Tenía la cabeza apoyada en algo que parecía duro, pero era extrañamente cómodo. Me acurruqué un poco más, sintiéndome cálida y protegida, algo que no sentía desde hacía tres años, cuando mamá sacó mi culo del Covenant. Saltando de ciudad en ciudad casi nunca conseguí aquella comodidad. Algo pasaba.
Abrí mis ojos rápidamente.
Hijo de perra.
Me separé tan rápidamente del hombro de Aiden que golpeé mi cabeza contra la ventana.
—¡Mierda!
Se volvió hacia mí, con sus oscuras cejas arqueadas.
—¿Estás bien?
Ignoré la preocupación en su voz y me quedé mirándolo. No tenía ni idea de cuánto tiempo había estado fuera de mí. A juzgar por el azul del cielo que se veía a través del cristal tintado, supuse que fueron varias horas. Se suponía que los puros no debían usar la compulsión en los mestizos que no eran sirvientes; estaba considerado poco ético, ya que forzaban a la gente a no tener voluntad, capacidad de elección ni nada.
Malditos Hematoi. Tampoco es que se hubiesen preocupado nunca por la ética.
Antes de que los semidioses originales muriesen con Hércules y Perseo, todos se juntaron entre sí como solo los griegos sabían hacer. Estas uniones crearon a los pura sangre —los Hematoi—, una raza muy, muy poderosa. Podían controlar los cuatro elementos: aire, agua, tierra y fuego, y utilizar todo ese poder en conjuros y compulsiones. Los puros nunca usaban sus dones contra otro puro. Hacerlo significaba acabar en la prisión —en algunos casos incluso la muerte.
Como yo era una mestiza, producto de un pura sangre y un humano normal —como un chucho, por así decirlo— no podía controlar los elementos. Mi especie estaba dotada de la misma fuerza y velocidad que los puros, pero teníamos una habilidad extra que nos permitía ver a través de la magia elemental que usaban los daimons. Los puros no podían.
Había muchos mestizos por allí, seguramente más que pura sangre. Dado que los puros solo se casaban para mejorar su estatus en nuestra sociedad en lugar de casarse por amor, solían tontear por ahí —mucho—. Y como no les afectaban las enfermedades que plagaban a los mortales, supongo que asumieron que no pasaba nada por olvidarse de usar protección. Al final resultó que su descendencia mestiza era de valiosa utilidad en la sociedad de los pura sangre.
—Álex —Aiden bajó las cejas al mirarme—. ¿Estás bien?
—Sí, estoy bien —arrugué la frente mientras asimilaba mi entorno.
Estábamos en algo grande, seguramente uno de los inmensos Hummer del Covenant, en uno que podría pasar por encima de un pueblo entero. A los puros no les preocupaban cosas como el dinero o el gasto en gasolina. «Cuanto más grande, mejor» era su lema no oficial.
El otro puro —el enorme— estaba al volante y Kain estaba en el asiento del copiloto, mirando en silencio por la ventana.
—¿Dónde estamos?
—Estamos en la costa, justo al final de Bald Head Island, casi llegando a Deity Island —respondió Aiden.
Mi corazón dio un vuelco.
—¿Qué?
—Volvemos al Covenant, Álex.
El Covenant, el lugar en el que entrenaba y al que llamaba hogar hasta hacía tres años. Suspiré y me froté por detrás de la cabeza.
—¿Os mandó el Covenant? ¿O fue… mi padrastro?
—El Covenant.
Respiré aliviada. Mi padrastro pura sangre no estaría contento de verme.
—¿Ahora trabajas para el Covenant?
—No, solo soy un Centinela. Esto es algo temporal. Tu tío mandó buscarte —Aiden hizo una pausa y miró por la ventana—. Han cambiado muchas cosas desde que te fuiste.
Quise preguntar qué hacía un Centinela en la bien protegida Deity Island, pero supuse que no era de mi incumbencia.
—¿Qué ha cambiado?
—Bueno, tu tío es ahora el Decano del Covenant.
—¿Marcus? Espera. ¿Qué? ¿Qué le ha pasado al Decano Nasso?
—Murió hace unos dos años.
