Tanto en la corte como en la familia real, se recibió con gran sorpresa la noticia de la súbita decisión del rey de enviar a su amado hijo Nefermaat al templo de Heliópolis para que fuera iniciado. Cuando el interesado manifestó su descontento ante su padre cuando éste lo citó para comunicarle su decisión, Snefru le dijo:
—Hijo mío, también tu hermano mayor ha sido iniciado. Debes saber que si aspiras a subir algún día al trono de las Dos Tierras, pues no he tomado aún una decisión y, además, nadie conoce el destino que el dios nos reserva, es necesario que hayas recibido la iniciación en la Casa del Fénix.
Aquella explicación apaciguó la cólera de Neferu, pues parecía confirmar su seguridad de que finalmente sería elegido heredero del trono. Snefru reveló a Hetep-heres su intención de tomar aquella decisión.
—La mano que armó a los hombres que intentaron asesinarnos a mí y a mis dos hijos sigue sin ser descubierta. Así pues, he pensado lo siguiente: una vez enviado el dios Snefru junto a mi padre Osiris, y si mi primogénito se reúne con él en compañía del hermano menor Rahotep, ¿quién es el heredero legítimo? ¿Quién se ceñiría la doble corona? ¿Quién sino Nefermaat, mi amado hijo, fruto de mis amores con Neithotep?
—Esposo mío, mi señor —exclamó la reina—, ¿sospechas acaso que Neferu ha concebido el abominable proyecto de eliminar a su padre el rey y a sus dos hermanos para subir los peldaños que llevan al trono?
—No ignoro que es una terrible sospecha, pero no le juzgo, y menos aún le condeno. He decidido enviarlo a Benu, el Gran Vidente de Heliópolis. Él se encargará de su iniciación y examinará su corazón. Muy pronto conocerá lo que se oculta en el fondo de su alma. Sabrá si alberga en su seno negros designios y le apartará de semejantes crímenes, en caso de que fuera el culpable, purificando su cuerpo y su espíritu por medio de la iniciación. Y si Neferu nunca ha pensado conquistar de modo tan abominable la doble corona, no dejará de ser útil que sea introducido en los arcanos del dios. Tengo en Benu la mayor confianza. Ha recibido órdenes para que vigile estrechamente a Neferu, sin que él sospeche en absoluto. Si se pone en contacto con algún emisario, si intenta abandonar la ciudad, él lo sabrá y será seguido. Entonces podré sopesar mi corazón y dictar una sentencia con ayuda de Maat, sin riesgo de contrariar a la diosa o injuriarla tomando una decisión injusta.
—Esposo mío, bueno es que confíes en Benu, pero no debes olvidar que trabaja por el interés de su propio clero, por el interés del clan de Heliópolis, pues él es el Gran Vidente, su jefe, como Ptahuser es el jefe del clan de Menfis. Ahora bien, ésta fue la política que nuestro padre, el dios Huni, quiso practicar; confió así funciones importantes no ya a la gente de su familia, a sus hermanas y hermanos, a sus hijos y sobrinos, sino a gente perteneciente a las antiguas grandes familias que el dios Zóser y sus predecesores habían mantenido ociosa u ocupando funciones subalternas, para debilitar su poder, temiendo una rebelión. Sabes que nuestro padre actuó así porque temía más las ambiciones de sus íntimos que las de los extraños que se sentían sus deudores por los cargos que ocupaban. Había visto perfectamente que el interés individual es más fuerte que los del clan y la familia, pues había ascendido al trono de las Dos Tierras a consecuencia de las sucesivas desapariciones de sus hermanos. Tienes varios hijos y hermanos, ves el peligro que pueden representar para tu corona los clanes, que vuelven a ser muy poderosos, y sería ya tiempo de reanudar la política de nuestros abuelos, reunir en manos de tus hijos y hermanos la mayor parte de los poderes.
—¿Qué significan estas palabras? —se extrañó Snefru.
—Sólo quiero sugerirte que sustituyas a los jefes de los templos por miembros de tu familia. Has puesto en manos de Rahotep el mando del ejército real que quieres organizar con gente procedente de todas las ciudades del reino; está muy bien. Has confiado a Neferu grandes responsabilidades en la morada de nuestro hermano Nefermaat; eso es bueno también. Pero si tus hijos estuvieran a la cabeza del clero de Ptah y del de Ra, no necesitarías ya ingeniártelas para practicar una política de equilibrio entre esos sacerdotes y esos clanes.
