Capítulo 5

Al día siguiente me sentí como si hubiese viajado atrás en el tiempo, me levanté demasiado pronto como para tener la mente clara y llevaba ropa específicamente diseñada para que me patearan el culo. Pero aquella vez había algunas cosas diferentes.

Viendo a Aiden, por ejemplo, estaba claro que no iba a ser como los Instructores que tuve antes. Eran Centinelas o Guardias heridos durante sus años de servicio, o los que querían asentarse. Antes siempre me tocaban Instructores que eran o viejos como la peste o aburridos de morirse.

Aiden se parecía a ellos en nada.

Llevaba el mismo tipo de pantalón de trabajo que robé del armario del almacén, pero mientras que yo llevaba una modesta camiseta blanca, él llevaba una sin mangas. Y dios, tenía brazos que lucir. Su piel era firme; no era para nada aburrido, e iba por ahí cazando daimons.

Pero tenía algo en común con mis anteriores Instructores. Desde el momento en que entré en el gimnasio, no descansó ni un segundo. Por la forma en que empezamos, con varios ejercicios de calentamiento y haciéndome desenrollar todas las esterillas, supe que al acabar el día me dolería hasta el último hueso de mi cuerpo.

—¿Qué recuerdas de tus entrenamientos?

Miré alrededor, viendo todas aquellas cosas que no había visto en tres años; esterillas de entrenamiento para amortiguar caídas, maniquíes con piel que parecía real y un kit de primeros auxilios en cada esquina. La gente solía empezar a sangrar en algún momento del entrenamiento. Pero la pared más lejana era la que más me interesaba. Estaba cubierta de cuchillos que parecían peligrosos, unos con los que nunca llegué a practicar.

—Lo normal: estudié los libros, entrenamiento ofensivo, técnicas de patadas y puñetazos —fui directa a la pared de las armas; me sentí casi obligada.

—No mucho, entonces.

Cogí una de las delgadas dagas de titanio que solían llevar los Centinelas, asentí.

—Todo lo bueno empezaba justo cuando…

Aiden vino hasta mí, me quitó la daga de las manos y la devolvió a la pared. Sus dedos tocaron el filo con respeto.

—No te has ganado el derecho a tocar estas armas, especialmente esa.

Al principio pensé que estaba bromeando, pero al verle la cara supe que no bromeaba.

—¿Por qué?

No respondió.

Sentía que quería volver a tocarla, pero retiré la mano y me alejé de la pared.

—Se me daba bien todo lo que aprendí. Podía pegar y dar patadas bien fuerte. Podía correr más rápido que todos los de mi clase.

Volvió al centro de la sala y se puso las manos en sus estrechas caderas.

—No mucho, entonces —repitió.

Mis ojos lo siguieron.

—Puede ser.

—Tendrás que acostumbrarte a esta sala. Pasaremos ocho horas al día aquí.

—¿Me tomas el pelo, verdad?

No parecía estar bromeando.

—Al otro lado del pasillo hay un gimnasio. Deberías visitarlo… a menudo.

Abrí la boca de par en par.

Me miró.

—Estás muy delgaducha. Tienes que ganar algo de peso y músculo —se acercó y tocó mi esmirriado brazo—. Velocidad y fuerza, las tienes por naturaleza. Pero ahora mismo, un niño de diez años podría acabar contigo.

Cerré la boca. Tenía algo de razón, aquella mañana tuve que hacer dos nudos a los cordeles de los pantalones para que no se me cayesen.

—Bueno, no es que haya tenido la oportunidad de hacer tres comidas fuertes al día. Hablando de comida, tengo bastante hambre. ¿No hay desayuno?

La dureza de sus ojos se suavizó un poco, durante un momento lo vi igual que cuando estuvo en mi habitación la noche anterior.

—Te he traído un batido de proteínas.

—Puaj —gruñí, pero cuando levantó el recipiente de plástico y me lo entregó, lo cogí.

—Bébelo todo. Primero cubriremos algunas reglas básicas —Aiden se echó hacia atrás—. Vamos, siéntate. Quiero que me escuches.

