Capítulo 9

—¡Álex! ¡Vigila sus manos, se te están escapando muchos bloqueos!

Asentí a las duras palabras de Aiden y volví a enfrentarme a Kain. Aiden tenía razón, Kain me estaba destrozando. Mis movimientos eran demasiado lentos; eran torpes y distraídos, mayormente por haber pasado despierta la mitad de la noche, repasando la conversación tan bizarra que tuve con la Abuela Piperi.

La verdad es que era un mal momento para estar preocupada. Hoy era el primer entrenamiento con Kain y yo peleaba como un bebé. Kain tampoco me daba tregua. No es que lo hubiese querido, pero tampoco quería quedar como una patosa delante de otro Centinela.

Otra de sus brutales patadas atravesó mi bloqueo y la logré esquivar por apenas un segundo. Esquivar no era el propósito del ejercicio. Si lo fuese, lo estaría bordando.

Entonces Aiden se me acercó enfadado y me colocó los brazos en una posición en la que habría podido golpear bien la pierna de Kain.

—Obsérvalo. Hasta el más ligero temblor de sus músculos te anticipa su ataque. Tienes que prestar atención, Álex.

—Ya lo sé —di un paso atrás y me pasé el brazo por la frente—. Lo sé. Puedo hacerlo.

Kain agitó la cabeza y fue a por su botella de agua mientras Aiden me llevaba al otro lado de la sala, cogiéndome del brazo. Se agachó un poco para ponerse a mi altura.

—¿Qué te pasa hoy? Sé que puedes hacerlo mejor.

Me agaché para coger el agua, pero la botella estaba vacía. Aiden me dio la suya.

—Es que… hoy no estoy a lo que estoy.

Di un trago y se la devolví.

—Ya veo.

Me mordí el labio y me puse roja. Podía hacerlo mejor que esto y, dioses, quería demostrarle a Aiden de lo que era capaz. Si no podía lograrlo, no avanzaríamos más, no haríamos todas esas cosas chulas que quería aprender.

—Álex, llevas distraída todo el día —sus ojos se encontraron con los míos y me mantuvo la mirada—. Más vale que no tenga nada que ver con la fiesta que dio Jackson anoche en la playa.

Cielos, ¿había algo que este tío no supiese? Negué con la cabeza.

—No.

Aiden me miró cómplice y dio un trago de la botella antes de volver a dármela.

—Bébetela.

Suspiré, apartándome de él.

—Volvamos a hacerlo, ¿vale?

Aiden movió a Kain hacia atrás y me dio una palmada en el hombro.

—Puedes hacerlo, Álex.

Tras recuperar la calma, y dar otro trago de agua, dejé la botella en el suelo. Volví al centro de las esterillas y le hice un gesto con la cabeza a Kain.

Kain me miró hastiado.

—¿Estás lista?

—Sí —apreté los dientes. Kain levantó las cejas, como si dudase que esta vez fuese a hacer algo diferente.

—Está bien —sacudió la cabeza y volvimos a enfrentarnos—. Recuerda: anticipa mis movimientos.

Bloqueé su primera patada, luego el puñetazo. Dimos unas cuantas vueltas mientras me preguntaba qué narices quiso decir la Abuela Piperi con aquello de que mataría a los que amaba. No tenía sentido porque la única persona a la que amaba ya estaba muerta y estaba más que segura de que yo no la había matado. No puedes matar a alguien que ya está muerto, y no es que yo amase…

La bota de Kain se abrió paso entre mis defensas y golpeó mi estómago. El dolor explotó en mi interior, tan intenso e insoportable que caí de rodillas. La forma en que aterricé en el suelo me hizo todavía más daño en mi ya maltrecha espalda. Con un gesto de dolor, me sujeté la espalda con una mano y el estómago con la otra.

Estaba hecha un desastre total.

Kain se dejó caer enfrente mío.

—¡Mierda, Álex! ¿Qué hacías? ¡No tenías que haberte acercado tanto a mí!

