Así transcurrió el tiempo de la aparición en el cielo de la luna en su primer cuarto, de su crecimiento hasta mostrar su perfecta redondez, de su declive hasta la completa desaparición. Y cada día Zuhor se acercaba a Keops y le daba a conocer lo que debía saber, lo que debía decir durante las ceremonias secretas de su iniciación a los misterios del dios.
Llegó por fin el día.
Los sacerdotes puros fueron a buscar a Keops a su retiro. Una vez más, fue cuidadosamente afeitado y purificado; luego lo envolvieron en un estrecho sudario blanco, que ceñía incluso sus brazos, de modo que cualquier movimiento quedaba paralizado. Sólo podía andar a muy pequeños pasos, pero no tuvo necesidad de hacer tal esfuerzo porque lo sentaron en una silla, levantada por cuatro robustos porteadores al servicio del templo, y lo llevaron así a una zanja a cielo abierto que, por medio de un plano inclinado, descendía hasta una puerta practicada en la parte inferior de uno de los costados del terreno. Por la puerta se accedía a una profunda galería subterránea, a cuya entrada dejaron la silla de manos. Un sacerdote puro invitó a Keops a bajar y seguirlo, mientras los porteadores se alejaban. Juntos cruzaron la puerta y se hundieron en el corredor, débilmente iluminado por candiles de aceite colocados en hornacinas practicadas en las paredes. Éstas estaban llenas de inscripciones con caracteres sagrados, que la escasa luz no permitió descifrar a Keops, que, como en caso de tropezar no podía sujetarse, procuraba seguir muy de cerca a su guía en el descenso hacia el mundo inferior, el mundo de los muertos.
El sacerdote, acostumbrado a conducir a los mistes por la galería y escuchar sus preguntas, se adelantó a su curiosidad.
—Las inscripciones que puedes ver vagamente en las paredes son advertencias, imprecaciones, maldiciones contra cualquier persona no iniciada que se atreviera a profanar estos santos lugares e intentara, sin haber sido autorizado ni preparado como es debido, penetrar en los secretos de estas salas subterráneas.
Siguieron hundiéndose en las entrañas de la Tierra hasta llegar a un recodo en ángulo recto. Allí, a la izquierda de Keops, se anunciaba otra galería oscura, un misterioso corredor que no estaba iluminado. Su guía detuvo a Keops y entreabrió su vestidura para soltarle una mano, de la que se apoderó.
—Mantén tu mano en la mía y sígueme por esta noche oscura que es la tiniebla de la ignorancia. En ella nos movemos por el mundo nocturno, creyendo que la luz de la luna le es propia cuando el astro de la noche sólo refleja la luz de Ra.
Keops estrechó con fuerza la mano que le tendía y siguió con prudentes pasos al sacerdote, que avanzaba lentamente, aunque sin vacilar, como si su mirada perforara la oscuridad. Keops oyó un sordo rumor y notó que una ligera brisa refrescaba el aire pesado y cálido. Su guía se detuvo entonces; le palpó el cuerpo como para asegurarse de su presencia y luego ejerció una presión sobre sus hombros para obligarlo a sentarse. Keops advirtió bajo sus pies la súbita presencia de una estera rugosa, en la que se instaló mientras el sacerdote le soltaba la mano y un ligero crujido le permitió imaginar que se había alejado. Permaneció unos instantes inmóvil en la oscuridad que, poco a poco, pareció animarse; luego, a su espalda, una luz desgarró las tinieblas.
—No te vuelvas, contempla ante ti el espectáculo que se ofrece a tus ojos —le ordenó una voz.
