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Aunque no tenía rey —ningún regente había accedido al trono desde la muerte del rey Duncan, doscientos años atrás—, el fortificado reino de Thorbardin, situado a gran profundidad bajo la superficie de las montañas Kharolis centrales, se consideraba a sí mismo una monarquía. Y, al no haber soberano, recaía sobre el Consejo de Thanes el deber de actuar como Junta de Regentes y decidir aquellos asuntos no resueltos entre las diversas ciudades y laberintos que constituían el reino del interior de las montañas.

Siete eran las ciudades encerradas en el lecho de roca de la cordillera, cada cual una comunidad importante con sus propios derechos, así como tres zonas para la agricultura, dos Salas de Justicia y una poderosa fortificación en cada una de las dos puertas principales del reino.

En los más de tres siglos transcurridos desde el gran Cataclismo que había transformado para siempre el continente de Ansalon, los enanos de Thorbardin habían abandonado casi del todo la protección de la Puerta Norte. El Cataclismo había dejado prácticamente inaccesibles los caminos que procedían del norte, lo cual constituía una seguridad mayor incluso que la maciza puerta que cerraba la parte de la ladera.

Durante un siglo habían persistido los rumores acerca de la existencia de un pasadizo secreto que conducía a Thorbardin desde el norte, por lo que los enanos habían mantenido en buenas condiciones aquella zona fortificada. El caos y la peste habían seguido al Cataclismo y, a lo largo de casi todo aquel siglo, Thorbardin había tenido que enfrentarse a preocupantes amenazas desde fuera. Las epidemias y el hambre habían agotado al mundo conocido, a través de todo el continente se habían producido migraciones, y no había lugar sin fortificar que hubiera logrado perdurar mucho tiempo.

Pero entonces, las puertas de Thorbardin habían tenido que hacer frente a su más dura prueba…, y la habían superado. La sangrienta Guerra de Dwarfgate había arrasado las montañas Kharolis; ejércitos enteros de Enanos de las Colinas habían luchado contra los de los Enanos de las Montañas, primos contra primos, iguales contra iguales… Los de fuera estaban decididos a penetrar en el interior de Thorbardin, incitados —según afirmaban algunos— por el diabólico archimago Fistandantilus, a quien muchos tenían por el más poderoso mago existido jamás en Krynn.

Primero, Thorbardin se había defendido furiosamente contra esas fuerzas. Pero después, bajo el mando del rey Duncan y de sus hijos —con el príncipe Grallen a la cabeza de los enanos hylar—, los ejércitos de Thorbardin habían salido a combatir fuera al enemigo, y habían llegado hasta el así llamado Monte de la Calavera, guarida del propio hechicero.

Lo que luego sucedió —el trágico fin de ambos ejércitos en un último y terrible acto de magia de Fistandantilus—, ahora ya era sólo historia pasada. Y los pocos que habían alcanzado suficiente edad para recordar aquel horror, preferían no pensar en ello.

Pero la maltrecha Puerta Norte aún se mantenía, al igual que todas las demás defensas de Thorbardin. Más de dos siglos después, el reino subterráneo seguía en pie, y nadie se preocupaba demasiado por posibles amenazas desde el exterior. Sin embargo, en época muy reciente habían circulado inquietantes rumores, traídos por comerciantes, acerca de migraciones de goblins y ogros hacia el norte, así como de la desaparición de pueblos enteros, más allá de los eriales septentrionales. Algunos sospechaban que, en algún sitio remoto, se reunían ejércitos, y no faltaban susurrados comentarios referentes a «grandes señores» e infames maquinaciones. Incluso había quien afirmaba haber visto un dragón, aunque nadie le creía. En todo el mundo de Krynn no existía ni un solo dragón. Eso era del dominio público.