—Ya —gruñí. Inspira. Tú inspira. Era más fácil decirlo que hacerlo, pero seguí diciéndome eso. Esperaba que Aiden me soltara un sermón, pero no me dijo ni una palabra. En lugar de eso, se acercó y agarró a Kain del cuello de la camiseta, casi levantándolo del suelo.

—El entrenamiento se ha acabado.

Kain se quedó boquiabierto y su piel, normalmente bronceada, palideció.

—Pero…

—Parece que no lo entiendes —su voz sonó más grave y peligrosa.

Me puse de pie como pude.

—Aiden, ha sido culpa mía. Yo me eché hacia delante —no tuve que inventármelo; era obvio que lo había hecho mal.

Aiden me miró por encima del hombro. Tras unos segundos muy tensos, soltó a Kain.

—Vete.

Kain se alisó la camiseta mientras se iba. Cuando se giró hacia mí, tenía bien abiertos esos ojos del color del mar.

—Álex, lo siento.

Le resté importancia agitando la mano.

—No pasa nada.

Aiden se puso frente a mí e hizo que Kain se fuera sin dirigirle otra palabra.

—Déjame que le eche un ojo.

—Oh… estoy bien —me aparté de él. Me ardían los ojos, pero no por el dolor punzante. Quería sentarme y llorar. Fui directa a la patada. Ese fallo no lo hubiese cometido ni siquiera un niño. Así de patética era.

Me puso su mano en el hombro de una forma increíblemente amable y me dio la vuelta. Por su cara, supe que entendía mi vergüenza.

—No pasa nada, Álex —como no me moví, dio un paso atrás—. Te has hecho daño en la espalda. Tengo que asegurarme de que estás bien.

No veía forma de salir de aquella, así que seguí a Aiden hasta una de las pequeñas salas donde guardaban el material médico. Era una habitación fría y estéril, como el despacho de cualquier médico, excepto por el cuadro de Afrodita totalmente desnuda en todo su esplendor. Me pareció algo extraño y un poco inquietante.

—Súbete a la camilla.

No había nada que deseara más que correr hasta mi habitación y enfurruñarme yo sola, pero hice lo que me dijo.

Aiden se acercó a mí con la mirada fija sobre mi cabeza.

—¿Cómo tienes el estómago?

—Bien.

—¿Por qué te agarrabas la espalda?

—Me duele —me froté las manos en las piernas—. Me siento estúpida.

—No eres estúpida.

—Lo soy. Tenía que prestar atención. He ido directa a la patada. No ha sido culpa de Kain.

Pareció pensar en ello.

—Nunca te había visto tan distraída.

Durante el último mes habíamos estado entrenando durante ocho horas cada día y supongo que, en todo ese tiempo, me había visto de muchas maneras. Pero nunca tan desconcentrada.

—No puedes permitirte estar tan distraída —continuó amable—. Progresas muy bien, pero no tienes tiempo que perder. Es casi julio, y eso nos deja tan solo dos meses para ponerte al nivel. Tu tío me pide informes semanales. No creas que se ha olvidado de ti.

Llena de vergüenza y decepción, dejé caer los ojos sobre mis manos.

—Ya lo sé.

Aiden me puso los dedos en la barbilla, levantándome la cabeza.

—¿Por qué estás tan distraída, Álex? Te mueves como si no hubieses dormido y actúas como si tu mente estuviese a kilómetros de aquí. ¿Si no es la fiesta de anoche, es un chico el que te tiene distraída?

Me estremecí.

—Mira. Hay muchas cosas de las que no voy a hablar contigo. De chicos es una de ellas.

Aiden abrió los ojos.

—¿En serio? Si interfiere en tu entrenamiento, entonces interfiere conmigo.

—Dioses —me moví incómoda bajo su intensa mirada—. No hay ningún chico. No tengo a ningún chico.

Se quedó en silencio, mirándome curioso. Esos ojos tenían un efecto relajante y, aunque sabía que iba a decir una estupidez, respiré profundamente.

—Anoche vi a la Abuela Piperi.

Parece que Aiden esperaba cualquier cosa menos eso. Mientras su cara seguía impasible como siempre, sus ojos parecieron hacerse un poco más grandes.

