16

Desde la punta de una roca, Chane y Chess pudieron dominar el sendero. Quedaba bastante abajo y a cierta distancia, y la luz de las lunas arrojaba misteriosas sombras sobre las laderas. Era una vista impresionante, y el enano se agachó para contemplar asombrado las oscuras figuras que descendían por el acortado camino. Sumaban docenas y eran personas de todos los tamaños. Algunos debían de ser enanos, y los otros, más altos, quizá fuesen humanos. Varios corrían sendero abajo, volviendo la cabeza con frecuencia. Otros se movían con mayor lentitud, agarrándose entre sí. Había quien sostenía a un compañero, y algunos heridos tenían que ser transportados.

Detrás de la primera oleada de fugitivos apareció un pequeño grupo de figuras que blandían lanzas y espadas y avanzaban despacio. Algunos les gritaban a los que iban delante, dándoles prisa. Otros, los de la retaguardia, miraban hacia atrás con las armas a punto.

—Alguien los persigue —murmuró Chess—. Me pregunto quién será.

Los fugitivos continuaron la bajada por la angulosa senda, desapareciendo en grupos de dos y tres al alcanzar el inicio de la base y dar la vuelta a un desnivel del terreno. Hasta ellos llegaban las voces y los gritos, aunque desfigurados por las fragosidades y quebraduras de la ladera y también por la distancia.

—Acerquémonos más —propuso Chane—. Desde aquí no puedo enterarme de nada.

Al ponerse de pie, comprobó que el kender ya había emprendido la marcha y bajaba casi a trompicones, saltando de una piedra a otra para ver mejor el camino. Chane corrió detrás de él.

Tanto el enano como su compañero tardaron en distinguir el sendero, pero al fin fueron a parar a un saliente que caía sobre él, y pudieron seguir desde allí el curso de la senda. Ahora, ésta parecía vacía. En cambio, en un sombrío cañón que tenían enfrente, y de donde partía el camino, algo se movía en dirección a la curva. Unas plúmbeas pisadas crujieron contra el pedregoso suelo. Pisadas… y una profunda y áspera voz que estalló en crueles carcajadas.

—¡Mira cómo corren! —tronó el vozarrón desde las sombras—. ¡Por la sangre y los cuchillos! ¡Ah, iré en su busca! Aplastaré sus cráneos y les romperé todos los huesos… ¿Dejarlos escapar? ¡Ja, ja! No uno como yo. ¡No Loam!

La figura emergida de la oscuridad era enorme: un ser macizo y ancho que se lanzó sendero abajo sobre unas piernas torcidas y nudosas. En una mano llevaba una tremenda porra, que agitaba como si fuera una débil rama.

—¡Los haré correr como desesperados! —bramó el ser cuando pasaba justamente debajo del enano y el kender—. ¡Los haré huir…! Los haré morir después de una espantosa agonía… ¡Ja, ja, ja!

Resbaló con las piedras, vaciló unos instantes y cambió de dirección para precipitarse hacia donde aquella pobre gente había escapado.

—¿Qué demonios es eso? —susurró Chane.

—Horrible, ¿no? —asintió el kender—. ¡Pues todavía son más feos de frente! Ahora lo verás.

Antes de que el enano pudiese reaccionar, el kender puso a punto su honda de la jupak y disparó un guijarro contra el monstruo. La piedra golpeó la cabeza de éste con un sordo y lejano ruido. Con un aullido bestial, el gigantesco ser se llevó una manaza a la parte dolorida y miró furibundo a su alrededor. Unos ojos colorados como la luna, bajo poderosas cejas, escudriñaron todas las cercanías y finalmente se posaron en el enano y el kender.

—¡Huy! —jadeó Chess.

Con un rugido que resonó en los picachos, la descomunal criatura empezó a subir hacia donde estaban ellos, amenazándolos con la porra.

—Por lo menos, ahora tienes ocasión de verlo mejor —dijo Chess—. ¡Apuesto algo a que nunca te habías enfrentado a un ogro!

—¡Insignificantes miserias! —ululó el monstruo—. ¿Arrojarme una piedra a mí? ¡Loam será lo último que veáis en este mundo!

—¿Para qué diantre hiciste eso? —gruñó el enano—. ¿Ahora qué?

—No esperaba que fuese tan irritable —contestó el kender y, sin detenerse a reflexionar, le arrojó un nuevo guijarro al ogro, que esta vez le dio en plena narizota. Brotó de ella una sangre negra, que goteó hasta cubrirle la grotesca boca. El enorme ser emitió otro rugido y salió disparado hacia ellos.

»Creo que está enfadado de verdad —musitó el kender—. ¿Sabes qué? ¡Te dejo éste para ti, y yo me voy a ver si hay otros!

—¿Cómo?