—Comprendo muy bien lo que quieres darme a entender, y a veces lo he pensado. Pero créeme, me es imposible destituir a Ptahuser, y más aún a Benu, que es uno de los soportes de mi trono. Si por ventura uno de los dos fuera llamado por Osiris, podría entonces reconsiderar tu consejo y nombrar en su lugar a uno de mis hijos…
—Di más bien a uno de nuestros hijos. Yo estaba pensando en Keops o en Rahotep. Neferu tiene ya suficiente poder gracias a los cargos que le has concedido. Sería bueno colocar a Rahotep a la cabeza del clero de Heliópolis, y a Keops, príncipe heredero, al frente del de Menfis. Has podido darte cuenta de que nuestro primogénito es un muchacho lleno de energía, incapaz de concesiones y de intrigas. Con un hombre de este temple a la cabeza del clero de Ptah ya no tendrías que temer el poder del clan menfita y contarías con un fiel apoyo al trono. Y como nuestros dos hijos están unidos por una gran amistad, puedes tener la seguridad de que permanecerían juntos en defensa de tu corona. Y cuando Keops te haya sucedido, con su unión asegurarán más aún la cohesión del reino.
—Volveremos a hablar de ello —asintió Snefru—. Pero de momento, Ptahuser está vivo, Benu también y no tienen edad suficiente para que podamos pensar en su muerte y en su sucesión.
Así pues, una mañana, pocos días antes de la inundación, Neferu se puso en camino hacia Heliópolis. Como su hermano mayor, iba a pie, pero le pareció inútil arriesgarse a cruzar nadando el río cuando faltaba tan poco tiempo para la crecida.
Se hizo llevar a la otra orilla por una barca de palacio y luego tomó el polvoriento camino de Heliópolis. Mientras caminaba, se sintió alegre y con el corazón ligero, aunque se alejaba de la corte, su esposa y sus compañeros, porque estaba seguro de que seduciría al Gran Vidente y ganaría para su causa al clero de Atón-Ra, reforzando así su poder al ser iniciado en el conocimiento de los secretos del Fénix, el pájaro del sol.
Aunque no lo hubiera tenido como alumno en la Casa de Vida del templo de Heliópolis, Benu no albergaba prejuicio alguno contra Neferu, muy al contrario. Había tenido ya ocasión de sugerir a su padre que lo enviara a su lado.
—Escúchame —dijo al rey—, Keops y Rahotep han estudiado conmigo, y creo que recibieron la educación que forma buenos escribas, fieles al trono y dignos sucesores de tu majestad. Envíame a Nefermaat por algún tiempo. Comenzaré iniciándolo en los misterios del Fénix y al mismo tiempo sabré alejarlo del clero de Ptah.
Al principio Snefru no accedió a su petición. La rivalidad de los dos cleros más poderosos del reino le era útil. Creía haber actuado como un buen político al favorecer, en principio, al clan de Heliópolis para devolverle cierto poder que pudiera contrarrestar el del clan de Menfis. Del mismo modo, se las arregló para dar su antiguo brillo a los clanes de las antiguas ciudades dirigentes del Delta, especialmente Buto, cuyos orígenes, como los de Heliópolis, se remontaban a la noche de los tiempos. Mas no quería dar la supremacía a ninguna de esas ciudades, y si intentó debilitar el clero de Ptah, no fue para que éste fuese suplantado por el de Ra. Por esta razón había confiado dos de sus hijos a la Casa de Vida de Heliópolis y el otro a la de Menfis. Pero al cabo de más de diez años de practicar esta política de equilibrio había advertido que el clero de Menfis no sólo mantenía su preeminencia sino que además tenía en su poder a su hijo preferido, al que animaba a lograr el nombramiento de príncipe heredero, para beneficio del clan de Ptah. Tal vez, incluso, estuvieran conspirando para que su candidato obtuviese el trono, sin dudar un momento en utilizar los métodos más criminales para lograrlo. Se decidió, por fin, a escuchar la petición de Benu, con la esperanza de apartar a Neferu del poder de Ptahuser y los suyos. No ignoraba que su decisión iba a provocar la cólera del clan de Menfis, apiñado en torno a su dios y su sumo sacerdote, pero estaba decidido a correr ese riesgo, pues temía que su hijo, apoyado por un clero de Ptah demasiado poderoso, intentara apoderarse por la fuerza de la corona, al fracasar los distintos intentos de asesinato. Un golpe de Estado que tenía posibilidades de éxito, ya que Neferu representaba cierta legitimidad de la familia real, y dejaría el reino y sus asuntos en manos del clan menfita, lo que asimismo podía provocar una verdadera guerra de clanes entre los grandes de Menfis y los de las demás ciudades de la Tierra Negra.
