Durante los meses de la crecida del río todos tuvieron que rendirse a la evidencia: los adivinos no se habían equivocado al ver signos nefastos en el retraso de la estación.
Keops aguardaba que se le comunicara la orden de ir a Abydos para perfeccionar su iniciación, pues Ibebi, el Grande de los Cinco, no le había dicho cuándo le llamaría, y hubo de armarse de paciencia y consagrarse a la tarea asignada por su padre de supervisar los trabajos de las pirámides. Un anochecer, cuando el río no dejaba de crecer y el calor aumentaba sin cesar, se sintió débil y febril cuando regresó a su residencia. Temblaba y transpiraba con abundancia. Sus dos esposas se unieron para ayudarlo a acostarse y llamaron al grande de los médicos, especialmente vinculado a palacio y a la familia real. El hombre acudió a la cabecera del príncipe, le palpó la frente, el pecho y los miembros, luego apoyó con fuerza sus manos en el tórax y el vientre, y por último le levantó los brazos y los dejó caer.
—Cuerpo húmedo, frente caliente. El paciente transpira, tiembla. Un mal soplo ha penetrado en su cuerpo —diagnosticó—. Le curaremos.
Preparó decocciones, emplastos, recomendó que el enfermo fuera abrigado para que transpirara más aún y luego se retiró. Pasaron quince días y Keops seguía teniendo fiebre. Comía poco, tragaba las decocciones que le obligaban a tomar, se quejaba de dolores en el pecho y el estómago. Poco después de que el príncipe heredero cayera enfermo, un mal parecido se apoderó también de Snefru. Como su hijo, comenzó a sudar en abundancia y también a temblar de fiebre, tuvo náuseas y dolores de vientre. También debió permanecer acostado en palacio. Para expulsar el mal soplo se utilizaron todos los medios, desde las fumigaciones y distintos medicamentos hasta los amuletos y las prácticas mágicas; pero el mal seguía royendo el cuerpo del rey y la inquietud comenzaba a apoderarse de los Amigos de su majestad y de todos los grandes de la corte.
En la residencia de Keops, Meritites y Henutsen se relevaban para velar por su esposo y ocuparse de los hijos del príncipe. Con la ayuda de sus compañeras, Uta y Chery, Henutsen jugaba en el jardín con los dos hijos mayores de Meritites. Tomaban agua de la gran alberca y la mezclaban con tierra fina para hacer casas en miniatura, pequeños jardines, muñecos… Ponían los juguetes a secar al sol y luego distraían y educaban a los chiquillos. Cavando para tomar tierra, Uta encontró, con su corta pala, un objeto duro. Escarbando alrededor, extrajo un fragmento de jarra. Lo frotó para limpiarlo de tierra mientras sus compañeras se reunían alrededor de ella, intrigadas.
—Mira —dijo a Henutsen—, hay unos signos de la escritura sagrada. Tú sabes leer y podrás descifrarla.
Henutsen lo tomó precipitadamente, acabó de limpiar con febriles gestos la tierra adherida y se inclinó sobre los signos. Leyó el nombre de Keops escrito con tinta roja, descifró los signos trazados con tinta negra y palideció. Recordó su visita, casi olvidada ya, a Sabih, el hechicero, y lo que le había dicho sobre las jarras rotas. Y dedujo que Keops había sido hechizado por esa magia, lo que provocaba su enfermedad. Sin duda Abedu había enterrado el fragmento de jarra con aquellas inscripciones mágicas, las execrables fórmulas, en el jardín de la morada principesca. ¿Cómo lo habría hecho? Lo ignoraba, pero no era una gran hazaña, pues las puertas del jardín permanecían siempre abiertas y sin guardias y el acceso al conjunto palatino, del que formaba parte la residencia de Keops, era vigilado sólo de modo superficial, sobre todo desde que el rey había instalado su residencia en otra parte. Al favor de la noche o incluso en pleno día, mientras los servidores dormitaban durante el gran calor y los habitantes de la casa se refugiaban a la sombra de los muros, Abedu pudo introducirse fácilmente en el jardín y cavar con rapidez un agujero para enterrar el fatal fragmento. Estaba a muy poca profundidad, lo que revelaba la precipitación con que se practicó la cavidad donde lo habían dejado.
