Menos de un mes después del regreso de Keops a Menfis, Meritites dio a luz a su tercer hijo. Los dolores comenzaron por la noche, mientras Keops estaba acostado con Henutsen. Les avisaron, y aunque el esposo no debía asistir al parto, Henutsen quiso acudir al lado de Meritites para ayudarla y ver cómo era el acontecimiento, antes de vivir ella misma la experiencia durante aquella estación. La parturienta se había agachado sobre dos ladrillos y, siguiendo las indicaciones de Niteti, la buena nodriza de Meritites, Henutsen se puso tras ella para sostenerla mientras la comadrona, por delante, se disponía a recibir al niño en un lienzo blanco y puro. En esa acción, la comadrona representaba el papel mítico de Heket, la diosa rana de los partos, esposa de Knum, la divinidad protectora de Keops. Las compañeras de Meritites y Henutsen, Uta y Chery, llamadas urgentemente, acudieron para representar a Isis y a su hermana Neftis, y cantaron y tocaron música para alentar a la joven y recibir al recién nacido. Era su tercer parto y Meritites sabía cómo actuar, de modo que el niño salió de ella sin arrancarle excesivos gritos. La comadrona lo recibió en el lienzo, cortó el cordón umbilical con un cuchillo de hoja de piedra, y luego Uta y Chery ayudaron a la joven madre en su aseo. La comadrona, de acuerdo con la tradición, pronunció por primera vez el nombre del niño, un tercer varón que fue llamado Djedefhor. Henutsen fue más tarde a presentarlo a su padre, que aguardaba en su habitación.
—Mi amado esposo —le anunció—, realmente Knum te ha bendecido: te concede un tercer varón, de miembros bien hechos, de pequeñas piernas muy bien torneadas. Mira qué hermoso es. Realmente tu descendencia está asegurada y, cuando hayas subido al trono de las Dos Tierras, tendrás tres herederos que puedan sucederte.
—Sin duda eso es bueno —reconoció Keops recibiendo al niño—, pero también puede ser malo. Como bien sabes, nosotros también somos tres hermanos, y el menor me envidia ya el trono del que soy legítimo heredero. Tal vez estos niños, pequeños aún, se desgarren mutuamente para conquistar el trono cuando crezcan.
Henutsen agachó la cabeza y suspiró para mostrar su impotencia, la misma que sentía Keops ante las ambiciones y los malos sentimientos que corroen el corazón de los hombres.
Keops fue a devolver personalmente el niño a Meritites y a interesarse por su salud. Chery, a petición suya, fue nombrada arrulladora del recién nacido, y se llamó a la nodriza que se encargaría de él y lo amamantaría.
El mismo día de su nacimiento, Hetep-heres fue a visitar a su nuevo nieto. Se inclinó sobre la cuna donde estaba tendido, lo tomó en sus brazos, lo acunó, lo examinó y dijo:
—Las siete Hator se inclinan sobre su cuna. El niño será un gran sabio. Es el tercero del linaje de mi hijo mayor. No reinará sobre las Dos Tierras, pues no es el primogénito, pero será glorioso por los méritos de su corazón, pues los Akhu, los espíritus luminosos, brillan en su pecho.
Meritites, que oyó hablar así a la reina, le lanzó una sorprendida mirada y replicó:
—Querida madre, que los dioses hagan que estés hablando con Maat en la lengua. Pero puedo asegurarte que ninguno de nuestros hijos podrá superar a su padre en sabiduría. Desde que regresó de Hermópolis, me habla de cosas divinas, me ha contado todo lo que puede ser revelado, y aseguro que mi esposo es el mayor sabio de este reino, después de su majestad, nuestro padre, naturalmente.
Tras haber emitido esta reserva se rió.
Unos dos meses más tarde, Henutsen parió en las mismas condiciones y esta vez fue Meritites la que quiso ayudarla. Dio a luz también a un varón, el cuarto hijo de Keops, Khufukaf. Su nacimiento proporcionó una nueva alegría al príncipe heredero, que deseaba un hijo de la mujer a la que amaba.
