Sabiendo que su padre y su hermano habían sido derribados por el mal soplo y que cada día que pasaba la muerte parecía más dispuesta a prevalecer sobre la vida, Neferu pensó en regresar a Menfis. Se dijo que si el rey y Keops morían, debía estar dispuesto a tomar la corona tras haber puesto a sus partidarios en pie de guerra, pues era posible que Rahotep, jefe de los ejércitos, le disputara la posesión del trono. Pero seguía vacilando aún. Por una parte, ignoraba de qué lado se pondría el Gran Vidente de Ra, en la hipótesis de una guerra de sucesión; por la otra, temía que en caso de que su padre volviera a levantarse le acusaran ante el rey de haberlo enterrado antes de morir y que Snefru viera entonces con malos ojos una ambición que dejaba muy mal parados sus sentimientos reales, el afecto por su padre y su lealtad al trono y a la familia real. Tras madura reflexión decidió sondear primero las intenciones del Gran Vidente. Pues aunque habiéndole insinuado que él y su clan se pondrían a favor del legítimo pretendiente del trono, es decir, de él mismo si era designado por su padre o por los grandes, no se comprometió a apoyar a un pretendiente que se rebelara contra el heredero real.
—Benu, escúchame —dijo cierto día, tras haber hablado con él de cosas divinas—; su majestad está muy mal, según me cuentan mi esposa y mi madre. Es posible que mi hermano mayor, Keops, que también está enfermo, acompañe a mi padre en su gran viaje al Amenti. A tu entender, ¿quién es el más digno de subir al trono de las Dos Tierras?
El sacerdote pareció sumirse en una profunda reflexión antes de responder:
—No me corresponde a mí decidirlo ni tomar partido. Sin duda eres el hijo favorito de su majestad, pero el rey no te ha designado todavía como su sucesor. Y en ese caso, estás detrás de Keops y, si él desapareciera, detrás de sus hijos, que son los herederos legítimos, e incluso detrás de Rahotep.
—Seamos serios, Benu. Mis sobrinos son muy pequeños y por tanto incapaces de reinar. Por lo que a Rahotep se refiere, ¿no soy yo mayor que él?
—Por supuesto, pero él es hijo de Hetep-heres, y toda legitimidad procede de la reina. Sería preciso que Rahotep desapareciese también para que pudieras convertirte legítimamente en sucesor del dios Snefru.
—Sin duda mi legitimidad podría proceder de un posible matrimonio con Neferkau, incluso con Meritites, si Keops muere. Porque dime, ¿acaso no soy más adecuado para suceder a nuestro padre que Rahotep, que ni siquiera ha recibido un comienzo de iniciación en la casa del Fénix? ¿Por qué no voy a utilizar contra él mi primogenitura?
—No es a mí a quien debes convencer, Neferu, sino a los grandes del reino, a la primera esposa real, Hetep-heres, por la que corre la sangre del dios, al consejo de los clanes.
—¿Acaso mi madre no es hija de Zóser-Teti mientras la de Rahotep lo es del último hijo de Zóser, de Huni?
—Sin duda, pero también es la hija de la gran esposa real Nebesneith.
—Háblame con franqueza, Benu. En caso de que Rahotep intentara apoderarse de la corona y estallara una guerra entre él y yo, ¿a quién apoyarías? ¿Al lado de quién te pondrías? ¿Junto a quién estaría el clan de Heliópolis?
—Junto a quien tenga la legitimidad y haya sido elegido por su majestad o por los grandes.
—¿Y si por ventura fuese Rahotep?
—¿Por qué me acosas con tantas preguntas, Neferu? Creía que comenzabas a desprenderte de las pasiones de este mundo, que rechazabas cualquier ambición culpable y te negabas a derramar sangre injustamente. Pero si deseas conocer mi posición, debes saber que si Rahotep es designado legítimamente para ceñir la corona, lo apoyaré. Pero a ti te corresponderían grandes dignidades y altas funciones, pues muy pronto sucederás a Nefermaat, tu suegro y tío, en el cargo de visir.