Ante él se desplegaba un largo muro cuyos extremos, a derecha e izquierda, se perdían en la penumbra. La luz difusa que procedía de su espalda proyectaba su inmóvil silueta en la pared de enfrente, que tenía en el centro una puerta cerrada. Luego, de pronto, unas sombras se dibujaron en el muro agitándose alrededor de su propia silueta. Eran formas humanas, cabezas de animales, máscaras llevadas por hombres, que se movían, cuyos brazos se levantaban y caían en anárquicos movimientos. Y al mismo tiempo, se elevaron murmullos, gemidos, sordas palabras incomprensibles, gritos, chirridos, rugidos, trinos, gruñidos, borborigmos, cloqueos, que formaron una ensordecedora cacofonía para ir apagándose lentamente y dar paso al silencio. Las sombras que se agitaban en el muro se inmovilizaron de pronto y Keops reconoció las siluetas de los dioses tal como eran representados en las pinturas o figurados en las estatuas: Thot con cabeza de ibis; Sebek con cabeza de cocodrilo; Horus con cabeza de gavilán; Hator con cabeza de ternera; Bastet con cabeza de gata; Knum con cabeza de carnero; Seth con su hocico animal, y todos los demás dioses de forma humana con sus atributos en la cabeza: Isis con el trono; Ra con el disco solar; Selkis con el escorpión; Neith con el haz de flechas; Maat con la pluma; Neftis con el castillo de techo de media luna… Se escuchó entonces la voz de Zuhor.
—Keops —dijo—, lo que has visto es ilusión, la falsa realidad de las cosas de la Tierra. La realidad estaba detrás de ti, pero tú le dabas la espalda, no podías verla, y creías que la realidad era lo que estabas viendo, esas sombras que se agitaban en el muro. Los dioses te permitirán ahora conocer la realidad última, aquélla de la que lo que vemos en el mundo de nuestros sentidos es sólo un deforme reflejo. Escucha ahora el diálogo de los dioses.
Guardó silencio, y una nueva voz se elevó en la oscuridad. Brotaba a la espalda de Keops, pero no se volvió, sabía que no debía mirar atrás, una mirada de curiosidad, una mirada que fuera como un arrepentimiento, como una manifestación del deseo de volver atrás.
—Soy Atón al amanecer, el Único que llega a la existencia en el Nun. Soy Ra cuando aparece en el origen del mundo, príncipe de su creación.
—¿Quién es? —preguntó una voz femenina.
—Es Ra en su comienzo, que se alza en Sutenkhenen que es Heracleópolis, como un rey al levantarse, cuando no existían los soportes de Shu, cuando el dios no había separado el Cielo de la Tierra, Geb de Shu; se mantenía en la colina que está en Hermópolis. Soy el Dios Grande que llegó a la existencia por sí mismo, que es Nun, el creador de su nombre «Dios de los orígenes», como dios.
—¿Quién es pues? —preguntó de nuevo la misma voz.
—Es Ra el creador del nombre de sus miembros. Así llegaron a la existencia las formas de las divinidades que están en el séquito de Ra. Soy el que no puede ser expulsado de entre los dioses.
—¿Quién es pues?
—Es Atón en su disco. Es Ra cuando se levanta en el horizonte oriental del cielo.
—Soy el ayer y conozco el mañana —proclamó otra voz.
—¿Quién es pues?
—Osiris es ayer, Ra es mañana, en el día de la destrucción de los enemigos del Dueño universal y de la instalación como príncipe de su hijo Horus.
—¿Quién es pues?
—Es Osiris. Ra es su nombre, es el falo de Ra cuando se une a sí mismo.
—Soy el Fénix que está en Heliópolis. Soy el guardián del libro de lo que es y lo que será. Soy la eternidad y la perpetuidad.
—La eternidad es el día; la perpetuidad, la noche.
El diálogo entre las sombras, entre los dioses, fue seguido de un corto silencio. Luego se escuchó de nuevo la voz de Zuhor dirigiéndose a Keops.
—Tú, que quieres ver a Maat, que te has hecho digno de conocer la naturaleza de los dioses, pronuncia las palabras que deben ser pronunciadas.
Keops se levantó. Se mantuvo erguido y sin volverse dijo:
—Yo os saludo, Dueños de Verdad, consejo divino ante Osiris, causas de la destrucción de los descarriados, que estáis en el séquito de Hetep-es-khus, la que me protege cuando es favorable, concededme estar entre vosotros. Puedo acercarme a vosotros. Destruid todo lo que en mí es perverso como hicisteis con los siete gloriosos, los Akhu que están entre los seguidores del señor Sepa, y cuyo lugar hizo Anubis el día en que dijo: «Ven entre nosotros».
—¿Quién es? —le preguntó una voz.