Chane dio media vuelta, pero el compañero ya se había largado y saltaba con asombrosa agilidad de una roca a otra, montaña arriba, y sólo hacía una pausa de cuando en cuando para echar un vistazo al sombreado sendero que discurría por las profundidades.

—¡Rayos y centellas! —exclamó el enano sin apartar los ojos del monstruo que se avecinaba y que, dada su estatura, incluso podría alcanzarlo con su porra en el saliente de roca donde él se hallaba acurrucado.

Y aquella bestia estaba cada vez más cerca. Chane acarició la empuñadura de su espada, pero finalmente decidió utilizar el martillo.

—¡Que Kharas me asista! —jadeó.

Retrocedió un metro, dirigió una breve mirada a la cumbre iluminada por las lunas, se arrodilló y tomó impulso. Golpeó la piedra con el extremo puntiagudo del martillo y blandió de nuevo el arma. Pero tuvo que agacharse rápidamente cuando una mano del tamaño de su propia espalda que apareció encima de la piedra lo atacó con la tremenda porra, la que por suerte pasó silbando a poca distancia de su cabeza.

El martillo de Chane castigó repetidamente la superficie de la roca. La clava, por su parte, se alzó sobre él para descender con infernal fuerza, pero chocó contra la roca con el fragor de un trueno. Atacó de nuevo el ogro, y ahora el enano tuvo que rodar hacia un lado para no ser aplastado. Se corrió un poco, volvió a enderezarse y levantó el martillo. La punta de éste se hundió en la piedra e hizo un nuevo agujero alineado con los anteriores, con los que el enano esperaba marcar una débil grieta en la roca.

Fue precisamente detrás del saliente, y desde debajo de él, donde el monstruo dio un salto. Por espacio de un instante, sus ojos quedaron al mismo nivel que los del enano. Se echó Chane hacia atrás, y la porra golpeó de nuevo el suelo y levantó una nube de polvo de piedra. El rugido del ogro fue como un nuevo trueno de odio. La clava azotaba aquí y allá el saliente, en busca de la víctima… Luego se produjo una pausa. Los ruidos indicaron al enano que el monstruo progresaba en su ascenso. Chane examinó la línea de martillazos y dio uno más con toda su energía.

Aparecieron entonces la parte superior de la cabeza del ogro y sus ojos. La diabólica criatura bramó de placer al ver que el enano se hallaba atrapado entre un abismo y una pared de roca, sin posibilidad alguna de huida. El monstruo se agarró a la piedra y levantó la mortal porra. Chane no perdió tiempo y le arrojó a la horrible y ensangrentada cara todo el polvo que pudo.

El ogro soltó un rugido de rabia, dejó escapar su asidero y cayó. Y pese a que rápidamente volvió a intentar la trepa, el enano aprovechó para golpear con su martillo. El ruido de los reiterados impactos resultaba ahora distinto, ya que cada uno iba acompañado de un ligero y hueco eco. Y el arma se hundía más en la piedra a cada golpe.

Volvió a aparecer la manaza con su clava, y el porrazo que dio habría bastado para machacar al enano, de encontrarlo. Chane jadeaba en su tremenda concentración. De nuevo se oía trepar torpemente al ogro, cuya cabezota no tardó en asomar.

El enano alzó el martillo por última vez, susurró «¡Reorx, guía tú mi mazo!» y lo dejó caer contra la piedra. El retumbo del golpe pareció continuar, continuar, y se hizo chirriante para convertirse luego en profundo, sordo y escalofriante cuando la grieta se abrió. Una línea fina como un cabello se ensanchó hasta medir unos centímetros y enseguida más… Cuando la abertura hubo alcanzado los treinta centímetros, la parte exterior se separó bruscamente y se derrumbó con sobrecogedor estrépito sobre el sendero que discurría abajo entre paredes de roca, arrastrando consigo al ogro. Chane se arrimó al cortado borde del saliente y miró. Aquélla parte del camino quedaba ahora escondida bajo los escombros caídos, y la nube de polvo que aún lo cubría todo velaba la luz de las lunas.

Chane se echó el martillo al hombro, empuñó la espada y saltó sobre la rocalla en busca de algún boquete. Cuando al fin descubrió una rendija, introdujo en ella la espada y procuró hundirla hasta el máximo. En alguna parte, muy debajo, se oía, ahogada y lejana, la furiosa voz del ogro. El enano trató de hallar fisuras más anchas.

No había cesado de revolver el enorme montón de restos de piedra cuando arriba reapareció el kender, tan tranquilo, y se acuclilló en el cortado borde del saliente.

—¿Qué hiciste con tu ogro? —preguntó—. Lo oigo, pero no lo veo.

—Está debajo de esta rocalla —contestó el enano, picado—. No puedo dar con él.