—Oh —no fue ninguna sorpresa. Era más viejo que la peste. No dije nada más mientras meditaba sobre el hecho de que mi tío fuese ahora el Decano Andros. «Uf». Hice una mueca. Casi no lo conocía, pero lo último que recordaba es que estaba escalando en la política de los pura sangre. No debía sorprenderme que lograse una posición tan codiciada.
—Álex, perdona por la compulsión —Aiden rompió el silencio que se había apoderado de nosotros—. No quería que te hicieses daño.
No respondí.
—Y… siento lo de tu madre. Os buscamos por todas partes, pero nunca estabais tiempo suficiente en un mismo sitio. Llegamos demasiado tarde.
El corazón se me encogió en el pecho.
—Sí, llegasteis demasiado tarde.
Unos cuantos minutos de silencio llenaron el Hummer.
—¿Por qué se fue tu madre hace tres años?
Miré a través de mi pelo. Aiden esperaba una respuesta a su pregunta tendenciosa.
—No lo sé.
Desde los siete años había sido una mestiza en formación —una de los llamados mestizos «privilegiados»—. Los mestizos solo teníamos dos opciones en la vida: asistir a las clases en el Covenant o trabajar. Los mestizos que tenían un pura sangre que respondiese por ellos y pudiese costearles la educación, entraban en el Covenant para entrenarse como Centinelas o Guardias. Los otros mestizos no tenían tanta suerte.
Los convocaban los señores Maestros, un grupo de puros que destacaban en el arte de la obligación. Habían creado un elixir a partir de una mezcla especial de amapolas y té. El brebaje funcionaba de forma diferente en la sangre de un mestizo. En lugar de dejarles letárgicos y adormecidos, la amapola refinada los hacía sumisos y vacíos —dándoles un colocón que no se les pasaba—. Los Maestros comenzaban a darles el elixir a los mestizos que contrataban a los siete años —la edad de la razón— y continuaban con dosis diarias. No se les daba una educación. Ni libertad.
Los Maestros eran los responsables de tratar con el elixir y monitorizar el comportamiento de los sirvientes mestizos. También eran los encargados de marcarlos en la frente. Un círculo con una línea a través, el doloroso signo visible de la esclavitud.
Todos los mestizos temían ese futuro. Incluso si acabábamos aprendiendo en el Covenant, solo hacía falta un paso en falso para que te diesen la bebida. Que mi madre me sacara del Covenant sin más explicación era todo un punto en mi contra.
También estaba segura de que haber cogido la mitad del dinero de su marido —mi padrastro— tampoco iba a ayudarme mucho.
Y luego estaban todas esas veces en las que debería haber contactado con el Covenant y entregado a mi madre, hacer lo que se esperaba de mí. Una llamada —una estúpida llamada— le habría salvado la vida.
El Covenant también tendría eso en mi contra.
El recuerdo de despertarme y encontrarme con mi peor pesadilla resurgió. El día anterior me pidió que arreglase el jardín de la terraza que yo misma pedí tener, pero me quedé dormida. Cuando me levanté y cogí la bolsa de herramientas de jardín, ya era por la tarde.
Supuse que mamá estaría trabajando en el jardín, así que salí al balcón, pero el jardín estaba vacío. Me quedé allí un rato, mirando hacia el callejón del otro lado de la calle, jugueteando con una pequeña pala de jardinería. Entonces, de entre las sombras, salió un hombre, un daimon.
Se quedó allí, a plena luz del día, mirándome. Estaba tan cerca que podría haberle tirado la pala y acertarle. Con el corazón en la garganta, me aparté de la barandilla. Me apresuré a entrar en la casa, gritando a mi madre. No hubo respuesta. Las habitaciones se volvieron borrosas mientras corría por el estrecho pasillo hacia su dormitorio y abría la puerta. Lo que vi en ese momento me marcaría para siempre, sangre, mucha sangre, y los ojos de mamá abiertos y vacíos, mirando a la nada.
—Ya hemos llegado —Kain se inclinó impaciente.
Mis pensamientos se desvanecieron cuando mi estómago, extrañamente, dio un vuelco. Me giré y miré por la ventana. Deity Island consistía en realidad en dos islas. Los puros vivían en sus fantásticas casas en la primera isla. Para el mundo exterior parecía una comunidad isleña normal, pequeñas tiendas y restaurantes se alineaban en las calles. Había incluso tiendas regentadas por mortales y destinadas a ellos. Las prístinas playas eran para morirse.