Y ahí se acabó la mirada suave y amable. Puse los ojos en blanco, me senté y, con cuidado, me acerqué la botella a los labios. Olía a chocolate rancio y sabía a batido aguado. Asqueroso.

Se quedó de pie delante de mí con esos brazos imposibles cruzados sobre el pecho.

—Lo primero de todo: prohibido beber o fumar.

—¡Vaya! Eso significa que voy a tener que dejar el crack.

Me miró, no le impresionó.

—No podrás salir del Covenant sin permiso o… no me mires así.

—Jesús, ¿cuántos años tienes? —Sabía bien cuántos tenía, pero quería meterme con él.

Aiden crujió su cuello.

—Haré veintiuno en octubre.

—Aha —agité la botella—. Así que siempre has sido tan… ¿maduro?

Frunció el ceño.

—¿Maduro?

—Sí, suenas como un padre —puse la voz más grave e intenté parecer seria—. No me mires así o si no…

Aiden pestañeó despacio.

—Yo no sueno así, y además no he dicho «o si no…».

—Pero si lo hubieses hecho, ¿qué habría sido ese «o si no…»? —Escondí mi sonrisilla tras la botella.

Miró hacia el lado, con el ceño fruncido.

—¿Puedes no interrumpir?

—Como tú digas —di un trago—. Entonces, ¿por qué no puedo salir de la isla?

—Por tu seguridad y mi tranquilidad —Aiden volvió a su posición original, los brazos sobre el pecho, las piernas abiertas—. No saldrás de la isla sin ir acompañada por alguien.

—¿Mis amigos cuentan? —pregunté, medio seria.

—No.

—Entonces, ¿quién puede acompañarme?

Aiden cerró los ojos y suspiró.

—Si no soy yo, alguno de los otros Instructores.

Agité el líquido en la botella.

—Conozco las reglas, Aiden. No tienes que volver a repetirlas.

Pareció querer señalar que me iría bien refrescarlas, pero cedió. Después de que me lo acabara, cogió el batido y lo llevó hacia donde había unos cuantos sacos de boxeo apoyados contra la pared.

Me levanté y estiré.

—Entonces, ¿qué voy a aprender hoy? Creo que deberíamos empezar con algo que no sea patearme el culo.

Sus labios se torcieron como si estuviese luchando por no sonreír.

—Lo básico.

—Lo básico —protesté—. Debes estar de broma. Ya sé lo básico.

—Sabes suficiente como para que no te maten enseguida —frunció el ceño cuando me puse a saltar de lado a lado—. ¿Qué haces?

Paré, encogiéndome de hombros.

—Me aburro.

Aiden me miró de forma condescendiente.

—Entonces empecemos ya. No estarás aburrida mucho más tiempo.

—Sí, señor.

Puso mala cara.

—No me llames eso. No soy tu señor. Solo los dioses pueden ser llamados nuestros señores.

—Sí… —hice una pausa al ver brillar sus ojos y cómo tensaba la mandíbula—, mi capitán.

Aiden se me quedó mirando un momento, y asintió.

—Está bien. Quiero ver qué tal sabes caer.

—Casi te doy una buena en la fábrica —sentí la necesidad de remarcarlo.

Se volvió hacia mí, dirigiéndose hacia una de las esterillas.

—«Casi» no cuenta, Álex. Nunca cuenta —me moví y paré en frente suyo mientras él daba vueltas a mi alrededor—. Los daimons no solamente usan su fuerza cuando atacan, sino también magia elemental.

—Sí. Sí.

Los daimons podían ser enormemente fuertes dependiendo del número de puros o mestizos que hubiesen drenado. Que te golpeara uno que usara el elemento aire era equivalente a ser golpeado por un tren de mercancías. El único momento en que los daimons no eran peligrosos era cuando drenaban éter.

—La clave es no dejar que te cojan en el suelo, aunque ocurrirá, les pasa a los mejores. Y cuando sucede, tienes que poder levantarte.

Sus ojos grises se fijaron en mí.

Esto era un aburrimiento.

—Aiden, me acuerdo de mi entrenamiento. Sé cómo caer.

