23

Aquel día Henutsen vestía una larga túnica de lino blanco sujeta sobre el pecho por dos anchos tirantes del mismo tejido, de acuerdo con una moda que había tenido tanto éxito entre las mujeres de las clases más altas de la sociedad como entre las campesinas y las hijas de los artesanos de Menfis. No se puso sandalias ni tampoco peluca, ni llevaba joya alguna, lo que le permitía perderse entre la multitud que a aquellas horas de la mañana llenaba las calles de la ciudad.

Se dirigía a casa de su padre. Aunque algunas calles estuvieran consagradas a determinadas corporaciones de artesanos o de comerciantes, en la mayoría de las avenidas las moradas de los grandes, los altos funcionarios y los Amigos del rey no se hallaban en barrios particulares. Sus vastas mansiones, ocultas en jardines de exuberante vegetación, en los que se levantaban también los alojamientos de los servidores, las salas destinadas a lavandería, carnicería y cocina, alternaban con las casas de adobe de los pobres y las de los artesanos que no trabajaban en la necrópolis sino en el embellecimiento de los aposentos de los vivos. Sólo habían sido obligados a establecerse en calles reservadas los profesionales que con sus oficios podían molestar al vecindario: escultores y fabricantes de jarrones de piedra, por el polvo y el ruido que provocaban sus cinceles y sus taladros; caldereros que trabajaban el cobre, por la resonancia de sus martillos sobre el metal; carniceros, por los gritos de los animales que iban a ser sacrificados. Los tintoreros y curtidores habían tenido que establecerse en el extremo sur de la ciudad, para que el viento, que por lo general procedía del norte y remontaba el curso del Nilo, se llevara hacia el río los nauseabundos olores que sus actividades generaban.

Así, la rica morada de Setribi estaba rodeada de casas populares. Siendo todavía una niña, Henutsen había jugado con los muchachos y las chicas del vecindario, sin que nada los distinguiera en apariencia, pues todos los niños iban desnudos y estaban igualmente sucios tras haber jugado en el polvo, e igualmente limpios cuando volvían de bañarse en el Nilo. La única diferencia que había separado a Henutsen de sus compañeros de juego había sido que en su casa aprendió a danzar, cantar y tocar el laúd, de lo que se encargaron su padre y su madre, mientras que un escriba del templo de Ptah le enseñaba el arte de trazar los signos de la escritura sagrada y de descifrarlos. De este modo, durante los años de infancia y adolescencia, Henutsen conoció a todos los niños de su barrio, los que tenían su edad y también los más pequeños. Con ellos había jugado, peleado, trepado por los largos troncos de las palmeras para recoger los pesados racimos de exquisitos frutos de melosa carne. Su padre le regaló, por aquel entonces, un mono, un animal de larga cola que la acompañaba a menudo en sus juegos y trepaba a los árboles con sus compañeros. Más tarde, con sus hermanos y hermanas menores, muy pequeños todavía, había jugado a ser mamá y adquirido la estima y el amor de numerosos parientes a los que ayudó encargándose de cuidar a sus hijos de corta edad y guardándolos cuando tenían que ausentarse por una ocupación u otra.

Cuando volvía a aquel barrio, no había un solo niño que no la conociera, ni una sola familia en la que no fuese recibida como la hija mayor.

Henutsen entró así en un jardín vecino de la morada de su padre, rodeado también de muros, pero cuya puerta estaba abierta de par en par. Lo cruzó en unas pocas zancadas y llegó ante un pórtico por el que se accedía a una vasta sala que servía de taller de ebanista. Allí trabajaba el dueño de la casa con varios ayudantes. Por medio de sierras de cobre, cinceles y azuelas, cola y clavijas, tallaban en maderas importadas de Nubia y Asia sitiales de elegantes formas, camas, arcones y muebles destinados a las mansiones de los grandes, y también cajas para los escribas, juegos de la serpiente o delsenet. El jefe ebanista Tahmaau, dueño de la casa, salió apresuradamente al encuentro de la muchacha, y la saludó. La había conocido de niña, porque jugaba con su hijo mayor que desde hacía algún tiempo trabajaba en el taller y cuidaba a los más jóvenes, unos gemelos que tenían trece años. Todavía llevaban la trenza de la infancia que caía sobre la oreja derecha, pero su padre no tardaría en cortársela para que entraran así en el mundo de los adultos y les pondría a su lado, en el taller de ebanistería, para enseñarles el oficio. Cuando era pequeña e iba a jugar con su hijo en el jardín de la mansión, Tahmaau había tratado a Henutsen como la niña que era, aunque con la deferencia debida a la condición de su padre. Pero como ahora era la esposa del príncipe heredero y estaba destinada a ser algún día una de las dos reinas de Egipto, el hombre manifestó un respeto que divertía, pero también molestaba, a la muchacha, pues su nuevo rango en nada había cambiado su carácter.

