3

El camino de piedras negras se hacía sinuoso a medida que se adentraba más en el valle de Waykeep. A veces describía extrañas curvas sin aparente motivo, y en algún momento daba casi un rodeo, de forma que el kender y el enano se encontraban de improviso andando hacia el sur a bien poca distancia de donde acababan de pasar en dirección norte. En otras ocasiones discurría recto durante un trecho, pero sólo para doblar bruscamente hacia el este o el oeste, como si quisiera eludir algún obstáculo que ni Chane ni Chess podían ver.

También había ratos en que el sendero se estrechaba hasta medir sólo unos dos metros. Entonces, los grandes felinos se amontonaban a lo largo de sus bordes —sumando una docena o más, que no cesaban de roncar y ronronear de excitación—, y los dos pobres caminantes se veían obligados a ponerse en fila india y pasar una verdadera carrera de baquetas entre las terribles y amenazadoras garras de las fieras, que hacían todo lo posible para atraparlos.

—Decididamente, estas criaturas son muy hostiles —jadeó Chess cuando logró rehuir una enorme pata de garras como agujas. Y, al ver que aún procuraba darle alcance, le soltó un duro golpe con la jupak—. ¡Maldito morrongo! —gruñó.

El rugido con que respondió el animal fue atronador.

Detrás mismo de él, Chane se agachó cuando una de las fieras intentó golpearlo.

—¡Deja ya de provocarlos! —le gritó al kender—. ¿No ves que todavía lo estropeas todo más?

—No entiendo por qué han de mostrarse tan agresivos —contestó Chess con un encogimiento de hombros—. Quizá no se alimenten de manera regular. Me pregunto, además, por qué este dichoso sendero da tantas vueltas. ¿No te sorprende que un camino se tome semejantes molestias para evitar cosas cuando en realidad no hay nada que evitar? ¡Mira! Ahí tenemos otra vuelta… —agregó, indicando el punto donde la negra senda giraba de manera brusca hacia la izquierda y desaparecía en la espesura—. ¿Ves tú algún motivo para que no podamos seguir adelante en línea recta?

—No sólo uno, sino una docena —respondió el enano, a la vez que contaba los negros felinos.

—No me refiero ahora a ellos. ¿Qué supones que puede existir ahí delante, para que el camino no quiera que lo descubramos?

Chane notó que una tremenda garra rozaba la punta de su bota y se apartó de un salto, pero en el acto tuvo que agazaparse, porque una de las bestias apostadas al otro lado intentaba arrancarle la cabeza. El enano perdió el equilibrio y cayó de bruces, con lo que levantó una lluvia de grava.

Los felinos que estaban cerca retrocedieron. Chane se alzó hasta quedar de rodillas y, con una mano, arañó la capa de grava, que parecía extendida de modo uniforme sobre una superficie lisa, como si alguien la hubiese barrido. Sólo tenía unos centímetros de grueso, y debajo había simplemente tierra. El enano reunió un puñado de grava y se la arrojó a un animal, que se hizo a un lado como si tuviese miedo.

—Ya veo que estas piedras no les gustan —murmuró Chane—. Creo que las temen.

Chess había vuelto unos pasos atrás.

—¡Ah, pues bien…! Eso es fácil —dijo—. Sólo necesitamos mover el camino.

—¿Moverlo? ¿Cómo? —inquirió Chane, ceñudo.

—Yo no lo sé —respondió el kender—. Eso tú, que eres un enano. Tengo entendido que vosotros sabéis hacer muy bien cosas así…, como mover la grava… Dime cómo lo harías.

—Utilizaría una suerte de pala. Algo plano y pesado para arrastrarlo de un sitio a otro. Pero no lo tenemos.

—Pero quizá podrías confeccionar uno —sugirió Chess—. A nuestro alrededor hay muchas cosas apropiadas.