—¿De verdad?

—Caer bien es lo más fácil…

Mi espalda golpeó la esterilla. El dolor me recorrió entera. Me quedé allí tumbada, aturdida.

Aiden se acercó.

—Solo te he hecho un toquecito cariñoso y no has caído correctamente para nada.

—Au —no estaba segura de poder moverme.

—Deberías haber caído con la parte superior de la espalda. Duele menos y es más fácil maniobrar después —ofreció su mano—. Pensaba que sabías cómo caer.

—Dioses —dije bruscamente—. ¿No podías haberme avisado? —Ignoré su mano y me di cuenta de que podía moverme. Me levanté, clavándole la mirada.

Una sonrisa ladeada se formó en sus labios.

—Incluso sin avisar, tienes un segundo antes de caer. Es tiempo más que suficiente para poner el cuerpo correctamente. Balancea las caderas y mantén la barbilla abajo.

Arrugué el ceño mientras me frotaba la espalda.

—Sí, me acuerdo.

—Entonces demuéstramelo —se paró, mirándome como si fuese algún tipo de espécimen raro—. Levanta los brazos, aquí. Así —me puso los brazos de tal forma que bloqueaban mi pecho—. Mantenlos fuertes. Nada de brazos espagueti.

—Vale.

Le hizo una mueca a mis brazos flacuchos.

—Bueno, tenlos tan fuertes como puedas.

—Ja-ja, qué risa.

Volvió a sonreír.

—Está bien.

Entonces golpeó mis brazos su antebrazo. En realidad, no me dio fuerte, pero aun así caí. Y lo hice mal. Di vueltas con gesto de dolor.

—Álex, sabes qué hacer.

Rodé y gruñí.

—Bueno… aparentemente es algo que he olvidado.

—Levántate —ofreció su mano, pero seguí sin cogerla. Me puse en pie—. Levanta los brazos.

Lo hice y me preparé para el inevitable golpe. Caí al suelo, una y otra vez. Me pegué las siguientes horas tumbada de espaldas, y de forma placentera. Llegamos a un punto en que Aiden me tuvo que explicar la mecánica del aterrizaje como si yo tuviese diez años.

Pero al final, de entre todas las tonterías que flotaban por mi cerebro, saqué la técnica que me habían enseñado hace años y lo clavé.

—Ya era hora —murmuró Aiden.

Hicimos un parón para comer, que consistió en que yo comiera sola mientras Aiden se iba a hacer algo. Unos quince minutos después, una pura sangre con bata blanca de laboratorio apareció frente a mí. Tragué la comida que tenía en la boca.

—¿Hola?

—Por favor, sígueme —dijo.

Miré hacia mi sándwich a medias y suspiré. Tiré el plato y seguí a la pura hasta el edificio médico, detrás de las instalaciones de entrenamiento.

—¿Me van a hacer un reconocimiento médico o algo?

No contestó.

Ignoró cualquier intento de conversación y me di por vencida en cuanto me senté sobre la mesa. La vi ir hacia el armario y rebuscar unos segundos. Se dio la vuelta, apretando el final de la jeringuilla.

Mi ojos se abrieron de par en par.

—Eh… ¿qué es eso?

—Por favor, levántate la manga de la camiseta.

Aunque estaba algo mosqueada, hice lo que me dijeron.

—Pero qué me estás dando… ¡mierda! —Me ardía la piel en el sitio donde me había pinchado, en la parte superior del brazo—. Duele de narices.

Sus labios se curvaron en una tenue sonrisa, pero sus palabras destilaban asco.

—No sé si lo sabes, pero te lo recuerdo de todas formas: en seis meses tienes que recibir otra dosis. Durante las próximas cuarenta y ocho horas, intenta evitar el tener relaciones sexuales sin protección, por favor.

¿Que intentase evitar? ¿Como si tuviese una urgencia animal y saltase sobre todo mestizo que se me cruzase de forma incontrolada?

—No soy una ninfómana loca por el sexo, señorita.