Tahmaau corrió hacia ella y la saludó inclinándose y levantando los brazos. Ella correspondió con una sonrisa.

—Tahmaau —dijo—, no vengo como la esposa del príncipe heredero ni como cliente para comprar alguno de los hermosos muebles que con tanto arte construyes. Estoy buscando a tus hijos, Chedi e Inkaf.

Sus palabras dieron pie al ebanista de mostrar su enojo.

—No están; son unos granujas, hijos de Sobek. Se han vuelto peleones, sólo sueñan en golpes y chichones. Me han dicho que querían ser soldados de su majestad. Pero yo quiero convertirlos en buenos artesanos, en ebanistas, como su hermano mayor, como yo mismo, como mi padre y mi abuelo. Los encontrarás a orillas del río. Han ido a bañarse y jugar con otros bribones de su especie. Sé que tienes mucha influencia sobre ellos. Te ha traído el dios, te guía la mano de Ptah, señor de los artesanos. Habla con ellos, convéncelos de que aprendan a ser ebanistas. Nadie ignora que el de soldado es el peor de los oficios, peor aún que la condición campesina, pues no sólo les pegan cuando no marchan como es debido, cuando no obedecen inmediatamente a sus jefes, sino que los soldados deben caminar por el desierto días enteros, sin beber y sin comer. Por la noche duermen a la intemperie, muertos de frío; de día sufren el calor. En todo momento pende sobre ellos la amenaza de los enemigos, los beduinos que atacan de día y no temen asaltar a los soldados dormidos, en plena noche. Su vida no les pertenece, depende de sus jefes, de sus enemigos y del dios.

—Tienes razón; la vida del ebanista es sin duda más tranquila que la del soldado —reconoció Henutsen—. Hablaré con tus hijos, pero no es seguro que me escuchen.

—Es posible que no consigas convencerlos —asintió él—, pues son tozudos como asnos, pero tú tienes un poder que nadie de mi entorno tiene, ni siquiera los grandes de esta ciudad. Tu cuñado, el hermano de tu esposo, el señor Rahotep, es el dueño de las tropas de su majestad, su poder es inmenso, casi tanto como el del dios Snefru. Si tú hablas con él, podrás persuadirlo de que ordene a sus oficiales que se nieguen a alistar a mis hijos, a los gemelos.

—Haré lo que esté en mi mano para apartar a Chedi e Inkaf de su proyecto; pero si persisten en su decisión, no puedo hablar con Rahotep para que les prohíban entrar en el ejército. Tal vez tenga poder para hacerlo, pero no derecho ante el dios. Ellos deben decidir; sin embargo, podría pedir a mi hermano que les diera un mando que evitara exponerlos al peligro. Es todo lo que puedo prometerte.

Tahmaau suspiró y dio las gracias a la muchacha. Henutsen se dirigió entonces a la orilla del Nilo, donde sabía que iba a encontrar a los dos muchachos, pues los niños se bañaban siempre allí. Al sur de la ciudad, la ribera se curvaba, formando una pequeña rada donde crecían las cañas. Allí iban a bañarse los niños, porque la corriente era débil y no corrían el riesgo de encontrar un cocodrilo, terror de los huéspedes del río. Tal como esperaba, halló a los dos adolescentes. Al verla, salieron del agua donde estaban jugando con otros niños y corrieron hacia ella. Henutsen los conocía desde pequeños, los había cuidado a menudo, lavado y quitado la mugre cuando eran bebés. Se sentó con ellos en la hierba y les habló de este modo:

—Sabéis que soy como vuestra hermana mayor. He sabido por vuestro padre que queréis ser soldados, y tal vez lo seáis algún día, pero de momento vengo a confiaros una misión. Seré como vuestro jefe y vosotros seréis mis exploradores, mis buenos soldados.

Aquel preámbulo excitó la curiosidad de los chicos e hizo brillar sus miradas.

—Di, te escuchamos —gritaron a coro.