A los daimons no les gustaba viajar por el agua. Cuando un puro se pasaba al lado oscuro, su magia elemental cambiaba y solo podía usarla si estaba tocando suelo. La falta de contacto los debilitaba. Eso hacía de la isla un escondite perfecto para los nuestros.
Era demasiado temprano para que hubiese nadie por las calles y en cuestión de minutos cruzamos el segundo puente. En aquella parte de Deity Island, situada entre zonas pantanosas, playas y bosques prácticamente intactos, se encontraba el Covenant.
Elevándose entre el interminable mar y hectáreas de playas blancas, la extensa estructura de arenisca por la que pasamos era la escuela donde los puros y mestizos iban a clase. Con sus gruesas columnas de mármol y estatuas de dioses estratégicamente colocadas, era un lugar intimidante, como de otro mundo. Los mortales pensaban que el Covenant era una escuela privada de élite donde ninguno de sus hijos tendría nunca el privilegio de entrar. Tenían razón. La gente tenía que tener algo superespecial en la sangre para llegar hasta aquí.
Tras el edificio principal estaban las residencias, que contaban con más columnas y estatuas. Edificios más pequeños y bungalows salpicaban el terreno y los enormes gimnasios e instalaciones de entrenamiento estaban al lado del patio. Me recordaban a los antiguos coliseos, excepto que los nuestros estaban bajo techo; aquí los huracanes podían llegar a ser muy bestias.
Todo era bonito —un lugar que amaba y odiaba a la vez—. Ahora que lo veía, me daba cuenta de cuánto lo echaba de menos… y a mamá. Ella se quedaba en la isla principal mientras yo iba a clase, pero era una habitual en el campus, aparecía después de las clases para llevarme a comer, convenciendo al antiguo Decano para que me dejase quedarme con ella los fines de semana. Dioses, solo quería otra oportunidad, otro segundo para decirle…
Me contuve.
Control —ahora tenía que estar bajo control, y hundirme en mi pena perpetua no iba a ayudarme—. Armándome de valor, salí del Hummer y seguí a Aiden hacia la residencia de las chicas. Éramos los únicos caminando por aquellos silenciosos pasillos. Siendo principios de verano solo quedaban unos pocos estudiantes.
—Aséate. Volveré a recogerte en un rato —comenzó a darse la vuelta, pero paró—. Encontraré algo de ropa y la dejaré en la mesa.
Asentí, falta de palabras. Intentaba calmar mis emociones, pero algunas conseguían aflorar. Tres años atrás mi futuro estaba perfectamente planeado. Todos los Instructores del Covenant habían alabado mis habilidades en las sesiones de entrenamiento. Incluso llegaron a decir que podría convertirme en Centinela. Los Centinelas eran los mejores, y yo era una de las mejores.
Tres años sin entrenamientos me habrían puesto detrás de cualquier mestizo. Posiblemente, lo único que podía esperar era una vida entera de servidumbre —un futuro que no podía soportar—. Ser súbdita de los deseos de los puros, sin tener voz ni voto sobre nada. La posibilidad me mataba de miedo.
Una posibilidad empeorada por mi necesidad apremiante de cazar daimons.
Llevaba en la sangre el instinto de luchar contra ellos, pero después de ver qué le había ocurrido a mamá, las ganas se dispararon. Solo el Covenant podía darme los medios para conseguir mi meta y mi ausente tío pura sangre tenía ahora mi futuro en sus manos.
Mis pasos pesaban mientras caminaba por las ya conocidas habitaciones. Estaban totalmente amuebladas y parecían más grandes de lo que recordaba. La habitación tenía una sala de estar separada y un dormitorio bastante grande. Y su propio baño. El Covenant solo ofrecía lo mejor a sus estudiantes.
Me di una ducha más larga de lo necesario, deleitándome en la sensación de estar limpia de nuevo. La gente daba por hecho cosas como una ducha. Yo también lo había hecho. Tras el ataque daimon me encontré en la calle, con poco dinero. Sobrevivir se había vuelto más importante que darse una ducha.
Cuando me aseguré de que me había quitado toda la porquería, encontré un cuidado montón de ropa sobre la mesita frente al sofá. Cuando la cogí me di cuenta de que era la ropa de entrenamiento que daba el Covenant. Los pantalones me venían al menos dos tallas grandes, pero no iba a quejarme. Me los acerqué a la cara e inspiré. Olían tan, tan limpios.