Aquel mismo día acudió a casa de su hermano Rahotep para comunicarle el nacimiento y hacerle compartir su alegría, olvidando que la pareja, casada desde hacía ya cierto tiempo, seguía sin tener heredero. Pero Rahotep no pareció pensar en ello y se mostró gozoso ante la noticia. Keops le sorprendió mientras estaba sentado junto a Neferet, vestido con un sencillo paño y con un fino collar ciñéndole el cuello, mientras su esposa llevaba un vestido blanco, muy ceñido, que le llegaba a los tobillos, y de su garganta pendía un ancho collar de varias vueltas, de cuentas rojas, verdes y negras. Se había tocado con una gran peluca negra, sujeta a la altura de la frente por una cinta de plata con piedras planas —finamente incrustadas en ella— de varios colores, que constituían un armonioso conjunto de círculos estrellados y de distintas formas geométricas. Ante ellos estaba un pintor con su ayudante, encargado de la preparación de los colores, pintando las estatuas de ambos, sentados en un sitial de piedra. Habían sido talladas en piedra calcárea tierna y, cuando el artista terminó de retocar los rostros, Keops admiró el gran parecido de la obra con los modelos. Pese a la entrada de su hermano, Rahotep permaneció inmóvil, como petrificado, con la vista fija ante él, un brazo doblado contra su pecho y el otro, con el puño cerrado, contra la cadera.
—Mi buen hermano —se extrañó Keops—, ¿por qué posas con Neferet para estos artesanos, un hábil escultor, por lo que veo, y un pintor no menos diestro? ¿Acaso acabas de ser nombrado por nuestro padre comandante de los ejércitos reales?
—Soy previsor, Keops —respondió Rahotep—. Mi estatua y la de Neferet serán depositadas en la tumba que me hago construir junto a la pirámide de nuestro padre. Estuve a punto de morir hace unos meses, nuestras vidas están siempre amenazadas. Así, si me sucede una desgracia, tendré una sepultura lista esperándome y nuestras efigies estarán ya en mi tumba.
—Hermano mío, ¿qué puedes temer ahora, estando ya a la cabeza de los ejércitos del rey y cuando tu residencia se ha convertido en una verdadera fortaleza, custodiada por más hombres de los que hay en la Gran Casa del rey? Además, te has recuperado por completo de tus heridas y me alegra verte con tan buena salud. Tienes mucho tiempo para pensar en tu morada de los millones de años.
—Nada sabemos de eso. Soy previsor, y tú no lo eres bastante.
Keops consideró inútil decirle que, cuando subiera al trono de las Dos Tierras, tenía la intención de construirse una pirámide tan grande como la de su padre, la tercera erigida con planos de Ankhaf.
—Pensaré en tus consejos, mi buen Rahotep. Hoy he venido a vosotros para anunciaros el nacimiento de Khufukaf, el hijo que Henutsen me ha dado. Me he desplazado personalmente para decírselo a un hermano al que amo por encima de todo, para que se alegre de ello con su bella esposa, y os invito a acudir, pasado mañana por la tarde, a mi residencia para celebrar una fiesta. La cerveza y el vino correrán en abundancia, habrá buenos alimentos, música y también graciosas danzas para alegrar nuestros corazones. Nuestro propio padre ha asegurado que participará en la fiesta.
—¿Has invitado también a nuestro hermano Neferu? —quiso saber Rahotep.
—Naturalmente, y también a su esposa y a tu padre, Neferet, nuestro querido visir Nefermaat. Les he enviado un mensajero para anunciarles el nacimiento e invitarlos a la fiesta. Quiero que toda la familia esté presente, sin olvidar a nuestro tío Kanefer. Incluso he hecho llegar una invitación a Abedu y a su esposa Irty.
—¿Cómo? —se extrañó Rahotep—. ¿Has invitado también a Abedu? No debe de desearte mucho bien, pues además de avisar a nuestro padre de que su pirámide no tardaría en desplomarse, conseguiste que Ankhaf lo sucediera.
—Cuando anuncié el derrumbamiento de su pirámide, no hice más que expresar una sensación que se había convertido en certeza tras días enteros observando el progreso de los trabajos y el modo como se ajustaban las piedras. No veo que pueda reprochármelo.
—Tal vez, pero olvidas que lo trataste de asno y aseguraste la victoria del hombre al que Abedu más detesta en el mundo, ya que está celoso de la fama de su padre y de la ciencia que adquirió en la cofradía de los arquitectos divinos.
