Keops quedó sorprendido cuando vio el santuario del templo de Osiris en Abydos. Estaba acostumbrado a contemplar poderosos monumentos de piedra, como la gigantesca pirámide de Zóser, verdadera y titánica escalera del cielo, con su prodigioso recinto y sus monumentos adventicios, o los templos de Menfis, Heliópolis y Hermópolis con sus pórticos de pilares cuadrados, columnas de piedra, pisos, terrazas y escaleras interiores y exteriores. Por ello se asombró cuando se vio confrontado a una especie de gran choza cuadrangular en forma de baldaquino, hecha sólo de papiro y caña. Se erguía en un pequeño altozano y eso le permitía no verse totalmente dominada por las construcciones vecinas de ladrillo crudo, habitaciones de los sacerdotes y servidores del templo, con todos los anexos, almacenes, mataderos, talleres, depósitos.
—Pero ¿cómo? —dijo dirigiéndose a Zuhor, el primer profeta de Osiris, que después de recibirlo lo había llevado al santuario—. ¿Es eso el templo de Osiris?
—Es la morada rústica del dios —le confirmó el sacerdote.
—¿Quieres hacerme creer que el dios grande, el dios bueno, el que reina el mundo inferior, el señor del Amenti, el Primero de los Occidentales, sólo tiene derecho a un pequeño santuario campesino, como los que ya sólo se ven en nuestras más alejadas campiñas?
—Así es. Debes saber que antaño, antes de que Narmer unificara las Dos Tierras, antes de que el valle se cubriera de ciudades ricas y poderosas, los humanos, agradecidos al dios que les había enseñado a cultivar la tierra, domesticar los animales, construir casas y vivir en paz y abundancia, le erigieron un santuario hecho de papiro y caña, pues ignoraban el modo de construir las moradas eternas de los dioses con piedra, y con aquellos precarios materiales habían edificado siempre sus chozas y los refugios de las divinidades protectoras de sus clanes. Me han dicho que tú, hijo del dios Snefru, destinado a subir al trono de las Dos Tierras y gobernar el pueblo de Osiris, gustas de recorrer la campiña y las marismas, desnudo como los boyeros, trabajar y cazar con ellos y dormir bajo la bóveda del cielo o en exiguas chozas, sobre una estera o el mismo suelo; eres un auténtico hijo de Horus y Osiris, y como éste vives entre los hombres que serán tus súbditos. ¿Cómo entonces te extrañas de que el dios vivo, mientras estaba en la tierra, entre los hombres, habitara una simple cabaña hecha de tallos vegetales y en ella albergara su santa cabeza?
—Me asombra porque han pasado muchas generaciones desde aquellos lejanos tiempos, muchos inventos han hecho la existencia de los humanos más agradable, más confortable. Y si los dioses de los antiguos días, Atón y Thot, Ptah y Knum, y también las diosas, las cuatro grandes, Isis y Neftis, Neith y Serket, y asimismo Hator la Dorada, se alojan ahora en grandes mansiones de piedra, ¿por qué Osiris ocupa la misma choza que fue su morada en tan lejanos tiempos?
—Él quiso que así fuera para demostrar a los hombres que él, que brotó del Creador de los primeros días, que estaba ya en su seno al amanecer de la creación del mundo, estaba cerca de ellos y seguiría viviendo a su lado en la más modesta de las habitaciones. Sin embargo, podrás ver que los reyes que han gobernado Egipto desde Narmer quisieron que se construyera para el dios un templo de ladrillos, que podrás ver también, pero que no tiene el valor sagrado de éste.
Tras haber hablado así, levantó la puerta de tallos vegetales trenzados e invitó a su huésped a cruzar el umbral del verde santuario. Al fondo se erguía la estatua del dios, derecha, rígida y envuelta en un sudario blanco que dibujaba su silueta. Las únicas partes visibles de su cuerpo, su rostro y su santo brazo, adornados con anchos brazaletes dorados, estaban pintadas de verde. En los puños tendidos tenía el garfio y el azote, antiguos utensilios de los pastores que se habían convertido en cetros de los reyes de las Dos Tierras. Su cuello y su rostro brotaban de las anchas vueltas de unos collares de lapislázuli, turquesas, malaquita y oro; una estrecha barba, que se levantaba en una larga punta, hecha de crin trenzada y encerrada en una rejilla de oro, se había fijado a su barbilla, lo que permitía renovarla en una ceremonia cuando comenzaba a envejecer demasiado. Llevaba en la cabeza la alta mitra oblonga, pintada de blanco, corona de los reyes del sur, mientras de su frente surgía la cabeza de una cobra de oro. Sus ojos, de nácar y carbunclo, parecían brillar y vivir en la penumbra de la estancia.