De vuelta en el baño, estiré el cuello. El daimon me había marcado justo entre el cuello y la clavícula. Durante el día siguiente la marca tuvo un color rojo furia y luego fue perdiendo intensidad hasta ser una cicatriz pálida y brillante. El mordisco de un daimon nunca dejaba la piel intacta. Las filas de pequeñas dentelladas prácticamente idénticas me marearon y me hicieron recordar a una de mis antiguas Instructoras. Era una mujer mayor y hermosa que, tras un encontronazo con un daimon, se retiró a enseñar tácticas básicas de defensa. Tenía los brazos cubiertos de marcas pálidas semicirculares, de un tono o dos más claras que su piel.
Una marca era suficientemente horrible. No podía imaginar lo que ella sufrió. Los daimons intentaron convertirla drenándole todo su éter. Cuando se trataba de convertir a un puro, no había intercambio de sangre.
Era un proceso terriblemente simple.
El daimon ponía sus labios sobre el puro drenado, le pasaba algo de su éter y ¡voila!… un daimon nuevo y reluciente. Como sangre infectada, el éter contaminado que pasaba convertía a un puro, y no había nada que pudiese revertir el cambio. El puro se había perdido para siempre. Por lo que sabíamos, era la única forma de crear un daimon, no es que quedáramos y charlásemos con ellos para averiguar más. Se les mataba nada más verlos.
Siempre pensé que era una norma absurda. Nadie —ni siquiera el Consejo— sabía qué pensaban conseguir los daimons matando. Si pilláramos a uno y lo interrogáramos, podríamos aprender mucho sobre ellos. ¿Cuáles eran sus planes y sus metas? ¿Tenían? ¿O era simplemente la necesidad de éter la que les obligaba a hacerlo? No lo sabíamos. Lo único que preocupaba a los Hematoi era pararles y asegurarse de que no convirtiesen a ningún puro.
Sea como fuere, los rumores decían que nuestra Instructora había esperado hasta el último momento para atacar, frustrando así los planes del daimon. Recuerdo haberme quedado mirando esas marcas y pensar que era horrible que su cuerpo perfecto hubiese sido arruinado.
Mi reflejo en el espejo empañado me devolvió la mirada. Me iba a ser difícil esconder la marca, pero podría haber sido peor. Podría haberme marcado en la cara, los daimons podían ser muy crueles.
Los mestizos no podíamos ser convertidos, por eso luchábamos tan bien contra los daimons. Morir era lo peor que podía pasarnos. ¿A quién le importaba que un mestizo cayera en batalla? Para los puros no teníamos valor.
Suspiré, me eché el pelo hacia atrás y me aparté del espejo justo cuando sonó un suave golpe en la puerta. Un segundo después, Aiden abrió la puerta de mi residencia. Sus casi dos metros se pararon de golpe en cuanto me vio. La sorpresa se reflejó en su cara al ver la versión buena de mí.
¿Qué puedo decir? Me había aseado bien.
Sin toda la suciedad me parecía a mi madre. El pelo largo y oscuro me caía por la espalda; tenía los pómulos marcados y labios carnosos que solían tener la mayoría de los puros. Yo tenía unas pocas más curvas que la figura espigada de mi madre y no tenía sus increíbles ojos. Los míos eran marrones, normales y poco atractivos.
Incliné la cabeza un poco hacia atrás, mirándole directamente a los ojos por primera vez.
—¿Qué?
Se recuperó en un tiempo récord.
—Nada. ¿Estás lista?
—Supongo —le eché otro vistazo mientras salía de mi habitación.
Los rizos oscuros de Aiden caían continuamente por su frente, juntándose con sus cejas igualmente oscuras. Las líneas de su cara eran casi perfectas, la curvatura de su mandíbula fuerte y tenía los labios más expresivos que había visto en mi vida. Pero eran esos ojos de tormenta lo que encontraba más atractivo. Nadie tenía esos ojos.
Desde el breve momento en el campo, sentí que el resto de él era igual de impresionante. Qué pena que fuese un pura sangre. Los puros eran intocables para mí y para cualquier mestiza. Supuestamente, los dioses habían prohibido las interacciones divertidas entre mestizos y puros hacía eones. Tenía algo que ver con no empañar la pureza de un pura sangre y con el miedo a lo que un hijo de una pareja así pudiera ser… Fruncí el ceño tras Aiden.