—Los Dueños de Verdad son Thot e Isdes, Señor del Amenti. El consejo divino ante Osiris es Amset, Hapy, Duamutef, Qebesennuf, los que están tras el Muslo en el cielo septentrional.
—Tus palabras son escuchadas, has pronunciado las frases que debías decir —respondió Zuhor—. Te corresponde ahora declarar las fórmulas para entrar en la sala de las dos Maat y adorar a Osiris, el Primero de los Occidentales.
—He venido aquí para ver tus perfecciones, con las manos levantadas adorando tu verdadero nombre. He venido mientras el cedro no existía, ni la acacia del Nilo, ni habían sido creados los suelos de tamarisco. Si entro en la sala secreta, hablaré con Seth; mi amigo está junto a mí, con el rostro velado, pues ha dado con las cosas secretas. Ha entrado en la morada de Osiris, ha visto los misterios que allí se encuentran.
Así se expresó Keops, y Zuhor declaró:
—La asamblea divina de las puertas está constituida por Akhu. Anubis, que estás entre nosotros, te corresponde hablar.
El hombre con la máscara de perro negro, encarnación de Anubis, habló a su vez:
—Escuchemos la voz de este hombre llegado de la Tierra Querida. Conoce nuestros caminos y nuestras ciudades, estoy satisfecho. Siento su olor como el de alguien de los nuestros. Me dice: soy Osiris, he venido para ver a los Dioses Grandes. He estado junto al Carnero, Señor de Mendes. Me ha permitido salir como un Fénix. Diré también: he estado en el río, he hecho ofrendas de incienso; mi camino es el de la acacia donde está Sheshat, dueña de los signos sagrados. He estado en Hermópolis, en el templo de Thot, he hecho zozobrar la barca de mis enemigos, he navegado por el lago en la barca-neshmed, he visto a los dignatarios de Kem-ur, he estado en Busiris, soy silencioso. He devuelto al dios el uso de sus piernas, he estado con Aquél cuya morada está en la montaña y he contemplado al divino dueño de la mansión. He entrado en la morada de Osiris, he quitado el velo de quien allí estaba. He entrado en Rosetau y he visto los misterios que allí había. He entrado en Menfis y he vestido a los desnudos, he dado mirra a las mujeres en el mundo de los humanos.
Se hizo de nuevo el silencio, las sombras permanecían inmóviles. Se escuchó entonces la voz de Zuhor, que ordenó:
—Que se abran las puertas de la morada de Osiris y se muestre al dios Keops la Isla del Arrebol, para que penetre en el reino de la Duat.
Dos veces gritó de este modo, repitió estas palabras. Luego, de pronto, los dos batientes de la puerta giraron mientras una mano invisible empujó a Keops por la espalda y él avanzó hacia el umbral. Parpadeó. Recordaba el final de su iniciación a los misterios de Thot: los dioses habían abierto también una puerta, pero tras ella había sólo espesas tinieblas, símbolo de la nada, mientras que esta vez una intensa luz iluminaba la vasta sala que se ofrecía a sus ojos, imagen simbólica de la Isla del Arrebol, la isla secreta del dios situada a occidente del mundo, pero también a oriente, pues le había sido revelada la realidad de la forma de la Tierra y del mundo. La vasta sala rectangular mostraba en sus paredes profundas hornacinas, diecisiete en total, cifra simbólica. La estancia era como un lago lleno de oscuras aguas cuya profundidad Keops no podía sondear. En el centro se levantaba un inmenso podio rectangular de piedra, que se adaptaba a la forma de la sala y emergía del agua como una isla, como la Tierra primigenia que surgió de las olas primordiales en el primer amanecer del mundo. En cada uno de los lados largos del podio se levantaban cinco pilares cuadrados que parecían ser los soportes del techo, que formaba una especie de dosel sobre la isla simbólica. Y en su centro había un sarcófago de piedra. Pero la sala estaba vacía, y al contrario de lo que Keops hubiera podido esperar, no vio la estatua del dios acostada en el ataúd.