—Inclínate ante el dios de los misterios y escucha la plegaria que le dirigimos —dijo el sacerdote a Keops.
Éste cayó boca abajo ante la estatua del dios mientras Zuhor se arrodillaba, abría los brazos en señal de acogida y salmodiaba:
—Adoración de Osiris Unnefer, dios grande en Abydos, rey de la Eternidad, Señor Eterno, cuya vida se extiende por millones de años, primogénito del seno de Nut, engendrado por Geb el Jefe, señor de la corona-urert, guardián de la corona blanca, príncipe de los dioses y de los hombres, que recibió el cetro y el azote y el rango de sus padres: ofrece tu corazón que está en Sat para tu hijo Horus instalado en tu trono. Vas coronado como señor de Djedju, como regente de Abydos. Por él verdea la tierra, el mundo nace a la vida. Aleja de su arrebol lo que no se ha encarnado todavía en su nombre que es «El que aleja del arrebol». Une las Dos Tierras en Maat, en su antiguo nombre que es Sokaris. Es omnipotente, grande de terror en su nombre, que es Osiris. Realmente, por siempre, por la eternidad su nombre es Unnefer, el Dios Bueno.
La voz del sacerdote se extinguió, Keops levantó el torso y volvió el rostro hacia la estatua. Un largo silencio unió a los dos hombres antes de que Zuhor se levantara invitando a su huésped a imitarlo y seguirlo.
—Como has venido a nosotros para recibir la iniciación final, para recibir el conocimiento de la realidad última, puedo ya decirte que el santuario que acabamos de abandonar representa la antigua y venerable apariencia. Pero hay otro santuario oculto, el de la Isla del Arrebol, que permanece oculto para los ojos del profano. En ese templo secreto accederás al conocimiento de Osiris. Pero de momento, como debiste de hacer en tus iniciaciones a los misterios del Fénix y los de Thot, tendrás que preparar tu espíritu para recibir a Maat, la Verdad, por medio de la meditación y el recogimiento.
—Ya lo sé, y estoy dispuesto a sufrir lo necesario para purificar mi cuerpo y mi corazón.
—La ascesis que se exige al miste sólo puede ser un sufrimiento para hombres de corazón reblandecido por una vida fácil, vuelta hacia los placeres de los sentidos. Para ti, que has conocido la dura vida de los campesinos de la Tierra Negra, no creo que te resulte penoso el hecho de dormir en la tierra desnuda, en esta tierra, madre nuestra, que nos habla por la noche y nos inspira, no llevar vestido alguno y alimentarte sólo de pan y vegetales y no beber sino agua durante unas décadas. Éste es el mejor modo de que el espíritu tienda sólo hacia el objetivo asignado y el corazón se vuelva hacia la propia profundidad.
—Permíteme hacerte una pregunta —le interrumpió Keops. Aguardó respetuosamente a que el sacerdote le autorizara a expresarse antes de proseguir—: ¿Por qué me has dicho que ante todo mi corazón debe volverse hacia mi propia profundidad? ¿Por qué enseñan los sabios que es preciso interrogarse a uno mismo, buscar en sí la verdad, cuando el dios está por todas partes del universo, en todo lo creado, en el mundo de las apariencias y en lo que permanece oculto para nuestros ojos?