Chane suspiró al echar una mirada al bosque que se extendía más allá del camino. En efecto, allí abundaban los materiales, y estaban bien a mano. Pero también había una serie de gigantescos felinos negros, dispuestos a atrapar a quien se saliera un dedo del sendero.

—Desde luego —admitió el enano—. Aquél trozo de tronco caído podría servir de arrastre, con unos vástagos enganchados… Pero está allí, y no aquí.

—¡Pues sal en su busca! —dijo el kender—. Aguarda un minuto. Voy a ver si te hago un poco de sitio.

Sin vacilar, Chess se colocó en el borde de la senda, alzó su bastón y pinchó con él entre las orejas a uno de los animales. Mientras éste reculaba, el kender golpeó a otros dos felinos, le dio a un cuarto animal en las costillas y se apartó en el acto para saltar de la alfombra de grava negra con unos pies increíblemente veloces y volver a entrar en terreno seguro. Los felinos de aquel lado quisieron saltar sobre él entre furiosos rugidos.

—¡Date prisa! —voceó.

Por espacio de unos instantes, Chane permaneció perplejo ante la retirada de sus perseguidores.

—¡Rayos y centellas! —susurró—. Éste kender está loco.

Pero luego salió disparado en busca de los materiales necesarios para construir el aparato.

»No sé por qué hago esto —gruñó mientras arrastraba lo encontrado hacia lugar seguro—. No fue idea mía eso de cambiar el camino, sino suya.

Aun así, cuando el kender reapareció en la curva del sendero con una manada de rabiosos felinos acechándolo, Chane ya sujetaba tallos de enredadera a un tronco, al que añadía peso con piedras. Chess se le acercó para observar por encima de su hombro lo que hacía.

—¿Crees que servirá? —preguntó.

—¡Claro que no! —replicó Chane, picado—. Sólo hago esto para pasar el rato.

—¿Qué problemas presenta el artefacto?

—En primer lugar, para que mueva la grava tiene que haber alguien que tire de él. Y quien sea que lo haga, tendrá que traspasar el borde del camino en más de dos metros antes de que la carga de grava llegue a su destino.

—Eso puede resultar un poco arriesgado —admitió Chess, a la vez que vigilaba a las fieras que merodeaban a su alrededor—. Pero, si no tiras con demasiada rapidez, yo puedo ir detrás de ti y…

—¿Yo he de tirar de eso?

—Es tu invento, ¿no? —señaló el kender—. Además eres más corpulento que yo. En cualquier caso, yo puedo seguirte y arrojar grava hacia adelante en suficiente cantidad para mantener apartadas a las bestias mientras tú cambias la dirección del camino…

—¡Yo no veo ningún inconveniente en dejar esta maldita senda tal como está!

—¡Eso ya está hablado! —refunfuñó Chess.

* * *

Teniendo en cuenta las circunstancias en que había sido construido, el ingenio funcionó bastante bien. La negra grava que cubría el camino formaba sólo una capa de pocos centímetros de grueso, y debajo había arcilla, y, cuando Chane se echó sobre los hombros los tallos de enredadera que habían de servir para arrastrar el tronco, formó delante un creciente montón de negros guijarros, dejando atrás el suelo pelado.

—¡Perfecto! —exclamó Chess con una risita—. Enfila la curva y, después, continúa en línea recta. Yo iré detrás mismo de ti.

—Suena muy consolador —rezongó el enano.

Cuando alcanzó la curva, Chane apenas avanzaba. La grava amontonada delante del artefacto era ya tanta, que el enano tenía que emplear todas sus fuerzas para moverlo. Una vez en el borde del camino, vaciló. Allí tenía que enfrentarse a los felinos. De pronto, una lluvia de negra grava empezó a volar por encima de sus hombros y, dado que el kender arrojaba entusiasmado un puñado detrás de otro con toda la rapidez posible, algunas piedras rebotaron en la espalda del enano. Las fieras rugieron e hicieron gestos de querer atacar, pero lo cierto es que empezaron a retirarse.