Pudiera ser ¿qué?, ¿un cíclope?
No sé qué podría suceder, pero sabía que estaba considerado algo muy, muy malo. Los dioses se ofenderían y no sería nada bueno. Así que, desde que teníamos edad como para entender cómo se hacían los bebés, a los mestizos se nos enseñaba a no mirar los pura sangre de otra forma que no fuese con respeto y admiración. A los puros les enseñaban a no ensuciar su linaje mezclándose con un mestizo, pero algunas veces mestizos y puros habían salido juntos. No acababa bien, y los mestizos solían llevarse todo el peso del castigo.
No era justo, pero la vida era así. Los puros estaban en la cima de la cadena alimenticia. Ellos hacían las reglas, controlaban el Consejo e incluso dirigían el Covenant.
Aiden me miró por encima de su hombro.
—¿Cuántos daimons has matado?
—Solo dos —subí el ritmo para poder igualarme al que él llevaba con sus largas piernas.
—¿Solo dos? —Se le notaba asombrado—. ¿Te das cuenta de lo increíble que es para un mestizo apenas entrenado matar un daimon, y más aún dos?
—Supongo —hice una pausa, sentía la furia burbujeando y amenazando salir de mi interior. Cuando el daimon me vio en la puerta del dormitorio de mamá, se me lanzó… directamente sobre la pala que llevaba en la mano. Idiota. El otro daimon no había sido tan estúpido.
—Podría haber matado al otro en Miami… pero estaba… no sé. No podía pensar. Sé que tenía que haber ido a por él, pero me entró el miedo.
Aiden se paró y me miró.
—Álex, matar un daimon sin entrenamiento es algo extraordinario. Fue un gesto valiente, pero también estúpido.
—Vaya, gracias.
—No estás entrenada. El daimon podía haberte matado fácilmente. ¿Y al que mataste en la fábrica? Otro acto intrépido, pero estúpido.
Se adelantó.
Me las vi para intentar mantener su ritmo.
—¿Por qué te iba a importar que me matasen? ¿Por qué le iba a importar a Marcus? Ni siquiera conozco a ese hombre y, de todas formas, si no me permite volver a entrenar, valgo lo mismo viva que muerta.
—Sería una pena —me miró amablemente—. Tienes todo el potencial del mundo.
Entorné los ojos a sus espaldas. Tuve una repentina necesidad de empujarle, casi demasiado grande como para ignorarla. Después de eso ya no hablamos más. Una vez fuera, la brisa jugó con mi pelo, aspiré el olor de la sal marina mientras el sol calentaba mi piel helada.
Aiden me llevó de vuelta al edificio principal de la escuela, y subimos el absurdo número de escaleras que conducían hasta el despacho del Decano. La espectacular doble puerta se acercaba, tragué saliva. Pasé mucho tiempo en ese despacho cuando el Decano Nasso dirigía el Covenant.
Cuando los Guardias nos abrieron las puertas, recordé la última vez que me dieron un sermón en el despacho. Tenía catorce años y de puro aburrimiento convencí a uno de los puros de que inundara el ala de Ciencias usando el elemento agua. El puro me delató, por supuesto.
Y a Nasso no le gustó nada.
El primer vistazo al despacho me hizo ver que seguía tal y como lo recordaba: perfecto y bien diseñado. Varias sillas de cuero ante un gran escritorio de roble. Peces de colores brillantes iban y venían en un acuario situado en la pared tras el escritorio.
Mi tío entró en mi campo visual y dudé. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que lo vi —años realmente—. Olvidé cuánto se parecía a mamá. Tenían los mismos ojos, de color esmeralda, que cambiaban de color dependiendo del estado de ánimo. Los ojos eran lo único que compartían mi madre y mi tío.
Excepto en la última vez que vi los ojos de mi madre; ya no brillaban. Una sensación horrible creció en mi interior, presionándome el pecho. Di un paso adelante, sintiendo todo el tiempo la presión.
—Alexandria —la voz grave y culta de Marcus me hizo volver a la sala—. Después de tantos años. ¿Volver a verte? No tengo palabras.