De vez en cuando llegaba algún rumor, y había quien se intranquilizaba, pero la vida transcurría en Thorbardin como doscientos años antes. Algún comercio había sido restablecido —no como en el fabuloso pasado, antes de la Guerra de las Puertas, cuando abiertas rutas comerciales unían Thorbardin con Pax Tharkas y otros reinos— pero sí se traficaba con otros lugares y también con gentes de otras razas. Había pasado el tiempo, y las viejas leyendas que hablaban de una puerta secreta iban cayendo también en el olvido. Los antiguos relatos de indecibles males que aún podían acechar alrededor de la maldita y vidriosa mole del Monte de la Calavera, situada al norte —las leyendas de la gloria del rey Duncan y del noble príncipe Grallen—, palidecían cada día más.

Los Enanos de las Montañas no eran partidarios de hablar del pasado. En las ciudades de Thorbardin, verdaderos hormigueros, pocos tenían interés en revivir tales acontecimientos.

En el interior de las montañas Kharolis, Thorbardin seguía siendo el de siempre: centenares de kilómetros cuadrados de un activo, bullicioso, pendenciero y laberíntico mundo de enanos, donde el pasado era eso, pasado, y los problemas de una persona raramente interesaban a los demás.

A esta realidad tenía que enfrentarse Jilian Atizafuegos. Nadie sabía dónde estaba Chane Canto Rodado, ni a nadie le importaba, salvo a ella misma. De todos modos, Jilian tenía la certeza de saber adonde había ido Chane, y ya no dudaba de la malévola intervención de su padre.

Por consiguiente, y como era su costumbre, la joven tomó su propia decisión.

—Salgo al exterior —le dijo a su vecina, Silicia Orebrand—. Mi intención es encontrar a Chane Canto Rodado y traerlo de nuevo a casa. ¡Quién sabe los problemas en que puede verse metido ahí fuera!

Los saltones ojos de Silicia se agrandaron horrorizados.

—¿Fuera? —exclamó la mujer—. ¿Fuera, dices? ¿Fuera del todo?

—¡Pues claro! —contestó Jilian—. Chane soñó repetidas veces que debía ir en busca de un yelmo muy antiguo, ya que Thorbardin se hallaba amenazado y sólo él podía salvarlo. Por lo tanto, voy a ver si lo encuentro.

—Pero… ¡Jilian! ¿Te atreves a salir? ¡Nadie sale afuera! Nunca oí decir nada semejante.

—¡Cuentos, Silicia! No seas tonta. ¡Claro que la gente sale! Comerciantes, exploradores, metalúrgicos… ¡Mucha gente sale! El propio Chane había estado fuera, antes, ayudando en la carga a Rogar Hebilla de Oro. Me lo contó.

—Pero… ¿puedes tú? ¿Está permitido?

—Se lo pregunté a Ferrous Lancero. Conoce bien las leyes. Según él, todo el que quiera puede salir. No hay nada que lo prohíba. Es el regreso lo que resulta más peliagudo.

—¿Le dijiste que proyectabas marcharte?

—No, porque no es de su incumbencia. Y ya sabes lo chismoso que puede ser. Yo se lo pregunté de manera general, fingiendo mera curiosidad, y me contestó que sí.

Silicia frunció el entrecejo.

—Pero tú nunca estuviste fuera, Jilian… Quiero decir que apuesto algo a que en toda tu vida no viste el cielo, salvo desde el Valle de los Thanes. Yo tampoco. Ni siquiera se me ocurrió. Cuentan que por ahí fuera hay cosas terribles: ogros y goblins, elfos guerreros, humanos… Tengo entendido que, hoy día, el mundo está infestado de humanos. ¡Por Reorx! ¿De veras estás bien, Jilian? ¡No sé cómo se te ocurrió tal cosa! ¡Mira que proponerte salir…!

—¡Pues sí! —declaró Jilian con firmeza—. Y a mi padre le estaría muy bien empleado que no volviese más.