—¡Quita los pesos del aparato! —gritó Chane.

—¿Por qué?

Un nuevo puñado de grava voló por los aires, y un guijarro de considerable tamaño le dio en la mejilla al enano cuando se volvió.

—Porque entonces dispersará la grava en vez de acumularla. ¡Haz lo que te digo, y no discutas!

Chess retiró los pesos y reanudó las duchas de piedrecillas mientras Chane cargaba de nuevo con los arreos.

Cuando la pala estuvo vacía, el camino que quedaba al sur de la curva presentaba una desnuda franja de arcilla que formaba un ángulo desde el centro del sendero hasta el linde de la desviación, y un nuevo camino negro, del ancho de esa franja, penetraba unos quince metros en la espesura.

Chess se puso a corretear de delante atrás y viceversa por la senda recién aparecida, alargando el cuello para ver qué había en el bosque. Finalmente anunció:

—Por ahora no se distingue nada interesante. Será mejor que retrocedamos para cargar más grava.

La segunda franja que partía del camino principal alargó otros quince metros la nueva vereda, y la tercera los introdujo en las profundidades de la selva, desde donde casi ya no se veía el camino que habían seguido. Una vez en el extremo de la línea de grava, el kender estudió el terreno con ojos entrecerrados.

—Allí hay algo —indicó—, pero no puedo decir qué es. En cualquier caso, se trata de algo grande. Una carga más, y lo habremos alcanzado.

—¡Otra carga, y habremos borrado el camino original! —replicó Chane.

—¡Bah! ¿Dónde está tu espíritu aventurero? Sólo un acarreo más.

Emprendieron el regreso, pues, y Chane estaba ya casi en el calvero cuando se paró en seco.

—¡Mira lo que hemos hecho! —exclamó.

Delante de ellos, los negros felinos cruzaban a su antojo el camino. Aunque la negra grava los hiciera detenerse, ahora ya no había suficiente para impedir sus movimientos en la parte barrida.

El kender consideró el problema con expresión solemne, arrugados los labios y ligeramente crispadas las puntiagudas orejas, para al fin encoger los hombros.

—Bueno. En cualquier caso no íbamos en esa dirección…

—Ni tampoco podemos retroceder —señaló el enano—. Y podría convenirnos, como bien sabes. Escucha —añadió después de una pausa, apoyando una mano en el hombro del kender—, eso que hiciste antes… Me refiero a lo de ahuyentar a las bestias… ¿Serías capaz de repetirlo?

—Supongo que sí, aunque una segunda vez no resultará tan divertida. Una cosa así se convierte en rutinaria, después de un rato.

—No me importa —le contestó Chane—. ¡Hazlo simplemente!

Chess vaciló un poco.

—De acuerdo. Me figuro que no me perjudicará repetirlo. ¡Venid, morrongos! ¡Es hora de hacer otra carrerita!

Se puso a pinchar y provocar a los rugientes depredadores y, mientras daba la vuelta al extremo del camino, reunió en el lado opuesto a más de una docena de felinos. Con un último golpe de bastón, dio un salto para incitar a las fieras a que se arrojasen sobre él. Chane aprovechó la ocasión para volver a esparcir grava negra sobre el suelo del sendero. El kender tardó algún tiempo en regresar seguido de una larga fila de enojados felinos que mantenían sigilosos su paso. Cuando Chess vio lo que hacía el enano, corrió hacia él entre gritos.

—¿Qué diantre haces? ¡Necesitamos esa grava! ¿Por qué la devuelves a ese sitio?

Chane se desprendió de las riendas, jadeante, e inspeccionó su obra. Allí, el camino no estaba tan pulcramente nivelado como antes, pero volvía a ser negro y, por consiguiente, mantenía encerrados a los animales.

—¡Porque ya no nos hará falta! —respondió el enano y, con sus fardos a cuestas, pasó al borde oriental del sendero y se adentró en el bosque.