Neferu agachó la cabeza. No quería proseguir esa conversación, pues había ya evaluado la fidelidad del Gran Vidente al legítimo heredero al trono de Egipto. Temió que si insistía perdería una amistad y una estima que le había costado bastante adquirir y deseaba conservar. Entendió que su objetivo debía ser trabajar para que lo designaran heredero legítimo.
Neferu pensaba seriamente en regresar a Menfis cuando supo que Keops se había recuperado de su enfermedad y, aunque éste no estuviera aún lo bastante restablecido para encargarse otra vez de sus funciones en las obras de las pirámides, era evidente que se hallaba fuera de peligro. Le sorprendió no sentir el despecho que, unos meses antes de su llegada a Heliópolis, le habría dominado. Pensó que debía concluir su estancia en el templo de Ra como estaba previsto, una decisión en la que se confirmó cuanto supo días más tarde por una carta de su madre que su real progenitor avanzaba por el camino de la curación. Sin embargo, se sentía satisfecho de aquel intermedio y aquella falsa alarma, pues así pudo conocer las disposiciones del Gran Vidente: sabía que sólo podría contar con su apoyo si era nombrado legítimamente heredero del trono. Así pues, ahora que tenía la iniciación a su favor, era necesario intentar convencer a su padre de que lo designara oficialmente. Y si su empresa para seducirlo no tenía éxito y debía utilizar la violencia para conquistar el trono, sabía que iba a ser necesario neutralizar antes al Gran Vidente de Ra y a sus partidarios.
Esa noche Neferu permaneció largo rato en la terraza de la sagrada morada del Fénix en compañía de Benu y de otro sacerdote, primer lector del templo, que le hacía leer los textos sagrados. Luego se retiró dejando a los dos hombres contemplando el cielo. Se trataba de observar una de las treinta y seis indestructibles, estrellas o constelaciones que permitían marcar las doce horas de la noche y ayudaban a seguir la marcha nocturna del sol. El sacerdote lector se había colocado al borde de la terraza, alineado con la Estrella Polar, y Benu —frente a él y provisto de un bastón hendido y una escuadra, con un alto trípode dispuesto a su lado, que disponía de una lámpara y una tablilla donde se habían trazado una silueta humana y las posiciones de las estrellas en relación a esa cabeza a cada hora de la noche— calculaba observando el cielo la posición teórica del sol en el mundo inferior. Conocimiento teórico indispensable para situar con precisión la hora nocturna en la que debía iniciarse esa o aquella ceremonia de culto.
Más tarde también el sacerdote lector se retiró para entregarse al descanso mientras el infatigable Benu seguía en la terraza para realizar nuevas observaciones del cielo. Desplegó su material de escriba y desenrolló un papiro donde había dibujado un mapa del cielo que no dejaba de completar noche tras noche. Había cortado ya el cálamo y preparado las tintas en los pocillos. Trabajaba desde hacía un buen rato, de pie ante el papiro desplegado sobre la alta mesa, cuando le llamó la atención un leve roce, unos pies que se deslizaban por la terraza. Sin levantar la cabeza, absorbido por los trazos que unían las estrellas ya marcadas, preguntó:
—¿Eres tú, Neferu?
Al no escuchar respuesta, levantó la cabeza y se volvió. Ante él, a pocos pasos, se hallaba un hombre a la luz de la naciente luna; era alto y robusto, llevaba un simple paño y el rostro cubierto por una máscara de iris con un pico largo y afilado.
—¿Quién eres? ¿Qué deseas? —inquirió el sacerdote.
El desconocido no respondió y siguió avanzando amenazador. Benu retrocedió más sorprendido que asustado.
—¡Habla de una vez! —exclamó el sacerdote, exasperado por lo que le pareció una ridícula broma.
El hombre se lanzó sobre él, lo agarró y lo arrastró hacia el borde de la terraza. Benu intentó defenderse, mas el infeliz anciano no tenía fuerzas para resistir. Comenzó entonces a debatirse, intentando escapar de las garras de su agresor.
—¿Qué pasa? ¿Por qué? —gritó jadeando.