El príncipe heredero permaneció inmóvil en el umbral de la sala secreta. Las sombras que había visto animarse en el muro se convirtieron en seres de carne al pasar junto a él, los sacerdotes y sacerdotisas que representaban las divinidades se fueron colocando en las hornacinas, y cuando estuvieron en el lugar que les estaba destinado, Zuhor tomó la mano de Keops y exclamó:
—¡Salud, oh dioses! Qué agradable es vuestro olor, cómo ilumina mi alma vuestra aparición. ¡Salud, llama que asciende del horizonte! ¡Salud, oh tú, que estás en la ciudad! ¡He traído al guardián de su contorno!
Desnudó entonces a Keops, haciéndole desprenderse del sudario, y él se quitó la piel de pantera que cubría sus hombros, conservando sólo su paño. Entonces invitó al príncipe a seguirlo, a bajar al agua clara y fresca que parecía agitada por una débil corriente. Bajaron los peldaños de una escalera hasta el fondo de la alberca, y el agua les llegó hasta la cintura. Imitando al primer profeta del dios, Keops se zambulló por completo en el agua purificadora, sumergió la cabeza y luego, siguiendo también a Zuhor, cruzó el estrecho canal hasta los peldaños que subían hacia la isla interior. Cuando hicieron pie, Zuhor le dijo:
—Has rechazado el sudario de la muerte, has alejado de ti la envoltura carnal que te separaba del dios.
Lo arrastró hasta el sepulcro; no tenía cubierta, estaba vacío, o casi: sólo vio en la cubeta de piedra una jarra de terracota en la que no había nada, ni líquido ni cuerpo sólido. Zuhor se inclinó sobre el ataúd, cogió la vasija y levantándola con los brazos tendidos declaró:
—He aquí la cabeza de Osiris, lo que subsiste del dios muerto.
Un sordo murmullo recibió estas palabras, pero no eran una manifestación de sorpresa o reprobación, sino de reconocimiento de una realidad. Zuhor miró entonces a Keops y prosiguió:
—Tiéndete en este sarcófago para que puedas pasar por la muerte simbólica que te llevará a la vida eterna, como hizo Osiris durante el banquete de Seth. No fue, pese a lo que pueda creerse, un banquete funesto sino, por el contrario, la iniciación del rey Osiris, que conoció la muerte y el descenso al mundo subterráneo para renacer en toda su gloria, en la eterna luz.
Sin mostrar el menor temor, Keops se metió en el ataúd y se tendió, cuan largo era, de espaldas, con los brazos a los costados.
—Osiris Keops, estás en la tumba —dijo entonces Zuhor—. Pronuncia las palabras rituales, las palabras de transformación del cuerpo y del alma.
Entonces Keops habló en voz alta:
—Yo, Keops, he aparecido en la Seshdet como un halcón de oro saliendo del huevo. Emprendo el vuelo y me poso en forma de halcón verde. Salgo de la barca-sektet, mi corazón me es entregado en la montaña oriental. Me poso en la barca-adtet y me son dados esos dioses primordiales respetuosamente inclinados ante mí. Que me levante, que adopte la forma de un hermoso halcón de oro con cabeza de Fénix, que tenga acceso a Ra y cada día escuche sus palabras. Me siento entre los dioses, esos Grandes de Nut, mis antepasados convertidos en divinidades. Han colocado para mí, ante mí, el Campo de la Felicidad. En él me nutro, soy un Akh en él, por él tengo en abundancia todo lo que mi corazón desea. Que me sea dado Nepri para mi boca. Que tenga poder sobre todo lo que se refiere a mi cabeza.
Calló. Entonces habló Zuhor volviéndose hacia los dioses instalados en las hornacinas:
—Dioses que escucháis estas palabras, Khepiu, dioses que estáis en el séquito de Osiris, guardad silencio.
Keops se incorporó, se puso de pie en el sarcófago y proclamó:
—¡Oh dioses, el dios habla conmigo, escucha de verdad qué le digo! ¡Háblame, Osiris! Haz que lo que ha salido de tu boca regrese a mí. Que vea tus propias formas, que vehicule tu poder. Haz que sea allí parecido al dueño del universo en su trono. Que me teman los dioses de la Duat, que combatan por mí a sus puertas. Haz que me mueva hacia allí, entre los seres divinos que se levantan. Que me yerga sobre mi estandarte parecido a Neb-ankh, el Señor de la Vida, que me una a Isis la divina. Que vaya y vuelva de los extremos del cielo. Recabaré consejo hablando con Geb, haré una petición al Dueño del universo para que me teman los dioses de la Duat y combatan por mí en sus puertas. —Salió del sarcófago y se quedó en su cabecera para seguir hablando—: Soy uno de esos Akhu que viven en la luz, he hecho que mi forma sea parecida a sus formas cuando entra y sale de Busiris, que me convierta en cuerpo espiritual a través de su cuerpo espiritual.