Al principio pensó en revelar lo que creía saber. Mas ¿a quién? ¿A Keops? Yacía en su lecho y sería incapaz de reaccionar. ¿A Meritites? ¿Podría hacer algo más que ella misma? Pensó también en su padre, que podía intervenir en la corte. Pero ¿a quién podía dirigirse su padre, ahora que Snefru estaba también encerrado en su habitación, incapaz de tomar decisión alguna?
—¡Bueno, dinos lo que han escrito! —le preguntaron sus compañeras.
—No… no lo sé bien. Son signos poco comprensibles —mintió para no revelarles la verdad.
—¿Realmente sabes leer tanto como dices? —preguntó Chery.
—Leo tan bien como el mejor de los escribas de su majestad —replicó Henutsen en tono desabrido—. Pero estos signos no tienen sentido.
Llevó el fragmento a su alcoba tras manifestar que quería estudiarlo con mayor atención. Luego se puso un vestido limpio, arrojó el fragmento a un cesto, escondiéndolo entre frutas y tortas, salió de la mansión y se dirigió directamente al barrio de los artesanos, tras haber tomado la decisión que le parecía más juiciosa y, sobre todo, más rápida y eficaz. Cuando llamó a la puerta de Sabih, su corazón palpitaba con fuerza, dividido entre la cólera, la indignación y el temor. Le abrió el enano.
—Quiero ver a tu señor —dijo empujándolo para entrar en la oscura estancia.
—No sé si está —respondió la criatura adoptando un aire huraño.
—Si hubiera salido, lo sabrías, no me dirías que no estás seguro. Tus palabras me hacen comprender que está aquí, pero que no desea que le molesten, o tal vez que no me esperaba. Ve y dile que Merit exige verlo. Y que le interesa recibirme sin tardanza.
El tono era tan firme, tan cortante, que el servidor debió de notar que era mejor obedecer. Desapareció en la estancia contigua y, efectivamente, regresó enseguida con el nubio, que, con un signo de la mano, invitó a Henutsen a seguirlo.
—¿De modo que necesitas mis servicios? —preguntó el hechicero a la muchacha en cuanto ésta entró en la habitación donde solía recibir a las visitas—. Siéntate, te escucho.
Pero en vez de acomodarse en el grueso almohadón, ella se acercó, metió la mano en el cesto y sacó el fragmento de jarra. En cuanto lo hubo blandido ante él, el brujo dijo sencillamente:
—¡Ah! ¿De modo que lo has encontrado? En el jardín de tu esposo, supongo.
La sangre fría del hechicero, que no se había inmutado al reconocer el objeto, su impasibilidad, desconcertó a Henutsen, sobre todo al darse cuenta de que Sabih hablaba del jardín de palacio.
—Eso es —respondió ella—. ¿Sabes pues quién soy?
—Claro. Nunca te llamaste Merit. Tu nombre es Henutsen; eres la segunda esposa del príncipe heredero. Me han dicho que está enfermo.
Sin intimidarse ni demostrar su sorpresa, Henutsen replicó:
—En ese caso, tendrías que estar preocupado.
—¿Por qué?
—Porque sé que tú proporcionaste este execrable texto a Abedu, el antiguo director de las obras de su majestad. No ignoras que la utilización y la preparación de hechizos que atentan contra la vida del dios y la de su hijo se castigan con la muerte.
Sabih no pareció impresionado en absoluto por la amenaza. Se limitó a sonreír.
—Sería preciso demostrar que yo preparé la jarra y que la persona que has mencionado enterró los fragmentos en el jardín.