Neferu descubrió un mundo nuevo para él junto al Gran Vidente. Aunque conservasen antiguas tradiciones y hubieran elaborado una teología marcada por la gran profundidad de su pensamiento místico, los sacerdotes de Menfis nunca habían considerado útil imponer al príncipe la ascesis de un conocimiento que no le habría aportado nada, salvo enojo, pues lo tenían por un joven ligero, fantasioso, ávido de bienes materiales, goces físicos y honores. Por ello creían que era preferible halagar los gustos que revelaba y adelantarse a sus deseos para hacérselo suyo, empresa en la que estaban seguros de tener éxito.
Benu miró con ojos muy distintos al segundo hijo del rey. Observador agudo, pronto descubrió que bajo las actitudes desenvueltas, ligeras y arrogantes, Neferu ocultaba una indudable ambición, un vigor puesto al servicio de su voluntad de dominio, una gran agudeza política. Decidió, por tanto, conquistar al príncipe para su causa y obligarlo a revelar la realidad de su carácter, su firmeza, imponiéndole una ascesis y reformando su espíritu por medio de una enseñanza idónea.
—Su majestad, tu padre, el dios Snefru, me ha dado absoluto poder para que te prepare para nuestros misterios y te introduzca en los arcanos de la sabiduría de Atón-Ra —le dijo tras haberlo hecho esperar varios días, hablando con él sólo de asuntos secundarios, cosas superficiales que no comprometían ni al uno ni al otro, pero que le habían permitido sondear su corazón—. Pero antes de revelarte los primeros misterios del Fénix, voy a darte a conocer ciertas verdades ajenas al común de los mortales que, no obstante, debe conocer el hijo de un rey, destinado a altas funciones de Estado, incluso a subir al trono de las Dos Tierras.
Aunque pudiera augurarle momentos difíciles, aquel modo de entrar en materia agradó a Neferu porque le permitió prever un radiante porvenir.
—Comienza a convencerte de que la sabiduría ideal, la sabiduría perfecta, reside en el silencio. Un silencio exterior que obliga a sumirse en uno mismo, a zambullirse en el propio corazón donde residen tesoros enterrados tan profundamente que la mayoría de hombres ni siquiera son capaces de entreverlos. Debes saber que el dios está en nosotros, que nuestra inteligencia es la suya, o, más concretamente, una parcela de ella. Sólo por la capacidad de comprender se llega a la inteligencia del dios, a la inteligencia universal que gobierna el mundo. Pero nuestra comprensión no depende sólo de ver con claridad una sucesión de razonamientos sobre la naturaleza y la esencia de la divinidad. Pues esa naturaleza y esa esencia no pueden ser directamente aprehendidos por simples razonamientos, por simples esfuerzos de la inteligencia que está en nosotros. Es necesaria, en primer lugar, la ayuda de otro, la de los ancianos que se transmiten de boca a oído un saber primordial, un conocimiento divino al que sólo puede accederse por la iniciación, que requiere una preparación del alma más o menos larga y, paralelamente, una ascesis del cuerpo gracias a la cual el alma se desprende de una carne arrancada de las pasiones y los bienes terrenales. Pero esta iniciación no puede ser un fin en sí misma y sólo puede permitir la llegada al conocimiento del todo si se ha cumplido, consumado por una iluminación interior, iluminación que procede del dios que convierte al iniciado en un Akh, un espíritu luminoso, visión de lo que será el alma del iniciado una vez cruzada la puerta de la muerte.
—¿Y esta iluminación interior que debe convertirme en un Akh me será dada sin duda o depende de la voluntad del dios? —preguntó Neferu.