Detrás de él, la manada de fieras rugía y protestaba furibunda, incapaz de cruzar la franja negra.

Chane miró hacia atrás y llamó al kender.

—¡Ven! Veamos qué era lo que querías mirar.

* * *

En tiempos increíblemente antiguos podía haber sido una máquina. O quizás un edificio. Tal vez ambas cosas. Ahora era un gran montón de escombros y cosas metálicas rotas, todo ello fundiéndose lentamente con el paisaje. Árboles centenarios surgían de su cumbre, maleza y enredaderas cubrían sus pendientes, y una espesa alfombra de hojarasca y herboso mantillo no tardaría en cubrirlo todo.

Chane y Chess pasaron por encima y alrededor del montículo, pinchando el suelo y curioseándolo todo.

—Esto parece parte de una rueda —comentó el kender—. Pero… ¿para qué pudo hacer alguien una rueda de unos cuatro metros y pico de diámetro? ¡Caramba! ¡Fíjate en eso que sobresale del revoltijo! ¿Se trata de taladros, o de algo semejante? Son tan gruesos como… ¡Mira, y ahí asoma una cadena herrumbrosa! Cada eslabón debió de pesar una tonelada, cuando el hierro estaba en buenas condiciones. Y eso otro… ¿qué será? ¿Una especie de horno? ¿Has observado que todas las piedras esparcidas por aquí son cuadradas? Posiblemente fueran adoquines. ¿Qué supones que fue esto, cuando todavía era algo?

—No tengo ni la menor idea.

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El enano revolvió un montón de oxidados restos que ya apenas tenían forma, con lo que levantó una nube de fino polvillo rojo que se posó sobre su negra piel de felino cual nieve de color de herrumbre. Al cabo de unos minutos, Chane se incorporó con un largo y delgado objeto en la mano, y se puso a examinarlo mejor. Era una barra de casi dos metros de largo, nudosa y deformada por los largos siglos de oxidación. Sin embargo, y por su peso, el enano supo que en su interior existía aún un metal bueno. Dejó la barra a un lado y continuó su búsqueda.

También el kender exploró el viejo cúmulo. Ante cada nuevo misterio, sus vivarachos ojos relucían maravillados. Tocaba una cosa y otra, diciéndose que, aunque por fuera estuviese mal, podía tener una parte interior interesante, a la que tal vez encontrara acceso… Pero, al ver que no descubría nada, se puso a recorrer la desordenada superficie, tirando de todo lo que sobresalía para probar de moverlo. Cuando descubrió un astil de metal fuertemente corroído, apartó las piedras que le estorbaban y, apuntalándose en sus pies, tiró de la pieza. A gran profundidad debajo de él chirrió algo, y buena parte del montículo se corrió ligeramente. El enano, que estaba al otro lado de la cumbre, dio un grito y acudió a la parte más alta.

—Lo siento —dijo Chess con un gesto de la mano—. Creo que, fuera lo que fuese en su día, ahora ya no funciona.

El enano frunció el entrecejo con expresión de amenaza y volvió a su ocupación anterior. Chess, por su parte, prosiguió la exploración. Junto a uno de los extremos del montón, cuando retiraba un pedrusco, halló una gruesa y estropeada hoja de un material verdinegro que otrora tal vez hubiera sido bronce. Al frotarla con su túnica, vio unas letras en su superficie y se sentó para leerlas en voz alta. En su mayoría resultaban imposibles de entender, de tan gastadas, pero el kender logró descifrar al fin unas cuantas palabras: «… villoso rompeparedes, equipado con un engranaje complemen… de autopropuls… de… no incluido…». Y después: «… modelo uno de…».

—Gnomos —dijo Chess, convencido, y trepó a lo más alto del montículo. Chane seguía moviendo piedras, que colocaba en forma de redondel. El kender se llevó las manos a la boca, a guisa de bocina, y gritó—: ¡Gnomos!

—¿Qué? —contestó el enano.