—¿Y?

—Lea tenía razón…

—Álex —me cortó—. No sigas por ahí. Tú no tienes la culpa.

—Tenía razón y estaba equivocada al mismo tiempo —paré, suspirando ante la cara de duda de Aiden—. La Abuela Piperi no me contó todo. De hecho, me contó un montón de locuras sobre amor y necesidad… y dioses que se besan. Da igual, la cosa es que me dijo que mataría a quien amo, ¿pero cómo es posible? Mamá ya está muerta.

Una expresión extraña recorrió su cara, pero desapareció antes de que pudiese descubrir de qué se trataba.

—Creía que habías dicho que no creías en estas cosas.

Por supuesto, tenía que recordar justo ese de entre los millones de comentarios que había hecho.

—No sé, pero no es que todos los días te digan que vas a matar a alguien a quien amas.

—¿Así que es eso lo que te ha preocupado todo el día?

Me apreté las piernas.

—Sí. No. Quiero decir, ¿crees que ha sido culpa mía?

—Oh, Álex —movió la cabeza—. ¿Te acuerdas de cuando me preguntaste que por qué me había ofrecido voluntario para entrenarte?

—Sí.

Se apartó de la camilla en la que estaba sentada.

—Pues… digamos que te mentí.

—Ya —me mordí el labio y miré hacia otra parte—. Ya lo suponía.

—¿En serio? —Sonó sorprendido.

—Diste la cara por mí por lo que le pasó a tus padres —lo miré de reojo. Estaba callado y me miraba—. Creo que te recordaba a ti mismo cuando ocurrió.

Aiden me miró durante un segundo eterno.

—Eres bastante más observadora de lo que pensaba.

—Gracias —no le dije que lo había imaginado hacía poco.

Su sonrisa ladeada volvió a aparecer.

—Si te hace sentir mejor, tienes razón. Recuerdo qué pasó después. Siempre te preguntas si había algo que podrías haber hecho diferente, aunque sea algo absurdo, pero te quedas clavado en el «y si…» —lentamente la sonrisa fue desapareciendo y apartó la cara—. Durante mucho tiempo pensé que, si hubiese decidido antes ser un Centinela, podría haber parado al daimon.

—Pero no sabías que un daimon iba a atacar. Eras, eres, un pura sangre. Pocos de los vuestros… eligen esta vida. Y solo eras un niño. No puedes culparte.

Aiden me miró, curioso.

—¿Entonces cómo puedes sentirte responsable por lo que le pasó a tu madre? Podías haberte dado cuenta de que existía la posibilidad de que os encontrase un daimon, pero no lo sabías.

—Ya —odiaba cuando tenía razón.

—Aún sigues cargando con la culpa. Tanto, que estás haciendo una montaña de lo que te dijo el oráculo. No puedes dejar que te afecte, Álex. Un oráculo solo habla de posibilidades, no hechos.

—Creía que un oráculo hablaba con los dioses y las moiras —dije secamente.

Pareció dudar.

—Un oráculo ve el pasado y la posibilidad en el futuro, no está escrito en ninguna parte. No existe un destino prefijado. Solo tú controlas tu destino. No eres responsable de… lo que le pasó a tu madre. Necesitas olvidarlo.

—¿Por qué lo dices así? Nadie habla de su muerte. Es como si todo el mundo tuviese miedo a decirlo. No es lo que pasó; fue asesinada.

La sombra volvió a aparecer sobre su cara, pero se puso al otro lado de la camilla.

—Déjame que le eche un vistazo a tu espalda —antes de darme cuenta de qué hacía, me levantó la camiseta por detrás y respiró hondo.

—¿Qué pasa? —pregunté, pero no dijo nada. Me levantó más la camiseta—. Hey, ¿qué haces? —Le aparté las manos.

Rodeó la camilla, tenía los ojos de color gris oscuro.

—¿Qué crees que estoy haciendo? ¿Hace cuánto que tienes la espalda así?

Me encogí de hombros.