Ni un solo sonido brotaba de la máscara mientras Benu era irremediablemente arrastrado hacia el vacío. Hizo un brusco movimiento para soltarse, y con la mano libre logró agarrar con fuerza el pico de la máscara, que amenazaba su rostro, arrancándola.
—¡Tú! Eres tú… tú… —logró articular casi sin aliento, pues las manos asesinas apretaban fuertemente su garganta.
Luego perdió pie y cayó al vacío. Su aullido desgarró la noche y el anciano se estrelló contra el suelo.
El grito resonó de tal modo en el silencio de la noche que casi de inmediato algunos sacerdotes salieron de sus habitaciones y corrieron hacia el atrio del templo bañado por la luz de la luna. Neferu fue el primero en llegar, seguido muy de cerca por varios sacerdotes. Se arrodilló junto al Gran Vidente. De su cráneo fracturado brotaba sangre. Uno de los sacerdotes consiguió abrir sus dedos crispados sobre la máscara de ibis.
—¿Qué significa esta máscara? —preguntó uno de ellos.
—Es utilizada por la gente del templo de Hermópolis en sus ceremonias —observó otro.
—¿Cómo ha podido caer el Gran Vidente desde la terraza del templo? —preguntó un tercero.
El primer lector, que se había quedado con Benu cuando Neferu se marchó, se acercó, se arrodilló ante el cuerpo y tomó la máscara para examinarla.
—Benu no tenía esta máscara cuando nos hemos separado. El Gran Vidente no ha caído de la terraza por accidente, no se ha dormido junto al abismo. Lo empujaron; ha sido asesinado por alguien que llevaba esta máscara para no ser reconocido. Benu se la debió de arrancar en la lucha y se la llevó consigo en su caída.
A esta afirmación le siguieron algunos murmullos.
—¿Quién ha querido matar a nuestro Gran Vidente, un hombre tan dulce, tan santo? —preguntó un sacerdote.
—Alguien a quien su muerte beneficia, alguien premeditó su crimen y no quería ser reconocido en caso de fracaso, de lo contrario no habría tomado la precaución de cubrirse el rostro. Y por supuesto esa persona no sólo conoce el templo, sabe cómo moverse en la oscuridad acceder a la terraza, sino que también sabe que el Gran Vidente permanecía todas las noches solo en la terraza del templo, y lo odiaba lo bastante como para matarlo.
Las palabras del primer lector fueron recibidas por algunos gritos y gemidos.
—¿Quién, entre nosotros, ha podido desear la muerte de un hombre al que todos respetábamos, admirábamos y amábamos? —preguntó un sacerdote.
—Sólo puede ser alguien procedente del exterior, porque a ninguno de nosotros le ha sido posible salir de aquí para procurarse esta máscara, introducirla en el templo sin que nadie la viera y mantenerla oculta. Nadie de los que estamos aquí ha abandonado el templo ni ha salido del recinto desde hace meses, años incluso —observó otro sacerdote.
—La única persona procedente del exterior y que vive aquí, que conoce las costumbres del Gran Vidente y también las galerías que llevan a la terraza eres tú, Neferu.
Así habló Sendjemib, el segundo profeta, el asesor del Gran Vidente, que había visto con malos ojos la llegada del príncipe. Su prejuicio contra el segundo hijo del rey se debía al hecho de que éste era conocido como el favorito de los sacerdotes de Ptah y no ignoraba sus ambiciones, su comportamiento cortesano ante su real padre para conseguir que lo designara príncipe heredero, cuando él, Sendjemib, era un ardiente partidario de Keops, que había sido su alumno y por quien sentía un afecto lleno de admiración.
—¡Cómo! —exclamó Neferu escandalizado, incorporándose—, ¿te atreves a acusarme del asesinato del Gran Vidente?
—No te acuso, me limito a poner de relieve un hecho y estoy dispuesto a atestiguarlo. Por lo que a la acusación se refiere, no es cosa mía, compete a su majestad y a los tribunales.
—Es cierto, Neferu, que esta misma noche estábamos los tres en la terraza —advirtió el primer lector—. Te has marchado muy pronto mientras yo me quedaba unos instantes solo con Benu, antes de acostarme también.