Mi tío —por llamarlo de alguna manera— no sonaba como un miembro cercano de la familia. Su tono era frío y vacío. Cuando nuestros ojos se encontraron, supe que estaba condenada. No había nada en su mirada que lo uniese a mí —ni felicidad, ni alivio por ver a su única sobrina viva y de una pieza. Como mucho parecía bastante aburrido.
Alguien se aclaró la garganta, dirigiendo mi atención hacia la esquina del despacho. No estábamos solos. Míster Esteroides estaba en la esquina, junto a una pura. Era alta y esbelta, con cascadas de pelo negro como un cuervo. La identifiqué como una Instructora.
Los puros que no tenían aspiraciones por los juegos políticos de su mundo enseñaban en el Covenant o se convertían en Centinelas, o los puros como Aiden, que tenían razones superpersonales para hacerlo: como que unos daimons asesinaran a sus padres delante suyo cuando era un niño. Eso fue lo que le pasó. Supuestamente es por lo que Aiden eligió ser Centinela. Seguramente quería algún tipo de venganza. Una cosa que ahora teníamos en común.
—Siéntate —Marcus se acercó a una silla—. Tenemos mucho de que hablar.
Aparté los ojos de los puros y fui hacia delante. La esperanza surgió con su presencia. ¿Por qué iban a estar esos puros aquí si no fuese para hablar de mi falta de entrenamiento y de cómo solucionarlo?
Marcus avanzó tras su escritorio y se sentó. Juntó las manos y me miró por encima. El malestar me hizo sentarme más enderezada y mis pies colgaron sobre el suelo.
—En realidad no sé por dónde empezar… todo este lío que ha creado Rachelle.
No respondí porque no estaba segura de haberlo escuchado bien.
—Para empezar, casi arruina a Lucian dos veces —hablaba como si yo tuviese algo que ver—. El escándalo que originó cuando conoció a tu padre fue lo suficientemente grande. ¿Y cuando vació la cuenta del banco de Lucian y huyó contigo? Bueno, estoy seguro de que hasta tú puedes comprender las duraderas consecuencias de una decisión tan torpe.
Ah, Lucian, el marido pura sangre perfecto de mamá, mi padrastro. Podía imaginar su respuesta. Seguramente consistió en tirar un montón de cosas por los aires y lamentar su mal criterio a la hora de elegir. Ni siquiera sé si mamá lo amó, o si amaba a mi padre mortal, con el que tuvo un lío, pero sí sabía que Lucian era un capullo integral.
Marcus continuó citando cómo sus decisiones habían dañado a Lucian. La verdad es que desconecté bastante. Lo último que recordaba es que Lucian intentaba asegurarse un hueco en el Consejo de los pura sangre. A semejanza del antiguo tribunal griego del Olimpo, el Consejo tenía doce figuras gobernantes y, de esos doce, dos eran Patriarcas.
Los Patriarcas eran los más poderosos. Gobernaban las vidas de los puros y los mestizos como Hera y Zeus gobernaban el Olimpo. No hace falta decir que lo los Patriarcas tenían un ego enorme.
Cada Covenant tenía un Consejo: Carolina del Norte, Tennessee, Nueva York y la universidad pura sangre de Dakota del Sur. Los ocho Patriarcas controlaban el Consejo.
—¿Me estás escuchando, Alexandria? —Marcus frunció el ceño.
Mi cabeza se levantó al instante.
—Sí… estás hablando de lo mal que lo ha pasado Lucian. Lo siento por él. De verdad que sí. Pero estoy segura de que palidece en comparación a que te arranquen la vida.
Un gesto extraño surcó su cara.
—¿Te refieres al destino de tu madre?
—¿Quieres decir al destino de tu hermana? —Entorné los ojos cuando se cruzaron con su mirada.
Marcus me miraba fijamente, con cara inexpresiva.
—Rachelle selló su propio destino cuando abandonó la seguridad de nuestra sociedad. Lo sucedido es realmente trágico, pero no logro sentirme afectado. Cuando te sacó del Covenant, demostró que no le importaba la reputación de Lucian ni tu seguridad. Solo pensaba en sí misma, irresponsable…
—¡Lo era todo para mí! —Me puse en pie de un salto—. ¡No hizo más que pensar en mí! ¡Lo que le ocurrió fue terrible, «trágico» es para los que mueren en accidentes de coche!
Su expresión no cambió.
