El mapa de Jilian Atizafuegos —arrebatado por coacción a un malandrín en un túnel de Thorbardin— era más bien un croquis de hitos con una ondulada línea entre una marca y otra. Cuando finalmente persuadió a Ala Torcida para que lo mirase en su segunda jornada de viaje hacia el nordeste, el hombre le echó un vistazo, lo volvió de un lado a otro y, por último, se rascó la cabeza.
—¿Es ésta toda la guía que tienes? —refunfuñó. ¡Semejante mapa no te servirá para encontrar a nadie! No tiene coordenadas, ni nada de donde partir… ¿Qué lugar se supone que reproduce?
Se habían detenido a descansar en un pequeño prado, más bien un herboso saliente en una ladera de montaña, pero que ofrecía posibilidad de pacer al caballo de Ala Torcida, y donde todos podrían saciar la sed en un diminuto manantial que brotaba de la porosa piedra para chorrear roca abajo y formar una charca de poca profundidad. Por regla general, cuando hacían un alto, el hombre y el elfo se separaban para estudiar la senda. Ala Torcida solía adelantarse para examinar lo que tenían a cierta distancia, mientras que Garon quedaba retrasado para vigilar lo que podía haber detrás. Era un acuerdo tácito. Simplemente, lo que dos viajeros expertos en los peligros de las soledades sabían que convenía hacer.
Ala Torcida se puso en cuclillas y extendió el mapa de Jilian sobre el suelo.
—Ni siquiera encuentro una orientación —gruñó. ¿Qué es qué?
La muchacha, situada detrás de él, miraba por encima de su hombro.
—Guíate por las equis —indicó—. Una de ellas representa la Puerta Sur de Thorbardin, y la otra señala el punto donde aquellos canallas vieron por última vez a Chane Canto Rodado.
—Eso no significa nada para mí —contestó Ala Torcida, con un suspiro—. Aunque supiéramos qué equis es la que buscamos, cosa que ignoramos, sólo nos explicaría que ese extremo del mapa, o el opuesto, debiera dar al norte. Pero… ¿qué distancia separa a las dos equis?
—Unos dieciocho centímetros, diría yo —opinó Jilian con un encogimiento de hombros—. Podemos medirlo, si…
—No me refiero a eso. ¡Qué distancia significa en realidad, quiero decir!
—La distancia entre la Puerta Sur y los eriales del norte —respondió Jilian, extrañada de la incapacidad del hombre para deducir cosas tan simples—. Sea la que sea.
Ala Torcida suspiró nuevamente y meneó la cabeza.
—Puede tratarse de treinta kilómetros, o de ochenta. ¡Por todos los dioses, muchacha! Sabes que no hay frontera, ni tampoco una línea marcada a través de las montañas, con marcas que indiquen: «Esto es el reino de Thorbardin, y en aquel lado están las tierras salvajes». Los eriales comienzan siempre a partir del último perímetro recorrido por la patrulla, y eso cambia de continuo. La persona que dibujó este mapa… ¿no te dio ninguna idea de lo que debías buscar, ni dónde?
—No estaba muy entusiasmada conmigo —admitió la chica—. Tenía un chichón en la cabeza y, además, el tipo se encontraba atado al carril de las vagonetas… Todo cuanto dijo, fue: «Esto es la Puerta Sur, y aquí es donde se separó de nosotros. Supusimos que los felinos lo alcanzarían pronto».
—¿Felinos? —repitió Ala Torcida, mirándola con dureza—. ¿Qué clase de felinos?
—No lo sé. Dijo simplemente «felinos». Ah, y además explicó que un pájaro les había recomendado que se fueran, de modo que lo hicieron. ¿Te sirve eso de algo?