—Dime, ¿qué puede parecerte el mundo que ves, todo lo que te rodea, todo lo que perciben tus ojos y tus oídos, si no eres capaz de interrogarte sobre esas realidades que impresionan tus sentidos? En nosotros y fuera de nosotros reside el conocimiento y, por lo tanto, la Verdad, Maat, que es el equilibrio del mundo, pero también su realidad íntima, pues ya no debes ignorar ahora que los dioses que representamos, al igual que lo que de ellos se dice, son sólo realidades reducidas a símbolos, signos que los sabios deben descifrar y leer, como nuestra escritura sagrada sólo se expresa también en imágenes. De este modo, cuando ves trazado en un papiro un semicírculo, dices inmediatamente que se lee neb y designa al señor, al dueño, y si ves un estandarte que flota en lo alto de un mástil, piensas neter y sabes que se trata del dios, del ser inefable, de aquél a quien nuestro espíritu finito no puede aprehender, mientras un hombre que no sea escriba, un individuo que no haya aprendido las letras sagradas, ve sólo lo que acabo de describirte, un semicírculo y una bandera. Éste es el poder del símbolo en nuestro espíritu, pero sólo cuando se sabe descifrarlo, cuando se ha recibido el conocimiento de las cosas sagradas.
»Ahora bien, has de saber que todo lo que existe en el mundo, todo lo que es el mundo, es símbolo, y nosotros mismos somos la encarnación de este conjunto de símbolos, pues en nosotros reside el universo, somos el reflejo de todo lo que es, del ser por excelencia, has de saber que todo lo que existe abajo contiene en potencia lo que está arriba. Por eso estamos vivos. Pero cuando la vida nos abandona, es decir, cuando emprende el vuelo, lo que constituye la esencia de nuestro ser, el soplo que lo anima, la inteligencia que ilumina nuestro corazón, ese cuerpo ya no es nada, se convierte en una forma de vida destinada a una destrucción más o menos rápida, a una transformación en polvo. Pues lo que confiere su forma a nuestro cuerpo, lo que en él es la imagen y el reflejo del Gran Todo, es lo que denominamos el ka, mientras la parcela de luz divina que nos da el conocimiento de las cosas, que para nosotros es el instrumento de esa búsqueda, es lo que llamamos ba y representamos simbólicamente por medio de un pájaro con nuestro rostro, pero es también el akh, la parte luminosa e inmortal de nuestra persona humana, su parcela divina que baja a nuestro cuerpo en la concepción, para vivir en él la experiencia terrenal, brotada de la luz primordial, que era fuerza y poder y contenía en sí todas las formas existentes antes incluso de que se manifestaran sensiblemente a partir de la materia no creada, a partir del divino Ta-tenen, antes de que el dios extrajera de él las formas existentes y por venir, antes de que Maat lo organizara para que del caos naciera la armonía universal.
Así habló Zuhor antes de llevar a Keops al lugar de su retiro, una cavidad en el acantilado bajo que dominaba la ciudad de Osiris, en el lindero del desierto. Sin embargo, a corta distancia se había excavado un profundo pozo junto al que se había dispuesto, en la roca, una alberca provista de una regata que permitía vaciar el agua cuando estaba ya llena. Junto al borde del pozo había enrollada una larga cuerda, en uno de cuyos extremos se había atado un odre de cuero provisto de un amplio gollete, mientras el otro estaba sólidamente anudado a una anilla metálica fijada en el suelo para que una vez que la cuerda se hubiera desenrollado en el pozo no pudiese caer por completo dentro de él.
—El agua clara de este pozo debe servir para purificarte por la mañana y por la noche —le hizo saber Zuhor—. Permanecerás aquí sin alejarte por espacio de una luna. Dentro de un rato vendrá un sacerdote barbero para afeitarte el cuerpo y la cabeza, pues debes permanecer desnudo y puro como el día en que naciste, como lo eran el hombre y el mundo en estado original. Tienes agua en abundancia y cada día te traerán pan, dátiles y legumbres, que serán tu alimento durante todo este tiempo. Es conveniente alimentarse con levedad y sin manjares de origen animal para conservar el espíritu claro, y no es bueno debilitar el cuerpo con ayunos que sólo proporcionan falsas iluminaciones, visiones provocadas por la inanición que hace sufrir nuestros órganos físicos y espirituales, y no por una real comunicación con lo que suele llamarse el dios, y que sólo es la expresión de la naturaleza divina del universo.
Cuando el primer profeta se hubo retirado, Keops comenzó a sacar agua con el odre para llenar la alberca y lavar su cuerpo, sucio del sudor y el polvo del camino. Estaba terminando sus abluciones cuando se presentó el sacerdote barbero con sus instrumentos. Cuando acabó de afeitar los cabellos del príncipe y el vello de su cuerpo, Keops se zambulló de nuevo en el agua de la alberca y a continuación se retiró a la sombra de la gruta, cuyo suelo había sido cubierto de esteras por otro sacerdote que también le había llevado alimento para el resto de la jornada.
