Álex.
Me miré a los pies.
—Creo que debería irme.
Entonces dio un paso adelante, pero se paró en seguida, como con miedo de acercarse.
—Álex… no pasa nada.
—Sí, solo es el maldito estrés y eso, ¿no? Wow. Vale, perfecto —me di la vuelta, mirando a todas partes excepto a él—. Lo necesitaba, ¡no lo último! ¡Ni lo de pegarte un puñetazo! Sino lo de… ya sabes, cuando estaba entrenando mi agresividad… y eso. Bueno, vale… nos vemos mañana —huí de la sala, del edificio entero.
Fuera, bajo ese aire nocturno denso y húmedo, me pegué en la frente y gruñí. Oh, dioses. En algún lugar, detrás de mí, se abrió una puerta, así que continué caminando.
Realmente no prestaba atención de hacia dónde iba. Impresión y vergüenza no lograban describir bien lo que sentía. Y mortificación era una palabra un tanto estúpida. Quizá pudiese echarle la culpa al estrés. Quería reír, pero también quería llorar.
¿Sería capaz de superar la vergüenza? Dioses, no me podía creer que lo besase. Ni tampoco que, en un momento dado, él me devolviera el beso, que se apretara contra mí de una forma que me decía que él lo quería tanto como yo. Tenía que haber sido producto de mi imaginación.
Necesitaba un entrenador nuevo. Necesitaba en seguida un entrenador nuevo. De ninguna manera podría volver a estar con él sin caerme redonda y morir. Ni de coña, y…
Alguien se puso frente a mí. Me moví a un lado para evitar a quien fuera que fuese, pero me bloqueó. Cabreada por no poder enfurruñarme en privado, exploté sin mirar hacia arriba.
—¡Dioses! Aléjate de mí.
Las palabras murieron en mis labios.
El Apollyon estaba frente a mí.
—Bueno, buenas noches —sus labios se curvaron en una sonrisa despreocupada.
—Eh… lo siento. No te había visto —o sentido; era raro, teniendo en cuenta lo que pasó las dos veces en que lo sentí incluso antes de verlo.
—Obvio. Estabas mirando al suelo como si te hubiera hecho algo horrible.
—Sí, estoy pasando un fin de semana horrible… parece que no acaba —volví a dar un paso a un lado, pero se volvió a poner frente a mí—. Perdona —usé mi voz más dulce posible. Después de todo, era el Apollyon.
—¿Puedo robarte unos minutos de tu tiempo?
Miré hacia el patio vacío a mí alrededor, sabiendo que no podía negarme.
—Claro, pero tengo que volver pronto a mi residencia.
—Entonces te acompaño hasta allí y así podemos hablar.
Asentí, sin tener ni la más remota idea de qué podría querer hablar conmigo. Me acerqué a él con cuidado.
—He estado buscándote —se puso a mi lado, igualándose a mi paso—. Al parecer te has refugiado en tu residencia, y tus amigos me han dicho que los chicos no podemos entrar. Yo no soy una excepción, y lo encuentro frustrante y muy irritante. No deberían aplicarme todas esas estúpidas pequeñas reglas del Covenant.
Mire extrañada, no estaba segura de qué me daba más cosa: que supiese quienes eran mis amigos o que estuviese buscándome. Las dos cosas me parecían igual de escalofriantes. Podría romperme el cuello como si fuese una ramita. Era el Apollyon, alguien que nadie querría tener buscándolo.
—Así que estaba esperando a que reaparecieses.
Ahora sí que era un tanto escalofriante. Sentí su mirada, pero mantuve la mía fija al frente.
—¿Por qué?
Seth se puso rápidamente junto a mí.
—Quiero saber qué eres.
Me quedé helada y tuve que mirarle. Estaba bastante cerca, pero sin llegar a tocarme. Sinceramente, parecía no querer hacerlo. Mientras me observaba, la cautela se reflejaba en sus fascinantes rasgos.
—Soy una mestiza.
Arqueó una ceja rubia.
—Wow. No tenía ni idea de que eras una mestiza, Alexandria. Me has dejado flipando.
Le miré con ojos de odio.
—Llámame Álex. ¿Entonces para qué preguntas?
—Sí, ya lo sé. Todo el mundo te llama con nombre de chico.
Hizo una mueca y su voz se llenó de frustración.
—Da igual, sabes que no era lo que preguntaba. Quiero saber qué eres.
Mosquear al Apollyon seguramente no era lo más inteligente, pero tenía el ánimo entre horrible y de mierda. Crucé los brazos sobre mi pecho.
—Soy una chica. Tú eres un chico. ¿Te aclara eso las cosas?
Curvó un lado de su boca.
—Gracias por la clase de géneros. Siempre me confundo con las partes de los chicos y las de las chicas, pero de nuevo, no es eso lo que pregunto —dio un paso al frente, inclinando la cabeza a un lado—. En mayo, Lucian requirió mi presencia en el Consejo. Te encontraron por la misma fecha. Es extraño.
Mi instinto me exigía dar un paso atrás, pero me negué.
—¿Y?