—¿Y no crees que bastará mi testimonio para que te detengan, y también a Abedu? No me cabe la menor duda de que el comandante de los medjay de su majestad sabrá haceros confesar vuestras fechorías. Además, también será posible reconocer vuestras caligrafías para confundiros a ambos.
—¿Y no crees que mi poder mágico me permitirá escapar de los medjay? Además, podría ordenar que Taxi se apoderara de ti y te hiciera desaparecer, con lo que se acabarían los testigos.
Aunque no comunicó a nadie sus sospechas, Henutsen había previsto esta reacción del hechicero y preparado una respuesta adecuada, ya que se sabía incapaz de defenderse contra un hombre con la fuerza del nubio.
—Pareces olvidar que varias personas saben dónde me encuentro ahora. Si no he regresado a palacio antes del anochecer, los medjay invadirán tu casa y Abedu será detenido.
—Inútil precaución; nunca me hubiera atrevido a tocar a la esposa del príncipe heredero: sólo quería ponerte a prueba con mis palabras. No, debes saber que mi mejor garantía no eres tú, ni siquiera mi poder mágico. En realidad deseas que el hechizo deje de actuar, que sea contrarrestado por un sortilegio más poderoso para que su majestad y tu esposo curen, ¿no es cierto?
—Exactamente, eso es lo que más me preocupa.
—Hagamos un trato. Yo haré que cese la eficacia del exorcismo; tu esposo y el rey pronto estarán de pie, y tú no vas a decir a nadie lo que sabes. Olvidarás lo que has descubierto, lo que hayas podido ver aquí.
—¿Cómo? Sabiendo que Abedu atenta contra la vida del príncipe heredero y del rey, ¿tengo que guardar silencio, permitirle actuar en la sombra?
—Si hago que cese la maldición, me comprometo a no seguir ayudándolo con mi poder mágico y de ese modo no podrá perjudicar a quienes amas. Ya no tendrás nada que temer y podrás incluso ejercer sobre él un verdadero dominio por el poder que te conferirá poseer semejante secreto. En cambio, si no aceptas hacer un trato conmigo, si nos denuncias, el rey y tu esposo morirán, al igual que Ankhaf, pues contra él actúa también la animosidad del jefe de los arrieros. Si aún no ha sido embrujado, es tal vez porque Abedu no ha conseguido enterrar las fórmulas en los alrededores de su morada, pero su destino es el mismo. Pues bien, te propongo salvar esas tres vidas a cambio de tu silencio. Y si te obstinas en querer hablar, me limitaré a desaparecer de aquí, aunque reapareceré con otro aspecto, con otro nombre; pero tú habrás perdido a tu esposo y a tu suegro, y te habrás perdido a ti misma, pues soy muy rencoroso y sabré vengarme cruelmente de ti. Espero tu respuesta. Y piensa que es preferible tener a Sabih como aliado que como enemigo.
Henutsen no se lo pensó mucho para tomar su decisión.
—De acuerdo, guardaré silencio. Pero haz que su majestad y mi esposo se restablezcan rápidamente, de lo contrario, haré que algunos de mis servidores se apoderen de ti antes de que tengas tiempo de desaparecer, y verás entonces de lo que soy capaz. Ahora, dime qué debo hacer con este maldito fragmento.
—Dámelo, con la fruta que veo en este cesto y que sin duda me traías: serán una prenda de nuestra alianza. Créeme, ese pacto te conviene. Algún día, sin duda, necesitarás la magia de Sabih y entonces estarás contenta de que me cruce en tu camino. Debo recuperar todos los hechizos para hacerlos inoperantes.
—¿Qué le dirás a Abedu?
—Eso es cosa mía. Ya me las arreglaré. Sabré convencerlo de que abandone sus criminales proyectos y olvide una venganza que podría resultarle funesta.