—La voluntad del dios es tu voluntad, puesto que eres parte del todo, de ese todo que es la forma perfecta del dios, en sus aspectos visibles e invisibles. El dios es lo que ves alrededor, lo que captan tus sentidos, es la Tierra Negra y las demás naciones, es el mundo con todo lo que vive en él, es el cielo de las estrellas fijas y los astros errantes, pero también es lo invisible, el espacio que no puedes ver con tus ojos, pero que sin embargo existe y separa nuestro mundo de los demás mundos que son cada una de las estrellas que tus ojos perciben y las que no puedes ver, es decir, las que están tan alejadas de nosotros que nuestra vista no consigue captar su luz. Es también lo que existía antes de la creación, antes de que el Ta-tenen fuera, y lo que existirá después, cuando el universo visible se transforme, desaparezca en el espacio y el tiempo, pues el espacio es más vasto aún que los mundos que contiene y el tiempo supera el universo perceptible, tanto en el pasado que, para él, sigue existiendo, como en el futuro que, para él, ya existe. Pues debes saber que el tiempo y el espacio forman un todo y el uno no puede existir sin el otro, ya que sin el espacio el mundo no podría extenderse y sin el tiempo no podría moverse. Porque todo movimiento requiere un instante y todo instante es una parcela del tiempo.
—Todo lo que estás diciendo me parece muy difícil de comprender —suspiró Neferu, sorprendido por semejante discurso.
—A través de la meditación podrás comenzar a comprender el sentido profundo de mis palabras. Yo mismo entendía pocas cosas antes de consagrarme a la meditación sobre todos los elementos de pensamiento que mis maestros me proporcionaron. Luego, cierto día, tras muchos años de buscar lo que está en mí y lo que está fuera de mí, recibí la visión inefable, vi la luz sin fuego, la luz sin sol, la luz eterna, salí de mí mismo, abandoné mi envoltura corporal para revestir un cuerpo inmortal de luz; luego volví a mí tras haber tenido la revelación de la verdad, la realidad suprema, la que los hombres sólo conocen tras haber sido purificados por una sucesión de múltiples muertes y de vidas renovadas.
—¿Podré recibir la visión inefable?
—Tal vez, pero nadie puede conocer los caminos interiores de otro, ni siquiera uno mismo, pues sólo tras una incesante búsqueda de sí y del propio espíritu es posible conocerse lo bastante para poder esperar que sea posible recibir la iluminación interior. Por las vidas sucesivas, o en una sola vida por la ascesis y el esfuerzo de meditación, podemos lograr sin embargo deshacernos de nuestros enemigos interiores, expulsar a nuestros verdugos.
—¿Puedes enseñarme quiénes son?
—Sólo puedo nombrarlos, pero no por ello tendrás la fuerza de expulsarlos, de purificar tu alma. El primero es la ignorancia. El segundo la injusticia, que puede impedir la buena marcha del mundo y destruir el equilibrio de las cosas, opuesta a Maat, que es la equidad para contigo mismo y los demás. El tercero, la envidia, nos daña más a nosotros mismos que a los demás; nos corroe el corazón, aleja el alma de la serenidad. El cuarto es la maldad; ésta nos lleva a dañar a los demás y engendra la injusticia. El quinto, la perfidia, utiliza la mentira y la astucia que Maat abomina. El sexto es la avaricia, que nos conduce a vivir sólo para poseer bienes y nos dispone a todas las traiciones y crímenes para satisfacer tan funesta pasión. El séptimo, la concupiscencia, nos impele a vivir únicamente para satisfacer los sentidos, a pensar de forma exclusiva en el placer que procura el goce de otro ser, sin que nos preocupemos por la propia dignidad ni por el daño que podemos hacer a los otros. El octavo, la cólera, arroja al alma a la mayor turbación, nos aleja de cualquier dominio de nuestra voluntad: presa de una cólera indigna de una divinidad, la lejana diosa asoló la Tierra, sembrando la muerte y el terror.
—¿Puede un dios abandonarse a sentimientos tan humanos que parecen indignos de su naturaleza?
—Ciertamente, cuando ese dios es sólo la creación del espíritu humano, cuando no tiene realidad alguna fuera de la imaginación de los hombres. Pero tal vez descubras por ti mismo que los dioses que adoramos no son más que creaciones de su espíritu.