—He aquí lo que os pido: voy a llevaros ante la casa de un hombre, un Amigo de su majestad. Su nombre es Abedu. Os lo enseñaré, pero él no tiene que verme. Desde ahora vigilaréis su morada, os fijaréis en todas las personas que vayan a verlo y, sobre todo, cuando salga lo seguiréis. Iréis donde vaya, pero sin que os descubra. Sed discretos, evitad que os vea.

—No nos verá —aseguró Chedi.

—Y aunque nos viera no se fijaría. Seremos para él unos niños que juegan —observó Inkaf.

—¿Y adónde debemos seguirlo? —preguntó su hermano.

—A donde vaya. Y cada día me haréis un informe de lo que haya hecho. Me diréis adónde ha ido, con quién ha hablado. Y yo os daré dátiles, higos, todos los frutos que queráis, y también miel, todas las golosinas que me pidáis. Nos encontraremos en el jardín de la casa de mi padre o en la del vuestro. Es un trabajo de militar; será para vosotros la primera escuela del soldado.

—En cualquier caso —declaró Chedi con altivez—, será más divertido que tallar madera con la azuela.

Como habían acordado, Henutsen hablaba cada día con uno de los dos muchachos, para escuchar su informe, mientras el otro seguía al acecho, vigilando a Abedu. Cuando el jefe de los asnos de palacio abandonaba su morada, se dirigía a la Gran Casa del rey, fuera de los muros de la ciudad, hacia las pirámides que Ankhaf construía para su majestad. No parecía recibir visitas en su casa, pues sólo acudían chiquillos, compañeros de juego de los hijos del dueño, o a veces mujeres que solían salir en compañía de Irty, su esposa. Chedi e Inkaf se habrían cansado muy pronto de aquella vigilancia si cierto día Abedu no se hubiera aventurado por las calles de la ciudad, hacia los barrios de los artesanos.

Cuando Henutsen llegó, la recibieron con aire triunfal.

—Ayer nuestro hombre fue a casa de alguien al que conocemos, a casa de Sabih, en las calles de los artesanos —anunció Chedi.

—¿Quién es Sabih? —preguntó ella.

—Es un hechicero, un adivino. Se dice que es un hombre de Seth, que con su magia puede lograrlo todo. Es tan poderoso como un dios.

—Llevadme a su morada —pidió.

Se pusieron en camino sin más tardanza, y mientras andaban Henutsen preguntó cuánto tiempo había pasado Abedu en casa del mago.

—No mucho. Salió con un hombre muy alto, de piel tan oscura como los dátiles maduros —declaró Inkaf—. El hombre lo siguió hasta su casa y regresó con una cabra y un cordero.

—¿Una cabra y un cordero? —repitió Henutsen—. ¿Adónde los llevó?

—A casa del mago Sabih. Lo hemos visto; tiene detrás de la mansión un gran jardín cerrado por un muro. Trepamos al muro y vimos otros animales encerrados allí. Sabemos que los cambia en el mercado por buenas cosas.

—Es cierto —asintió Chedi—. Ha venido a casa de nuestro padre, por eso lo conocemos. Cambió un cordero y una cabra por un mueble, un hermoso sillón con el respaldo incrustado de nácar.

Henutsen hizo que le enseñaran la morada de Sabih, pero no se demoró en la plazuela a la que daba, para que quienes vivían allí no pudieran fijarse en ella.

Durante el resto del día, se hizo muchas preguntas, intentando imaginar la razón por la que Abedu se dirigió a casa del hechicero. Si había dado dos cabezas de ganado a un servidor de Sabih, sin duda era para pedirle un favor, una intervención. Ahora se trataba de saber qué tipo de actuación mágica. Como evidentemente no podía hacer la pregunta al interesado, decidió consultar a Sabih. Llenó un cesto con melones, higos y dátiles, se lo puso en la cabeza y fue directamente a su casa, sin decir a nadie el objeto de aquel paseo. Estaba decidida, segura de sí misma, pero su corazón palpitaba con mucha mayor fuerza cuando llamó a la puerta de la morada del hechicero.

La abrió el mismo enano que había recibido a Abedu.

—¿Qué quieres? ¿Por quién preguntas? —interrogó suspicaz.

—Quiero ver a tu dueño, el gran mago Sabih. Eso es lo que deseo. Apresúrate a anunciarle mi visita.

El tono era cortante. El enano la invitó a entrar y a aguardar en la penumbra de la sala. El aire, cálido, estaba impregnado de un desagradable olor rancio. Henutsen pensó que no le hubiera gustado vivir en esa casa. Dejó el cesto en el suelo y aguardó de pie. No tuvo que impacientarse: el enano volvió pronto acompañado por Taxi.