—Felinos… —El hombre abrió su bolsa, de la que extrajo sus propios mapas. Encontró el que buscaba y lo estudió—. Allí hay un valle, al norte de aquí, que parece ir de norte a sur. Yo entré en él —añadió después de una pausa en la que volvió a examinar la hoja—, pero no tuve ocasión de explorarlo, porque estaba lleno de felinos. Unos animales negros y la mitad de altos que mi caballo. Si tu joven enano penetró allí, no creo que lo encuentres.
El humano dejó los planos uno junto a otro, los miró bien y, luego, dio la vuelta al de Jilian.
—Supongo que podría ser así —continuó—. Vi el valle por su otro extremo, pero quizá desemboque aquí.
Y señaló un punto de su propio mapa.
—En tal caso debemos ir en esa dirección —decidió la muchacha—. ¿Queda muy lejos?
—No mucho —contestó el hombre—. A una jornada de aquí, tal vez. Pero no tomaremos esa dirección.
—¿Por qué no?
—A causa de los felinos. Mira, Renacuajo, dije que te ayudaría a encontrar esa equis. Pero, si tu enano se adentró allí, ya podemos dar media vuelta.
—¡Pues si Chane se metió en esa zona, es precisamente adonde debemos ir! Recuerda que lo prometiste.
—¿Cuántas veces tendré que decirte que no prometí nada semejante? —protestó Ala Torcida, guardando su mapa al mismo tiempo que devolvía el suyo a Jilian—. Probablemente, tu padre envió gente en tu busca…, si es que está enterado de tu marcha.
—Sabe que partí en busca de Chane —respondió la chica con energía—. Yo misma se lo comuniqué.
—¿Y no trató de impedirlo? Me extraña, salvo que… ¿Dónde se imaginaba que ibas? —agregó, analizando con recelo la redonda y bonita cara.
Jilian bajó la vista.
—Por todo Thorbardin, supongo. No le dije que había hablado con aquel tipo.
—¡Ay, cielos! —jadeó Ala Torcida—. ¿Y Rogar Hebilla de Oro?
—Pues… le expliqué que había advertido a mi padre que pensaba partir en busca de Chane Canto Rodado, y que mi padre había contestado: «Ya puedes ir. ¡Mira por donde quieras!». Me figuro que Rogar consideró que no había inconveniente en que saliera de Thorbardin. ¿Qué diferencia hay, al fin y al cabo? Ahora que sabemos dónde está Chane, sólo nos resta bajar y encontrarlo. Puede hallarse en ese valle, pero… ¿cómo podemos estar seguros si no lo exploramos a fondo?
Ala Torcida suspiró.
—¡Piensa en los felinos! Nadie en su sano juicio…
—¡Diantre! ¿Quieres dejar ya la dichosa cantinela de los felinos? Si Chane descendió a ese valle, estoy convencida de que pudo con todos los felinos que le salieran al paso, de manera que no necesitas preocuparte.
A Ala Torcida le castañetearon los dientes.
—¡Hablar contigo es como hacerlo con una pared! ¿Es que no lo comprendes, Renacuajo? Si una de esas fieras vio a tu enano…
Jilian se volvió.
—Veo gente —susurró, señalando hacia el borde del prado, donde la montaña caía a pico.
En sus ojos había excitación. Nuevamente indicó el lugar con el dedo, y el hombre se apresuró a echarse para avanzar poco a poco hasta el canto, desde donde pudiera distinguir lo que se movía por abajo. Jilian, situada detrás mismo de él, se dio cuenta de que también Garon había cambiado de postura con objeto de vigilar mejor el sendero.
De momento, lo único visible era la escarpada pared de roca, que se perdía entre las nebulosas profundidades de un cañón. Momentos después, sin embargo, Ala Torcida descubrió movimiento.
Muy abajo, diminuta debido a la distancia, una fila de criaturas caminaba hacia el sur por la débil línea de un sendero. La luz del sol arrancó destellos a unas armaduras, y el hombre emitió un aliento sibilante. Goblins. Un pequeño grupo de ellos, con una figura más corpulenta a la cabeza… Una figura de negra y reluciente armadura y lo que parecía ser un yelmo cornudo. ¿Un ser humano?