—Oh, hombre convertido en dios, hombre nacido a la luz, ¿quién eres? —preguntaron a coro los dioses.
—¿Quién soy? —replicó Keops—. Soy un Akh que habita la luz, creado a partir de la carne divina. Soy uno de esos Akhu que permanecen en la luz, obras del propio Atón, llegados a la existencia desde las flores de su ojo, que él formó, que él hizo espíritu, cuyos rostros diferenció cuando existían con él. Mira, es el Uno en el Nun. Lo anuncian cuando se levanta por el horizonte, inspiran temor a los dioses y a los Akhu que con él han llegado a la existencia. Soy el Único entre las serpientes creadas por el ojo del Señor Único. Por aquel entonces Isis no existía ni había engendrado a Horus. Fui hecho floreciente y me regeneré a mí mismo. Soy distinto de quienes están entre los Akhu llegados a la existencia con él y conmigo. Aparezco con el aspecto de un halcón divino, y mi cuerpo espiritual recibió el alma de Horus para tomar posesión de los bienes de Osiris en la Duat.
Zuhor se volvió a su derecha y luego a su izquierda proclamando:
—Ha hablado, Ruty, el dios de los dos leones guardianes de horizontes, a quien pertenecen el castillo del nemes, el tocado real, el que está en la caverna. Te retiras a las extremidades del cielo, es cierto, pues tu cuerpo espiritual ha tomado la forma de Horus, pero no tienes nemes, ¿y qué dirás cuando hayas llegado a los extremos del cielo?
Con estas palabras, Zuhor le recordaba a Keops que no estaba todavía coronado, que no llevaba el nemes, el tocado rayado simbólico de los dueños de las Dos Tierras. A lo que el príncipe respondió, siguiendo las palabras rituales:
—Soy el propietario que posee los bienes de Horus para Osiris en la Duat. Que Horus me murmure lo que dijo para mí su padre Osiris cuando llegó el día de la Sepultura. Te entrego el nemes de Ruty, pues me pertenece, para que puedas ir y venir por la ruta del cielo. Te verán quienes están en las extremidades del horizonte, te temerán los dioses de la Duat, que combaten por ti ante sus puertas. Ante mis palabras, han caído los dioses señores de los límites, los que están vinculados a la capilla del Señor Único. Salud al exaltado que está en su ornamento, salud a ti, Horus, sobre tu enseña: para mí tomó el nemes, como decretó Ruty. Soy el exaltado, Ruty ha cogido para mí el nemes, lo ha puesto en mi cabellera, fijó para mí el corazón en mi pecho. Soy Hotep, Señor de los venerados Uraeus, conozco el Akh, su aliento está en mi cuerpo. No seré rechazado por el tono furioso, acudo cada día a la morada de Ruty, salgo de ella para dirigirme a la casa de Isis, he visto las cosas santas y secretas, he sido conducido por los ritos ocultos, he contemplado lo que hay allí, mi pensamiento está en la majestad de Shu.
»No seré rechazado por un ataque súbito, pues soy Horus entre sus Akhu. He tomado posesión de su diadema y de su rayo, he recorrido las más lejanas partes del cielo. Horus está en su trono, mi rostro es el de un halcón divino, soy el colmado por su señor. Vengo de Busiris, he visto a Osiris, me he levantado sobre los dos costados de Nut. Me ven, veo a los dioses, el ojo de Horus Khentiirty consumirá a quienes levanten sus manos contra mí. Abren las rutas santas, ven mi forma, escuchan mis palabras hacia sus rostros. Dioses de la Duat que rechazáis mi cara, que atacáis a los poderosos, llevadme hacia las estrellas Infatigables. He abierto la sagrada ruta del Hematet para vuestro señor, el alma grande de respeto. Horus os ha ordenado que levantéis los rostros para mirarme. Me alcé como halcón divino, Horus me distinguió en su alma para tomar posesión de las cosas de Osiris en la Duat. He abierto el camino, he viajado, he llegado a casa de quienes están ante las cavernas custodiando la morada de Osiris. Sabrán que he tomado el poder, que he recibido la potencia de Atón.