—Y en ese caso, ¿por qué no puedes ser tú el asesino? —repuso Neferu.
—¿Quién se atrevería a afirmarlo cuando ayudo, desde hace muchos años, a Benu en sus observaciones del cielo? Si hubiese albergado tan sombríos designios, ¿por qué esperar tanto para llevar a la práctica mi proyecto? ¿Y qué beneficio podría obtener cuando el sucesor natural de Benu no soy yo sino Sendjemib? Además, ¿cómo habría podido conseguir esta máscara cuando todos pueden atestiguar que hace varios años que no abandono el recinto del templo?
Tras haber hablado así, los sacerdotes retrocedieron un poco, apartándose de Neferu, se alejaron de él como si temieran mancillarse con su contacto.
—¡Cómo podéis acusarme! —gritó el muchacho—. ¡Soy el hijo del rey!
—Tu filiación no te pone al abrigo de las leyes. Maat debe golpear a los culpables, sea cual sea su rango —le advirtió Sendjemib—. Te ruego que vuelvas a tu aposento y permanezcas allí hasta que su majestad haya tomado una decisión, hasta que haya investigado sobre tan abominable crimen.
Snefru había convocado a palacio a sus dos hijos y al visir Nefermaat; se hallaban en la gran sala de audiencia donde se había reunido toda la corte, los Amigos del rey y los grandes del reino. Nefermaat estaba de pie ante el rey, sentado en su trono, tocado con el pschent, la doble corona, sujetando contra su pecho el azote y el garfio, simbólicos cetros de sus poderes reales, cuando entraron Keops y Rahotep, que se habían encontrado a las puertas del palacio.
—Hijos míos —empezó Snefru cuando se hubieron inclinado con los brazos levantados como exigía el ritual—, os he hecho venir para hablaros de un asunto muy grave.
Se hizo un silencio que sus hijos no quisieron romper, pues sabían que su deber era dejar que el rey se expresara y hablar luego, cuando se lo pidiera.
—Sin duda sabéis ya lo ocurrido en Heliópolis, el abominable asesinato de uno de los hombres más sabios del reino, Benu, el Gran Vidente de Ra.
—Un crimen tan monstruoso —intervino Rahotep sin poderlo evitar— que el culpable no merece compasión alguna, ninguna indulgencia.
—Sin duda, hijo mío, pero antes es necesario identificar al culpable. Mi corazón estalla al pensar que, aunque no esté aún condenado, se acusa a mi amado hijo Neferu del crimen.
Keops hizo un gesto reprobatorio y su padre volvió hacia él la mirada.
—¿Quieres hacer alguna observación? —preguntó el rey.
—Una sola, majestad; no puedo imaginar que nuestro hermano haya podido cometer semejante asesinato. De acuerdo con las cartas que mandó a Meretptah y que ella leyó a su hermana y a mis esposas, es increíble que hablando así del Gran Vidente pudiera, al mismo tiempo, pensar en asesinarlo.
—Muy cándido me pareces, hijo mío, muy poco suspicaz. Tu objeción se debe a los buenos sentimientos, pero un soberano no puede abandonarse a ellos. Todo le acusa, los sacerdotes han testificado, y ningún testimonio le favorece.
—¿Qué importan esos testimonios? La primera pregunta que debemos hacernos es cuál es el beneficio que el asesino puede obtener de ese crimen. Pues bien, ¿por qué iba Neferu a matar al Gran Vidente? ¿En qué le perjudicaba éste? Porque, según una de sus cartas, Benu le aseguró que lo apoyaría si tú lo designabas príncipe heredero.