—Desde que… um… empezamos a entrenar los bloqueos.

—¿Por qué no me dijiste algo?

—No pasa nada. No me duele, de verdad.

Aiden volvió a dar la vuelta.

—Malditos mestizos. Sé que tenéis una tolerancia al dolor mayor de lo normal, pero es absurdo. Esto tiene que dolerte.

Le miré la espalda mientras rebuscaba por los armaritos.

—Estoy entrenando —forcé mi voz para que sonase todo lo madura que podía—. No hay que quejarse y gruñir de dolor. Es parte del entrenamiento, parte de ser Centinela. Estas cosas pasan.

Aiden se giró con una expresión incrédula.

—Llevas sin entrenar tres años, Álex. Tu cuerpo, tu piel ya no está acostumbrada. No puedes dejar pasar cosas así porque pienses que alguien pueda tener una peor opinión sobre ti.

Parpadeé.

—No creo que la gente vaya a tener una mala opinión de mí. Solo son… unos cuantos moratones de mierda. Algunos ya se han ido. ¿Ves?

Puso un botecito a mi lado en la camilla.

—Y una mierda.

—Nunca habías dicho una palabrota —tuve la extraña necesidad de reír.

—No es solo un moratón. Tienes toda la espalda negra y azul, Álex —Aiden hizo una pausa, apretando los puños—. ¿Tenías miedo de que pensase otra cosa de ti si me lo enseñabas?

Negué ligeramente con la cabeza.

—No.

Apretó los labios.

—No esperaba que tu cuerpo fuese a adaptarse rápidamente y, sinceramente, debí haberlo sabido.

—Aiden… en serio, no duele tanto —ya me había acostumbrado a aquel dolor sordo e interminable, así que en realidad no mentía.

Cogió el botecito y dio la vuelta a la mesa.

—Esto debería ayudar y la próxima vez, cuando te pase algo, me lo dices.

—Vale —decidí no tentar la suerte. No parecía que fuese a apreciar ninguna respuesta sarcástica en ese momento—. Por cierto, ¿qué es eso?

Quitó la tapa.

—Es una mezcla de árnica y mentol. La flor de árnica actúa como un antiinflamatorio y reduce el dolor. Debería ayudarte.

Esperé que fuera a darme el bote, pero en vez de eso metió los dedos dentro.

—¿Qué estás…?

—Sujétate la camiseta. No quiero echártelo todo por encima. Deja mancha en la ropa.

Atónita, levanté el borde de mi camiseta. De nuevo, tomó aire profundamente al verme la espalda otra vez.

—Álex, no puedes dejar algo así sin tratamiento —esa vez su voz ya no sonaba enfadada—. Si te haces daño, tienes que decírmelo. No habría…

¿Sido tan duro conmigo? ¿Dejado que entrenase con Kain y que me derrotase de forma humillante? Eso no era lo que yo quería.

—Nunca sientas que no puedes contarme que algo va mal. Tienes que creerme cuando digo que me preocupo si te haces daño.

—No es culpa tuya. Podría haber dicho…

Puso sus dedos en mi piel y casi salto de la camilla. No porque el ungüento estuviese frío —que lo estaba— sino por sus dedos moviéndose por mi espalda. Un puro nunca tocaba a un mestizo de esa forma. O igual ahora sí. No lo sé, pero no podía imaginarme a los otros puros que conocía intentando calmar el dolor a un mestizo. No solían preocuparse tanto.

Aiden, en silencio, fue extendiendo el espeso ungüento por mi piel e iba subiendo.

En un momento dado sus dedos rozaron el borde de mi sujetador deportivo. Sentí mi piel extrañamente caliente, raro, ya que esa cosa estaba muy fría. Me concentré en la pared de delante. En ese cuadro de Afrodita sobre una roca. Tenía una expresión lujuriosa en la cara y los pechos fuera, para que todos los viesen.

No ayudaba para nada.

Aiden continuó tranquilamente. De vez en cuando mi cuerpo se estremecía solo y entonces sentía calor, mucho calor.