—En ese caso, tendrá que tragarse la bilis, pues no puede rechazar una invitación del príncipe heredero sabiendo que su majestad estará presente. También pienso invitar a Ptahuser, y creo que vendrá. Ésta será una buena oportunidad para encontrarnos, pues ya no abandona su templo; se agazapa en él como una araña que acechase su presa.
—También él debe posar en ti la mirada que Seth dirigió a Horus el día del gran combate en el desierto de Ker-Aha. Sé por Neferu que esperaba obtener las obras de las pirámides reales gracias a la intervención de nuestro hermano, por lo que también debe de detestar a Ankhaf. Mira, Keops, no me extrañaría que la vida de tu arquitecto favorito corriera tanto peligro como la tuya.
—¿Piensas que Ptahuser y Abedu pueden odiarnos, a Ankhaf y a mí, hasta el punto de atentar contra nuestras vidas? Si es así, ¿por qué han hecho caer sobre ti su venganza? Que yo sepa, nada pueden reprocharte; y sin embargo también estuviste a punto de ser asesinado.
—Pueden hacerme el reproche más grave: mientras tus hijos sean pequeños, soy el segundo heredero del trono de las Dos Tierras, por lo que le hago sombra al hombre que ellos han elegido para tan divina función.
—¿Y no crees que eso supone, por su parte, correr muchos riesgos para tan pequeñas ventajas?
—Creo, sobre todo, que para quienes son presa del deseo de riqueza y dominio no hay ventaja pequeña: todo lo que puedan conseguir es bienvenido. Eliminados tú, Ankhaf y yo, Neferu vería abierta la puerta del gran palacio y Ptahuser recibiría el cargo de primer arquitecto de las pirámides reales.
—Eso que me estás diciendo me confirma que será bueno tenerlos en nuestra residencia durante la fiesta. De ese modo podremos observarlos, espiar sus miradas y sus gestos. Tal vez se traicionen con alguna alusión o algún aparte.
—No cuentes con ello, son hábiles y muy prudentes también.
Durante el día que precedió a la fiesta nocturna, la residencia de Keops se vio prodigiosamente animada. La víspera se sacrificaron varias cabezas de ganado y un impresionante número de ocas y patos. El mismo Keops, acompañado por su hermano Rahotep, algunos soldados, ojeadores, y asnos para el transporte de las piezas, había ido al desierto Oriental a cazar antílopes, gamuzas y búfalos. La caza fue tan fructífera que Keops distribuyó gran parte del botín entre los cocineros de las residencias de su madre, su hermano Neferu, sus tíos y el palacio real, mientras Rahotep tomaba también su parte.
Meritites, ayudada por Niteti y Khenu, tomó en sus manos la dirección de los preparativos, y espoleó a los servidores y siervas y organizó la comida y, las distracciones en las grandes salas que daban a los jardines y en los propios jardines. Las siervas habían molido trigo y preparado numerosos panes de las más diversas formas, expuestos al sol antes de la cocción para aumentar el efecto de la levadura. La caza, las aves y las mejores porciones de los bueyes se asaron en las brasas, en patios situados detrás de la mansión, junto a las cocinas, mientras los cocineros preparaban estofados de carne de cerdo y cordero, con cebollas, habas y habichuelas.
Se había comenzado con mucha antelación a preparar la cerveza, porque aunque el consumo diario de los habitantes de la morada principesca, la familia de Keops, los invitados de paso y la servidumbre precisaba una renovación incesante de existencias que no soportaban una larga conservación, fue necesario prever gran cantidad de bebida para satisfacer el gran número de invitados a las festividades. En primer lugar se puso en remojo durante varios días la cebada y el trigo para que los granos germinaran y luego se secaron a fuego lento para maltearlos. Estos granos se mezclaron durante mucho rato con otros, germinados aunque no caldeados, y con agua, dátiles machacados y distintas especias, para obtener un líquido relativamente homogéneo, que fue filtrado y decantado con cuidado antes de ponerlo a fermentar en jarras de arcilla curadas.
Se colocaron grandes esteras en las salas abiertas y en el jardín, se colgaron tantas lámparas de las ramas de los árboles y en las salas que cuando cayó la noche y se encendieron todas parecía que el sol no se había puesto todavía.