—Pero… ¡Jilian! —exclamó Silicia para, después de una pausa, atacar definitivamente—: ¿Y qué pensará la gente?

—Eso me importa un comino. Me voy, Silicia, y no hay más que hablar. Sólo te pido que, de vez en cuando, entres a ver a mi padre y te asegures de que paga sus deudas cuando vencen. El viejo tiene muy mala memoria cuando se trata de sus compromisos domésticos.

—¡Claro que lo haré, querida! —prometió Silicia, que no dejaba de pestañear, todavía asombrada por lo que acababa de oír—. Pero… ¿cómo sabrás dónde buscar a ese joven, Jilian? El exterior es…, ¡es algo espantosamente grande! —añadió con un estremecimiento.

—¡Ah, bueno…! Al menos sé por dónde empezar. Tengo un mapa de donde Chane fue visto por última vez.

—¿Un mapa? —repitió Silicia, cuyo asombro aumentaba por momentos—. ¿Cómo es posible que lo tengas? ¿Acaso tu padre…?

—No tiene ni la menor idea de cuáles son mis planes, y te suplico que no le digas nada. Lo que pasó fue que vi cómo ordenaba a unos guardias que echaran de aquí a Chane. De momento no supe quiénes eran, pero después lo recordé. Y, cuando vi a uno de ellos en el puesto del hojalatero, lo seguí y logré que me dibujase un mapa.

—¿Un guardia? ¿Uno de esos rufianes de los laberintos? ¿Y por qué te hizo tal favor? No me digas, Jilian, que tú…

—¡Basta de estupideces, Silicia! Simplemente lo seguí hasta pescarlo solo en un foso de cables y, entonces, lo golpeé en la parte posterior de la cabeza con una palanca. Luego, mientras estaba inconsciente, lo encadené a la vía de las vagonetas. Cuando despertó le dije que, si me dibujaba el mapa, le daría un cincel para soltarse. En consecuencia, hizo el mapa, y muy complaciente por cierto, ya que se oía llegar una vagoneta llena de mineral.

Silicia la miraba con ojos desorbitados, sin saber qué decir. Por último meneó la cabeza y suspiró.

—¿Ya tienes todo lo que necesitas para ese viaje?

—Sí; llevo ropa de abrigo, una bolsa y un odre lleno de agua. Y el mapa, naturalmente. Supongo que no me iría mal contar con una compañía de hombres armados, pero no me puedo permitir tal lujo.

—¡No, desde luego que no! —contestó Silicia, picada—. ¡Con lo que la gente tiene que pagar por una simple escolta para atravesar los mercados! Imagínate lo que costaría una escolta para salir al…, al exterior…

La mujer recorrió con la vista las paredes y los armarios de su espaciosa habitación. En varios rincones había expuestos y amontonados grandes espadones y escudos, martillos y picas. Su marido, Petrus Orebrand, estaba muy orgulloso de su colección.

—Creo que, por lo menos, deberías coger un arma o dos…

—¿Cómo voy a hacerlo, si son de tu marido?

—¡Bah! Ha perdido la cuenta de lo que tiene, y no echará en falta lo que ya no recuerda —replicó Silicia y abrió una rinconera de la que extrajo una pequeña espada de doble filo y una daga en su vaina—. Toma esto, Jilian —dijo—. Mi hermano le regaló estas piezas a Petrus, en un arranque de generosidad, pero debe de hacer años que mi marido ni las mira. Ya sabes que no siente mucha simpatía hacia mi hermano.

Jilian aceptó la espada y la examinó con curiosidad.

—Pesa más que una palanca —comentó.

—¿Usaste alguna vez una espada?

—Pues… no, la verdad. ¿Y tú?

—Tampoco, Jilian. Pero no me parece muy complicado el manejo. Me figuro que sólo es cuestión de blandirla y…

—Como si se tratase de una barra, ¿no?