Henutsen se retiró, satisfecha. Lo que le importaba, por encima de todo, era salvar la vida de Keops y también la del rey. Era cosa del dios, si lo consideraba oportuno, castigar a Abedu por sus criminales intenciones. Lo esencial, a su modo de ver, era impedirle que hiciera daño. Ahora bien, haber recurrido a los servicios de Sabih significaba que se sentía incapaz de actuar de otro modo, que no tenía otro medio de ejercer su venganza.
Tal vez, con todo candor, se equivocaba. En cuanto Henutsen se hubo alejado, Sabih llamó a su servidor sordomudo o, mejor dicho, silencioso, pues en cuanto estuvo ante él el hechicero le habló en su propia lengua.
—Taxi, ve a donde ya sabes y diles que vengan inmediatamente.
El nubio se inclinó en señal de obediencia y se retiró.
Cuando la noche hubo caído, llegaron dos jóvenes a la mansión del hechicero; uno era el adolescente nubio que Snefru había traído de su expedición al sur para encargarse de su abanico y la otra era una joven empleada en las cocinas de la morada de Keops.
—A partir de hoy —les dijo Sabih imperiosamente—, dejaréis de poner el filtro que os entregué en las bebidas del rey y del príncipe heredero. En su lugar, verteréis un poco del preparado que voy a entregaros. Es un poderoso antídoto que aniquilará los deletéreos efectos del veneno que devoraba lentamente la vida de vuestros dueños.
Ése era en realidad el poder mágico de las jarras rotas. Y los efectos tardaron algún tiempo en dejarse sentir porque a Sabih le había costado encontrar un servidor que pudiera ser su cómplice en cada una de las mansiones y administrar el veneno que había compuesto para paliar la ineficacia de las fórmulas inscritas en los fragmentos de jarras. Ankhaf no había sufrido la acción nefasta del conjuro de las jarras porque Sabih aún no había encontrado al servidor adecuado.
De este modo, en los días siguientes a la visita de Henutsen, la fiebre que mantenía a Keops en el lecho desapareció y, muy pronto, estuvo de nuevo en pie con su antiguo vigor recuperado. El restablecimiento de Snefru fue más lento; pero también se sintió mejor antes de que terminara la estación de la crecida. Henutsen se convenció entonces de que Sabih había cumplido su palabra y había aniquilado el poder de los sortilegios. Ignoraba, sin embargo, que Abedu, viendo que el rey y su hijo caían en aquel estado de languidez, no dudó ya del poder de los hechizos que había conseguido enterrar en los jardines de las residencias reales. Se alegró por ello y, sin más tardanza, entregó a Sabih las últimas cabezas de ganado que le debía. Luego fue a visitar al gran jefe del arte.
—Ya ves —le dijo cuando estuvieron solos en una apartada sala del templo de Ptah—, su majestad está moribundo, el príncipe heredero también está enfermo. Pronto se reunirán con su espíritu; ambos se encontrarán en la barca de Ra. Es obra mía.
—¿Cómo? —se extrañó Ptahuser— ¿Por qué afirmas que las enfermedades del rey y su hijo son obra tuya?
—Tengo la poderosa ayuda de algunos grandes de la magia. Están a mi servicio y puedo destruir a mis enemigos al igual que dar poder a mis amigos.
—Creo, sin embargo —observó el sacerdote no sin cierta ironía—, que a ti no te son muy útiles, de lo contrario ahora no serías subjefe de los arrieros de los dominios reales, sino que ocuparías el cargo de visir en lugar de Nefermaat.
—No tengo el poder de dominar al rey, pero sí hechizos que producen la enfermedad y la muerte —replicó Abedu imperturbable—. He venido hoy a tu encuentro para hacerte saber que el dios Snefru y su hijo no vivirán mucho. Así que es conveniente que tomemos medidas para asegurarnos una sucesión al trono de las Dos Tierras que nos convenga. Es hora ya de enviar un mensajero al hijo del rey, que vaya en secreto a Heliópolis y le diga a Nefermaat: regresa a Menfis, el rey agoniza, te esperamos para hacerte subir al trono de Egipto.