—Meretptah me entregó esta carta, y he tomado conocimiento de ella —admitió Snefru—. Pero pareces ignorar, y el primer lector del templo de Ra así lo atestigua, pues Benu se lo confió, que en una conversación recientemente mantenida con el Gran Vidente, éste declaró a Neferu que sólo se uniría al heredero legítimo; a él, en efecto, si era legitimado por un decreto real o a consecuencia de la desaparición de todos los que están ante él; es decir, tú mismo, tus hijos y Rahotep; y eso supone mucha gente. Al parecer, a Neferu no le gustó semejante fidelidad a la corona. Y como yo no he mostrado predisposición a legitimar las pretensiones de Neferu, muy bien pudo decidir librarse de tan incierto partidario, de un hombre dispuesto a pronunciarse contra él en caso de que intentara apoderarse por la fuerza del poder. Por lo demás, las tentativas de asesinato de las que tú mismo, por dos veces, tu hermano e incluso yo hemos sido víctimas permiten suponer que alguien está decidido a mandarnos al Amenti, para subir al trono que ocupo, sin duda con demasiada constancia para su gusto. Pues bien, ¿quién sino Neferu sería el único heredero del trono si esas tres tentativas hubieran tenido éxito?
Aquel discurso cerró la boca a Keops, que no intentó ya defender a un hermano que, como sabía, no le apreciaba demasiado. El rey prosiguió:
—He hablado mucho de este asunto, y de la decisión que debíamos tomar, con Nefermaat, el hombre de más prudentes consejos de este reino y a quien le corresponde, después de a mí, la tarea de hacer reinar la justicia. He aquí pues la sentencia que brota de los labios del rey: dado que la culpabilidad de Neferu no ha sido aún demostrada, permanecerá encerrado bajo estrecha vigilancia en mi fundación, el castillo real de la provincia del Orix, en el Alto Egipto, llamado Caminos de Snefru. Su esposa, mi sobrina, la hija de mi querido Nefermaat, está autorizada a visitarlo y permanecer a su lado si así lo desea. Por lo demás, he aquí los decretos que he decidido promulgar: a ti, mi querido hijo Rahotep, además de tu función de comandante de las tropas reales, te nombro Gran Vidente de Ra. Deberás, por lo tanto, ir con frecuencia a Heliópolis, desempeñar tus funciones, hacer que los sacerdotes del dios te amen y respeten, pues te conviertes en jefe del clan de esta ciudad. Por lo que se refiere a la dirección del templo y de los ritos vinculados a los cultos del dios, como no has sido iniciado en sus misterios, como no conoces la vida sacerdotal y sus obligaciones, estas funciones las asumirá Sendjemib, el segundo profeta del templo.
Rahotep se arrodilló ante el trono, puso su frente en el suelo y declaró:
—Divino padre, tu majestad me colma, pero ¿soy realmente digno de asumir tan pesada tarea, además de la ya considerable de formar y mandar un ejército digno de la grandeza del reino y la magnificencia del rey?
—Si yo lo he decidido —afirmó el rey con cierto mal humor—, eres digno de ello; de lo contrario significaría que el rey puede equivocarse, algo que es imposible o, al menos, blasfemo.
Rahotep se levantó y retrocedió tras haber dado las gracias a su padre. Luego el rey se volvió hacia Keops.
—En cuanto a ti, hijo mío, mi primogénito, he decidido que, próximamente, te dirijas a la santa Abydos para recibir la iniciación suprema, la de los reyes, la del dios destinado a reinar sobre las Dos Tierras. Pues aquí, ante todos los Amigos del rey, todos los grandes de la corte, proclamo mi decisión: a ti, deliberadamente y de acuerdo con el derecho de primogenitura, te designo mi sucesor en el trono de las Dos Tierras. Tú ceñirás la doble corona, el pschent divino que reposa sobre mi cabeza, cuando yo haya vuelto con mis ancestros, cuando me haya reunido, en mi divina barca, con mi padre Ra.
Keops, que no esperaba ser designado tan pronto, y de manera oficial, heredero legítimo del trono, se prosternó ante el rey:
—Padre mío —dijo—, no fingiré la modestia de afirmarme indigno del honor que me haces. Lo único que puedo decirte es que haré lo que esté en mis manos, con toda la fuerza y la sabiduría que el dios quiera concederme, para mostrarme tu digno sucesor, para que mi rebaño pazca del mejor modo y llevar al pueblo de la Tierra Negra hacia su mejor destino, tomando como ejemplo tu sabiduría y siguiendo las huellas del dios.