La pura se dio la vuelta, claramente invitándome a salir de allí. Salté de la camilla, bajándome la manga. No podía creer que hubiese olvidado el control de natalidad obligatorio a mestizas. Después de todo, los descendientes de dos mestizos eran mortales e inútiles para los puros. Nunca me había preocupado, ya que dudaba que nunca llegase a desarrollar la necesidad de ser madre. Pero la pura podía haberme al menos avisado antes de pincharme.

Cuando volví a la sala de entrenamiento, Aiden me vio frotándome el brazo, pero no le expliqué nada. Allí, cambió a otra de mis sesiones favoritas: que me golpearan y luego levantarme de nuevo.

También se me daba fatal eso.

Al final de la práctica, me dolían todos los músculos de la espalda y los muslos me dolían como si alguien me los hubiese machacado sin descanso. Me costaba un poco enrollar las esterillas. Tanto que, en un momento dado, Aiden se encargó de hacerlo.

—Se te hará más fácil —miró hacia arriba mientras yo iba cojeando hacia donde él estaba apilando las esterillas—. Tu cuerpo se volverá a acostumbrar.

—Eso espero.

—Deberías posponer el gimnasio unos días.

Podría haberle abrazado.

—Pero sí que deberías hacer los estiramientos por la noche. Te ayudarán a soltar los músculos. Así no te dolerá tanto.

Lo seguí hasta la puerta. Parecía un buen consejo. Fuera de la sala de entrenamientos, esperé a que cerrara la doble puerta.

—Mañana trabajaremos un poco más el salto. Luego pasaremos a las técnicas de bloqueo.

Empecé a señalar que había aprendido muchas técnicas de bloqueo, pero recordé lo rápido que me marcó el daimon en Georgia. Llevé la mano al hombro y toqué la cicatriz, era ligeramente irregular.

—¿Estás bien?

Dejando caer la mano, asentí.

—Sí.

Como si pudiese leerme la mente, dio un paso al frente y me frotó la gruesa coleta contra el hombro. El ligero roce me dio un escalofrío.

—No está mal. Se irá dentro de poco.

—Va a dejarme cicatriz; de hecho ya se empieza a ver.

—Se podría decir que las cicatrices son medallas de honor.

—¿De verdad?

Aiden asintió.

—Sí. Muestran lo fuerte y valiente que fuiste. No son nada de lo que avergonzarse.

—Claro —forcé una rápida y brillante sonrisa.

Por su cara sabía que no le creía, pero no insistió. Me fui cojeando hacia mi habitación. Caleb estaba esperándome en mi puerta con las manos llenas de bolsas y una expresión nerviosa.

—Caleb, no tenías por qué hacerlo. Te van a echar de aquí.

—Entonces déjame entrar antes de que me pillen. Y no te preocupes por las compras. Hice que unas tías increíbles se probasen la ropa. Créeme, ha sido un día bien aprovechado.

Resoplé mientras cojeaba hasta el sofá y me acomodaba.

—Gracias, te debo una.

Caleb se lanzó a contarme todo lo que me había perdido durante la ausencia —así lo llamábamos ahora—, mientras, yo iba sacando varios pantalones, vestidos y shorts que dudaba siguiesen el código de vestimenta del Covenant. Sacudí la cabeza. ¿Dónde narices pretendía que vistiese esa ropa? ¿En alguna esquina?

Al parecer, el sitio no había cambiado mucho. Seguían escapándose y liándose todos con todos. Lea había conseguido enfrentar a dos amigos que esperaban lograr meterse entre sus piernas. Jackson parecía ser el ganador, según pude ver ayer. Dos mestizos un año más mayores que nosotros, Rosalie y Nathaniel, se habían graduado y ahora eran Centinelas, y yo me moría de envidia. Después de las prácticas de hoy, dudaba que Aiden siguiese creyendo que tenía algún potencial.

Luke, un mestizo que solía salir con nosotros, salió del armario el año pasado —tampoco es que ser gay o bisexual aquí fuese algo problemático—. Ser hijos de un puñado de dioses cachondos que seguramente no discriminaban al elegir sus compañeros sexuales, hacía que, en lo relacionado a actividades sexuales, nada nos sorprendiese.