¿Un elfo? Imposible decirlo. Al querer alcanzar su bolsa, Ala Torcida rozó una piedra con el codo, y ésta se balanceó por espacio de unos instantes en el borde del saliente, antes de rodar pared abajo. El hombre murmuró una maldición y, cuando encontró por fin su catalejo, se lo aplicó al ojo. Obra de enanos, consistía en un tubo de latón con lentes y un prisma de cuarzo. No resultaba tan preciso ni delicado como algunos catalejos confeccionados por los elfos, pero estaba bien hecho y era útil.
Ajustó el instrumento y frunció el entrecejo al tratar de contar a los goblins. No había forma de verlos a todos, ya que algunos quedaban escondidos por las desigualdades de la ladera. No obstante, pudo calcular que sumarían una docena. E iban mejor armados que los que él y Garon habían encontrado al norte de Barter. Además se movían con una disciplina y una precisión que Ala Torcida no habría esperado de los goblins.
El hombre estudió luego la figura que iba delante. Su oscura armadura estaba ricamente trabajada. El peto era de acero barnizado; las charreteras llevaban adornos de oro, los guardabrazos y las grebas eran de bronce bruñido y la cota de malla relucía engrasada. El ovalado escudo, negro y sencillo, contrastaba con la preciosa empuñadura de la espada, que asomaba de una enjoyada vaina. La figura enarbolaba una ligera lanza o jabalina. Ala Torcida no pudo distinguir con exactitud de qué se trataba.
El yelmo tenía diversos cuernos, y la cara iba cubierta por una extraña máscara que representaba un animal nunca visto por el hombre.
De repente, el personaje se detuvo, levantó una mano para mandar detenerse a los goblins que iban detrás, y se volvió. La espantosa máscara siguió con la mirada una piedra que cruzaba a saltos el camino y alzó la vista… directamente hacia donde estaba Ala Torcida.
Éste se dio cuenta, horrorizado, de que los ojos escondidos detrás de la grotesca carátula semejante a un lagarto con cuernos estaban clavados en él, como si el catalejo funcionara en ambos sentidos. Ala Torcida bajó el instrumento y retrocedió, obligando a la muchacha a hacer lo mismo.
—¿Qué pasa? —murmuró Jilian—. ¿Quiénes son esas gentes?
Garon acudió a arrodillarse a su lado, y sólo se asomó brevemente.
—¿Goblins? —preguntó.
—Sí. Pero alguien los conduce. Una figura más alta. Será mejor marcharnos.
El elfo echó otra ojeada al valle.
—Ya no están. ¿Crees que nos descubrieron?
—El jefe, sí. Pero necesitarían un día para llegar a donde estamos nosotros. Por cierto que nunca había visto una lámina cubrenariz como ésa.
—Descríbela —dijo el elfo.
Así lo hizo el hombre, y su compañero escuchó con grave atención.
—Una máscara de dragón —dedujo—. La máscara, el yelmo… ¡La cara de un dragón!
—Los dragones no existen —replicó Ala Torcida—. Eso es una antigua leyenda.
—En Krynn hubo dragones —lo corrigió Garon—. No se trata de una leyenda. Eran verdaderos, y me imagino que en alguna parte existen todavía.
—Como quieras, pero lo que vi abajo no era un dragón —afirmó el hombre, que recogió la silla y la bolsa antes de ir en busca de su caballo—. En cualquier caso, y sea lo que sea, sabe que estamos aquí arriba, y los goblins eran bien de verdad. De modo que ¡vámonos!
* * *
Aquélla noche acamparon en una ladera situada varios kilómetros hacia el norte, un poco al este de donde antes habían reposado. Ala Torcida sabía hacer buen uso de sus mapas y sus habilidades para agrandar la distancia entre ellos y el enemigo, y todos estaban exhaustos cuando, por fin, dispuso parar. Pero el sitio era bueno: una cueva escondida entre quebrados riscos, donde un pequeño fuego no podría ser visto y, sin embargo, quien montase guardia podría dominar varios kilómetros a la redonda.