—¡Ah! Sigue hablándome de eso, pues siempre me han enseñado lo contrario: que los dioses crearon a los hombres.
—Es una gran blasfemia y también el fruto de un espíritu de increíble ingenuidad afirmar que un dios, sea el que sea, creó al hombre a su imagen, puesto que semejante dios no puede tener existencia real, usurpa los atributos del dios que es por completo distinto tanto de los hombres como de los animales, que son, todos ellos, criaturas surgidas de la noche de los tiempos, a consecuencia de largas maduraciones, de largas transformaciones. Pero tu espíritu no está todavía lo bastante formado para que yo pueda seguir adelante por este camino del conocimiento. Pasemos al noveno verdugo del alma: la intemperancia. Como la concupiscencia, que es una necesidad desmedida de voluptuosidad, la intemperancia es un abuso de bebidas fermentadas que lleva a la embriaguez, nos hace perder la noción de nosotros mismos y cualquier dominio sobre nuestro cuerpo y nuestro espíritu. El décimo es la gula; el abuso de alimento deforma el cuerpo e incita a hundir, más profundamente aún, el alma en la materia. El undécimo, la temeridad, nos inclina a desdeñar toda prudencia, la cual es una gran virtud, nos lleva no sólo a arriesgar la vida del cuerpo con criminales audacias, sino también la vida del alma por falta de mesura y de prudencia; es un vicio que cualquier hombre destinado a gobernar a los demás debe arrancar de su corazón. Finalmente, el duodécimo es el error.
—Te he escuchado —observó Neferu—, pero mientras que has añadido unas breves precisiones referentes a diez de estas peligrosas pasiones, nada me has dicho de lo que entiendes por ignorancia, que es la primera, y por error, que es la última.
—Eso, hijo mío, lo aprenderás a continuación, hasta en sus más profundas realidades. Has de saber, sin embargo, que la ignorancia es lo opuesto al conocimiento de las realidades primarias, de la esencia real de las cosas, de la naturaleza del universo, y el error es la interpretación falsa o viciada de la revelación de las cosas secretas. Pero de momento, debo limitarme a entregar estos conceptos a tu entendimiento y reflexión.
Aquel año el calor fue más fuerte y la subida de las aguas del río se hizo esperar más que nunca. Hacía ya varios días que la estrella Sepet aparecía en el horizonte al mismo tiempo que el sol, y sin embargo el lecho del río seguía sin crecer, permanecía en su más bajo nivel. La visión de Sepet junto a la manifestación sensible de Atón-Ra marcaba el fin de la estación de los calores y se sabía que ese mismo día o, como muy tarde, dos o tres después, comenzaría la crecida del río que hacía revivir la seca tierra de Egipto. No obstante, habían transcurrido ya diez jornadas —apuntaba por el horizonte el undécimo día desde la aparición heliaca de la estrella— y el Nilo permanecía lánguido, moribundo, lo que había llevado a los adivinos a predecir que las desgracias caerían sobre el país antes de que la estación de la crecida terminara, si es que se llegaba a producir. Los sacerdotes, en los templos, multiplicaron sus plegarias, sacrificios y ritos mágicos, quemaron incienso y mirra y ofrecieron el espíritu del Nilo en nombre del rey, Maat, en forma de una estatuilla de la diosa, y el ankh, el signo de vida, la cruz egipcia provista de un asa, a los dioses de las ciudades y a Hapy.
Finalmente, el mundo recuperó su equilibrio, el dios escuchó las plegarias de sus fieles: el decimoquinto día después de la aparición de Sepet, las aguas comenzaron a subir y todos respiraron. Ankhaf y Keops habían decidido detener los trabajos de las pirámides, porque, abrumados por el calor, los campesinos unidos a las narrias se agotaban al tener que arrastrar a lo largo de grandes extensiones embarradas a orillas del río las pesadas piedras transportadas por el Nilo en barcazas, de modo que el trabajo avanzaba muy lentamente con demasiadas dificultades y mucho sufrimiento. Se había hecho el silencio en las animadas obras de las pirámides, abandonadas de pronto, y sólo se escuchaban los graznidos de los pájaros en el cielo y las llamadas de las hienas en el desierto.