Como en casa de Keops faltaban servidores para preparar una fiesta a la que no sólo había sido invitada la familia real sino también numerosos Amigos de su majestad, Rahotep y Hetep-heres habían enviado su propio personal para que colaborara.
Sabiendo que el rey se presentaría al caer la noche, los invitados se apresuraron a llegar un poco antes, para estar presentes cuando Snefru entrara. Khenu y Niteti, en la puerta del jardín, recibían a los invitados y los acompañaban hasta Keops, sentado en una estera, cerca del pórtico que, desde el jardín, daba acceso a las salas de recepción de la morada. A su diestra se había sentado Meritites, su gran esposa, y a su izquierda, tan recuperada ya del parto que ni siquiera parecía que hubiera dado a luz recientemente, Henutsen. Hetep-heres, que llegó de las primeras, tomó asiento en un sillón cerca de sus hijos; a su lado había otro, destinado al rey, su esposo. Las esteras extendidas a la izquierda del regio sitial se reservaron para los otros dos hijos de Snefru y sus esposas, Rahotep y Neferet, Neferu y Meretptah. Estos dos últimos llegaron con Nefermaat. El visir vestía el largo paño distintivo de su función, que partía de lo alto del pecho, donde se sujetaba con un tirante de tela anudado alrededor del cuello, y llegaba hasta las pantorrillas, y se había adornado con joyas. Le acompañaban su hermana y esposa Atet y su segunda esposa, Meriset, la madre de Neferet y de Meretptah.
Keops y sus dos esposas se levantaron para honrar a su tío y sus tías, y saludaron a Neferu, que se mostró afable y sonriente, como si sintiera el mayor afecto por su hermano mayor. De acuerdo con la etiqueta, Keops permaneció sentado para recibir a los demás invitados, que se iban acercando para rendirle homenaje y saludar a las dos jóvenes madres. Iban todos cargados de regalos, que unos servidores llevaban a la casa después que Meritites y Henutsen los examinaban y mostraban ostensiblemente su alegría, dando las gracias a los que obsequiaban. Atet, de pie junto a su hermanastra Hetep-heres, suspiró:
—Realmente, querida hermana, los dioses y la buena Heket te han bendecido: tienes dos muchachos magníficos y dos encantadoras hijas, ¡y ahora eres cuatro veces abuela! Yo sólo pude dar un hijo a nuestro hermano Nefermaat. Por fortuna, tengo las hijas de Meriset para consolarme.
—Ahora que se han casado con los hijos de su majestad, no las tienes ya, como yo no tengo a los míos pues disponen ya de su residencia —advirtió Hetep-heres—. Ni siquiera tengo a mi lado a la pequeña Neferkau desde que tiene una habitación en casa de Meritites. Es cierto que se aburría mucho en mi harén, sobre todo desde que mandé a casa de Meritites a Uta y Chery, con Henutsen. ¡Bien! La juventud nos abandona, se ha refugiado ahora en casa de nuestros hijos. Ya ves, como no tienes hijos, como no puedes ser abuela, te resulta más fácil conservar la sensación de que sigues siendo joven, una adolescente todavía, mientras que yo, cuando veo a mis nietos, siento mucho más el paso del tiempo y de los años.
—¡Mi buena Hetep-heres! ¡Qué consuelo me supone eso! Pero lo cierto es que miro a las hijas de Meriset como si fueran mías, porque las educamos juntas, de modo que estoy en la misma situación que tú. Con la diferencia de que Neferet no tiene hijos, ni su hermana tampoco.
—Ya vendrán. Lo deseo y espero.
Aguardando la llegada del rey, y para distraer a los invitados que se habían distribuido por el jardín y las salas contiguas, los servidores ofrecieron aceitunas, cebollitas, dátiles, panecillos y cerveza. Cuando Ankhaf se presentó ante Keops, éste se levantó y le honró públicamente, demostrando así la estima que sentía por él, hijo del respetado Imhotep. Luego lo invitó a instalarse a su lado.
—Tengo la sensación —dijo Rahotep al oído de Neferu— de que ni Ptahuser ni Abedu vendrán.
—Te equivocas —aseguró su hermano—. Sé que Ptahuser acudirá a la fiesta y también Abedu, quien no está en condiciones de rechazar la invitación del príncipe heredero si su majestad en persona honra esta fiesta con su presencia. Pero puedo asegurarte que rebosa de hiel contra nuestro hermano y Ankhaf. Es natural.