—Éste es Taxi —dijo—. Es mudo, no contestará a tus preguntas. Te llevará a mi señor.

—Lo seguiré. Que tome este cesto; son unos regalos para mi señor Sabih.

El enano hizo una seña al nubio, que tomó el cesto con una mano. Henutsen pensó que se trataba del hombre de la piel color de dátil que habían mencionado los gemelos. El servidor le hizo atravesar dos habitaciones antes de entrar en una pequeña sala que daba al jardín del que los chicos le habían hablado. Le indicó una estera, en la que se sentó, y él desapareció en una sala contigua, llevándose el cesto. Taxi hablaba sólo por signos, y el enano y Sabih eran los únicos capaces de comprenderlo. Por los signos que su servidor le hacía, Sabih comprendió que le esperaba una muchacha joven, hermosa, precisó el nubio con un signo de la mano a lo largo de sus ojos. El hechicero se levantó para espiarla por una mirilla practicada en la pared. No quedó decepcionado y ordenó a Taxi que fuera a buscarla. Luego se instaló en el estrado de ladrillos de la sala donde había recibido a Abedu. Estaba desnudo, pero a pesar de estar a punto de recibir a una mujer desconocida, una clienta en potencia, no se puso un paño. Henutsen permaneció sorprendida y silenciosa unos instantes viendo a Sabih sentado, con las piernas cruzadas, sobre su lecho de ladrillo. Le designó un almohadón dispuesto para ella en medio de la habitación y la invitó a acomodarse. Henutsen se instaló con las rodillas dobladas contra su pecho, pues la estrechez de su vestido le impedía adoptar la posición del escriba.

—He visto el regalo que me has traído —dijo el hechicero—. ¿Quién te envía?

—Vengo de la mansión de Tahmaau, el ebanista al que le compraste unos muebles.

—¿Tu nombre?

—Merit.

—¿Qué esperas de mí? Pues supongo que conoces mi nombre y mis poderes.

—Conozco tu nombre, pero no todos tus poderes. Vengo, pues, para saber si puedes serme útil, si puedo recurrir a tu magia.

—¿Qué esperas? Conozco hechizos contra las picaduras de escorpiones y arañas y contra las mordeduras de serpiente; también sé hacer invocaciones para expulsar los demonios de las enfermedades y preparar farmacopeas mágicas, filtros para hacerse amar.

—Ninguno de esos poderes me interesan. Veamos, ¿sabes cómo enviar males a mis enemigos?

—¿Acaso una mujer tan joven y hermosa puede tener enemigos? Más bien hubiera creído que me pedirías algún hechizo o un filtro mágico para conseguir amor.

—Si soy tan joven y tan hermosa como dices, ¿por qué voy a necesitar un sortilegio para que me amen? ¿No es mi belleza el más poderoso de los filtros y mis palabras el más eficaz de los hechizos?

Aquella seguridad hizo sonreír a Sabih. Pensó que le apetecería utilizar todos sus poderes mágicos para conseguir que una mujer como ella lo amase.

—¿Qué clase de mal quieres enviar a tu enemigo? ¿Una enfermedad? ¿Heridas, dolor de muelas, mal en los miembros, en los riñones? En ese caso, moldearé para ti una muñeca. Tú deberás conseguir algunos cabellos, sudor o limaduras de las uñas de la persona a la que deseas dañar. Luego bastará con hundir una espina en la parte de la muñeca que elijas para que esa persona sienta daño donde hayas clavado el aguijón.

—Es una posibilidad. Pero no quiero que la persona sufra una enfermedad o un dolor, sino que muera. ¿Qué harás, qué vas a pedirme?

—¿Deseas acaso que alguien muera?

—Tal vez. Responde a mi pregunta.

—Me pides que asuma una grave responsabilidad. Tan peligroso servicio cuesta muy caro.

—Tengo con qué pagar. Dime sólo si es posible y lo que debo hacer.

—Es todo un ritual, pero en sí mismo no basta. Primero hay que escribir el nombre de la persona a quien tanto mal deseas en una jarra. Luego rompes el recipiente y lo entierras en un lugar cercano a donde ésta reside. Finalmente, debo transmitir el poder mágico de Seth y de Thot a ese objeto mortal.

—¿Cuánto tiempo es preciso para que desaparezca la persona atacada?

—A veces meses, años incluso. Pero morirá, sin duda.

—¿Bromeas? Todos debemos morir algún día. Tu magia me parece bastante fácil. Si debo esperar varios años antes de que la persona muera, mejor dejar que actúe el tiempo.