Alentado por Benu, Neferu había decidido quedarse en Heliópolis mientras durara la inundación, lo que comunicó a su madre y a su joven esposa, Meretptah, a quien le escribió lo siguiente: «Nefermaat a su amada esposa, la dama de su casa. ¿Cómo te encuentras? ¿Cómo están mi casa y mis servidores? Yo estoy bien, mi corazón se siente satisfecho. Benu, el Gran Vidente, es un hombre admirable, me enseña hermosas cosas, es un gran sabio. Estoy contento de escucharlo, me felicito por ser su discípulo. Mi intención es permanecer a su lado, en el castillo del Fénix, mientras dure la crecida. Me alojo en una pequeña casa donde aprendo a vivir sin nada, purgo mi corazón y mi cuerpo de cualquier pasión. Quiero ser digno de subir al trono de las Dos Tierras o, por lo menos, de convertirme en un visir capaz de administrar con prudencia a los súbditos de su majestad. Creo que el Gran Vidente de Ra está satisfecho de mí. Y yo lo estoy de él, pues no sólo me enseña los secretos del dios sino que me ha asegurado su cooperación si mi padre, el dios Snefru, me llama para sucederlo. Paso la mayor parte del tiempo en mi choza, leyendo o meditando. Cuando cae la noche, tras haber hecho una comida muy ligera, a veces me reúno con Benu en la terraza del templo. Durante la estación, acude cada noche a observar el cielo y a meditar. Pronuncia entonces hermosas frases, me hace conocer grandes y bellas cosas, y lo escucho para volver luego a mi habitación. Creo que él pasa toda la noche en la terraza, observando el cielo en el curso de las horas, siguiendo con el espíritu el recorrido de Ra por el mundo inferior. No me sorprendería que, como me ha asegurado, abandonara su propio cuerpo y su alma emprendiera el vuelo hacia el gran dios. Pero guarda para ti lo que te digo, no hables de ello, sobre todo a Ptahuser, pues podría creer que he traicionado su confianza, y no es así. Sé feliz, aunque lejos de mí. Pero no debes venir a verme ni yo acudir a tu lado. Quiero que mis miradas sigan vueltas hacia el dios, desprenderme de las cosas de la Tierra durante toda mi estancia en Heliópolis, hasta que haya sido introducido en los secretos de Atón-Ra».
Meretptah, que amaba a su apuesto esposo, se guardó de revelar el contenido de esa carta al gran jefe del arte, que a veces acudía para saber por ella noticias de Nefermaat, pues le preocupaba que estuviera en manos de los sacerdotes de Heliópolis. Pero ella no pensó que desobedecía a su esposo enseñándole la carta a su hermana.
—Bueno es que Neferu se haya ganado la confianza del Gran Vidente —dijo Neferet—. Pues de acuerdo con lo que nos ha dicho Keops últimamente, su majestad envió a tu marido a Heliópolis precisamente con esta intención. El rey estará contento, y es bueno para ti que sigas sintiendo afecto por Neferu.
—Ciertamente —aprobó su hermana—, pero a decir verdad lo añoro. No pensaba tener marido, no me sentía en absoluto inclinada al matrimonio, ya lo sabes, solíamos hablar de ello. Pero ahora he conocido el amor de Neferu y no puedo prescindir de él, de él y de lo que me da. Y ahora sé que no podré verlo hasta la próxima estación, que tendré que esperar tres meses para que se reúna conmigo en nuestra morada.
—Así lo amarás más cuando regrese. Verás, mi esposo, Rahotep, se marcha continuamente. Cuando no va al lindero del desierto para vigilar el entrenamiento del ejército de su majestad, parte a la cabeza de la tropa para buscar piedras raras y cobre de las minas de Atika o se dirige al desierto para cazar con algunos compañeros, o incluso solo, a riesgo de que lo mate una bestia salvaje, una pandilla de beduinos o un asesino, como estuvo a punto ya de suceder. Tu esposo, al menos, vive seguro en el templo de Ra, entre hombres que, a juzgar por lo que dice, le son favorables.
Meretptah hizo una mueca, pero tuvo que rendirse a las razones de su hermana, reconocer que, a fin de cuentas, no estaba más satisfecha de su esposo que ella misma podía estarlo del suyo.