—¿Conociste a tu padre biológico? —Su voz tranquila irrumpió en mis pensamientos.

Negué con la cabeza.

—No. Murió antes de que yo naciera.

Sus hábiles dedos se deslizaron al lado de mi estómago.

—¿Sabes algo de él?

—No. Mamá nunca me habló de él, pero creo que solían pasar algo de tiempo en Gatlinburg. Nosotras pasábamos allí el Solsticio de Invierno cuando podía… deshacerse de Lucian. Creo que… estar en las cabañas le hacía sentirse cerca de él.

—¿Le amaba?

Asentí con la cabeza.

—Eso creo.

Trabajó la parte inferior de mi espalda, moviendo el bálsamo en suaves círculos y, de vez cuando, me llegaba el olor fresco del mentol.

—¿Qué habrías hecho si los daimons no hubiesen aparecido? Tendrías algún plan, ¿no?

Tragué saliva. Era una pregunta fácil, pero me costaba concentrarme en otra cosa que no fuesen sus dedos.

—Um… quería hacer muchas cosas.

Sus dedos pararon y rio suavemente.

—¿Como qué?

—No… no sé.

—¿Pensaste alguna vez en volver al Covenant?

—Sí y no —tragué más fuerte—. Antes del ataque, nunca pensé que volvería a ver el Covenant. Después de que ocurriera, intenté llegar al de Nashville, pero los daimons… seguían interponiéndose en mi camino.

—¿Entonces, qué habrías hecho si los daimons no te hubiesen encontrado? —Sabía que no debía centrarse en aquella semana horrible después del ataque. Sabía que no iba a hablar de ello.

—Cuando… era muy pequeña, mi madre y unos cuantos Centinelas más nos llevaron a unos cuantos niños al zoo. Me encantó, me gustaban mucho los animales. Me pasé todo el verano diciéndole a mamá que yo tenía que estar allí.

—¿Qué? —Sonó incrédulo—. ¿Pensabas que debías estar en un zoo?

Sentí formarse una sonrisa en mis labios.

—Sí, era una niña rara. Así que… esa era una de las cosas que pensaba que podría hacer. Ya sabes, trabajar con animales o algo, pero… —me encogí de hombros, sintiéndome un tanto estúpida.

—¿Pero qué, Álex? —Podía sentir su sonrisa.

Bajé la mirada hacia mis manos.

—Pero siempre quise volver al Covenant. Lo necesitaba. No encajaba con la gente normal. Echaba de menos esto, echaba de menos tener un propósito y saber qué tenía que hacer.

Sus dedos dejaron mi piel y se quedó en silencio tanto rato que pensé que le había sucedido algo. Me di la vuelta para mirarle.

—¿Qué?

Inclinó la cabeza un poco, hacia un lado.

—Nada.

Crucé las piernas y dejé escapar un suspiro.

—Me miras como si fuese rara.

Aiden dejó el bote a un lado.

—No eres rara.

—¿Entonces…? —Me bajé la camiseta y cogí el bote—. ¿Ya has acabado?

Cuando asintió le puse la tapa.

Aiden se inclinó hacia delante, poniendo las manos a los lados de mis piernas cruzadas.

—La próxima vez que te hagas daño, quiero que me lo digas.

Cuando miré hacia arriba, estaba a nivel de mi vista y apenas nos separaban unos centímetros, lo más cerca que habíamos estado fuera de la sala de entrenamiento.

—Vale.

—Y… no eres rara. Bueno, he conocido a gente más rara que tú.

Empecé a sonreír, pero había algo en la forma en que Aiden me miraba que me llamó la atención. Era como si fuese responsable de mí y lo que yo sentía. Sabía que sí. Quizá tenía algo que ver con tener que cuidar de Deacon… ¿Y Deacon? Recordé lo que dijo anoche.

Me aclaré la garganta y me concentré en su hombro.

—¿Deacon habla alguna vez de esas cosas? Ya sabes, de vuestros padres.

Mi pregunta lo pilló por sorpresa. Le costó unos segundos responder.

—No. Igual que tú.

Ignoré eso.