—Una persona joven puede vivir aún varios decenios. Cuando hablo de años me refiero a dos, tres como mucho. Entonces la persona morirá de enfermedad, de accidente, cazando…

—Si te pidiera romper una jarra, ¿qué me pedirías?

—Debes sospechar que un acto que me exige una tensión tan fuerte, tanto silencio y dominio de los espíritus y por el que también arriesgo mi vida cuesta muy caro.

—Estoy dispuesta a pagar. Fija tu precio.

Sabih fingió concentrarse. Permaneció un momento en silencio y declaró:

—¿Puedes proporcionarme cincuenta corderos, otras tantas cabras, diez asnos y quince bueyes?

—¿Todo de una vez?

—No, el pago puede realizarse en uno o dos meses. Basta con que me entregues, por ejemplo, un día una cabra y un cordero, otro día un asno y un buey, y así sucesivamente hasta saldar la deuda.

—Es caro, pero puedo pensarlo.

Mientras hablaba, Henutsen recordó la información que le había dado uno de los gemelos: el nubio había salido de la morada de Abedu con una cabra y un cordero.

—Puedo hacerte una oferta mejor. Un trato que no te costará nada —dijo entonces el hechicero.

Henutsen se limitó a arquear las cejas.

—Verás —prosiguió—. Soy un hombre inspirado por los espíritus, un hombre poderoso, favorecido por Hator y por Thot. Si consientes ser mía, si aceptas entregarte a mí mientras dure mi intervención para dar actividad a mis fórmulas mortales, no te exigiré pago alguno.

Ella esperaba que el brujo le hiciera esa propuesta, de modo que no se escandalizó; de hecho, casi se sintió divertida.

—¡Eh! —exclamó—, si por ventura la eficacia de tus fórmulas tardase varios años en manifestarse, sería como si me pidieras en matrimonio.

—¿Y por qué no? Sería bueno para ti. No podrías encontrar mejor marido que yo. Soy grande y fuerte como un toro, como un macho cabrío de Mendes. Si quieres, ahora mismo puedo darte pruebas de mi deseo.

La muchacha pensó que el hombre comenzaba a expresar con excesiva claridad un deseo que ella pudo percibir desde el comienzo de la entrevista, pues era ostensible, aunque ella fingiera no darse cuenta.

—Como tengo ya esposo —se apresuró a comunicarle para enfriar su ardor— no puedo aceptar tu propuesta. Pero recordaré tu oferta. Sé que eres grande en tu magia, lo bastante poderoso, como Ra e Isis, para satisfacer mis exigencias. Sólo falta que nos pongamos de acuerdo en tu salario. Pensaré en ello. Vendré a verte de nuevo ahora que ya conozco el camino de tu casa.

Cuando estuvo en la calle, Henutsen se admiró de su cinismo y la habilidad que le había permitido comprender, sin descubrirse, por qué Abedu había acudido al mago. Si pagaba en cabras y corderos, sin duda le había pedido romper una jarra, es decir la muerte. Pero ¿de quién? ¿De su esposo? ¿Le odiaba hasta el punto de desear su muerte? ¿De Ankhaf? Eso era más posible. Mas si recurrió al poder del mago sólo era culpable en su intención; no podía, al mismo tiempo, haber intentado asesinar o hacer que asesinaran a Keops y Rahotep. Además, cuando se produjeron los atentados contra el rey y contra Keops, Abedu aún no había sido destituido de su función de jefe de las obras de las pirámides. Por lo tanto, debía buscar al culpable en otra parte.

Mientras regresaba al palacio donde Keops tenía su residencia, pensó en la presunción de Sabih al asegurarle que encontraría en él a un esposo excelente. Se felicitó por haber sabido evitar con tanta destreza sus deseos lúbricos, aun dejándole ciertas esperanzas para que no intentara nada contra ella mientras estaba a su merced, en su casa. Pues con la ayuda de su magnífico servidor nubio, le habría sido fácil dominarla y obligarla a entregarle lo que se había negado a darle de buen grado. Tan absorta estaba en las reflexiones que le sugería su visita al hechicero que no advirtió que era seguida, de lejos, por el propio Taxi, al que Sabih había lanzado tras ella para saber con exactitud quién era o, en cualquier caso, de dónde venía.

Sabih creía conocer bastante a la familia de Tahmaau y estaba seguro de que, aunque lo hubiera conocido por éste, la muchacha no vivía en su casa.