—¡Bah, eso no es malo! —dijo Chess con un encogimiento de hombros—. Eso significa que él tampoco puede alcanzarte a ti. Desde luego, si antes de enterrarlo lo hubieses matado, ahora no tendrías ese problema. ¿Es que no sabes nada acerca de los ogros?

—¡Es el primero que veo! —replicó Chane, de malhumor, al mismo tiempo que probaba de pinchar otra parte del montón con la espada.

Debajo de las piedras gritó una voz, y el cúmulo rocoso se agitó.

—Pues tendrás la ocasión de conocer a alguno más, si eso es lo que quieres. Por ahí arriba, aunque bastante lejos, se mueve algo que puede ser otro ogro. Uno… o varios. Ya sabes que suelen aparecer en grupos.

—No lo sabía.

—En eso son como los globins —prosiguió el kender—. Es raro encontrar a uno sin que surjan luego montones de ellos. Por cierto que, hace cosa de un minuto, tuve la sensación de haber notado olor a goblin… ¿No los oliste nunca?

—No por mi gusto. ¿A qué huelen, exactamente?

—¡Ay, no sé! —respondió el kender, que empezaba a considerar interesante el asunto—. Huelen a…, quizás a una mezcla de estiércol reciente y ranas muertas. Los goblins huelen a goblins. En cualquier caso, no es lógico encontrar ogros y goblins en el mismo sitio y al mismo tiempo. Por eso me extrañó percibir su olor.

Chane pasó por última vez de un extremo a otro del cúmulo de rocalla, sin encontrar una rendija suficientemente honda donde hincar algo más que la punta de la espada. El kender, que lo observaba, se colocó junto a una de las grietas ya probadas por el enano y, tras introducir en ella el extremo de su jupak, apretó todo lo posible hacia adentro. Debajo de sus pies, la pila de rocalla tembló con gran ruido, y un estridente berrido salió de diversas aberturas a la vez.

—Creo que tiene cosquillas —señaló Chess.

—Lo que yo creo es que debiéramos irnos de aquí antes de que se enoje de verdad —replicó Chane.

Muy pensativo, el enano metió la mano en su bolsa y tocó las duras y templadas facetas del Sometedor de Hechizos. En el acto reapareció la débil línea verde que conducía hacia arriba por el zigzagueante camino, en dirección al elevado paso. Pero el kender había dicho que por allí merodeaban ogros y, quizás, incluso goblins. Chane se dio cuenta de que, en realidad, nunca había visto de cerca a un goblin, y no le hacía maldita la gracia tropezar con algunos de ellos precisamente ahora. El encuentro con el ogro ya lo había dejado bastante agotado.

—Posiblemente, lo que convenga hacer es ir detrás de esa gente que huye sendero abajo para averiguar qué hay por esas alturas.

Chess frunció el entrecejo.

—¿No deseas descubrirlo tú mismo? ¡Yo sí!

—Simplemente, quiero saber dónde me meto, antes de enfrentarme a nuevos peligros —declaró el enano—. Necesito hablar con esa gente. Tú puedes adelantarte y subir, si lo prefieres.

«¡Buena idea! —pareció decir algo carente de voz—. ¡Adelante!».

—¡Cállate, Zas! —lo riñó el kender—. Ya sé lo que intentas hacer.

«¡Qué fatalidad, la mía!», gimió el hechizo.

Chane ya empezaba a acostumbrarse a las intervenciones del misterioso compañero de Chess, pero aun así le molestaban.

—Zas confía en poder realizarse si lo alejo lo suficiente de ti y de tu Sometedor de Hechizos —explicó el kender.

El enano había iniciado ya el descenso por aquel sendero zigzagueante, de modo que Chess no tuvo más remedio que seguirlo, aunque de vez en cuando volvía la cabeza hacia los lejanos picachos y deseaba con toda su alma que el dichoso encantamiento no se hubiese pegado a él.

* * *

La luz del día inundaba ya por completo el valle cuando Chane y el kender rodearon un peñasco que se alzaba en la larga pendiente de la montaña y vieron gente delante. Allí donde un torrente caía de las alturas, dos toscos campamentos habían sido montados con una distancia de unos centenares de metros entre ambos. El más extenso y apartado de la montaña era de enanos. El otro, menor, que sólo consistía en un par de fuegos para cocinar y en unos cuantos lechos improvisados para descanso de los heridos, estaba ocupado por unas docenas de humanos.

Al ver acercarse al enano y al kender, los hombres capaces de empuñar armas salieron a formar una línea de defensa. En el campamento de los enanos hubo también gran movimiento, y veinte o treinta de ellos corrieron a unirse a los combatientes humanos.

Cuando estuvieron suficientemente cerca, Chane puso las manos en forma de bocina y gritó:

—¡Eh, vosotros! ¿Podemos incorporarnos a vuestro grupo? ¡Venimos en son de paz!