—Esa precipitación puede ser perjudicial —repuso prudente Ptahuser—. Es una gestión que me parece prematura. Conviene aguardar un poco más. No dudes de que Neferu está al corriente de lo que ocurre aquí, de la enfermedad de su padre y de su hermano. Heliópolis no está muy lejos y no es preciso que vuelva inmediatamente. Imagina que el rey se restableciera, ¿qué diría al descubrir que su hijo se ha apresurado a regresar con la esperanza de apoderarse de la corona?
—Su próxima muerte está asegurada, te lo garantizo.
—Para hablar con tanta seguridad deberías ser un dios. Cuando el último soplo de vida haya abandonado a su majestad, cuando las plañideras comiencen a entonar sus lúgubres cánticos, entonces estaré seguro de su muerte, y sólo en ese momento podremos llamar a Neferu. Pero por ahora debemos permanecer tranquilos y no dejar que nadie suponga que estábamos dispuestos a vender la miel antes de haberla recogido.
Abedu se vio obligado a abandonar el templo sin haber conseguido convencer a Ptahuser, ni mucho menos logrado la seguridad de que lo ayudaría a obtener el puesto que deseaba del nuevo soberano. Pero cuando supo que Keops se había restablecido, noticia que pronto fue seguida por el anuncio de una lenta pero cierta mejoría de la salud del rey, acudió presuroso a casa de Sabih, espumeando de rabia. Tras forzar la puerta del mago, le gritó a la cara:
—¡Te he pagado una fortuna para que utilizaras tu poder mágico en mi beneficio y nada de lo que esperaba de ti se ha realizado! Por un momento creí que tenías palabra, que tus hechizos eran eficaces, pero me ilusioné en vano. Me has engañado. ¡Así que te ordeno que me devuelvas lo que te di!
Sabih lo dejó gritar, esperó a que arrojara su bilis, y cuando Abedu pareció calmarse un poco, le hizo saber lo que había ocurrido: el descubrimiento de Henutsen y su necesidad de contrarrestar el poder de los hechizos.
—Debes reprochártelo a ti mismo —prosiguió—. Con las prisas, enterraste el fragmento de jarra tan superficialmente que esa mujer lo encontró enseguida. Y te hago saber que acepté rebajarme ante ella, obedecer sus órdenes, para salvar tu vida. No olvides que es una poderosa princesa y que algún día puede ser la reina de este país. No le habría costado mucho hacer que te detuvieran y, sin duda, hoy no estarías en este mundo. Pues a mí me hubiera sido fácil desaparecer, abandonar esta casa y regresar con otro aspecto. De modo que no me hagas reproches, sino al contrario: deberías estarme agradecido. Es más, podría solicitar de ti nuevos regalos por haberte evitado horribles mutilaciones antes de ser ejecutado por un crimen de lesa majestad. Porque no habrías podido negarlo, hubiera sido fácil confundirte descubriendo las inscripciones de tu puño y letra en el fragmento encontrado por Henutsen, y también en los demás trozos que se habrían apresurado a buscar por los alrededores de la Gran Morada.
El discurso impresionó a Abedu, que debió reconocer que Sabih apenas había deformado un poco los hechos, en su beneficio, pues cierto era que su acusadora no era una cualquiera. Sin embargo, intentó seguir arguyendo.
—Es verdad que el testimonio de esa mujer podía ser peligroso. Pero olvidas que si el rey y su hijo hubieran muerto, nuestro bando habría tomado de inmediato el poder y Henutsen no sería ya nada, tal vez incluso la hubiéramos ejecutado.