Ala Torcida y el elfo se turnaron. El hombre no acababa de fiarse de Jilian para tan delicada misión.
El sol matutino encontró despiertos y ya en camino a los viajeros, que seguían una senda próxima al abismo. Cuando hubieron alcanzado el siguiente desfiladero, Ala Torcida hizo un alto y dijo:
—Allá tienes tu segunda equis, Renacuajo. Donde los picachos todavía arrojan sombra sobre la tierra que hay entremedias. Más o menos allí donde empieza la niebla. Es el lugar en que Chane fue visto por última vez, si quien te informó estaba en lo cierto. El valle debe de empezar unos dos kilómetros más allá… Me refiero al de los felinos.
—¡Muy bien! —exclamó contenta la enana—. Podemos alcanzarlo a la hora de almorzar.
Ala Torcida estuvo a punto de iniciar una discusión, pero se contuvo. Jilian, apoyadas las manos en las caderas, lo miraba de modo tan decidido que no admitía réplica.
—Como quieras —se resignó con un suspiro—. Nos dirigiremos al inicio del valle. Desde allí podrás echarle un vistazo. A continuación lo rodearemos siguiendo la cordillera. Pero sólo con que descubramos los bigotes de un felino, daremos media vuelta.
—Nunca había visto a nadie tan obsesionado con los felinos —refunfuñó Jilian—. A mí me parecen más bien atractivos.
—¡Porque tú no has visto a esas fieras! —contestó Ala Torcida, a la vez que tomaba las riendas del caballo y emprendía la marcha.
Al cabo de un kilómetro y medio, aproximadamente, el sendero descendió de modo abrupto para dividirse luego en dos pequeños ramales. Uno avanzaba en línea recta; el otro se desviaba hacia la derecha. Ala Torcida consultó su mapa.
—Éste conduce al Valle del Respiro —dijo, señalando el camino de la derecha—. Queda a dos o tres días de viaje. Si yo fuese tu enano, estaría allí.
«Probablemente, cuidándose los maltrechos pies en alguna aldea —pensó el humano, pero prefirió callar—. Muy probablemente, ese Chane aprovechará la ocasión para cortejar a la hija de algún Enano de las Colinas…, si es que aún vive…».
Garon Wendesthalas permaneció pensativo ante la bifurcación de la senda y, luego, miró el camino por el que habían llegado hasta allí.
—Creo que os dejo, Ala Torcida —dijo al fin.
—¿Por qué?
—Oh, simplemente para sentarme y observar el tráfico. Quizá nos encontremos más adelante en alguna parte.
Ala Torcida se rascó el barbudo mentón.
—Es por los goblins, ¿no?
—Es posible que pasen por aquí —respondió Garon, y una fría sonrisa le surcó la cara—. Me quedan muchas flechas, y no tengo nada mejor que hacer.
—Por eso viniste, ¿verdad? —inquirió el hombre, un poco entristecido—. Dijiste que podía haber más goblins.
—¡Que os vaya bien! Tal vez volvamos a vernos.
Con estas palabras, el elfo dio media vuelta y se alejó. Pero Ala Torcida había visto en sus ojos una gélida determinación. Algo casi mortal. Aquél elfo odiaba de manera terrible a los goblins.
—Espero que, en efecto, nos veamos de nuevo —dijo.
Después de otro kilómetro y medio de descenso, el humano miró hacia atrás. No había ni rastro del elfo, pero eso era lógico. Nadie sabría dónde estaba mientras él no quisiera dejarse ver.
En ese momento, los ojos de Ala Torcida captaron un lejano movimiento por el oeste. El hombre se colocó una mano a guisa de visera. Evidentemente, algo se agitaba allí.