Al parecer yo era la única virgen de aquí. Suspiré.

—¿Tan malo ha sido tu entrenamiento?

—Creo que hoy me he roto la espalda —le dije inexpresiva.

Pareció querer reírse.

—No te has roto la espalda. Solo estás… falta de práctica. En unos días estarás pateándole el culo a Aiden.

—Lo dudo.

—¿Y qué quería ayer? Colega, de verdad, estoy esperando que aparezca por sorpresa y me eche una bronca por estar en tu habitación.

—Pues, si tienes miedo, no deberías estar aquí.

Caleb lo ignoró.

—¿Qué quería ayer?

—Creo que Lea me delató. Aiden sabía qué ocurrió en la sala. Realmente no me echó mucha bronca, pero me podría haber ahorrado el sermón.

—Joder, a veces es un tocapelotas —se volvió a sentar en la silla, pasándose una mano por el pelo—. A lo mejor podemos quemarle las cejas o algo. Estoy seguro de que Zarak estaría dispuesto a ello.

Reí.

—Estoy segura de que eso no me ayudará.

—¿Sabes? Me lie con…

—¿Qué? —chillé, casi cayéndome del sofá. Mal movimiento. Dolió—. Por favor, dime que no te liaste con Lea.

Se encogió de hombros.

—Yo estaba aburrido. Ella estaba disponible. No estuvo mal…

Indignada, le tiré un cojín a la cabeza y le corté.

—No quiero saber detalles. Voy a hacer como que nunca lo has dicho.

Una sonrisa apareció en sus labios.

—Bueno, parece que, si te ha delatado, Lea está decidida a meterte en problemas.

Me eché hacia atrás, pensando en los que había en la sala.

—No sé. ¿Y la pura que estaba en la sala?

—¿Quién? ¿Thea? —Movió la cabeza—. No creo que se lo haya dicho a nadie.

—Y por cierto, ¿que hace Thea aquí?

Era raro que en verano hubiese un puro en el Covenant. Se quedaban durante el curso, pero en cuanto llegaba el verano, se iban con sus padres. Seguramente a viajar por el mundo y hacer otras cosas ridículamente caras. Cosas divertidas, totalmente guays. Y por supuesto tenían Guardias que los acompañaban en sus aventuras, solo por si a algún daimon tramaba algo.

—Sus padres están en el Consejo y no tienen tiempo para ella. Es muy maja, pero supercallada. Creo que le mola Deacon.

—Deacon, ¿el hermano de Aiden?

—Sip.

Debía tener algo especial para gustarle a Thea.

—¿Qué pasa? Ambos son puros —Caleb levantó una ceja, pero entonces pareció recordar que llevaba fuera tres años—. Deacon tiene una reputación que mantener.

—Vale —traté de aliviar una contractura repentina en la espalda.

—Y Thea también. Y digamos que Thea gana el premio a la pureza.

Era bueno saber que no era la única virgen.

—¿Y?

—La reputación de Deacon es… más como de… ummm, ¿cómo puedo decirlo suavemente? —Hizo una pausa, pensativo—. Deacon se parece a Zeus. Ese tipo de reputación.

—Bueno… los polos opuestos se atraen, supongo.

—No tan opuestos.

Me encogí de hombros con una mueca de dolor.

—Casi lo olvido. No vas a creer qué he oído hoy en la ciudad. Una de las vendedoras estaba hablando mientras yo miraba ropa, sin preocuparse por quién podría oírla, y… ah, sí, por cierto, seguramente piensa que soy un travesti.

Me reí.

—A lo que iba, ¿te acuerdas de Kelia Lothos?

Arrugué los labios. Kelia Lothos, el nombre me sonaba.

—¿No era una Guardia de aquí?

—Sí, tiene unos diez años más que nosotros. Se ha echado novio.

—Bien por ella.

—Espera, Álex. Espera a que te lo cuente todo. Se llama Héctor, no estoy seguro de cuál es su apellido. Da igual, es un puro de una de las otras comunidades —paró para dar un efecto más dramático.

Me acaricié la coleta, sin estar segura de dónde quería ir a parar.