—¿Su alcoholismo? Creo que lo hace para no tener que pensar en ello.

Aiden parpadeó.

—¿Por eso bebes tú?

—¡No! Yo no bebo tanto, pero esa no es la cuestión. ¿Qué estaba diciendo…? —Dioses, ¿qué estaba haciendo? ¿Intentando hablarle sobre su hermano?

—¿Qué decías?

Esperaba no pasarme de la raya, y continué.

—Creo que Deacon bebe para no tener que sentir.

Aiden suspiró.

—Ya lo sé. Y también todos los orientadores y profesores. Da igual lo que haga o a quién le lleve a ver, no se abre.

Asentí, comprendiendo lo difícil que le resultaba a Deacon.

—Está… orgulloso de ti. No lo dijo exactamente así, pero está orgulloso de lo que haces.

Pestañeó.

—¿Por qué… cómo lo sabes?

Me encogí de hombros.

—Creo que, si sigues haciendo lo que haces, porque haces algo bueno, acabará acercándose a ti.

Continuó serio, pero algo más. Parecía preocupado y, por razones que ni siquiera yo quería saber, me preocupaba.

—Hey —me moví y le toqué la mano que tenía al lado de mi pierna izquierda—. Eres…

La mano que había tocado agarró la mía. Me quedé helada cuando entrelazó sus dedos con los míos.

—¿Que soy qué?

Guapo. Amable. Paciente. Perfecto. No dije ninguna de esas cosas. En vez de eso, me quedé mirando sus dedos, preguntándome si sabía que me estaba cogiendo de la mano.

—Siempre eres tan…

Movió el pulgar por encima de mi mano. Tenía los dedos frescos y suaves por el bálsamo.

—¿Qué?

Miré hacia arriba, y me atrapó inmediatamente. Su mirada y su tacto suave en mi mano hacían cosas raras en mí. Me sentía acalorada y mareada, como si hubiese estado sentada al sol todo el día. Solo podía pensar en cómo sentía su mano sobre la mía. Y luego, en cómo se sentiría esa mano en otras partes. No debería estar pensando en nada de eso.

Aiden era un puro.

La puerta de la habitación se abrió. Me eché hacia atrás, dejé caer mi mano en mi regazo.

Una sombra descomunalmente grande se quedó en la puerta. Don Esteroides, Leon, miró dentro de la habitación, fijándose en Aiden, que se había movido hasta una distancia mucho más apropiada.

—Te he buscado por todas partes —dijo Leon.

—¿Qué pasa? —preguntó Aiden tranquilamente.

Leon me miró. No sospechaba nada. ¿Por qué iba a hacerlo? Aiden era un puro respetado y yo solo era una mestiza a la que estaba entrenando.

—¿Se ha hecho daño?

—Está bien. ¿Qué necesitas?

—Marcus necesita vernos.

Aiden asintió. Empezó a salir hacia fuera con Leon, pero se paró en la puerta. Girándose hacia mí, volvió al tema.

—Hablaremos de esto más tarde.

—Vale —dije, pero ya se había ido.

Mi mirada se dirigió de nuevo hacia el cuadro de la diosa del amor. Tragué saliva y agarré con más fuerza el bote. De ninguna forma —para nada— estaba interesada en Aiden de ese modo. Claro que sí, estaba como para derretirse y era muy simpático, paciente y divertido, aunque de una forma seca. Había mucho en él que podía hacer que te gustase. Si fuese un mestizo, entonces no habría problema. Tampoco trabajaba para el Covenant, por lo que no era como si una estudiante se liase con su profesor, y solo tenía tres años más que yo. Si fuese un mestizo, seguramente yo ya me habría lanzado encima suyo.

Pero Aiden era un maldito pura sangre.

Un maldito pura sangre con unos dedos maravillosamente fuertes y una sonrisa que… bueno, me hacía sentir como si tuviese un nido de mariposas en el estómago. Y la forma en que me miraba —cómo sus ojos cambiaban de gris a plateado en un segundo— todavía me emocionaba. Mi estúpido corazón me saltaba en el pecho.