—Estás loco, Abedu, ¡eres un hijo de Seth! Mira, si no la hubiera obedecido, ella nos habría denunciado de inmediato; los medjay te habrían detenido antes de que pudieras saber nada. Y tú habrías abierto las puertas del Amenti a su majestad, lo habrías precedido en el camino del país sin retorno. Deja ya de preocuparte. El príncipe heredero y el rey han salido de ésta, pero no por ello se han hecho inmortales. No puedo ya utilizar mi magia porque esa muchacha vela como una leona por la seguridad de su esposo; si por desgracia cayera enfermo, se apresuraría a acusarme. De modo que es necesario encontrar un medio más rápido y eficaz de librarte de tus enemigos; pero debemos tener paciencia, dejar pasar algún tiempo antes de recurrir a él.
Estas palabras despertaron la curiosidad de Abedu, que miró a Sabih de forma inquisitiva.
—¿En qué estás pensando? —preguntó tras haber dejado pasar un momento de silencio en el que Sabih había inclinado la cabeza, apoyando la barbilla contra el pecho, como si estuviera sumido en un océano de reflexiones.
El mago alzó la vista y miró de forma sombría a su interlocutor.
—Escúchame —dijo—. Han intentado ya asesinar al dios Snefru y al príncipe Rahotep; al parecer también atentaron contra la vida del príncipe heredero. Ignoro quiénes son los torpes que atacaron así al rey y a sus dos hijos, pero si estás dispuesto y me pagas lo que te exijo, puedo librarte de los que te importunan.
—Te escucho. Ya sabes que no me mostré avaro cuando me exigiste todas aquellas cabezas de ganado por tu magia. Estoy dispuesto a seguir pagando para que asumas mi venganza. ¿En qué estás pensando?
—Conoces a Taxi, mi siervo. Has podido darte cuenta de que es muy fuerte, sus músculos son como los de una pantera.
—Me he fijado —reconoció.
—En su tribu era un temible guerrero. Sabe manejar el arco y la lanza, la maza y el cuchillo. Si le doy la orden de terminar con alguien, éste, por muy rey que sea, no podrá escapar de sus golpes. Es rápido y fuerte, su mano es segura. Págame y te librará de Ankhaf, de Keops, del rey e incluso de Rahotep, pues ahora, siendo jefe de los ejércitos reales, habiéndole el rey confiado la formación y dirección de un ejército permanente, podría tomar el poder en vez de tu elegido. Y también será necesario hacer desaparecer, ante todo, a Henutsen, pues podría sospechar de nosotros en cuanto se cometiera el primer crimen.
—Tienes razón, tenemos que encargarnos de ella. ¿Por qué no hiciste que tu nubio la degollara cuando vino a amenazarte?
—¡Qué tonto eres! —exclamó Sabih—. La dejé marcharse tranquilamente porque había avisado a una o varias personas de su entorno de la visita que se disponía a hacerme. Y me dio a entender que al menos una de esas personas tenía poder para detenernos. Supongo que se trataba de Meritites, la primera esposa del príncipe heredero. De ese modo habríamos agravado más aún nuestro caso. Pero si me convences de que actúe en tu favor, debes saber que será raptada sin que nadie lo vea y desaparecerá sin que se pueda sospechar el lugar donde permanecerá encarcelada.
—¿Quieres decir que la mantendrás prisionera, viva, sin acabar con ella?
—Eso es. Henutsen es una mujer muy hermosa y me parecería un crimen imperdonable. Esperaré a que tu bando haya tomado el poder y tus enemigos hayan emprendido el camino del Amenti, para convertirla en mi esposa.
Abedu le lanzó una mirada sorprendida y desdeñosa.
—Si no me equivoco, no quisiste que el nubio se apoderase de ella y la ejecutara porque te ha seducido con sus encantos. Pero muy ingenuo me pareces creyendo que se entregará a ti con tanta facilidad y aceptará convertirse en tu mujer sabiendo que has matado a su esposo, su cuñado y su suegro.
—Pongo en tu conocimiento que yo también tengo poderes secretos que la harán mía cuando yo lo decida.