—¡Gnomos! —repitió el compañero—. ¡Esto fue una máquina hecha por gnomos! Encontré el marbete.

—¿Para qué debía servir?

—Lo ignoro. Pero la construyeron los gnomos, de manera que no debía de servir para nada.

Chane se dedicó de nuevo a sus piedras.

El kender exploró los ruinosos restos durante un rato más. Luego se cepilló la túnica con las manos, cargó con la bolsa y con el bastón y fue a reunirse con el enano.

—¡Una cosa interesante! —declaró—. Pero ahora sigamos adelante, para ver qué más encontramos.

—Yo tengo trabajo —gruñó el enano, al mismo tiempo que ponía un bloque de piedra encima de otro.

—¿Qué haces?

—Hallé algo de metal servible. Estoy montando una fragua para trabajarlo.

—¡Ah! —exclamó el kender, y dio toda la vuelta al círculo de piedras con los ojos muy abiertos—. ¿Qué piensas forjar?

—Un martillo. Lo único que puede hacerse sin un martillo es, precisamente, un martillo, que yo sepa, aunque no será muy bueno…, al no disponer de un martillo con que trabajarlo…

—Un martillo, claro —dijo Chess, sorprendido ante la lógica del compañero—. Y después ¿qué?

—¿Qué?

—¿Qué piensas forjar, cuando tengas hecho el martillo?

—Otro martillo. Así que tenga un martillo para trabajar, aunque sea basto, podré hacer otro mucho mejor. Y entonces, si esta vara es maleable y puede templarse, la convertiré en una espada.

—¿Forma parte eso de tu plan para hacerte rico y famoso?

—No tengo ningún plan —contestó el enano, molesto—. No poseo un martillo ni una espada, de manera que… lo primero es lo primero.

—Pues me figuro que esto te va a llevar bastante tiempo.

—Todo el tiempo que sea preciso.

* * *

Durante el resto del día, Chestal Arbusto Inquieto merodeó por los alrededores, explorando el silencioso bosque, cada vez más impaciente. Al anochecer regresó al montón de escombros, tomó fuego de la fragua de Chane, que ya funcionaba, y preparó una cena a base de carne de felino curada y té de corteza de árbol. Finalmente se retiró a dormir al compás de los golpes del enano en su fragua, que producían un sonoro eco en la noche.

El kender despertó con la primera luz del alba. Se estiró y, poco a poco, fue a ver qué hacía Chane. Éste disponía ya de un martillo útil, aunque tosco, y lo utilizaba para hacer otro mejor con un trozo de hierro que había hallado.

Cuando Chess se cansó de mirar, anunció:

—Yo me adelanto. Quiero averiguar qué más cosas interesantes hay por aquí.

—¡Que tengas buen viaje! —respondió Chane sin levantar la vista.

—¡Y tú también! —dijo Chess, que enseguida partió hacia el norte para volver pronto y hacer varios recorridos de un lado a otro entre el montículo y el negro camino en cuyo borde más apartado seguían encerrados los felinos negros.

Chane estaba totalmente absorto en su tarea. El martillo bueno iba adquiriendo forma. Eliminada de la larga vara gran parte de su añosa herrumbre, asomaba ya el metal, que el enano examinó. Era un buen acero, que formaría una hoja, si no más…

El kender se detuvo de nuevo junto a la fragua.

—Que tengas suerte en tu busca —dijo.

—Lo mismo te deseo —contestó Chane—. Ya nos veremos.

—¡Desde luego!

Chess saludó con la mano y nuevamente se encaminó al norte. Cuando ya hacía rato que se había ido, el enano apartó un momento los ojos de su trabajo y quedó meditabundo. Su fragua y él se hallaban enteramente rodeados de un círculo de negra grava esparcida por el suelo. El kender le había dejado un escudo protector por si acaso una de las fieras encontraba la manera de atravesar el sendero y salir de su mágica reclusión.