En cuanto estuvo solo, se sentó en la postura del escriba y comenzó a sumirse en sus meditaciones, reflexionando sobre lo que Zuhor había dicho, pero también sobre lo que había aprendido en sus distintos retiros en Heliópolis y Hermópolis. Mas sus pensamientos pronto se alejaron del propósito inicial para volverse hacia otros temas. Sus ojos se posaron en el valle del Nilo, que se abría a sus pies y se desplegaba en la lejanía, hacia la línea de verdor que marcaba el triunfo de la lujuriante vegetación de la Tierra Negra sobre el desierto salvaje y estéril: la victoria de Osiris, el verde dios civilizador sobre Seth, el dios rojo destructor. Pensó que algún día, próximo o lejano, sería dueño de esas inmensas tierras, de ese pueblo tan rico en poder creador. No, no sería su dueño sino su pastor, su conductor, el rey que lo guiaría hacia una mayor grandeza y felicidad.
El hilo de sus pensamientos lo llevó a su hermano Neferu. Ignoraba todavía si debía odiarlo o compadecerlo. Odiarlo si era realmente culpable, si arrastrado por una destructora ambición había asesinado a Benu, intentado varias veces asesinarlo a él, a su hermano Rahotep e incluso al rey, su propio padre; compadecerlo si era inocente de los crímenes que se le atribuían. Hizo un esfuerzo por recordar al hombre que lo atacó cuando dormía en la terraza de su morada, en el recinto del templo de Thot. Su agresor era alto y robusto, como Neferu, pero había muchos hombres que podían responder a tal imagen. Admitía que el corazón podía estar lo bastante pervertido para intentar librarse de personas que representaban algún obstáculo a una gran ambición, ¿y qué mayor ambición que desear el trono de las Dos Tierras? Pero ¿por qué asesinar a un sacerdote, un hombre tan dulce, íntegro y conciliador como Benu? Tal crimen no estaba justificado ni siquiera por efectos de la cólera, pues el hecho de que el asesino tomara la precaución de cubrirse el rostro con una máscara antes de llevar a cabo su fechoría indicaba que había meditado mucho su proyecto, lo que, en caso de que Neferu fuera el culpable, era lógico, ya que había corrido grandes riesgos: el de fracasar y ser desenmascarado, también el de ser acusado, porque entonces estaba en Heliópolis, y acababa de separarse de su víctima. ¡Eso era precisamente lo que había ocurrido!
¿Por qué cometer acciones tan abominables y peligrosas cuando parecía seguro que su padre iba a designarlo como heredero legítimo? Keops evocó la arrogancia de su hermano y también la doblez y servilismo que conducían su comportamiento para con el rey y los poderosos a quienes quería conquistar. Sus pensamientos reanimaron la animosidad contra Neferu; luego pensó que su padre había provocado una gran conmoción en la corte con su enfermedad, pues se pensó que no volvería a levantarse. En ese caso, él, Keops, y no Neferu, habría recibido legítimamente la sucesión. De ese modo podía comprenderse que, enloquecido por el temor de que el rey desapareciera antes de haberse pronunciado, Neferu cometiera todos aquellos crímenes. Pero el asesinato de Benu seguía sin justificarse. A menos que la negativa del Gran Vidente a apoyarlo en caso de rebelión contra el rey designado, como el primer lector del templo había atestiguado, fuese el motivo de su acto, una venganza y, al mismo tiempo, un modo de librarse de un hombre que hacía peligrar sus ambiciones, con la esperanza de que fuera sustituido por alguien más maleable, mejor dispuesto en su favor.
Keops suspiró, apartó la imagen de su hermano diciéndose que, puesto que estaba estrechamente vigilado en un castillo real, cualquier nuevo intento de asesinato tenía que cesar, y eso hablaría en su contra, aunque no lo señalara como el verdadero culpable.