—Sí, es comprensible —asintió Rahotep, y añadió enseguida—: No te equivocabas… ahí llega precisamente Abedu con su esposa.
Pese a lo que podía esperarse, el nuevo jefe de los asnos de palacio mostraba un aire jovial y se inclinó ante Keops, con su esposa Irty, felicitándolo por sus recientes paternidades, saludó a las dos jóvenes madres y les entregó sus regalos. Ptahuser lo siguió de cerca y se mostró igualmente cordial con el príncipe heredero y su familia; luego fue a situarse junto al visir, lejos de Abedu, a quien fingió ignorar. Poco después se anunció la llegada de Snefru. Los tres hijos del rey acudieron a su encuentro y, cuando entró en el jardín seguido por sus dos flabelíferos y su portasandalias, todos los invitados, de pie, se inclinaron levantando los brazos. Sólo Hetep-heres permaneció sentada en su sillón, y Snefru fue a saludarla antes de sentarse a su lado. Meritites y Henutsen mandaron a las nodrizas a buscar a los recién nacidos, para presentarlos al rey y a la concurrencia. Cuando Snefru hubo contemplado a los dos niños y posado la mano en sus cabezas, los invitados lanzaron gritos de júbilo para manifestar su alegría. Se llevaron a los pequeños príncipes, y Keops declaró que la fiesta podía comenzar; jóvenes sirvientas, que llevaban pelucas y se adornaban con collares, vestidas sólo con un cinturón en las caderas, ofrecieron a los invitados perfumes y les presentaron jofainas y aguamaniles de plata para que se lavaran las manos. Luego se sirvieron legumbres, carnes asadas y estofados, panecillos, vinos representativos de las seis variedades de caldos conocidos por aquel entonces en Egipto, cerveza y licor de dátiles y todo lo necesario para satisfacer tanto los apetitos como la diversidad de gusto y la delicadeza de los paladares.
Snefru pidió a Neithotep, su segunda esposa y madre de Neferu, que se acercara a él. La rivalidad entre sus dos mujeres le hacía sufrir y siempre que podía intentaba que se aproximaran o, más bien, hacerlas entrar en razón.
—Ved qué bien se llevan las dos esposas de Keops —les dijo—. Son compañeras de juegos, se ríen juntas, cuidan mutuamente de sus hijos, según me asegura mi primogénito. Me complacería que os vierais más a menudo, que fuerais un ejemplo de la unión de nuestra familia.
—Mi señor y amado rey —repuso Neithotep—, en primer lugar nosotras no somos ya niñas, mientras que Meritites y Henutsen, aunque son madres, son como chiquillas y siguen entregándose a los juegos de adolescencia, según me han dicho. Además, Hetep-heres y yo tenemos nuestros respectivos harenes. Debemos encargarnos de nuestra casa, de nuestra servidumbre y de nuestros hijos, aunque ya estén casados. Nos queda muy poco tiempo para consagrarlo a ti, y menos aún para concedérnoslo mutuamente.
—¡Pero eso no significa que no nos queramos! —intervino a su vez Hetep-heres—. ¿No es cierto, mi buena Neithotep?
Abedu había dejado a su esposa conversando con algunas vecinas y se había sentado junto a Ankhaf.
—Ankhaf —empezó—, no quisiera que creyeras que te reprocho tu nombramiento como jefe de las obras de las pirámides de su majestad. Reconozco que he sido torpe en mis cálculos o, más bien, en mis previsiones, pues tal vez hubiera debido actuar como tú, cuando su majestad te ofreció terminar la tumba del dios Huni: negarme a concluir una obra mal concebida al principio, algo de lo que ni tú ni yo éramos responsables. Pero quise ayudar al rey, que fue mi compañero de estudios y me había honrado con su amistad. Pequé de orgullo y debo asumir las consecuencias. Creo que eres el único capaz de llevar a buen puerto tan gigantescos trabajos.
Sorprendido por un discurso tan inesperado y que parecía una palinodia, Ankhaf, reticente al principio, se mostró finalmente amable y sonriente.