—¡Es un pura sangre! —Levantó las manos—. ¿Recuerdas? Su unión está prohibida.

Mis ojos se abrieron de repente.

—Oh no, eso no está bien.

Sacudió la cabeza y mechones rubios le cayeron sobre la frente.

—No puedo creer que fuesen tan estúpidos como para llegar siquiera a considerarlo.

El hecho de que no pudiésemos tener ningún tipo de relación romántica con un puro era una norma arraigada en nosotros desde que nacíamos. La mayoría de los mestizos ni siquiera lo cuestionaban, pero bueno, la mayoría de los mestizos no se cuestionaba muchas cosas. Se nos entrenaba para obedecer siempre.

Intenté encontrar una posición cómoda.

—¿Qué crees que le ocurrirá a Kelia?

Caleb resopló.

—Seguramente la saquen de Guardia y la pongan a trabajar en una de las casas.

Eso me llenó de enfado y rencor.

—Y Héctor se llevará un golpecito en la mano. ¿Acaso eso es justo?

Me miró, extrañado.

—No, pero es lo que hay.

—Es estúpido —sentí que se me tensaba la mandíbula—. ¿A quién le importa si un mestizo y un puro se juntan? ¿Es como para que Kelia tenga que perderlo todo?

Caleb abrió más los ojos.

—Es así, Álex. Ya lo sabes.

Crucé los brazos, preguntándome por qué me sentía así. Es como habían sido las cosas durante eones, pero parecía tan injusto…

—Está mal, Caleb. Kelia acabará siendo una esclava por liarse con un puro.

Se quedó callado por un momento, y entonces sus ojos se clavaron en mí.

—¿Tu reacción tiene algo que ver con el hecho de que tu nuevo entrenador personal sea el puro por el que babean todas las chicas?

Hice una mueca.

—Para nada. ¿Estás loco? Acabaría matándome —hice una pausa, hundiéndome en el cojín—. Creo que lo planea.

—Lo que tú digas.

Estirando las piernas, lo atravesé con la mirada.

—Olvidas que he estado tres años en el mundo normal; un mundo donde puros y mestizos ni siquiera existen. Nadie mira el pedigrí divino del otro antes de salir con él.

Se me quedó mirando a la distancia durante un rato.

—¿Cómo era?

—¿Cómo era el qué?

Caleb se movió inquieto en el borde de la silla.

—Estar ahí fuera, lejos de todo… esto.

—Oh —me apoyé con el codo. La mayoría de los mestizos no tenían ni idea de cómo era la vida fuera. Alguna vez se habían mezclado con el mundo exterior, pero nunca habían sido parte, no durante tiempo. Ni tampoco los puros. Para los nuestros la vida mortal parecía violenta, una vida donde los daimons no eran lo único maligno de lo que preocuparse.

Claro que nosotros también teníamos nuestros locos. Los chicos que no tenían la palabra «no» en su vocabulario, las chicas que daban puñaladas por la espalda y gente que haría cualquier cosa por conseguir lo que desean. Pero no era ni parecido al mundo mortal, y no estaba segura de si era algo bueno o malo.

—Bueno, es diferente. Hay mucha gente distinta. Yo llegué a integrarme hasta cierto punto.

Caleb me escuchaba con entusiasmo las cosas que yo le contaba sobre el exterior, quizá con demasiado entusiasmo del que debiera. Al no tener expediente, cada vez que nos mudábamos, mamá tenía que usar compulsiones para meterme en la escuela local. Caleb mostró muchísimo interés en el sistema escolar de los mortales, era diferente que el del Covenant. Aquí, pasábamos los días peleando en clase. En el mundo mortal, me pasaba la mayoría de las clases mirando a la pizarra.

Tener curiosidad por el mundo exterior no era necesariamente algo bueno. Normalmente llevaba a intentar escapar. Mamá y yo tuvimos más suerte que la mayoría de los que se aventuraron a hacerlo. El Covenant siempre encontraba a los que intentaban vivir en el mundo exterior.

A nosotras nos encontraron demasiado tarde.

Caleb inclinó la cabeza hacia los lados mientras me estudiaba.