Cada día, cuando el sol se inclinaba hacia el horizonte antes de desaparecer por occidente, en el fulgor púrpura de su ocaso, Zuhor visitaba a Keops. Se sentaba a su lado, en la cálida penumbra de la estrecha caverna, y le hablaba de cosas divinas. Le habló detalladamente de Osiris y de su historia terrenal y se la comentó, aun sabiendo que el príncipe no podía ignorarla. No obstante, lo importante era rememorar la historia del dios, devolverle su fuerza y su actualidad contándola una vez más. Le habló de su nacimiento y el de sus dos hermanas, Isis y Neftis, y su hermano Seth, mientras sus padres, Geb y Nut, reinaban en la Tierra. De su matrimonio con su hermana Isis, modelo de todas las uniones consanguíneas de los reyes de Egipto, sus descendientes. De la ambición de su hermano menor, Seth, que aspiraba a reinar sobre el pueblo de la Tierra Negra —lo que evocó en el espíritu de Keops sus propias relaciones con su hermano Neferu—. De la acción civilizadora de Osiris, que enseñó a los humanos las artes de la civilización con la ayuda de su hermana y esposa Isis. Del banquete ofrecido por Seth a Osiris y a sus propios partidarios, del juego curiosamente pueril que Seth propuso a los comensales: probar un ataúd de madera para ver cuál de ellos se ajustaba a sus dimensiones, y de la ingenuidad de Osiris, que se prestó a ello. Del modo como, una vez tendido el dios en aquel féretro, los cómplices de Seth se apresuraron a cerrar la tapa, sellarla y arrojarla al Nilo. De la búsqueda de Isis, que al no ver a su esposo recorrió el mundo hasta encontrar, por fin, el ataúd encerrado en un árbol de las riberas de Biblos, un árbol que el rey de la ciudad había hecho derribar para utilizarlo como columna de su palacio. Del modo como la desolada diosa se había dado a conocer y exigido el sarcófago para llevarlo a Egipto. Cómo, luego, tras haber sacado el cuerpo de su hermano y marido para adorarlo, se sentó sobre él para que su verga, siempre activa, la fecundara, y dar a luz, gracias a la extraña cópula, a Horus con cabeza de halcón. Cómo, cuando Seth lo supo, buscó el cuerpo de su hermano y de su hijo póstumo. No consiguió descubrir el retiro del joven Horus, a quien su madre ocultó en las marismas de Chemnis, en el delta del Nilo, pero encontró el cuerpo de Osiris y lo dispersó por todo el Nilo tras despedazarlo en catorce fragmentos.
—Isis los recogió con la ayuda de los ribereños y después fueron depositados en el templo de su ciudad. Hoy existen trece urbes consagradas al dios y que guardan, cada una de ellas, una de las trece reliquias —concluyó Zuhor.
—Sé que se dice que el decimocuarto fragmento del cuerpo del dios, su miembro viril —intervino Keops—, fue devorado por el pez de Seth, el oxirrinco. Ahora bien, también se cuenta que las distintas partes del cuerpo del dios que recogió Isis fueron reunidas y momificadas por Anubis, que así proporcionó el modelo de la momificación de nuestros muertos. Dime entonces cuál es la verdad. Pues si las reliquias del dios están dispersas en las trece ciudades osíricas de Egipto, ¿cómo pueden, al mismo tiempo, estar reunidas en el cuerpo físico del dios, dueño de la Duat, del reino de los muertos, donde reina bajo el aspecto de la estatua que preside el arcaico santuario que vi al llegar aquí?
—No pierdas nunca de vista que todo es símbolo y, en especial, todo lo que se refiere a los dioses. Las reliquias son simbólicas, puesto que es evidente que no se trata de una parte del cuerpo del dios conservada así durante siglos y siglos. Muy pronto podrás descubrir la naturaleza de la que se conserva en el santuario secreto del dios, en Abydos. Por lo que se refiere a su miembro viril, que al parecer falta en la momia del cuerpo reconstituido, debes saber que significa, sencillamente, que en lo que se llama la Duat o, más en general, el Amenti, es decir, el mundo invisible del más allá, no hay ya diferencia de sexos, no hay hombres y mujeres, pues los sexos se diferenciaron sólo para permitir la procreación en el mundo material. Los Akhu en que se convierten nuestros espíritus, esos seres luminosos, carecen, naturalmente, de cuerpo y de sexo: eso es lo que significa la historia de la pérdida del falo de Osiris.