Hubo una vacilación. Luego, un fornido hombre de espesa barba salió de la fila y preguntó:

—¿Quiénes sois?

—Yo soy Chane Canto Rodado —contestó el enano—, y éste se llama Chestal Arbusto Inquieto. Íbamos montaña arriba cuando vosotros pasasteis en dirección contraria. Quiero hablar con vosotros.

—Nos perseguían ogros y goblins —dijo el hombre, que se protegía los ojos del sol de la mañana—. Si procedéis de allí arriba, ¿cómo os librasteis de ellos?

—Sólo tropezamos con un ogro —explicó Chane—. No vimos a los goblins, pero tal vez estén a más altura.

—¿Y cómo escapasteis del ogro?

Chestal Arbusto Inquieto bailoteó hacia adelante y anunció:

—¡Chane Canto Rodado es un famoso guerrero! ¡Arrojó piedras sobre vuestro ogro y lo enterró!

—¡Yo no soy famoso! —protestó el enano, de cara al sonriente kender. Luego dedicó su atención a aquella gente desconocida. Vista desde poca distancia, comprobó que varios presentaban heridas recientes, ahora vendadas, y que quienes permanecían acurrucados en los campamentos se hallaban en condiciones bastante malas—. ¿Quiénes sois? —inquirió él a su vez—. ¿De dónde venís?

Tanto los humanos como los enanos, entre los que había mujeres de ambas razas, sintieron evidente alivio cuando los dos extraños se aproximaron y pudieron cerciorarse de que no se trataban de goblins. El fornido hombre bajó su pica y se golpeó el pecho con el sucio pulgar.

—Yo soy Camber Meld —se presentó—, y ése es Lanudo Cueto de Hierro —agregó indicando un Enano de las Colinas, de barba gris, que estaba a la cabeza de una falange de soldados—. Somos los jefes de nuestros respectivos pueblos. Tenemos…, o mejor dicho, teníamos aldeas a un par de kilómetros de distancia, en el Valle del Respiro, que es el próximo. La gente de Lanudo Cueto de Hierro se dedica al pastoreo, y la mía a cultivar la tierra. Se dedicaba… Ya veis lo que ha quedado de nuestros pueblos —murmuró con la mirada vacía.

Chane se detuvo a pocos pasos de los jefes para mirar a uno y otro.

—¿Qué sucedió?

—Nos atacaron al amanecer —respondió el jefe de los enanos—. Un ejército de goblins y varios ogros. Primero mi aldea, después la de Camber. No tuvimos la menor ocasión de defendernos.

—Sin embargo, luchamos —lo corrigió el hombre—. Luchamos durante tres días, primero en las aldeas, y luego mientras nos retirábamos laderas arriba. Pero eran demasiados. Nosotros no estábamos preparados para semejante defensa. Nunca había habido goblins por aquí, y apenas aparecían los ogros.

—Ahora, en cambio, sí que están —gruñó Lanudo.

—¿Y qué buscan? —inquirió Chane, desconcertado—. ¿Por qué os atacaron?

—Porque quieren que el Valle del Respiro sirva de base a la Comandante —contestó el jefe de los enanos—. Uno de mis pastores se escondió en un barranco y oyó hablar a dos. Eso es lo que dijeron. Además van en busca de esclavos.

—¿Es ése el motivo de que os persiguieran a través de la cordillera? —quiso saber Chane.

—Eran ogros —musitó el jefe de los enanos—. Por lo menos dos, aunque uno de ellos pudo quedar atrás para torturar a unos cuantos de los nuestros que quedaron atrás. El otro nos pisaba los talones.

—¿Y tú preguntas por qué nos perseguían los ogros? —intervino el humano con aspereza—. ¡Porque sólo ansían torturar, mutilar, matar! Pero… tú atrapaste a uno, ¿no es eso? —añadió observando lleno de curiosidad a Chane.

—No le di muerte. Lo intenté, pero todo cuanto logré fue dejarlo enterrado bajo la rocalla.

—También lo hicimos rabiar —dijo Chess por su parte.

—Oye, tú no pareces un Enano de las Colinas —señaló entonces Lanudo Cueto de Hierro, después de mirar con detención a Chane.

—No lo soy. Procedo de Thorbardin.

El Enano de las Colinas aspiró ruidosamente el aire, y sus ojos se estrecharon hasta formar dos ranuras. Ya estaba a punto de levantar el hacha que llevaba, cuando se encogió de hombros y la dejó caer de nuevo.

—¡Un Enano de las Montañas! —gruñó con voz cavernosa—. Pero tengo entendido que aquella guerra terminó hace largo tiempo…

Chane recordó al instante el campo de hielo situado a escasos kilómetros de distancia, donde dos clases de enanos seguían congelados en ardua y sangrienta batalla.

—Eso espero —contestó.