—¿Qué tal llevas el regreso?

Me eché de espaldas, mirando al techo.

—Bien.

—¿En serio? —Se levantó—. Porque has pasado por muchas cosas.

—Sí, estoy bien.

Caleb se me acercó y se sentó, empujándome hacia un lado.

—Ay.

—Álex, todo lo que ha sucedido te ha tenido que, ya sabes, afectar. A mí me habría afectado.

Cerré los ojos.

—Caleb, aprecio tu preocupación, pero estás prácticamente sentado encima mío.

Se movió, pero se quedó a mi lado.

—¿Vas a hablarme de ello?

—Mira. Estoy bien. No es que no me haya afectado —abrí los ojos curiosa y lo encontré mirándome como esperaba—. Vale. Sí, me ha afectado. ¿Contento?

—Claro que no estoy contento.

Una cosa que no se me daba bien era hablar de cómo me sentía. Demonios, ni siquiera se me daba bien pensar en cómo me sentía. Pero no lo parecía.

—Yo… intento no pensar en ello. Es mejor así.

Arrugó la frente.

—¿En serio? ¿Tengo que usar psicología básica y decirte que «seguramente no sea bueno que no pienses en ello»?

Gruñí.

—Odio toda la palabrería psicológica, así que por favor no empieces.

—¿Álex?

Me levanté, ignorando cómo mi espalda gritaba de dolor y lo empujé fuera del sofá. Recuperó el equilibrio con facilidad.

—¿Qué quieres que te diga? ¿Que echo de menos a mi madre? Sí, la echo de menos. ¿Que fue una auténtica mierda ver cómo la drenaba un daimon? Sí, fue una mierda. ¿Luchar contra daimons pensando que iba a morir fue divertido? No, no fue divertido. También fue una mierda.

Asintió, aceptando mi retahíla.

—¿Pudiste hacerle un funeral o algo?

—Vaya pregunta más estúpida, Caleb —me recoloqué el pelo, que había escapado de mi coleta—. No pude hacerle un funeral. Después de matar el daimon, había otro. Me fui corriendo.

Se puso blanco.

—¿Fue alguien a recoger el cuerpo?

Me encogí avergonzada.

—No sé. No he preguntado.

Pareció pensarlo.

—Quizá si le hicieses una ceremonia, ayudaría. Ya sabes, una pequeña reunión solo para recordarla.

Le lancé una dura mirada.

—No vamos a hacerle un funeral… En serio. Como vuelvas a pensar algo así, me arriesgaré a que me echen por darte una paliza —hacerle un funeral significaría enfrentarse al hecho de que mi madre estaba muerta. La coraza, la dureza que había construido a mi alrededor, se rompería y… no podría soportarlo.

—Vale. Vale —levantó las manos—. Solo pensaba que podría darte un final.

—Ya tengo un final. ¿Recuerdas? La vi morir.

Esa vez fue él quien se avergonzó.

—Álex… lo siento mucho. Dioses. Ni siquiera sé cómo debiste sentirte. No puedo ni imaginarlo.

Entonces dio un paso al frente, como si intentase darme un abrazo, pero lo esquivé. Caleb entendió que no quería volver a hablar sobre ello y cambió a temas más seguros: más cotilleos y más historias de travesuras en el Covenant.

Después de que se fuese de la residencia me quedé en el sofá. Debería tener hambre o ganas de socializar, pero no. Nuestra conversación —la parte sobre mi madre— seguía presente como una herida abierta. Intenté concentrarme en los nuevos cotilleos que sabía. Intenté incluso pensar en lo mono que estaba ahora Jackson —incluso Caleb, porque la verdad es que se había mejorado mucho en estos últimos tres años—, pero sus imágenes fueron rápidamente sustituidas por Aiden y sus brazos.

Y eso estaba muy mal.

Me di la vuelta y volví a mirar el techo. Yo estaba bien. De hecho, estaba muy bien. Haber regresado al Covenant era mucho mejor que estar ahí fuera en el mundo normal o limpiando retretes en la casa de algún puro. Me froté los ojos. Estaba bien.

Debía estar bien.