Keops salió de la morada subterránea de Osiris más fuerte, regenerado, seguro de sí mismo. Durante aquellos días, y tras su iniciación, recibió de Zuhor uno de los secretos que forjan el poder de los reyes.
—La tumba de Osiris está vacía, su cabeza es una simple vasija —le hizo comprender, por fin, el primer profeta del dios—, porque Osiris fue un hombre, un rey de la Tierra Querida, como lo es hoy tu divino padre; está muerto pero sigue vivo. Revive de generación en generación en el pueblo de este país y en sus reyes. Ahora sabes que las formas que revisten los dioses en las manifestaciones que le suponemos, que les dan nuestros escultores y nuestros pintores, son ilusorias. El dios está tan lejos de nosotros, y tan cerca sin embargo, que es un engaño, una blasfemia suponer que pueda adoptar una forma sensible. Mas los pueblos necesitan creer, necesitan adorar, y por eso el rey debe parecerles un dios; el rey, encarnación de la divinidad, es su verdadero dios, su verdadero señor. Se ofrecen a la adoración del pueblo algunas estatuas al fondo de los templos que sólo ve en ciertas ceremonias y que en realidad son impotentes; no son más que pedazos de piedra o madera moldeados con forma humana o animal, lo que recuerda que una chispa divina anima cada cuerpo vivo, cada forma creada, incluso las que creemos de naturaleza inerte por la debilidad de nuestros sentidos. Mientras que el rey, en cambio, tiene el verdadero poder en el mundo terrestre, en el mundo en que vivimos.
»Puedo reírme de los dioses que hemos creado, golpearlos e injuriarlos, porque ellos permanecerán impotentes; en cambio, si me río de un rey, si le golpeo, seré castigado y sin duda condenado a muerte. Mantén siempre presentes en tu espíritu estas palabras, piensa que tu pueblo necesita que seas un dios. Hazte adorar, pues la gente desea adorar a un ser vivo, un ser visible al que pueda dirigirse y cuya justicia y beneficios esperan recibir. Créeme, tu antepasado Zóser, tu abuelo Huni, tu padre Snefru, todos aquellos de los que decimos que son dioses no se hicieron construir por pura ostentación esos monumentos de eternidad que son las pirámides. Ni siquiera fueron ellos quienes, al principio, lo pensaron, sino aquellos que, alrededor de ellos, fueron iniciados a las verdades que te han sido reveladas, aquellos que saben que los hombres necesitan templos para adorar a los dioses que no tienen existencia real, pero a quienes esos mismos templos magnifican y permiten adoptar para los creyentes una realidad que, sin embargo, es pura ilusión. Por eso puede proclamarse que los dioses son mortales, que como Osiris todos están destinados a perecer un día u otro, como yo y tú mismo estamos destinados a morir en este mundo para renacer en otro universo de luz.
Así había sido iluminado el espíritu de Keops, que había sentido su propia divinidad, su propia inmortalidad, como nunca antes la había experimentado. Él, que lamentaba sentirse un ser humano como los demás, un mortal entre otros, apenas más poderoso que los boyeros entre quienes le gustaba vivir, se sentía ahora tan mortal como los demás hombres, había comprendido por qué tenía que mostrarse distinto de quienes estaban destinados a ser su rebaño, a los que tenía que hacer pensar que era un dios entre los hombres, cuando todos los hombres eran dioses en pleno devenir, sin ni siquiera saberlo.
Cuando se puso de nuevo en camino, cuando salió de Abydos, Keops tenía la sensación de haberse convertido en otro hombre. En él había nacido un dios y se sentía dispuesto a asumir el destino que se le imponía, a subir al trono de las Dos Tierras para legar a su pueblo y al universo el más grandioso monumento del poder humano, un monumento que dejaría en la memoria de los hombres el recuerdo de un dios.
FIN