—¿Que no hizo más que pensar en ti? Lo dudo. Dejó la seguridad de Covenant y os puso a ambas en peligro.
Me mordí la mejilla por dentro.
—Exacto —su mirada se volvió gélida—. Siéntate, Alexandria.
Furiosa, me forcé a sentarme y callar.
—¿Te dijo por qué teníais que marchar del Covenant? ¿Te dio alguna razón por la que hacer algo tan imprudente?
Miré hacia los puros. Aiden se había retirado y estaba al lado de los otros dos. Los tres miraban el culebrón con cara de póquer. Estaban probando ser de mucha ayuda.
—Alexandria, te he hecho una pregunta.
Al agarrar los reposabrazos, la dura madera se me clavó en las palmas de las manos.
—Te he oído. No, no me lo dijo.
Un músculo se movió en la mandíbula de Marcus, como un tic, mientras me miraba en silencio.
—Bueno, es una pena.
Como no sabía qué responder, lo miré mientras abría una carpeta encima de su escritorio y extendía los papeles frente a él. Me incliné hacia delante, tratando de ver qué eran.
Se aclaró la garganta y cogió uno de los papeles.
—Tal y como están las cosas, no puedo considerarte responsable de lo que hizo Rachelle. Los dioses saben que está sufriendo las consecuencias.
—Creo que Alexandria es consciente del sufrimiento de su madre —interrumpió la pura—. No hay necesidad de profundizar más.
La mirada de Marcus se volvió gélida.
—Sí, supongo que tienes razón, Laadan —volvió a mirar el papel que sostenía entre sus elegantes dedos—. Cuando me avisaron de que por fin os habían localizado, pedí que me mandasen tus informes.
Hice una mueca de dolor y me volví a sentar. Esto no iba ser nada bueno.
—Todos tus instructores no tienen nada más que brillantes elogios acerca de tu entrenamiento.
Una pequeña sonrisa se formó en mis labios.
—Era bastante buena.
—Sin embargo —miró por encima del papel, donde nuestros ojos se encontraron—, en lo que se refiere a tu comportamiento, estoy… atónito.
Mi sonrisa se marchitó y murió.
—Hay numerosos informes sobre situaciones irrespetuosas hacia tus profesores y otros estudiantes —continuó—. Tengo una nota en particular aquí, escrita personalmente por el Instructor Banks, habla de tu seria falta de respeto hacia tus superiores, y es algo constante.
—El Instructor Banks no tiene sentido del humor.
Marcus arqueó una ceja.
—¿Entonces supongo que tampoco el Instructor Richards ni el Instructor Octavian? También escribieron que a veces eras incontrolable e indisciplinada.
Las protestas murieron en mis labios. No tenía nada que decir.
—Parece que tus problemas con el respeto son los únicos que tienes.
Cogió otro papel y levantó las cejas.
—Se te ha castigado numerosas veces por escaparte del Covenant, pelear, interrumpir en clase, romper muchas normas y, oh sí, ¿mi favorita? —Miró hacia arriba, sonriendo ligeramente—. Tienes anotadas repetidas sanciones por romper el toque de queda e intimar en la residencia masculina.
Me moví incómoda.
—Y todo antes de cumplir los catorce años —apretó los labios—. Debes estar orgullosa.
Abrí más los ojos mientras miraba al escritorio.
—Yo no diría orgullosa.
—¿Acaso importa?
Miré hacia arriba.
—Supongo que… ¿no?
La sonrisa volvió.
—Considerando tu comportamiento anterior, me temo que tengo que decirte que no puedo permitirte de ninguna manera que continúes tu entrenamiento…
—¿Qué? —dije con voz aguda—. Entonces, ¿por qué estoy aquí?
Marcus devolvió los papeles a la carpeta y la cerró.
—Nuestras comunidades necesitan sirvientes continuamente. Hablé con Lucian esta mañana. Te ha ofrecido un sitio en su casa. Deberías sentirte orgullosa.
¡No! —Volví a ponerme en pie. El pánico y la rabia me podían—. ¡No vais a drogarme! ¡De ninguna manera! ¡No seré una sirvienta en su casa ni en la de ningún puro!
—¿Entonces qué? —Marcus volvió a juntar las manos y me miró con calma—. ¿Volverás a vivir en las calles? No lo permitiré. La decisión está tomada. No volverás al Covenant.