—Será mejor sujetarla con ambas manos. La empuñadura es suficientemente larga para tus dos manos. Ponte aquí, en medio de la habitación, y hazla girar un poco. Al menos ya tendrás un poco de práctica, si te ves forzada a luchar contra algo.

Jilian ayudó a Silicia a apartar los muebles, se colocó en el espacio libre y alzó la espada asiéndola cuidadosamente con las dos manos. Aunque el arma era menor que la mayoría de las espadas de la colección de Petrus Orebrand, sólo resultaba unos quince centímetros más baja que ella, y gran parte de su peso descansaba sobre su parte delantera, cerca ya de la punta, al estilo de los enanos. Como robusta joven de su raza, Jilian no tuvo dificultad para levantar el arma e, incluso, mantenerla a un brazo de distancia, pero la espada tendía a hacerle perder un poco el equilibrio.

—¿En qué la pruebo? —preguntó.

Silicia fue en busca de un candelero con una vela de unos treinta centímetros de largo.

—Corta el cirio —sugirió.

—Bien. Aléjate.

Jilian se situó a la derecha del candelero, calculó la distancia, alzó la espada y tomó impulso. Jadeante, se agarró con toda su alma al arma cuando ésta pareció pasar al ataque. La espada cortó silbando el aire por encima de la vela y continuó con el mismo ímpetu cuando el impulso del golpe se convirtió en fuerza centrífuga. Jilian comenzó a girar como una peonza. Sus pies no eran más que una mancha borrosa, y mantener el equilibrio con el arma en las manos le costaba un triunfo.

En su segunda vuelta, la espada cortó la vela. En la tercera partió en dos el candelero de roble. En la cuarta segó las patas del soporte y, de paso, arrancó dos velas de una araña que pendía al otro lado de la pieza. Silicia chilló y se agachó en busca de protección cuando Jilian daba vueltas aún más deprisa. Cuatro revoluciones más, y la espada destripó un tarro de hierbas, decapitó una silla, partió en dos un tapiz colgante y acabó empotrada en el marco de una puerta. Jilian parpadeaba desconcertada mientras continuaba en ella el mareo; luego arrancó el arma y se quedó mirándola.

—¡Cielos! —jadeó.

Silicia asomaba la nariz por detrás de un banco de piedra.

—¿Crees que… has terminado?

—Eso creo, sí —contestó Jilian, aún medio atontada—. ¡Qué horror! ¡Fíjate en el desastre que he hecho!

Silicia salió de su escondrijo para admirar la espada que Jilian aún tenía agarrada.

—No necesitarás más práctica —balbuceó. ¡Creo que ya sabes manejarla!

—Es posible, pero… ¡es espantoso lo que he causado en tu habitación, con lo bonita que era! Lo siento de veras, Silicia…

La mujer dio varias vueltas a la habitación, fruncidos los labios al comprobar el desastre.

—Bueno, pues no es tan grave la cosa. En realidad nunca me gustó ese candelero, ¿sabes? ¡Y aquel horrible tapiz! Había pensado cortarlo por la mitad y hacer dos bordados para luego enmarcarlos… En cuanto a la araña, nunca me había imaginado que uno pudiera divertirse tanto con ella. Me pregunto si algunas de las damas tendrían interés en organizar clases.

Jilian dijo entonces:

—Creo que, si piensas que no le parecerá mal a tu marido, voy a tomar prestada esta espada.

—¡Con toda tranquilidad! Además, el arma es tan mía como suya. Llévatela, y también la daga. ¡Lo pasarás bien con estas cosas! Podríamos alquilar una sala —continuó Silicia, impulsada por sus pensamientos— y practicar al compás de la música. A más de una chica le convendría hacer ejercicio…

Después de su visita a Silicia Orebrand, Jilian fue a casa del comerciante Rogar Hebilla de Oro.

—¿Adónde dices que vas? —inquirió, mirándola con recelo por el rabillo del ojo.