—Abedu, te reconozco el mérito de haber intentado terminar una obra cuyo destino era muy incierto —dijo—. El fracaso no puede serte imputado realmente, porque, como le dije entonces a su majestad, habría sido preciso destruir primero gran parte de lo ya hecho, y el rey se negó a ello. Pero tal vez fuiste demasiado osado utilizando los mismos ángulos al hacer los planos de la nueva pirámide.
—Lo reconozco, lo reconozco. Y veo que tú has adoptado la única solución razonable. Pero has debido de advertir que el acondicionamiento interior que concebí es muy ingenioso y hace inviolable la sala del tesoro de la pirámide.
—Sin duda diste pruebas del mayor ingenio. Pero creo que no tuviste bastante en cuenta el tamaño del sarcófago del dios Huni cuando hiciste construir la galería descendente. Es imposible hacerlo pasar por ahí. La única solución es tallar un ataúd más estrecho.
—Ankhaf, cuando tracé los planos de la galería y de las salas no debía tener en cuenta el tamaño de un sarcófago destinado a ocupar la pirámide del Sol. La nueva tumba se destinaba al dios Snefru y habría hecho que le tallaran un sarcófago a la medida del pasillo de acceso a la sala subterránea. Pensé que cuanto más amplio fuera el corredor de bajada, más difícil sería taparlo y más fácil que los ladrones accedieran a él para llegar a la cámara sepulcral. Debes reconocer que la cámara alta no sólo es secreta, sino también inaccesible para quien no llegue a la sala inferior provisto de una larguísima escalera, algo imposible para quien se introduzca en ella secretamente. Creo haber construido la sala del tesoro más secreta, más inaccesible y más segura.
—Es verdad, y te felicito. Has de saber que hablé de ello con su majestad. El rey se alegró y me parece que querrá honrarte, sé que tiene la intención de acumular allí sus tesoros en cuanto el monumento esté terminado.
—Eso me satisface mucho y te agradezco que hablaras en mi favor a su majestad. Me complace haber ofrecido al dios Snefru tan perfecto escondrijo para los tesoros que va a llevarse en su gran viaje en la barca de su padre Atón-Ra.
Mientras los invitados mantenían sus conversaciones, Henutsen iba de un lado a otro procurando que todo el mundo estuviera servido y se sintiera satisfecho, diciendo una palabra a unos, una frase a los otros. Pero en realidad demostraba tanta preocupación por el bienestar de los invitados de su esposo para poder observar más de cerca a algunos de ellos, especialmente a Abedu y Ptahuser. Había decidido intentar averiguar quién estaba detrás de los atentados y del asesinato del mendigo de Hermópolis que Keops le había contado. Esperaba poder disculpar así a Neferu, ya que se negaba a creer que tuviera tan negros designios y fuese lo bastante artero para haber negado con tanto ardor ante ella que estaba implicado en semejante conspiración. Sus sospechas se habían dirigido entonces hacia el gran jefe del arte y el antiguo director de las obras reales. Aunque durante toda la hermosa velada se mantuvieron cuidadosamente alejados el uno del otro, advirtió desde el principio que intercambiaban miradas y ciertos movimientos de cabeza que Henutsen interpretó como manifestaciones de una complicidad que deseaban mantener secreta.
Le sorprendió que Abedu se sentara junto a Ankhaf, y se aproximó a ellos discretamente para escuchar su conversación. En vez de convencerla de sus buenos sentimientos hacia su sucesor, las sorprendentes palabras de Abedu la habían alarmado. No lo conocía bien, pero por lo que le habían contado de él, no podía creer que fuera sincero al mostrarse arrepentido y reconocer sus errores admitiendo la superioridad de Ankhaf. Se preguntó qué podían ocultar unas palabras que consideraba la expresión de una profunda hipocresía, y no se equivocaba al hacerlo. No comprendía qué movía a Abedu a actuar así. Nadie le había exigido que se acercara a quien consideraba un rival, un enemigo, y se humillara de aquel modo. Por lo tanto, no había actuado de ese modo sin una razón, un oculto designio. Tal vez esperase que semejante actitud le congraciaría con el rey. Pero ¿había caído en desgracia? ¿Y podía Snefru ser sensible a semejante comportamiento? Aquello significaba humillarse por un resultado incierto y, de todos modos, de muy poco alcance. Así pues, Abedu tenía otra razón para actuar así. Pero ¿cuál? «Eso es —se dijo Henutsen— lo que debemos descubrir».