A través del catalejo, el humano comprobó que la pequeña mancha blanca aumentaba de tamaño y se acercaba a ellos a gran velocidad. Ala Torcida descubrió entonces una sombra debajo del objeto y comprendió que no se apoyaba en el suelo, sino que… ¡volaba!
El objeto tomó forma: la de una gaviota de extendidas alas que se dejaba llevar por las corrientes de aire.
—¡Cielos! —exclamó el hombre—. ¡Es aquel gnomo chiflado!
Momentos después, el extraño vehículo dio alcance a Ala Torcida y Jilian, describió una amplia y elegante curva a unos quince metros de altura sobre el camino y los adelantó en varios centenares de metros. Al dar luego la vuelta y reducir la marcha, pareció quedar suspendido en el aire a menos de cinco metros del suelo. En esa posición se elevó ladera arriba entre suaves balanceos. Cuando lo tuvieron cerca, los viajeros reconocieron los blancos cabellos y la cara de enojo del gnomo, que iba sentado en su cesto.
El individuo sacó la nariz y agitó el brazo.
—¡Eh, vosotros! ¡Soy yo, Bobbin! ¿Tenéis algo de comida?
—¡De sobra sabemos quién eres! —le gritó Ala Torcida—. ¿Qué diablos haces por aquí?
—Me cogió un viento de costado —respondió el gnomo—. Ignoro dónde estoy, pero me aprieta el hambre. ¿Lleváis comida?
—¡Puedo prepararte un buen bocadillo! —intervino Jilian—. ¿Te gusta el asado frío de alce?
—Oye, ¿lograste aterrizar en algún momento? —quiso saber Ala Torcida.
El gnomo le dirigió una mirada fija mientras luchaba por controlar su artefacto, ya a menos de quince metros de distancia y, como mucho, a seis de altura.
—¿Crees que todavía seguiría aquí arriba, de haber podido tomar tierra? Sí, un bocadillo de alce asado me irá bien; gracias. Preferiblemente con pasas. Además me apetecería algo de sidra, pero me conformaré con agua si no disponéis de otra cosa. Soltaré una cuerda para que podáis atar las cosas. ¿Adónde os encamináis?
—Queremos ver si Chane Canto Rodado se encuentra en ese valle de ahí delante —le informó Jilian, al mismo tiempo que se disponía a preparar la comida.
—No pienso penetrar en semejante lugar —corrigió Ala Torcida—. Simplemente, nos detendremos a examinar el valle desde el borde. ¡Nada más!
—Ala Torcida teme que haya felinos allí abajo —explicó Jilian al gnomo aviador—. Lo asustan de manera terrible.
—¿Tienen alas, como los cerdos de la posada? —preguntó el gnomo.
La enana rio.
—¡Desde luego que no! Son meros felinos.
—Unos felinos enormes —añadió el humano.
—Me parece que necesitáis un servicio de reconocimiento —señaló Bobbin—. En cuanto haya comido, voy a sobrevolar el valle para ver si distingo algo. Pero primero habréis de decirme qué buscáis con tanto afán.
—¡Buscamos a Chane Canto Rodado! —explicó Jilian—. Es un enano, más o menos así de alto y muy apuesto…
—Felinos —gruñó Ala Torcida—. ¡Felinos es lo que buscamos!
El gnomo no contestó. Una corriente de aire se había apoderado de su ingenio, y buen trabajo tenía para dominarlo.
Los controles parecían consistir mayormente en unas cuerdas que iban del cesto a los paneles del morro del aparato, cuerdas que controlaban el ángulo y el extremo de los paneles. El artilugio se vio zarandeado, dio fuertes sacudidas y por fin logró nivelarse a unos seis metros encima de ellos. Bobbin miró hacia abajo con la cara roja de rabia.
—No me importa explorar el valle —dijo—. Por lo visto, no tengo nada mejor que hacer, de momento.