—Afuera —repitió ella—. Quiero buscar a Chane Canto Rodado y traerlo a casa. Puede estar perdido o medio muerto de hambre. ¡Quién sabe…!

—¿Tú? —exclamó el comerciante, que no acababa de creer lo que oía—. ¡No puedes andar sola por ahí! ¿Tienes una idea de a lo que te expones?

—Pienso llevar una espada —contestó Jilian para tranquilizar al hombre—. Sé manejarla bastante bien. Lo que yo quería pedirte, era… Dado que tú tienes tratos con gente de fuera, tal vez puedas aconsejarme a quién preguntar, para ayudarme en la búsqueda.

—¡No hables con nadie del exterior! —replicó Hebilla de Oro—. No te fíes de nadie ni de nada, ahí fuera. ¡Sólo hay maldad y corrupción, hija mía!

—Poseo un mapa —explicó ella—, pero lo único que me indicará es dónde fue visto Chane por última vez. Y, como cabe la posibilidad de que ya no se encuentre allí, necesitaré preguntar por él. Por cierto —se le ocurrió añadir entonces—, tú no tendrás ninguna expedición que se dirija al norte, ¿verdad? Porque podría unirme a ella, hasta llegar al desierto. Allí es donde pienso empezar a mirar.

Hebilla de Oro buscó un banco donde acomodarse, y se dejó caer de golpe en él. La chica que tenía delante era la más bonita doncella enana que uno pudiera imaginarse, y siempre la había considerado sensata y práctica. Con frecuencia acudía a su tienda para comprar algo, o con objeto de entregar pedidos de su padre. Ahora, en cambio…

—No tengo ninguna expedición en marcha hacia allí —declaró con voz débil—. Nadie se acerca a aquellos parajes. No existe ruta comercial alguna por semejantes lugares desde el Cataclismo, y antes sólo se atravesaban en ocasiones. El loco de Ala Torcida sí que estuvo allí. Apostó a que iría a Pax Tharkas y regresaría, si yo le daba una comisión. Era la idea de un chiflado, pero él ya lo es, claro…

—¿Ala Torcida? ¡Qué nombre tan raro! —Jilian frunció sus encantadores labios—. Tal vez me convenga hablar con él. ¿Dónde puedo hallarlo?

—Desde luego, no en Thorbardin. ¡Nunca lo dejarían acercarse a las puertas en menos de treinta kilómetros a la redonda!

—¿Y por qué no? ¿Qué hizo?

—No lo entenderías, hija. Ala Torcida no es un enano, sino… Verás, tuve algún trato comercial con él y llegó a inspirarme confianza, pero… ¡es un humano!

Jilian lo miró asombrada.

—¿Y qué negocios hacías tú con los humanos? Ya sé que existió alguna relación comercial con ellos, pero… ¿no dicen que son…?

—Poco formales, sí. Por regla general. Volubles, además, y poco agradables en su mayoría. Claro que uno debe ser un poco indulgente, teniendo en cuenta lo breve que suele ser su vida… Pero dime, niña, ¿viste tú a algún humano?

—No. Nunca salí de Thorbardin. Pero he oído hablar de ellos. Chane conoció a varios, cuando cumplía encargos o llevaba mensajes para ti, y me hablaba de ellos. Incluso llegó a ver un elfo.

—Lo sé, lo sé —suspiró Hebilla de Oro—. En los lugares de trueque hay de todo, pero semejantes sitios no son para una chica como tú. ¡Créeme! Me estremece pensar que…

—Chane está en alguna parte de esos mundos. ¡Y por encargo tuyo visitó antes esos centros de intercambio, al fin y al cabo!

—¡Pero eso es diferente! Chane sabe cuidar de sí mismo, mientras que tú…

—Otra cosa que quería decirte… Es posible que Chane necesite el dinero que ganó trabajando para ti. Si me lo das, yo se lo entregaré a él…, ¡si es que lo encuentro!