—No creo en las coincidencias. La orden de Lucian tiene algo que ver contigo. Así que eso nos lleva a una importante pregunta.
—¿Que es…?
—¿Qué tiene que es tan importante una chiquilla cuya madre es un daimon? —Me rodeó. Me giré, siguiendo su movimiento—. ¿Por qué Lucian me quiso aquí ahora, y no antes? Tenías razón en el despacho del decano. No eres la primera mestiza, o incluso pura sangre, que tiene que derrotar a un ser querido o a un amigo en batalla. ¿Qué te hace tan especial?
Me estaba empezando a irritar.
—No tengo ni idea. ¿Por qué no vas y se lo preguntas?
Varios mechones cortos se le escaparon de la cinta de cuero y le cayeron sobre la cara.
—Dudo que Lucian me diga la verdad.
—Lucian no tiene por qué decirte la verdad.
—Deberías saberlo. Es tu padrastro.
—Lucian no es nada mío. Lo que viste en ese despacho fue algo realmente extraño. Debía ir puesto de cocaína o metanfetaminas.
—¿Entonces no te enfadarás si digo que es todo un capullo pedante?
Contuve la risa.
—No.
Sus labios se curvaron en una media sonrisa.
—Intento pensar por qué me hicieron pasar de cazar daimons a cuidar de una chica…
Alcé las cejas.
—No estás cuidando de mí. Estás cuidando de Lucian.
—¿Ah sí? ¿Por qué iba Lucian a necesitarme como Guardia? Pocas veces sale del Consejo y siempre está rodeado de gran protección. Cualquier Guardia puede servirle. Esto es hacerme perder el tiempo.
Era un buen argumento, pero no tenía respuestas. Me encogí de hombros y comencé de nuevo a andar, esperando que no me siguiese, pero lo hizo.
—Te lo volveré a preguntar. ¿Qué eres?
Las primeras dos veces que hizo la pregunta, había logrado cabrearme, pero a la tercera vez se me quedó grabada en el cerebro y logró sacar de mí un recuerdo que estaba suelto en mi mente. Me acordé de la noche en la fábrica. ¿Qué dijo el daimon después de marcarme? ¿Qué eres? Me llevé la mano al cuello, rozando la piel ultra suave de la cicatriz.
Los ojos de Seth se clavaron en mí.
—¿Qué es eso?
Miré hacia arriba.
—¿Sabes? No eres la primera persona que me lo pregunta. Un daimon me lo preguntó después de marcarme.
Vi interés en su cara.
—A lo mejor tengo que morderte para averiguarlo.
Dejé caer la mano y lo atravesé con la mirada. Estaba bromeando, pero aun así me desconcertó.
—Inténtalo y verás…
Esa vez sonrió, mostrando una fila de dientes perfectos y blancos. Su sonrisa no era como la de Aiden, pero era bonita.
—No pareces tenerme miedo.
Respiré profundamente.
—¿Por qué debería tenerlo?
Seth se encogió de hombros.
—Todo el mundo me tiene miedo. Incluso Lucian; hasta los daimons me tienen miedo. Ya sabes, pueden sentirme, y, aunque saben que significo su muerte, vienen corriendo a mí. Como si fuera un autentico manjar para ellos. No pueden dejarme ir sin más.
—Sí… y yo soy comida basura —murmuré recordando lo que dijo el daimon en Georgia.
—Quizá… o quizá no. ¿Quieres oír algo extraño?
Miré a mi alrededor, buscando una salida. Mi estómago volvió a retorcerse.
—La verdad es que no.
Se pasó los mechones sueltos de pelo por detrás de la oreja.
—Sabía que estabas aquí. No tú, por así decirlo. Pero sabía que había alguien; alguien diferente. Lo sentí desde fuera, antes de entrar al salón. Era como una atracción magnética. Me fijé en ti inmediatamente.
Cuanto más hablaba con él, más incómoda me sentía.
—¿Oh?
—Nunca antes me había pasado —descruzó los brazos e hizo el amago de tocarme. Di un salto atrás. Hizo una mueca de fastidio. Había múltiples razones por las que no quería que me tocase. Asustada de que lo pudiese hacer, solté lo primero que se me pasó por la cabeza.
—Vi tus tatuajes.
Seth se quedó helado, con un brazo levantado en mi dirección. Su cara brilló de sorpresa antes de que dejase caer el brazo y pareciese receloso. Demonios, ya no parecía querer tocarme —ni estar en el mismo código postal que yo—. Esa vez fue él quien retrocedió.
Debería de haberme alegrado, pero solo incrementó los nervios que se estaban formando en mi estómago.
—Tengo… que irme. Es tarde.
Repentinamente, una ráfaga de aire me hizo levantar la cabeza. Seth se movía rápido, posiblemente más que Aiden, y ahora estaba de nuevo en mi espacio personal.
—¿Dijiste en serio lo del despacho del decano? ¿Que tu madre estaba muerta para ti? ¿Realmente piensas eso?
La pregunta me pilló por sorpresa, y no contesté.
Se acercó más, con voz baja pero todavía melódica.
—Si no, más te vale no encontrarte nunca con ella, porque te matará.